Boston, Massachusetts,
viernes, 9 de junio de 2006, 9.23 horas.
Jack detuvo el maltrecho Hyundai junto al bordillo, detrás de un furgón marrón de UPS. Era una zona de carga y descarga en la concurrida Cambridge Street, delante de un edificio largo y curvo con arcadas que se alzaba ante el ayuntamiento. Jack supuso que las probabilidades de que le pusieran una multa, aunque tenía intención de quedarse allí lo menos posible, eran casi del cien por cien. Solo esperaba que la grúa no se llevara el coche, pero por si acaso cogió la bolsa de viaje junto con un gran sobre dirigido a la oficina del forense.
Subió la escalinata que se adentraba en el edificio y salió al patio situado ante el Tribunal Superior del condado de Suffolk. Sin perder tiempo, Jack se dirigió corriendo hacia la entrada. Lo demoró un poco el control de seguridad y la necesidad de pasar la bolsa de viaje, el sobre y el móvil por el detector. Finalmente, al llegar a los ascensores se aseguró de entrar en el primero que bajó.
Mientras subía, Jack consiguió mirar el reloj. No olvidaba el hecho de que se casaba al cabo de cuatro horas, así como el hecho de que estaba en la ciudad equivocada para eso, lo cual le provocaba una angustia considerable. Cuando el ascensor llegó a la tercera planta, Jack intentó salir de él con la mayor cortesía posible. De no haber sabido que no era así, habría jurado que los demás ocupantes del ascensor le entorpecían el paso adrede.
En ocasiones anteriores, Jack había intentado entrar en la sala de vistas con el mayor sigilo posible, pero esta vez se limitó a irrumpir en ella, con el convencimiento de que cuanto más la armara, mejor. Mientras recorría el pasillo central hasta la puerta que separaba el estrado de la sección del público, casi todos los espectadores se volvieron para mirarlo, también Alexis, sentada en primera fila. Jack la saludó con un ademán de cabeza.
El alguacil estaba en su cubículo, leyendo algo que tenía sobre su mesa, y no alzó la vista. El jurado estaba en su tribuna, tan impasible como siempre, mirando a Randolph, que por lo visto acababa de empezar su alegato final en el atril. El juez estaba en el estrado, la mirada fija en los papeles que cubrían su mesa. La taquígrafa y el secretario estaban ocupados en sus puestos. En la mesa de la defensa, Jack vio la parte posterior de la cabeza de Craig, así como la del asistente de Randolph. En la mesa del demandante vio las nucas de Tony, Jordan y la asistente de Tony. Todo estaba en orden; al igual que una locomotora antigua de vapor, los engranajes de la justicia iban cobrando velocidad, lentos pero implacables, para llevarla a su destino.
Jack tenía intención de secuestrar el tren. No quería hacer que descarrilara, tan solo detenerlo y cambiarlo de vía. Al llegar junto a la puerta de separación se detuvo. Observó que las miradas de los miembros del jurado se desviaban hacia él sin que su impasividad se alterara ni un ápice. Randolph seguía hablando con su voz culta y meliflua. Sus palabras eran oro puro, como los rayos de sol primaveral que se filtraban por entre las persianas de los ventanales altos, surcando el aire moteado de polvo.
—¡Disculpen! —dijo Jack—. ¡Disculpen! —repitió en voz alta al ver que Randolph seguía hablando.
Jack no estaba en su ángulo de visión, pero Randolph se volvió hacia él cuando habló por segunda vez. En sus ojos azul ártico se reflejaba una expresión a caballo entre perpleja y disgustada. El alguacil, que tampoco había oído la primera llamada de Jack, sí oyó la segunda. Se levantó de inmediato, pues la seguridad en la sala era su responsabilidad.
—Tengo que hablar con ustedes ahora mismo —prosiguió Jack en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos los presentes en la sala por lo demás silenciosa—. Sé que es bastante inoportuno, pero se trata de un asunto de vital importancia si de verdad les interesa hacer justicia.
—¿Se puede saber qué sucede, letrado? —espetó el juez Davidson.
Había bajado la cabeza para mirar por encima del borde de las gafas de media luna e indicó al alguacil por señas que permaneciera en su puesto.
