Boston, Massachusetts,
lunes, 5 de junio de 2006, 13.30 horas.
—¡Todos en pie! —ordenó el alguacil.
El juez Davidson salió de su despacho envuelto en una nube de tela negra en el instante preciso en que el segundero del enorme reloj de pared pasaba por el doce.
El sol había avanzado en su trayectoria diurna, y algunas de las persianas que protegían las altas ventanas situadas sobre los paneles de nogal de metro ochenta estaban levantadas. A través de los cristales se divisaba parte del paisaje urbano, así como una minúscula porción de cielo azul.
—Tomen asiento —indicó el alguacil en cuanto el juez se acomodó.
—Espero que hayan repuesto fuerzas —dijo el juez al jurado.
Casi todos los integrantes del jurado asintieron.
—Y que siguiendo mis instrucciones, no hayan hablado del caso con nadie.
Todos los miembros del jurado denegaron con la cabeza.
—Muy bien. Ahora escucharán el alegato inicial de la defensa. Señor Bingham.
Randolph se tomó su tiempo para levantarse, caminar hasta el atril y disponer sus notas sobre la superficie inclinada. Acto seguido se ajustó la americana azul marino y los puños de la camisa blanca. Permanecía muy erguido, aprovechando al máximo su más de metro ochenta de estatura mientras con las manos asía suavemente los laterales del atril. Hasta el último de sus cabellos plateados conocía el lugar que le correspondía y aparecía cortado con precisión milimétrica. Llevaba la corbata salpicada de escudos de Harvard anudada a la perfección. Era la personificación de la elegancia innata y refinada, y en aquella sala ajada resaltaba como un príncipe en un burdel.
Craig quedó impresionado y por unos instantes volvió a creer que el contraste respecto a Tony Fasano podía resultar favorable. Randolph representaba la figura paterna, el presidente, el diplomático. ¿Quién no querría confiar en él? Pero entonces desvió la mirada hacia el jurado, fijándose en el musculoso bombero y los dos hombres de negocios aburridos. Todos los rostros mostraban un tedio reflejo opuesto a la reacción que había suscitado Tony Fasano, y aun antes de que Randolph abriera la boca, la breve punzada de optimismo que había sentido Craig se desvaneció como una gota de agua en una sartén caliente.
Sin embargo, aquel golpe repentino no surtió un efecto del todo negativo, porque validaba el consejo de Alexis respecto a su actitud, de modo que Craig cerró los ojos y evocó la imagen de Patience Stanhope tendida en la cama cuando él y Leona irrumpieron en su dormitorio. Recordó el susto que se había llevado al observar su cianosis, la rapidez con que había reaccionado y todo lo que había hecho desde entonces y hasta el momento en que se había puesto de manifiesto la imposibilidad de reanimarla. A lo largo de los últimos ocho meses había repasado la secuencia en numerosas ocasiones, y mientras que respecto a algunos casos que había tratado durante su carrera podía albergar dudas e incluso creer que debería haber hecho algo ligeramente diferente, en el caso de Patience Stanhope había hecho cuanto estaba en su mano. Estaba seguro que, de enfrentarse a la misma situación en la actualidad, obraría exactamente igual. No había cometido negligencia, de eso estaba convencido.
—Señoras y señores del jurado —empezó Randolph con voz lenta y precisa—. Han escuchado un alegato único de boca de alguien que reconoce carecer de experiencia en casos de negligencia médica. Ha sido una demostración de fuerza salpicada de una astuta humildad que los ha hecho sonreír. Yo no he sonreído porque he leído entre líneas, y no pienso insultarlos con semejantes trucos dialécticos. Me limitaré a decir la verdad, que sin duda comprenderán en cuanto escuchen los testimonios que aportará la defensa. A diferencia del abogado del demandante, tengo más de treinta años de experiencia defendiendo a nuestros valiosos médicos y hospitales, y en ninguno de los juicios en los que he participado había escuchado un alegato inicial como el del señor Fasano, que en muchos aspectos ha sido un intento injusto de destruir la reputación de mi cliente, el doctor Craig Bowman.
—¡Protesto! —exclamó Tony, poniéndose en pie de un salto—. Polemizador e insultante.
—Señoría —replicó Randolph al tiempo que dedicaba un gesto molesto a Tony, como si se sacudiera una babosa—. ¿Puedo acercarme al estrado?
—Por supuesto —espetó el juez Davidson, indicando a ambos abogados que subieran.
