Boston, Massachusetts,
viernes, 9 de junio de 2006,10.25 horas.
De vuelta en la sala, donde Craig no había reaparecido, Jack llevó a Alexis aparte. Con toda la rapidez y delicadeza posible, le contó todo lo sucedido desde que hablara con ella la noche anterior. Alexis lo escuchó con incredulidad y consternación hasta que conoció la extensión de las pruebas que incriminaban a Craig. Entonces permitió que su profesionalidad tomara las riendas para así poder analizar la situación desde un punto de vista clínico. Gracias a ello fue ella y no Jack quien sacó a colación el hecho de que Jack tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo a la iglesia. Jack prometió llamarla por la tarde, cogió la bolsa de viaje y salió disparado hacia los ascensores.
Jack cruzó el patio del juzgado a la carrera y bajó los dos tramos de escalera que desembocaban en la calle. Para su alivio, el Accent seguía donde lo había dejado, aunque con una multa prendida bajo el limpiaparabrisas. El primer asunto a resolver era sacar del maletero la bolsa de papel con el arma. Sabiendo que tendría que devolverla de camino al aeropuerto, Jack había pedido a Latasha indicaciones para llegar a la comisaría central.
La comisaría se hallaba a la vuelta de la esquina del lugar donde había aparcado, pero se vio obligado a hacer un giro de ciento ochenta grados pese a que estaba prohibido. Después de cometer la infracción, Jack miró por el retrovisor para comprobar si lo seguía algún coche patrulla. Jack sabía por experiencia que, cuando conducías en Boston, si te saltabas la calle por donde tenías que girar, a menudo resultaba imposible dar la vuelta.
La visita a la comisaría fue muy breve y expeditiva. La bolsa llevaba el nombre de Liam Flanagan, y el sargento de guardia la aceptó sin comentario alguno. Contento de haber zanjado aquel asunto, Jack corrió al coche, que había dejado en doble fila y con el motor en marcha.
El aeropuerto estaba mejor señalizado que el resto de la ciudad, y Jack no tardó en llegar a un túnel. Por suerte, el trayecto entre el centro de Boston y el aeropuerto era corto, y Jack llegó en tiempo récord. Siguió las señales de la empresa de alquiler de vehículos y al cabo de unos minutos llegó a Hertz.
Jack aparcó en uno de los carriles de devolución. Había instrucciones acerca de lo que tenía que hacerse al retornar un vehículo, pero hizo caso omiso de ellas, al igual que hizo caso omiso de los empleados que se paseaban por la zona para atender a los clientes. Lo último que quería era enzarzarse en una larga discusión sobre el vehículo dañado. Estaba seguro de que tendría noticias de Hertz. Cogió la bolsa de viaje y echó a correr hacia el autobús que trasladaba a los pasajeros hasta la terminal.
Subió al autobús creyendo que estaba a punto de salir, pero el vehículo estaba en punto muerto, y no vio rastro del conductor. Presa del nerviosismo, Jack miró el reloj. Eran poco más de las once. Sabía que si no llegaba al puente aéreo de Delta de las once y media, todo estaba perdido.
Por fin apareció el conductor e hizo unas cuantas bromas mientras preguntaba a los pasajeros a qué terminales iban. Jack se alegró al saber que la de Delta era la primera parada.
El siguiente obstáculo fue comprar el billete. Por suerte, el puente aéreo disponía de una sección propia. Acto seguido tuvo que hacer cola para el control de seguridad, pero tampoco eso fue demasiado problemático. Eran las once y veinte cuando Jack volvió a ponerse los zapatos y echó a correr por el vestíbulo en dirección a la puerta de embarque.