Aún desconcertado pero echando mano de su larga experiencia en litigios, Randolph recobró de inmediato su habitual impasibilidad refinada; miró al juez antes de concentrarse de nuevo en Jack.
—No haría esto si no se tratara de una cuestión crucial —añadió Jack en voz más baja.
Advirtió que los ocupantes de las mesas del demandante y el demandado se habían vuelto hacia él. Solo le interesaban dos de ellos, Craig y Jordan. De los dos, Jordan parecía el más sorprendido y perturbado por la intempestiva entrada de Jack.
Randolph se volvió de nuevo hacia el juez.
—Señoría, ¿me permite un instante?
—¡Dos minutos! —replicó el juez Davidson, enfurruñado.
Permitiría que Randolph hablara con Jack, pero solo para librarse de él. Era del todo evidente que al juez no le hacía ninguna gracia que interrumpieran sus sesiones.
Randolph se acercó a la separación y miró a Jack con aire imperioso.
—Esto es irregular en extremo —murmuró.
—Pues yo lo hago cada dos por tres —replicó Jack con su proverbial sarcasmo—. ¡Tiene que hacerme subir al estrado!
—No puedo. Ya le expliqué por qué, y además estoy pronunciando mi alegato final, por el amor de Dios.
—Hice la autopsia y puedo aportar pruebas, corroboradas por las declaraciones juradas de una patóloga forense y un toxicólogo de Massachusetts de que el doctor Bowman no es culpable de negligencia médica.
Por primera vez, Jack detectó una levísima grieta en la burbuja de ecuanimidad que habitaba Randolph. Sus ojos lo traicionaron al pasearse frenéticos entre el juez y Jack. Había poco tiempo para reflexionar y menos aún para discutir.
—¡Señor Bingham! —vociferó el juez Davidson, impaciente—. Se le han acabado los dos minutos.
—Lo intentaré —susurró Randolph a Jack antes de volver al atril—. Señoría, ¿puedo acercarme al estrado?
—Si no hay más remedio —masculló el juez Davidson, contrariado.
Tony se levantó de un salto y se reunió con Randolph en el estrado.
—¿Se puede saber qué está pasando? —susurró el juez Davidson con enojo—. ¿Quién es este hombre?
Su mirada se desvió un instante hacia Jack, que esperaba de pie junto a la separación como un suplicante. Había dejado la bolsa de viaje en el suelo, pero todavía sostenía el sobre.
—Es el doctor Jack Stapleton —explicó Randolph—. Es patólogo forense de la oficina del forense de Nueva York. Me han informado de que goza de una excelente reputación profesional.
El juez Davidson miró a Tony.
—¿Usted lo conoce?
—Sí, nos han presentado —reconoció Tony sin extenderse.
—¿Qué diablos pretende irrumpiendo en la sala de esta forma? Esto es muy irregular, por expresarlo de un modo delicado.
—Lo mismo le he dicho yo —convino Randolph—. Quiere testificar.
—¡No puede testificar! —se indignó Tony—. No figura en ninguna lista de testigos y no ha prestado declaración. Esto es una afrenta.
—¡Haga el favor de calmarse! —le ordenó el juez Davidson como si se dirigiera a un niño travieso—. ¿Y por qué quiere testificar?
—Afirma poder prestar un testimonio exculpatorio que demuestra que el doctor Bowman no cometió negligencia médica. También afirma que cuenta con declaraciones juradas de una patóloga forense y un toxicólogo de Massachusetts.
—¡Esto es una locura! —terció de nuevo Tony—. La defensa no puede presentar un testigo sorpresa en el último momento. Quebranta todas las normas desde que se firmó la Carta Magna.
—¡Deje de quejarse, letrado! —espetó el juez Davidson.
Tony se dominó con un esfuerzo, pero su ira y frustración se pusieron de manifiesto en la U invertida que formaron sus labios carnosos.
—¿Tiene idea de cómo ha obtenido la información sobre la que pretende testificar?
—Dice que practicó la autopsia a Patience Stanhope.
—Si esta autopsia es potencialmente exculpatoria, ¿por qué no se practicó antes para poder incluirla en la investigación?