Randolph se dirigió hacia el lateral del estrado, con Tony pisándole los talones.
—Señoría, el señor Fasano ha gozado de mucho margen de maniobra durante su alegato inicial. Espero la misma cortesía.
—Me he limitado a describir lo que pretendo fundamentar con los testigos, que es lo que debe contener un alegato inicial. Y usted, señor Bingham, se ha dedicado a interrumpirme cada diez segundos e interrumpir el hilo de mi discurso.
—¡Por el amor de Dios! —se quejó el juez Davidson—. Esto no es un juicio por asesinato en primer grado, sino por negligencia médica. Ni siquiera hemos pasado de los alegatos iniciales y ustedes ya andan a la greña. A este paso, esto durará meses. —Se detuvo un instante para que los abogados asimilaran sus palabras—. Les haré una advertencia a ambos. Quiero agilizar las cosas, ¿me han entendido? Los dos tienen la suficiente experiencia para saber lo que es apropiado y lo que el otro tolerará, así que domínense y cíñanse a los hechos. En cuanto a las protestas… Señor Bingham, o todos moros o todos cristianos. Usted ha protestado porque el señor Fasano se mostraba insultante, de modo que él tiene todo el derecho a protestar si hace usted lo mismo. Señor Fasano, es cierto que le he concedido mucho margen durante su alegato, y que Dios los ayude a usted y a su cliente si sus testimonios no respaldan sus alegaciones. El señor Bingham gozará del mismo derecho. ¿Me he expresado con claridad?
Ambos letrados asintieron obedientes.
—Muy bien. Prosigamos.
Randolph regresó al atril, y Fasano se sentó de nuevo a la mesa del demandante.
—Se admite la protesta —anunció el juez Davidson para que el taquígrafo tomara nota—. Prosigamos.
—Señoras y señores del jurado —continuó Randolph—, la motivación no suele intervenir en los juicios por negligencia médica. Lo que suele importar es si se ha prestado la atención médica adecuada, en el sentido de que el médico posee y ha empleado con el paciente la formación y los conocimientos que un médico razonablemente competente poseería y emplearía en las mismas circunstancias. Observarán que en su alegato inicial, el señor Fasano no ha mencionado en ningún momento que sus expertos consideren que el doctor Bowman no utilizó su formación y sus conocimientos de forma adecuada. Por el contrario, el señor Fasano se ve obligado a incorporar el concepto de la motivación para sostener su alegato de negligencia. Y tal como testificarán nuestros expertos, la razón de ello es que, desde el momento en que conoció la gravedad del estado de Patience Stanhope, el doctor Bowman actuó con rapidez y destreza encomiables, haciendo cuanto estaba en su mano para salvar la vida de la paciente.
Alexis se encontró asintiendo aprobadora mientras escuchaba a Randolph. Le gustaba lo que oía y consideraba que estaba haciendo un buen trabajo. Desplazó la mirada hacia Craig; al menos se había sentado erguido. Deseó poder verle el rostro, pero resultaba imposible desde donde se hallaba. Acto seguido miró al jurado, y su evaluación de la habilidad de Randolph comenzó a erosionarse. En la postura de los miembros del jurado había algo distinto respecto al alegato inicial de Tony Fasano. Parecían demasiado relajados, como si Randolph no lograra acaparar su atención. Y entonces, como si quisiera confirmar sus temores, el fontanero lanzó un prolongado bostezo que no tardó en contagiar a casi todos los demás.
—La carga probatoria recae en el demandante —continuó Randolph—. Es tarea de la defensa rebatir las alegaciones del demandante y el testimonio de los testigos del demandante. Puesto que el señor Fasano ha indicado que la motivación es su estratagema clave, nosotros, la defensa, debemos adaptarnos en consecuencia y demostrar a través de nuestros testigos el compromiso y el espíritu de sacrificio que el doctor Bowman ha mostrado toda su vida, desde que a los cuatro años le regalaron un juego de médicos, para llegar a convertirse en el mejor médico posible y ejercer la medicina del mejor modo posible.
—Protesto —intervino Tony—. El compromiso y el espíritu de sacrificio del doctor Bowman durante su formación no son pertinentes en el caso que nos ocupa.
—Señor Bingham —dijo el juez Davidson—, ¿el testimonio de sus testigos guardará relación con el compromiso y el espíritu de sacrificio del doctor Bowman en el caso de Patience Stanhope?
—Por supuesto, Señoría.