No fue el último en subir a bordo, pero casi. La puerta del avión se cerró tras el pasajero que entró después de él. Jack ocupó el primer asiento que encontró libre a fin de poder desembarcar con mayor rapidez en Nueva York. Por desgracia era un asiento central situado entre un desaliñado estudiante con un iPod puesto a un volumen tan alto que Jack oía cada nota, y un hombre de negocios ataviado con un traje de mil rayas y armado con un ordenador portátil y una Blackberry. El hombre de negocios lanzó una mirada desaprobadora a Jack cuando éste indicó que quería sentarse en el asiento central, porque ello lo obligaba a retirar la bolsa de viaje, la americana y el maletín que había dejado sobre aquel asiento.
Una vez acomodado y con la bolsa de viaje a sus pies, Jack apoyó la cabeza contra el asiento y cerró los ojos. Pese a que estaba exhausto, era imposible que conciliara el sueño, y no solo por culpa del iPod de su vecino. No cesaba de repetirse mentalmente la breve e insatisfactoria conversación que había sostenido con Alexis, y demasiado tarde se dio cuenta de que no se había disculpado por haber desenmascarado la perfidia de Craig, no solo ante la profesión, sino también ante su familia. Ni siquiera la racionalización de que a Alexis y las niñas les convenía más saber la verdad lo hacía sentir mejor. Por desgracia, las probabilidades de que la familia permaneciera junta ante la adversidad eran escasas, y aquella idea confirmaba a Jack cuán engañosas podían resultar las apariencias. Desde fuera, los Bowman parecían tenerlo todo. Padres profesionales, hijas preciosas, una casa de cuento de hadas… Pero todo ello encerraba un cáncer destructivo.
—Señores pasajeros —dijo una voz por la megafonía del avión—, les habla el comandante. Acaban de comunicarnos que el despegue se demorará un poco a causa de una tormenta en la zona de Nueva York. Esperamos que el retraso sea breve y les mantendremos informados.
—¡Mierda! —masculló Jack para sus adentros.
Se llevó la mano derecha a la frente y se masajeó las sienes con las yemas de los dedos. La angustia y la falta de sueño le estaban provocando dolor de cabeza. Como persona realista que era, empezó a considerar qué pasaría si no llegaba a tiempo a la boda. Laurie se había mostrado bastante clara al respecto. Había advertido que nunca lo perdonaría, y Jack la creía. Laurie no era pródiga en promesas, pero las pocas que hacía las cumplía. Saber aquello suscitó de nuevo la pregunta de si se habría quedado tanto tiempo en Boston más por un deseo inconsciente de evitar casarse que para resolver el misterio de Patience Stanhope. Jack respiró hondo. No creía que fuera cierto ni quería que lo fuera, pero no lo sabía a ciencia cierta. Lo que sí sabía era que quería llegar a la iglesia a tiempo.
De repente, como en respuesta a sus pensamientos, la megafonía volvió a cobrar vida.
—Les habla de nuevo el comandante. El control de tierra nos ha comunicado que tenemos luz verde para despegar. Parece que llegaremos a Nueva York a la hora prevista.
Lo siguiente que notó Jack fue el roce del tren de aterrizaje sobre la pista de La Guardia. Para su sorpresa, se había quedado dormido pese al nerviosismo, y se avergonzó al percibir que incluso había babeado un poco. Se enjugó la boca con el dorso de la mano y al hacerlo se tocó la barba incipiente. Con la misma mano se palpó el resto de la cara. Necesitaba un afeitado y sobre todo una ducha, pero al mirar el reloj comprendió que no tendría tiempo de hacer ninguna de las dos cosas. Eran las doce y veinte.
Se sacudió como un perro para activar la circulación y se mesó el cabello. Aquellos gestos suscitaron una mirada inquisitiva del hombre de negocios, que estaba sentado lo más lejos posible de Jack, quien se preguntó si aquella actitud sería otra prueba de que realmente necesitaba una ducha. Para la autopsia se había puesto un mono protector, pero de pronto reparó que no se lavaba desde antes de examinar un cadáver de más de ocho meses de antigüedad.
