Boston, Massachusetts,
lunes, 5 de junio de 2006, 10.55 horas.
Tony Fasano asió los bordes del estrado como si de los controles de un videojuego sobredimensionado se tratara. Su cabello aplastado hacia atrás con brillantina relucía de un modo impresionante. El sol arrancaba destellos al enorme diamante engastado en su anillo de oro. Sus gemelos de oro estaban a la vista de todo el mundo. Pese a su estatura relativamente baja, su constitución robusta le confería un aspecto formidable, y su tez morena le daba una apariencia saludable pese a las paredes color sebo de la sala.
Tras apoyar el pie calzado en un mocasín con borlas sobre la barandilla de latón, Fasano inició su discurso.
—Señoras y señores del jurado, en primer lugar quiero expresarles mi gratitud por el servicio que prestan al permitir que mi cliente, Jordan Stanhope, pueda comparecer ante este tribunal.
Tony se detuvo para mirar a Jordan, que permanecía inmóvil e impasible como un maniquí. Iba vestido de un modo impecable, con traje oscuro, a cuyo bolsillo asomaba un pañuelo blanco con dibujos en zigzag. Tenía las cuidadas manos entrelazadas ante él y el rostro paralizado en una expresión neutra.
Tony se volvió de nuevo hacia el jurado y adoptó una expresión desolada.
—El señor Stanhope sufre una gran aflicción y apenas es capaz de funcionar con normalidad desde el lamentable e inesperado fallecimiento de su encantadora y abnegada esposa y compañera, Patience Stanhope, hace nueve meses. Es una tragedia que no debería haber ocurrido, y no habría ocurrido de no ser por la terrible negligencia cometida por el defendido, el doctor Craig M. Bowman.
Craig se puso rígido sin siquiera darse cuenta. De inmediato, Randolph le asió el antebrazo y se inclinó hacia él.
—¡Domínese! —le ordenó en un susurro.
—¿Cómo puede decir eso este cabrón? —replicó Craig en el mismo tono—. Creía que este juicio iba precisamente de eso.
—Y así es. Tiene permiso para manifestar la alegación. Reconozco que se está mostrando muy provocador, pero por desgracia, es famoso por ello.
—Ahora —prosiguió Tony al tiempo que señalaba el techo con el dedo índice—, antes de presentarles una hoja de ruta para mostrarles cómo demostraré lo que acabo de decir, querría confesarles algo acerca de mí mismo. Yo no fui a Harvard como mi apreciado colega de la defensa. No soy más que un tipo de la zona norte de la ciudad y a veces no me expreso demasiado bien.
El fontanero lanzó una carcajada, y los dos hombres enfundados en poliéster esbozaron sendas sonrisas pese a su aparente irritación.
—Pero lo intento —añadió Tony—. Y si están un poco nerviosos por el hecho de encontrarse aquí, les pido que entiendan que yo también lo estoy.
Las tres amas de casa y la maestra jubilada sonrieron ante aquella admisión inesperada.
—Intentaré ser franco con ustedes, amigos —continuó Tony—, como lo he sido con mi cliente. No he llevado muchos casos de negligencia profesional. De hecho, éste es el primero.
El bombero musculoso sonrió e hizo un gesto de aprobación ante la sinceridad de Tony.
—Así que tal vez se pregunten por qué este atontado ha aceptado el caso. Les diré por qué… Para protegerlos a ustedes, a mí mismo y a mis hijos de los tipos como el doctor Bowman.
En los rostros de casi todos los miembros del jurado se pintó una expresión de leve sorpresa cuando Randolph se irguió en toda su estatura patricia.
—Protesto, Señoría. El letrado se está mostrando insultante.
El juez Davidson miró a Tony por encima de las gafas con una expresión a caballo entre la irritación y la sorpresa.
—Sus comentarios rozan el límite del decoro, letrado. La sala del tribunal es lugar para el enfrentamiento verbal, pero hay que seguir las normas establecidas, sobre todo en mi sala. ¿Me he expresado con claridad?