—No existía razón alguna para sospechar que la autopsia pudiera tener valor probatorio. Estoy seguro de que el señor Fasano estará de acuerdo conmigo. Los hechos clínicos de este caso nunca se han puesto en tela de juicio.
—Señor Fasano, ¿estaba usted al corriente de la autopsia?
—Solo sabía que se estaba contemplando la posibilidad de hacerla.
—¡Maldita sea! —se sulfuró el juez Davidson—. Esto me pone entre la espada y la pared.
—Señoría —intervino de nuevo Tony, incapaz de guardar silencio—, si se le permite testificar, yo…
—No quiero oír sus amenazas, letrado. Soy muy consciente de que el doctor Stapleton no puede presentarse aquí y testificar sin más. Ni hablar. Supongo que podría decretar un aplazamiento para que el doctor Stapleton y sus descubrimientos pudieran someterse al proceso habitual de investigación, pero el problema es que eso echaría por tierra mi agenda. Detesto esa idea, pero también detesto que se revoquen mis fallos en un proceso de apelación, y si este testimonio es tan espectacular como afirma el doctor Stapleton, la revocación se convierte en una posibilidad muy real.
—¿Y si escucha usted al doctor Stapleton? —propuso Randolph—. Eso facilitaría en gran medida su decisión.
El juez Davidson asintió mientras consideraba la sugerencia.
—Para ahorrar tiempo podría tomarle declaración en su despacho —agregó Randolph.
—Llevar a un testigo a mis dependencias también es muy irregular.
—Sí, pero no inédito —puntualizó Randolph.
—Pero el testigo podría ir a la prensa y decir lo que le diera la gana. No me gusta la idea.
—Llévese a la taquígrafa —sugirió Randolph—. Que la declaración del doctor Stapleton conste en acta. Lo importante es que no la oiga el jurado. Si usted decide que no es relevante y no ha lugar, reanudaré el alegato final. Si decide que sí es relevante y ha lugar, tendrá más información para tomar una decisión respecto al procedimiento a seguir.
El juez Davidson meditó sobre la idea y por fin asintió.
—Me gusta. Haré un receso, pero ordenaré que el jurado se quede donde está. Zanjaremos este asunto rápidamente. ¿Le parece bien, señor Fasano?
—Me parece una mierda —masculló Tony.
—¿Tiene alguna propuesta alternativa? —preguntó el juez Davidson.
Tony negó con la cabeza. Estaba furioso; había contado con ganar su primera demanda por negligencia médica, y ahora, a apenas unas horas de su objetivo, se cocía una cagada impresionante pese a todo lo que había hecho. Volvió a la mesa del demandante y se sirvió un vaso de agua. Tenía la boca y la garganta resecas.
Randolph se reunió con Jack y abrió la puerta de separación para que entrara en el estrado.
—No puede testificar —anunció en un susurro—. Pero he conseguido que declare ante el juez, que en base a lo que diga decidirá si puede testificar ante el jurado más adelante. Vamos a su despacho. Está dispuesto a concederle solo unos minutos, de modo que más vale que vaya al grano, ¿entendido?
Jack asintió. Se sintió tentado de decirle a Randolph que de todos modos solo disponía de unos minutos, pero se contuvo. Miró a Jordan, que con gestos nerviosos intentaba sonsacar a Tony lo sucedido. El juez anunció un breve receso, aunque ordenó al jurado que permaneciera en su puesto. Un murmullo se elevó entre los espectadores, que intentaban averiguar qué ocurría y quién era Jack. Jack miró a Craig, que le devolvió la mirada con una sonrisa. Jack le dirigió una inclinación de cabeza.
—¡Todos en pie! —ordenó el alguacil cuando el juez se levantó y bajó del estrado a toda prisa.
En un abrir y cerrar de ojos cruzó la puerta de madera y se perdió de vista, aunque dejando la puerta entornada tras él. La taquígrafa lo seguía de cerca.
—¿Está preparado? —preguntó Randolph a Jack.
Jack asintió de nuevo y al hacerlo, su mirada se cruzó con la de Tony. «Si las miradas matasen, ya estaría en el otro barrio», se dijo. El abogado estaba furioso.