Al mismo tiempo se dio cuenta de que estaba golpeando el suelo con el pie a causa del nerviosismo. Incluso apoyando la mano sobre la rodilla apenas consiguió aquietar el movimiento. No recordaba haber estado nunca tan alterado. Lo peor era tener que permanecer sentado. Habría preferido salir a la pista y correr junto al avión.
El trayecto del avión hasta la terminal se le hizo eterno. Cuando sonó la señal de que ya podían desabrocharse los cinturones de seguridad, Jack se puso en pie de un salto, apartó al hombre de negocios, que estaba sacando otra bolsa del compartimento superior, y se granjeó otra mirada enfurruñada. Jack ni se inmutó. Murmurando disculpas consiguió abrirse paso hasta la puerta del avión. Cuando por fin se abrió tras lo que se te antojó una espera interminable, fue el tercero en desembarcar.
Corrió por el finger y adelantó a las dos personas que habían bajado antes que él. Una vez en la terminal, pasó junto a las cintas de recogidas de equipajes y salió a la calle. Al ser el primer pasajero del puente aéreo de Boston a Nueva York, había esperado no tener que hacer cola para tomar un taxi, pero por desgracia se equivocaba. El puente aéreo procedente de Washington había aterrizado diez minutos antes, y una parte de sus pasajeros esperaban taxi.
Ni corto ni perezoso, Jack avanzó hasta la cabeza de la cola.
—Soy médico y tengo una emergencia —exclamó, diciéndose que ambas cosas eran ciertas, aunque no guardaban relación entre sí.
Los que hacían cola se lo quedaron mirando en silencio y con cierta contrariedad, pero nadie se metió con él. Jack subió al primer taxi.
El taxista era de India o Pakistán, Jack no lo sabía a ciencia cierta, y estaba hablando por el móvil. Jack le espetó la dirección de la calle Ciento seis, y el taxi se puso en marcha.
Jack miró el reloj. Era la una menos dieciocho minutos, lo cual significaba que solo tenía cuarenta y ocho minutos para llegar a la iglesia Riverside. Se reclinó en el asiento e intentó relajarse, pero fue en vano. Para empeorar las cosas, tuvieron que parar en todos los semáforos del aeropuerto. Jack volvió a mirar el reloj. Le parecía injusto que el segundero avanzara más deprisa de lo normal. Ya era la una menos cuarto.
Empezó a preguntarse con nerviosismo si debía ir a la iglesia directamente, sin pasar por su casa. La ventaja sería que llegaría a tiempo; el inconveniente era que iba hecho una pena, además de que necesitaba una ducha y un afeitado.
Cuando el taxista acabó por fin de hablar por teléfono y antes de que pudiera hacer otra llamada, Jack se inclinó hacia delante.
—No sé si servirá de algo, pero tengo muchísima prisa. Si me espera en la dirección que le he dado, le daré veinte dólares de propina.
—Esperaré si quiere —prometió el taxista en tono afable, con el típico acento encantador del subcontinente indio.
Jack se recostó de nuevo en el asiento y volvió a ponerse el cinturón. Era la una menos diez.
Tropezaron con otro embotellamiento en el peaje del puente Triborough. Por lo visto, alguien sin pase de peaje rápido estaba en el carril rápido y no podía retroceder a causa de los coches que le seguían. Tras una espantosa cacofonía de cláxones e insultos, el problema quedó resuelto, pero ya habían perdido otros cinco minutos. Llegaron a la isla de Manhattan a la una en punto.
La única ventaja de la creciente ansiedad de Jack fue que consiguió dejar de obsesionarse por Alexis, Craig y la catástrofe que estaba a punto de comenzar. Una demanda por negligencia ya era mala, pero un juicio por asesinato era un infierno. Sumiría a toda la familia en varios años de tormento despiadado, con escasas posibilidades de un final feliz.