—Protesta denegada —anunció el juez Davidson—. Proceda.
—Pero antes de describir las líneas de nuestro caso, me gustaría hablar un poco de la consulta del doctor Bowman. El señor Fasano la ha descrito como medicina concierge o a la carta e insinuado que tiene connotaciones peyorativas.
Alexis volvió a mirar al jurado. La inquietaba la sintaxis de Randolph y se preguntaba cuántos miembros del jurado conocerían las palabras connotaciones y peyorativo, y de entre éstos, cuántos las considerarían pretenciosas. Lo que vio le pareció desalentador, pues los miembros del jurado parecían figuras de cera.
—Sin embargo —prosiguió Randolph al tiempo que levantaba uno de sus largos y cuidados dedos como si estuviera dando clase a un grupo de niños díscolos—, en su origen la palabra concierge significa ayuda o servicio, y carece de connotaciones negativas. Y ésta es la razón por la que se asocia este término con la medicina de pago anticipado, que requiere el desembolso de una pequeña cuota inicial. Varios médicos testificarán que el propósito de este tipo de consulta reside en poder pasar más tiempo con el paciente durante las visitas y las derivaciones, de modo que el paciente pueda gozar de la clase de medicina a la que todos los profanos querríamos tener acceso. Escucharán a testigos afirmar que la clase de medicina que se ejerce en una consulta de medicina a la carta es la que todos los médicos aprenden en la facultad. También sabrán que sus orígenes se remontan a las restricciones existentes en las consultas tradicionales, que obligan a los médicos a visitar a un número cada vez mayor de pacientes por hora para cubrir gastos. Les pondré algunos ejemplos.
Más por puro reflejo que por voluntad, Alexis se levantó de un salto en respuesta a la incursión de Randolph en el tedioso mundo de la economía médica. Murmurando una disculpa se desplazó lateralmente por el banco semejante al de una iglesia en dirección al pasillo central. Por un instante, su mirada se cruzó con la del hombre vestido igual que Tony Fasano. Estaba sentado junto al pasillo, justo frente a ella, cuando Alexis salió de la fila. Su expresión y su mirada impasible la pusieron nerviosa, pero su consciente apartó el pensamiento de inmediato. Se dirigió hacia la puerta del pasillo y la abrió con el mayor sigilo posible. Por desgracia, la pesada puerta emitió un chasquido que recorrió toda la sala. Avergonzada, Alexis salió al pasillo y caminó hacia el amplio vestíbulo de los ascensores. Una vez allí se sentó en un banco tapizado de cuero, revolvió el contenido de su bolso, sacó el móvil y lo encendió.
Al comprobar que tenía poca cobertura, tomó el ascensor hasta la planta baja y salió de nuevo a la luz del sol. Después de pasar un rato dentro, se vio obligada a entrecerrar los ojos para protegerse de la luz. A fin de evitar el humo de cigarrillo de los adictos a la nicotina arremolinados en torno a la entrada del juzgado, se alejó unos metros hasta estar a solas. Se apoyó contra una barandilla con el bolso al hombro y bien aferrado bajo el brazo, y repasó la agenda del teléfono hasta dar con los datos de su hermano mayor. Puesto que eran las dos de la tarde, lo llamó a la Oficina del Forense de Nueva York.
Mientras esperaba respuesta, Alexis intentó recordar cuándo había llamado por última vez para hablar con Jack. No lo recordaba con exactitud, pero debían de haber pasado varios meses, tal vez incluso un año entero, durante el cual se había visto inmersa en su propio tumulto familiar. Sin embargo, incluso antes de aquello el contacto había sido tan solo intermitente y errático, lo cual era una lástima porque ella y Jack habían estado muy unidos de pequeños. La vida no había sido fácil para Jack, sobre todo quince años antes, cuando su esposa y sus dos hijas, de diez y once años respectivamente, habían muerto en un accidente de avión. Volvían a su hogar, situado en Champaign, Illinois, desde Chicago, donde Jack se estaba formando como patólogo forense. Diez años antes, cuando Jack se había trasladado a Nueva York, Alexis había esperado que a partir de entonces se vieran mucho más. Pero no había sucedido a causa de lo que había contado a Craig un rato antes. Jack aún intentaba superar la tragedia, y las hijas de Alexis constituían un recordatorio doloroso. La hija mayor de Alexis, Tracy, había nacido un mes después del accidente.
—Más vale que sea algo importante, Soldano —espetó Jack sin preámbulos al coger el teléfono—. Estoy liadísimo.