Tony alzó las gruesas manos por encima de la cabeza a modo de súplica.
—Por supuesto, Señoría, y pido disculpas al tribunal. El problema es que en ocasiones me pueden las emociones, y ésta es una de ellas.
—Señoría… —se quejó Randolph.
El juez lo interrumpió con un gesto al tiempo que ordenaba a Tony que procediera con la propiedad debida.
—Esto se está convirtiendo en un circo a marchas forzadas —murmuró Randolph mientras se sentaba—. Tony Fasano es un payaso, pero un payaso diabólicamente astuto.
Craig observó al abogado. Era la primera vez que veía una grieta en el aplomo glacial que caracterizaba a Randolph. Y su comentario resultaba de lo más perturbador porque lo había hecho en tono admirativo aun a su pesar.
Tras echar un breve vistazo a las fichas que tenía amontonadas en un rincón del atril, Tony volvió a concentrarse en el alegato.
—Algunos de ustedes quizá se preguntarán por qué estos casos no los resuelven los jueces y en consecuencia se plantean por qué se han visto obligados a interrumpir su vida cotidiana. Les diré por qué…, porque ustedes tienen más sentido común que los jueces.
Señaló uno por uno a los integrantes del jurado, que estaban pendientes de cada una de sus palabras.
—Es cierto. Con todos los respetos, Señoría —se disculpó Tony ante el juez—, sus bases de datos están atestadas de leyes, decretos y toda clase de jerga legal, mientras que estas personas —señaló al tiempo que se volvía de nuevo hacia el jurado— son capaces de ver los hechos. Y en mi opinión, eso es del todo esencial. Si alguna vez me meto en líos, quiero un jurado. ¿Por qué? Porque ustedes, con su sentido común y su intuición, consiguen ver más allá de la bruma legal y averiguar dónde está la verdad.
Varios de los miembros del jurado asintieron. Por su parte, Craig sintió que el pulso se le aceleraba y un calambre le atenazaba el intestino inferior. Su temor a que Tony conectara con el jurado parecía hacerse realidad y era símbolo de todo aquel desgraciado asunto. Justo cuando creía que las cosas no podían ponerse más feas…
—Lo que voy a hacer —continuó Tony, gesticulando con la mano derecha— es demostrarles cuatro puntos fundamentales. Primero: gracias a los empleados del doctor Bowman, mostraré que el doctor tenía una deuda con la fallecida. Segundo: con el testimonio de tres prestigiosos expertos procedentes de tres de nuestros mejores centros médicos, les mostraré lo que haría un médico razonable en la situación en que se encontraba la fallecida la noche del 8 de septiembre de 2005. Tercero: gracias al testimonio del demandante, de una de las empleadas del doctor Bowman y de uno de los expertos que intervino en el caso, les mostraré que el doctor Bowman cometió negligencia al no proceder como habría procedido un médico razonable. Y cuarto: les mostraré que la conducta del doctor Bowman fue la causa inmediata de la triste muerte de la paciente. He aquí un resumen del caso.
La frente de Craig se perló de sudor, y de repente sintió la garganta reseca; necesitaba ir al baño, pero no se atrevía. Con mano embarazosamente temblorosa, se sirvió un poco de agua de la jarra que tenía delante y bebió.
—Ya volvemos a estar en tierra firme —murmuró Randolph.
A todas luces, no estaba tan trastornado como Craig, lo cual constituía un alivio; sin embargo, sabía que había algo más.
—Lo que acabo de exponerles —prosiguió Tony— es la esencia de un típico caso de negligencia médica. Es lo que a los abogados refinados y caros como mi oponente les gusta llamar un caso de prima facie, evidente a primera vista. Yo lo llamo la esencia o las entrañas. Muchos abogados, al igual que muchos médicos tienden a utilizar palabras que nadie entiende, sobre todo latinajos. Sin embargo, éste no es un caso típico, sino algo mucho peor, y por eso me conmueve tanto. La defensa intentará hacerles creer con ayuda de algunos testigos que el doctor Bowman es un médico magnífico, compasivo, caritativo y con una familia ejemplar, pero la realidad es bien distinta.