El taxista consiguió cruzar la ciudad con rapidez porque conocía una calle relativamente poco concurrida que atravesaba Harlem. Paró delante del edificio de Jack a la una y cuarto. Jack abrió la portezuela antes de que el coche se detuviera del todo.
Jack subió como una exhalación la escalinata y cruzó la puerta, sobresaltando a algunos trabajadores. El edificio estaba en plena reforma integral, por lo que la cantidad de polvo era ingente. Mientras corría por el pasillo hacia el piso que él y Laurie ocupaban hasta que acabaran las obras, levantó una polvareda considerable del suelo salpicado de basura.
Abrió el piso y se disponía a entrar cuando el jefe de obra lo vio desde una planta superior y le gritó que necesitaba hablar con él sobre un problema de fontanería. Jack replicó a gritos que en aquel momento no podía. Una vez dentro arrojó la bolsa de viaje sobre el sofá, se quitó la ropa y la dejó en un reguero de camino al baño. Al mirarse al espejo hizo una mueca. La barba incipiente le ensombrecía las mejillas y el mentón como hollín, y sus ojos aparecían hundidos e inyectados en sangre. Tras un breve debate en torno a la prioridad de la ducha o el afeitado, decidió ducharse. Se inclinó sobre la bañera y abrió los dos grifos al máximo. Por desgracia, solo salieron un par de gotas; por lo visto, el problema de fontanería afectaba al edificio entero.
Cerró los grifos, se echó grandes cantidades de colonia, salió corriendo del baño y fue al dormitorio. Se puso ropa interior limpia, la camisa de vestir, los pantalones del esmoquin y por fin la chaqueta. Acto seguido cogió los botones de la camisa y los gemelos, y se los guardó en el bolsillo del pantalón, mientras que la pajarita ya anudada aterrizó en el otro bolsillo. Se puso los zapatos, se guardó la cartera en el bolsillo trasero del pantalón, el móvil en el bolsillo de la chaqueta y salió del piso.
Mientras aminoraba la velocidad lo suficiente para no levantar demasiado polvo, el jefe de obra lo vio de nuevo y le gritó que era de vital importancia que hablaran. Jack ni siquiera se molestó en contestar. El taxi lo esperaba fuera. Jack cruzó la calle y subió.
—¡A la iglesia Riverside! —gritó.
—¿Sabe a qué altura está? —preguntó el taxista, mirándolo por el retrovisor.
—La Ciento veintidós —repuso Jack.
Empezó a forcejear con los botones. Uno de ellos se le cayó y desapareció al instante en un agujero negro entre el asiento y el respaldo. Jack intentó deslizar la mano en el hueco, pero no lo consiguió, desistió y utilizó los gemelos que tenía, dejando desabrochado el botón inferior de la camisa.
—¿Se va a casar? —preguntó el taxista sin dejar de mirarlo.
—Eso espero —repuso Jack antes de concentrarse en los gemelos de los puños.
Mientras terminaba con el primero y se disponía a prender el segundo, intentó recordar cuándo se había puesto un esmoquin por última vez. No lo consiguió, pero sin duda había sido en su vida anterior, cuando todavía era oftalmólogo. Una vez puestos los gemelos, Jack se inclinó, se ató los cordones de los zapatos y se sacudió el polvo de la ropa. La última tarea era abrocharse el botón superior de la camisa y prender la pajarita.
—Tiene buen aspecto —dijo el taxista con una amplia sonrisa.
—Ya —resopló Jack con su habitual sarcasmo.
Se inclinó hacia delante para acceder a la cartera. Echó una ojeada al taxímetro, sacó suficientes billetes de veinte dólares para pagar la tarifa y dos más de propina. Dejó caer el dinero sobre el asiento delantero a través de la partición de plexiglás cuando el taxista dobló por Riverside Drive.