—Jack, soy Alexis.
—¡Alexis! Perdona, creía que era mi amigo el detective de la policía de Nueva York. Me acaba de llamar varias veces desde el coche, pero no para de cortarse.
—¿Es una llamada urgente? Puedo llamarte más tarde si quieres.
—No, ya hablaré con él más tarde. Sé lo que quiere y todavía no lo tengo. Lo tenemos bien enseñado, de modo que está enamorado de la medicina forense, pero quiere resultados inmediatos. ¿Qué tal? Me alegro de que hayas llamado. Nunca habría imaginado que fueras tú a esta hora.
—Siento llamarte al trabajo. ¿Es un buen momento para hablar, aparte de que tu amigo el detective intenta localizarte?
—Para serte sincero, tengo la sala de espera llena de pacientes, pero supongo que pueden esperar hasta estar todos muertos.
Alexis lanzó una risita. La nueva personalidad sarcástica de Jack, que su hermana había experimentado en pocas ocasiones, se diferenciaba en gran medida de su talante anterior. Siempre había tenido sentido del humor, pero antes era más sutil y bastante seco.
—¿Todo bien por Boston? No es propio de ti llamar durante el día. ¿Dónde estás, trabajando en el hospital?
—La verdad es que no. ¿Sabes? Me da vergüenza reconocer que no recuerdo la última vez que hablamos.
—Hace unos ocho meses. Me llamaste para contarme que Craig había vuelto a casa. Si no recuerdo mal, no me mostré demasiado optimista respecto a la reconciliación. Craig nunca me ha parecido una persona demasiado pendiente de la familia. Recuerdo haberte dicho que era un gran médico, pero no tan gran marido ni padre. Lo siento si te ofendí.
—Tus comentarios me sorprendieron, pero no me ofendiste.
—Al ver que no volvías a llamarme, creí que sí.
«Podrías haberme llamado tú si creías eso», pensó Alexis, pero no lo expresó en voz alta.
—Bueno, ya que lo preguntas, las cosas no van demasiado bien aquí en Boston —explicó en cambio.
—Lo siento. Espero que no se haya cumplido mi profecía.
—No, Craig sigue en casa, pero creo que la última vez que hablamos no te mencioné que lo habían demandado por negligencia.
—No, no lo mencionaste. ¿Fue después o antes de que volviera?
—Ha sido una época muy difícil para todos —comentó Alexis, haciendo caso omiso de la pregunta de Jack.
—Me lo imagino. Lo que me cuesta imaginar es que lo hayan demandado con lo que se vuelca en sus pacientes. Aunque por otro lado, tal como está hoy en día el tema de la negligencia médica, todo el mundo está en peligro.
—El juicio ha empezado hoy.
—Bueno, pues deséale buena suerte de mi parte. Conociendo su necesidad de ser siempre el mejor de la clase, supongo que esta especie de censura pública le debe de haber sentado fatal.
—Por expresarlo con delicadeza. Las demandas por negligencia son duras para cualquier médico, pero para Craig está siendo un golpe mortífero a su autoestima. Siempre lo apuesta todo a un solo número; los últimos ocho meses han sido un infierno para él.
—¿Y cómo lo lleváis tú y las chicas?
—No ha sido fácil, pero nos las apañamos, salvo quizá Tracy. Los quince pueden ser una edad difícil, y toda esta tensión ha empeorado las cosas. No es capaz de perdonar a Craig por abandonarnos cuando nos abandonó y liarse con una de sus secretarias. Su opinión de los hombres se ha resentido mucho. Meghan y Christina se lo toman con más ecuanimidad. Como sabes, Craig nunca ha tenido tiempo para interesarse mucho por sus vidas.
—¿Y cómo van las cosas entre tú y Craig? ¿Habéis vuelto a la normalidad?
—Nuestra relación está en modo de espera. Él dormirá en la habitación de invitados hasta que acabe el juicio. Soy lo bastante realista para saber que ahora mismo ya tiene bastantes quebraderos de cabeza. De hecho, muchos, y por eso te llamo.
Se produjo un silencio, y Alexis respiró hondo.
—Si necesitas dinero, no hay problema —se ofreció Jack.
—No, no se trata de dinero. El problema es que Craig tiene bastantes probabilidades de perder el juicio. Y a causa de la censura pública, como tú la has llamado, creo que tiene bastantes probabilidades de desmoronarse si eso pasa, o sea de sufrir un ataque de nervios, hablando en plata. Y en ese caso, no creo que podamos llegar a reconciliarnos, y eso sería una tragedia para Craig, para mí y para las niñas.