Jack siguió a Randolph, y Tony los alcanzó cuando pasaban ante el estrado vacío y la mesa del secretario. Jack sonrió para sus adentros al preguntarse cómo reaccionaría Tony si le preguntaba por Franco, ya que no había rastro del matón.
Jack se llevó una decepción al entrar en el despacho del juez. Había imaginado una estancia con mucha madera oscura y bruñida, muebles tapizados de cuero y un aroma a cigarros caros, como en un club masculino exclusivo. Sin embargo, lo que vio fue un despacho ajado, con paredes pidiendo a gritos una mano de pintura y mobiliario anodino, todo ello envuelto en un miasma de hedor a cigarrillo. El único punto positivo era una voluminosa mesa de estilo Victoriano, tras la cual el juez Davidson se sentó en una silla de respaldo alto. Se reclinó en ella con las manos entrelazadas en la nuca, en una postura de reposo relativo.
Jack, Randolph y Tony se sentaron en sendas sillas tapizadas de vinilo mucho más bajas que la del juez. Jack supuso que el magistrado lo hacía adrede porque le gustaba hallarse a un nivel más alto que los demás. La taquígrafa se sentó a una mesita situada a un lado.
—Doctor Stapleton —empezó el juez Davidson tras una breve introducción—. El señor Bingham me ha dicho que tiene usted pruebas que exculpan al demandado.
—No es del todo cierto —puntualizó Jack—. Lo que he dicho es que puedo aportar pruebas que demuestran que el doctor Bowman no es culpable de negligencia médica tal como la define la ley. En este caso no hay negligencia.
—¿Y eso no es exculpatorio? ¿Se trata de un juego de palabras?
—No es ningún juego —aseguró Jack—. En este caso, son pruebas exculpatorias por un lado e incriminatorias por otro.
—Será mejor que se explique —señaló el juez Davidson.
Apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante. Jack había conseguido acaparar su atención.
Jack deslizó un dedo bajo la pestaña del sobre, lo abrió, extrajo tres documentos, se inclinó hacia delante y empujó el primero hacia el juez.
—La primera declaración jurada está firmada por el director de una funeraria de Massachusetts y atestigua que el cadáver al que se le practicó la autopsia es en efecto el de la difunta Patience Stanhope. —Le acercó el segundo documento—. Esta declaración jurada confirma que la doctora Latasha Wylie, patóloga forense colegiada en Massachusetts, participó en dicha autopsia, ayudó en la obtención de todas las muestras y las transportó al laboratorio toxicológico de la universidad, donde las entregó al doctor Allan Smitham.
El juez Davidson había cogido ambas declaraciones para leerlas.
—Me parece una cadena de custodia irreprochable —comentó antes de alzar la mirada—. ¿Y la tercera declaración?
—Explica los hallazgos del doctor Smitham —repuso Jack—. ¿Ha oído usted hablar del envenenamiento por fugu?
El juez Davidson dedicó a los demás presentes una sonrisa torva.
—Será mejor que vaya al grano, joven —advirtió en tono paternalista—. Ahí fuera tengo a un jurado aburrido e impaciente por acabar con esto.
—Es un envenenamiento a menudo mortal que se produce por comer sushi elaborado con pez globo. Como es natural, se da casi exclusivamente en Japón.
—No irá a decirme que Patience Stanhope murió por comer sushi —exclamó el juez Davidson.
—Ojalá fuera el caso —respondió Jack—. El veneno en cuestión se llama tetrodotoxina y es una sustancia interesante en extremo. Es extraordinariamente tóxica. Para que se haga una idea, es cien veces más mortífera que el veneno de la viuda negra y diez veces más mortífera que el veneno de la Bungarus multicinctus, la serpiente más venenosa del sur de Asia. Una cantidad microscópica ingerida por vía oral causa la muerte en muy poco tiempo. —Jack se inclinó hacia delante para deslizar el último documento hacia el juez—. La tercera declaración jurada, firmada por el doctor Allan Smitham, explica que se halló tetrodotoxina en todas las muestras de Patience Stanhope que analizó, y a niveles que sugieren que la dosis inicial fue cien veces más elevada de lo necesario para acabar con su vida.
El juez Davidson ojeó el documento y se lo entregó a Randolph.