Ante él apareció el campanario color arena de la iglesia Riverside, que destacaba entre los edificios circundantes con su arquitectura gótica. Ante la iglesia vio varias limusinas negras. A excepción de los conductores, que se apoyaban contra sus vehículos, ante la iglesia no había nadie. Jack miró el reloj; era la una y treinta y tres. Llegaba tres minutos tarde.
Volvió a abrir la portezuela antes de que el taxi se detuviera del todo, dio las gracias al taxista por encima del hombro, se apeó, se abrochó la chaqueta y subió la escalinata de la iglesia de dos en dos. De repente, Laurie apareció en el umbral de la iglesia como un espejismo, ataviada en un precioso vestido de novia. Del interior de la iglesia salía una contundente música de órgano.
Jack se detuvo para contemplarla. Tuvo que reconocer que estaba más hermosa que nunca, radiante incluso. El único detalle un poco incongruente eran sus manos, que tenía cerradas en puños y apoyadas sobre las caderas con aire desafiante. También vio a su padre, el doctor Montgomery, que ofrecía un aspecto majestuoso, pero no parecía nada divertido.
—¡Jack! —exclamó Laurie en un tono entre enojado y aliviado—. ¡Llegas tarde!
—¡Bueno! —replicó él, extendiendo las manos—. ¡Al menos he llegado!
Laurie esbozó una sonrisa a su pesar.
—Entra en la iglesia —ordenó, juguetona.
Jack subió los últimos peldaños. Laurie alargó la mano, y Jack la tomó. Ella se acercó a él y lo miró con cierta preocupación.
—Tienes un aspecto horrible —constató.
—No deberías halagarme de esta manera —musitó Jack con timidez fingida.
—Ni siquiera te has afeitado.
—Hay cosas peores, te lo aseguro —afirmó él, esperando que Laurie no se diera cuenta de que llevaba más de treinta horas sin ducharse.
—No sé dónde me estoy metiendo —suspiró Laurie, de nuevo sonriente—. Las amigas de mi madre se van a escandalizar.
—Como está mandado.
La sonrisa de Laurie se ensanchó ante el sentido del humor de Jack.
—No cambiarás nunca.
—No estoy de acuerdo. He cambiado; puede que haya llegado un poco tarde, pero me alegro de estar aquí. ¿Quieres casarte conmigo?
La sonrisa de Laurie se amplió aún más.
—Es lo que pretendo desde hace más años de lo que quiero reconocer.
—No sabes cuánto te agradezco que hayas esperado tanto.
—Supongo que tienes una explicación de lo más emocionante para tu llegada en el último momento.
—No veo el momento de contártelo todo. La verdad es que los acontecimientos de Boston me han dejado anonadado. Es una historia increíble.
—Tengo ganas de escucharla —aseguró Laurie—, pero ahora será mejor que entres en la iglesia y vayas al altar. Tu padrino, Warren, está frenético. Hace un cuarto de hora ha salido y ha dicho que te «iba romper la cara», palabras textuales.
Laurie empujó a Jack al interior de la iglesia, donde lo engulló la música de órgano. Jack vaciló un instante mientras contemplaba la imponente nave. Estaba tremendamente intimidado. El lado derecho de la iglesia estaba abarrotado, con casi todos los asientos ocupados, mientras que el lado izquierdo aparecía casi desierto, si bien Jack vio a Lou Soldano y Chet. En el altar estaba el sacerdote, reverendo, pastor, rabino o imán… No lo sabía ni le importaba. La religión organizada no era lo suyo, y no le parecía que ninguna fuera mejor que otra. Junto al clérigo estaba Warren, que incluso a aquella distancia ofrecía un aspecto impresionante con el esmoquin. Jack respiró hondo para hacer acopio de valor y comenzó a avanzar hacia una nueva vida.
El resto de la ceremonia transcurrió en una nebulosa. Lo guiaron en una y otra dirección, murmurándole instrucciones porque al estar en Boston se había perdido el ensayo. Desde su punto de vista, todo fue improvisado.