—¿Aún le quieres?
—Es una pregunta complicada. Digámoslo así: es el padre de mis hijas. Sé que no ha sido el mejor padre del mundo ni el mejor marido según el manual, pero siempre se ha ocupado y se ha preocupado por nosotras. De verdad creo que nos quiere tanto como puede. Es un médico de los pies a la cabeza; la medicina es su amante. En un sentido muy real, Craig se ha convertido en víctima de un sistema que desde el momento en que decidió hacerse médico lo empujó a destacar y a competir. Siempre ha habido un examen más, un desafío más. Es una persona insaciable en términos de aprobación profesional, y los éxitos sociales no revisten la misma importancia para él. Ya lo sabía cuando lo conocí y cuando me casé con él.
—¿Creíste que cambiaría?
—La verdad es que no. Debo reconocer que lo admiraba por su dedicación y su capacidad de sacrificio, y aún lo admiro por ello. Puede que eso diga mucho de mí, pero ésa no es la cuestión en estos momentos.
—No voy a discutir contigo. Siempre he pensado más o menos lo mismo que tú de la personalidad de Craig, sobre todo después de haber pasado por el mismo sistema y experimentado las mismas presiones que él, pero no lo habría sabido expresar tan bien como tú. Aunque imagino que eso se debe a tu formación como psicóloga.
—Sí, los trastornos de personalidad son el pan de cada día para mí. Antes de casarme con Craig ya sabía que tenía muchos rasgos narcisistas. Ahora es posible que esos rasgos se hayan convertido en un trastorno, porque varios aspectos de su vida se han vuelto disfuncionales. El problema es que no he conseguido convencerlo para que busque ayuda profesional, lo cual por otro lado no me sorprende porque los narcisistas no suelen reconocer sus carencias.
—Ni les gusta pedir ayuda, porque consideran cualquier tipo de dependencia como un signo de debilidad —añadió Jack—. Yo también he pasado por eso. La mayoría de los médicos tienen algo de narcisistas.
—Bueno, en el caso de Craig es más que «algo», y por eso lo abruma tanto esta situación.
—Lo siento mucho, Alexis, pero mis pacientes muertos empiezan a ponerse nerviosos. No quiero que se escabullan sin ser vistos. ¿Puedo llamarte esta noche?
—Sé que estoy hablando mucho —repuso Alexis a toda prisa—, pero tengo que pedirte un favor…, un gran favor, de hecho.
—Ah…
—¿Podrías venir para intentar echar una mano?
Jack lanzó una carcajada.
—¿Echar una mano? ¿Cómo?
—En varias ocasiones me has dicho que a menudo testificas en juicios. Con tu experiencia en los tribunales, seguro que podrías ayudarnos. El abogado que la aseguradora le ha asignado a Craig tiene experiencia y parece competente, pero no conecta con el jurado. Craig y yo hemos hablado de la posibilidad de pedir otro abogado, pero no sabemos si sería una decisión sensata. La cuestión es que estamos desesperados y muy pesimistas.
—Casi todas mis comparecencias han sido en casos penales, no civiles.
—No creo que eso importe.
—En el único litigio por negligencia en el que testifiqué estaba de parte del demandante.
—No creo que eso importe tampoco. Tienes mucha inventiva, Jack, mucha capacidad de pensar fuera de los límites establecidos. Necesitamos un milagro, eso es lo que me dice el instinto.
—Alexis, no sé cómo podría ayudaros. No soy abogado. No se me da bien tratar con los abogados. Ni siquiera me caen bien los abogados.
—Jack, cuando éramos pequeños, siempre me ayudabas. Sigues siendo mi hermano mayor, y te necesito. Te digo que estoy desesperada. Aunque solo sea para darnos apoyo psicológico, te agradecería mucho que vinieras. No te he pedido que vinieras desde que te trasladaste a la costa Este. Sé que era difícil para ti. Sé que tiendes a evitar afrontar las cosas y que vernos a mis hijas y a mí te recordaba la tragedia.
—¿Tanto se me notaba?
—Es la única explicación. Y también observé indicios de ese tipo de conducta cuando éramos pequeños. Siempre te resultaba más fácil eludir una situación emocional que afrontarla. Toda la vida lo he respetado, pero ahora te pido que lo dejes de lado y vengas, por mí, por mis hijas y por Craig.