—Quizá se pregunten hasta qué punto son fiables las pruebas de tetrodotoxina —prosiguió Jack—, y la respuesta es que son muy fiables. Las probabilidades de un falso positivo son casi nulas, sobre todo porque el doctor Smitham empleó dos métodos del todo independientes, la cromatografía líquida de alta presión seguida de una espectrometría de masas, y por otro lado el radioinmunoensayo con un anticuerpo específico de la molécula de la tetrodotoxina. Los resultados son concluyentes y reproducibles.
Randolph alargó la declaración a Tony, que se la arrancó de las manos con aire contrariado, consciente de sus implicaciones.
—Así que dice que la difunta no murió de un infarto —comentó el juez Davidson.
—No murió de un infarto, sino por envenenamiento masivo con tetrodotoxina. Puesto que no existe tratamiento, la hora de llegada al hospital carece de importancia. En esencia, estaba condenada desde que ingirió el veneno.
Alguien llamó a la puerta, y el ruido resonó por toda la estancia.
—¡Adelante! —vociferó el juez.
El alguacil asomó la cabeza al despacho.
—El jurado pide un descanso para tomar café. ¿Qué les digo?
—Que vayan a tomar un café —espetó el juez, agitando la mano sin apartar sus penetrantes ojos oscuros de Jack—. O sea que ésta es la parte exculpatoria. ¿Cuál es la parte incriminatoria?
Jack se reclinó en la silla. Había llegado el momento más difícil.
—A causa de su elevadísima toxicidad, la tetrodotoxina es una sustancia muy controlada, sobre todo en la actualidad. Pero por otro lado posee una cualidad muy positiva, y es que el mismo mecanismo molecular responsable de su toxicidad la convierte en una herramienta excelente para el estudio de los canales de sodio en nervios y músculos.
—¿Y qué repercusiones tiene eso para el caso que nos ocupa?
—Las investigaciones publicadas y presentes del doctor Bowman giran en torno al estudio de los canales de sodio. Utiliza la tetrodotoxina de forma habitual.
En el despacho se hizo un silencio sepulcral mientras Jack y el juez Davidson se miraban por encima de la mesa. Los otros dos hombres presenciaban la escena. Nadie habló durante un minuto entero. Finalmente, el juez carraspeó.
—Aparte de la prueba circunstancial de su acceso a la toxina, ¿hay algo más que relacione al doctor Bowman con el acto?
—Sí —asintió Jack a regañadientes—. En cuanto se determinó la presencia de la tetrodotoxina, volví a la residencia de los Bowman, donde me alojé hasta ayer. Sabía que el doctor Bowman había dado un frasco de píldoras a la difunta el día de su muerte. Llevé el frasco al laboratorio toxicológico, donde el doctor Smitham lo analizó. En el interior del frasco había tetrodotoxina. En estos momentos, el doctor Smitham está efectuando las pruebas completas.
—Muy bien —exclamó el juez Davidson mientras se restregaba las manos y miraba a la taquígrafa—. Deje de escribir hasta que volvamos a la sala —ordenó antes de reclinarse de nuevo en la vieja silla, que emitió un crujido de protesta—. Podría ordenar un aplazamiento para que todos estos datos nuevos se sometieran a investigación —murmuró con una expresión lúgubre, pero al mismo tiempo pensativa, pintada en el rostro—, pero no tiene demasiado sentido. Esto no es negligencia, sino asesinato. Les diré lo que voy a hacer, caballeros. Voy a invalidar el juicio. Este caso tiene que pasar a manos del fiscal del distrito. ¿Alguna pregunta? —Paseó la mirada entre los presentes y la detuvo en Tony—. No ponga esa cara de perro apaleado, letrado. Disfrute de la certeza de que la justicia prevalecerá y que su cliente aún puede presentar cargos por muerte indebida.
—El problema es que la aseguradora se librará de pagar —masculló Tony.
El juez se volvió hacia Jack.
—Un trabajo de investigación admirable, doctor.