Lo que más le gustó fue salir corriendo de la iglesia, ya que significaba que la ordalía había tocado a su fin. Una vez en el coche pudo descansar unos instantes, pero no fueron suficientes, pues el trayecto desde la iglesia hasta el Tavern on the Green, donde se celebraría el banquete, tan solo duró un cuarto de hora.
El banquete resultó menos abrumador que la boda, y en circunstancias distintas, Jack lo habría pasado casi bien. Sobre todo después de la abundante comida, el vino y unos cuantos bailes inevitables, empezó a sentirse vencido por la fatiga. Pero antes de sucumbir a ella tenía que hacer una llamada. Se levantó de la mesa, encontró un rincón relativamente tranquilo junto la entrada del restaurante, marcó el número de Alexis y se alegró al comprobar que contestaba.
—¿Ya te has casado? —preguntó Alexis en cuanto oyó que era Jack.
—Sí.
—¡Felicidades! Me parece maravilloso y me alegro mucho por ti.
—Gracias, hermanita —repuso Jack—. Quería llamarte sobre todo para disculparme por haber puesto tu vida patas arriba. Me invitaste a Boston para que ayudara a Craig y por tanto a ti, y he acabado haciendo todo lo contrario. Lo lamento muchísimo; me siento fatal.
—Gracias por disculparte —murmuró Alexis—. Desde luego no te hago responsable del comportamiento de Craig ni de que todo este asunto haya salido a la luz. Estoy convencida de que tarde o temprano habría acabado descubriéndose. Y para serte sincera, me alegro de saberlo; me facilita mucho la tarea de tomar decisiones.
—¿Ha aparecido Craig?
—No, y sigo sin saber dónde está. La policía ha emitido una orden de busca y captura, y ya se han presentado en casa con una orden de registro. Han confiscado todos sus papeles, inclusive su pasaporte, así que muy lejos no irá. Dondequiera que esté, lo único que conseguirá es aplazar un poco lo inevitable.
—Aunque resulte sorprendente, lo siento por él —confesó Jack.
—Yo también.
—¿Ha llamado o intentado ver a las niñas?
—No, pero no me extraña; nunca ha estado muy unido a ellas.
—No creo que haya estado nunca muy unido a nadie, salvo a ti, quizá.
—En retrospectiva, creo que ni eso. Es una tragedia, y personalmente creo que su padre tiene parte de culpa.
—Mantenme informado, por favor —pidió Jack—. Nos vamos de luna de miel, pero llevaré el móvil.
—Esta tarde he descubierto otra cosa preocupante. Hace una semana, Craig pidió una segunda hipoteca sobre la casa y se llevó varios millones de dólares.
—¿Podía hacerlo sin tu firma?
—Sí. Cuando compramos la casa, insistió en ponerla solo a su nombre. Me dio no sé qué excusa relacionada con los impuestos y el seguro, pero en aquel momento no me importó.
—¿Sacó el dinero en efectivo? —preguntó Jack.
—No, me han dicho que lo transfirió a una cuenta numerada en un paraíso fiscal.
—Si necesitas dinero, házmelo saber. Tengo más que nunca porque llevo diez años sin gastar nada.
—Gracias, hermano, lo tendré en cuenta. Saldremos adelante, aunque quizá me vea obligada a complementar el sueldo con pacientes particulares.
Tras unas frases afectuosas, Jack colgó. No volvió a la fiesta de inmediato, sino que reflexionó unos instantes acerca de la injusticia y los avatares de la vida. Mientras él tenía por delante la luna de miel con Laurie y un futuro prometedor, Alexis y las niñas se enfrentaban a la incertidumbre y el dolor. En su opinión, aquello bastaba para convertir a uno en epicúreo o en una persona muy religiosa.
Por fin se levantó. Él optaba por lo primero y tenía ganas de llevar a Laurie a casa.