—¿Cuánto durará el juicio?
—Dicen que casi toda la semana.
—La última vez que hablamos había pasado algo en mi vida que no te conté. Voy a casarme.
—¡Jack, qué buena noticia! ¿Por qué no me lo contaste?
—No me pareció correcto después de escuchar tus problemas matrimoniales.
—No me habría importado en absoluto. ¿La conozco?
—La viste la primera y última vez que me visitaste en el trabajo. Es Laurie Montgomery. Trabajamos juntos; también es forense.
Alexis sintió un estremecimiento de repulsión. Nunca había estado en un depósito de cadáveres antes de visitar el lugar de trabajo de Jack. Pese a que había subrayado que el edificio albergaba la oficina del forense y que el depósito no era más que una parte ínfima de un gran todo, Alexis no había quedado convencida por la distinción. A sus ojos era un lugar de muerte, ni más ni menos, y el edificio tenía aspecto y olía como tal.
—Me alegro por ti —aseguró mientras se preguntaba vagamente de qué hablarían su hermano y su futura esposa durante el desayuno—. Lo que me alegra especialmente es que hayas sido capaz de procesar tu dolor por Marilyn y tus hijas para seguir adelante. Me parece estupendo.
—No creo que pueda superarse nunca del todo semejante dolor, pero gracias.
—¿Cuándo es la boda?
—El viernes por la tarde.
—Dios mío. Siento pedirte un favor en un momento tan inoportuno.
—No es culpa tuya, eso está claro. Complica las cosas, pero no de forma irreversible. Yo no me ocupo de los preparativos de la boda. Era el encargado de la luna de miel y ya la tengo organizada.
—¿Eso significa que vendrás?
—Iré a menos que te llame en la próxima hora y te diga lo contrario. Pero en cualquier caso, será mejor que vaya lo antes posible para poder volver a tiempo. De lo contrario, Laurie empezará a pensar que intento escabullirme.
—Si quieres que hable con ella para explicarle la situación, lo haré encantada.
—No hace falta. Haremos una cosa. Llegaré en un vuelo a última hora de esta misma tarde o primera de la noche. Evidentemente, tengo que hablar con Laurie y el subdirector, así como resolver algunos asuntos en la oficina. Después de instalarme en un hotel te llamaré a casa. Lo que necesito es el expediente completo del caso. Todas las declaraciones, la descripción o copias de todas las pruebas y si es posible, los testimonios.
—¡No te alojarás en un hotel! —exclamó Alexis con firmeza—. De ninguna manera. Tienes que venir a casa. Tenemos mucho sitio y necesito hablar contigo en persona. Además, sería lo mejor para las niñas. Por favor, Jack.
Se produjo otro silencio.
—¿Sigues ahí? —preguntó Alexis al cabo de unos instantes.
—Sí, sigo aquí.
—Ya que haces el esfuerzo de venir, quiero que vengas a casa, de verdad. Será lo mejor para todos, aunque puede que eso sea una racionalización egoísta y que lo que de verdad significa es que será lo mejor para mí.
—De acuerdo —accedió por fin Jack con un matiz de reserva en la voz.
—Todavía no ha declarado ningún testigo. La defensa está presentando su alegato inicial ahora mismo. El juicio acaba de empezar.
—Cuanto más material puedas proporcionarme sobre el caso, más posibilidades habrá de que se me ocurra alguna sugerencia útil.
—Haré lo que pueda para conseguir el alegato inicial de la parte demandante.
—Bueno, entonces hasta luego.
—Gracias, Jack. Ahora que sé que vienes, empiezo a sentirme como en los viejos tiempos.
Alexis colgó y guardó el teléfono en el bolso. Aun cuando Jack no pudiera ayudarles, se alegraba de que hubiera accedido a venir, porque aportaría la clase de apoyo emocional que sólo un familiar puede dar. Pasó de nuevo el control de seguridad y subió en ascensor a la tercera planta. Al entrar en la sala y cerrar la puerta tras de sí con el mayor sigilo posible, oyó que Randolph seguía describiendo los efectos negativos que la economía actual surtía en el ejercicio de la medicina. Decidió sentarse lo más cerca posible del jurado, desde donde comprobó por sus miradas vidriosas que no prestaban más atención al abogado que antes. Alexis se alegró aún más de poder contar con Jack. Al menos ahora tenía la sensación de estar haciendo algo.