Jack se limitó a asentir en respuesta al cumplido, pero a decir verdad, no se sentía complacido. El hecho de dar parte de sus sobrecogedores descubrimientos le causaba una profunda angustia al pensar en lo que significaría para Alexis y las niñas. Tendrían que soportar una larga investigación, seguida de otro juicio con consecuencias estremecedoras. Era una tragedia para todos los implicados, sobre todo para Craig. Jack estaba anonadado por el alcance del narcisismo de su cuñado y su aparente falta de conciencia. Pero al mismo tiempo consideraba que Craig era víctima de un sistema médico académico altamente competitivo que vendía altruismo y compasión, pero recompensaba lo contrario. Nadie se convertía en jefe de residentes siendo amable y compasivo con los pacientes. La constante necesidad de Craig de ganarse la vida durante los primeros años de carrera le había impedido cultivar las relaciones sociales normales que habrían mitigado aquel mensaje tan contradictorio.
—Muy bien, caballeros —dijo el juez Davidson—. Acabemos con este desastre.
Se levantó, y los demás siguieron su ejemplo. Rodeó la mesa y se dirigió hacia la puerta. Jack caminaba detrás de los dos abogados y delante de la taquígrafa. Desde el interior de la sala, el alguacil ordenó a los presentes que se pusieran en pie.
Cuando Jack entró en la sala, el juez estaba ocupando su asiento mientras Randolph y Tony se acercaban a sus respectivas mesas. Jack advirtió que Craig no estaba y se estremeció al pensar en la reacción de su cuñado cuando supiera que su secreto había salido a la luz.
Jack cruzó la sala en silencio. A su espalda oyó que el juez pedía al alguacil que hiciera entrar al jurado. Jack abrió la puerta de separación, y sus ojos se cruzaron con los de Alexis, que lo miraba con expresión lógicamente inquisitiva, pero esperanzada a un tiempo.
Disculpándose con los ocupantes de la fila, se abrió paso hasta ella y se sentó a su lado antes de oprimirle la mano. Comprobó que su hermana había rescatado la bolsa de viaje, que había dejado junto a la puerta de separación antes de ir al despacho del juez.
—Señor Bingham —dijo el juez Davidson—, veo que el demandado no está en su puesto.
—Mi asistente, el señor Cavendish, me ha dicho que ha pedido permiso para ir al servicio —repuso Randolph, levantándose a medias de la silla.
—Comprendo.
En aquel momento, los miembros del jurado entraron en la sala y se dirigieron en fila hacia la tribuna.
—¿Qué está pasando? —inquirió Alexis—. ¿Has encontrado pruebas de delito?
—Más de las que esperaba —confesó Jack.
—Quizá convendría que alguien avisara al doctor Bowman de que hemos reanudado la sesión —señaló el juez Davidson—. Es importante que esté presente.
Jack oprimió de nuevo la mano de Alexis antes de levantarse.
—Iré a buscarlo —anunció.
Mientras recorría el pasillo, indicó por señas al asistente de Randolph, que se había puesto en pie, seguramente para ir en busca de Craig, que él se encargaba del asunto.
Jack salió de la sala. Fuera vio a los habituales grupitos enzarzados en conversaciones susurradas a lo largo del pasillo y en el vestíbulo de los ascensores. Jack se dirigió hacia los servicios y miró el reloj: las diez y cuarto. Abrió la puerta y entró. Un hombre de ascendencia asiática se estaba lavando las manos. La zona de los urinarios aparecía desierta. Jack se acercó a los cubículos y se agachó para mirar bajo las puertas. Solo el último estaba ocupado. Jack volvió junto a la puerta de entrada, intentando decidir si debía esperar o llamar a Craig. Era tan tarde que decidió llamar.
—¿Craig?
Alguien tiró de la cadena, y al cabo de un instante se oyó el chasquido del pestillo. La puerta del cubículo se abrió hacia dentro, y por ella salió un joven hispano, que lanzó una mirada inquisitiva a Jack antes de pasar junto a él camino de la pica. Sorprendido por el hecho de no tener que enfrentarse a Craig después de hacer acopio de valor para ello, Jack se inclinó de nuevo para cerciorarse de que todos los cubículos estaban desocupados. Así era. En el servicio no había nadie aparte de los dos hombres que se lavaban las manos. No había ni rastro de Craig. Jack supo que se había marchado.