—¡Protesto! —exclamó Randolph—. La vida privada del doctor Bowman no ha lugar. El letrado intenta desacreditar a mi cliente.
El juez Davidson se quitó las gafas y clavó la mirada en Tony.
—Está divagando, hijo. ¿El rumbo que está tomando tiene alguna relación con el alegato específico de negligencia médica?
—Desde luego, Señoría, es clave.
—Usted y su cliente se van a meter en un buen lío si no es así. Protesta denegada. Proceda.
—Gracias, Señoría —repuso Tony antes de volverse de nuevo hacia el jurado—. La noche del 8 de septiembre de 2005, cuando Patience Stanhope halló su intempestiva muerte, el doctor Craig Bowman no estaba en su elegante y acogedora residencia de Newton con su amada familia. ¡Ni mucho menos! Una testigo que era su empleada y su novia les dirá que estaba con ella en su nidito de amor del centro de la ciudad.
—¡Protesto! —exclamó Randolph con una vehemencia impropia de él—. Insultante y especulativo. No puedo permitir esta clase de lenguaje.
Craig percibió que se ruborizaba hasta la raíz del cabello. Ardía en deseos de volverse para mirar a Alexis, pero no se atrevió a hacerlo a causa de la humillación que sentía.
—¡Admitida! Letrado, cíñase a los hechos sin adornarlos con provocaciones hasta que la testigo testifique.
—Por supuesto, Señoría; lo que ocurre es que me cuesta contener las emociones.
—Lo acusaré de desacato si no lo hace.
—Entendido —repuso Tony antes de mirar una vez más a los miembros del jurado—. Lo que descubrirán es que el estilo de vida del doctor Bowman había cambiado de forma drástica.
—Protesto —repitió Randolph—. La vida privada, el estilo de vida… Todo ello carece de relevancia en este caso. Estamos en un juicio por negligencia médica.
—¡Por el amor de Dios! —espetó el juez Davidson, exasperado—. ¡Letrados, acérquense al estrado!
Tanto Randolph como Tony se dirigieron obedientes hacia el lateral del estrado, donde no podían oírlos los asistentes ni, sobre todo, la taquígrafa ni el jurado.
—A este paso, el juicio durará un año, por el amor de Dios —refunfuñó el juez Davidson—. Todo mi calendario del mes se irá al garete.
—No puedo permitir que continúe esta farsa —protestó Randolph—. Es perjudicial para mi cliente.
—Y yo pierdo el hilo con tantas interrupciones —gruñó Tony.
—¡Basta! No quiero oír ni una queja más de ninguno de los dos. Señor Fasano, justifique esta digresión de los hechos médicos pertinentes.
—El doctor Bowman tomó la decisión de visitar a la fallecida en su domicilio en lugar de atender a la petición del demandante de llevar a su mujer al hospital de inmediato, a pesar de que, tal como el propio doctor atestiguará, sospechaba que se trataba de un infarto.
—¿Y qué? —espetó el juez Davidson—. Imagino que el doctor acudió a la llamada de urgencia sin ninguna demora indebida.
—Estamos dispuestos a convenir en eso, pero el doctor Bowman no hacía visitas domiciliarias antes de su crisis de la madurez, o su «despenar», como él mismo lo llama, y antes de mudarse al centro con su amante. Todos mis expertos testificarán que el retraso causado por la visita domiciliaria desempeñó un papel crucial en la muerte de Patience Stanhope.
El juez Davidson meditó sus palabras mientras deslizaba el labio inferior hacia el interior de la boca, de forma que el bigote le llegó hasta medio mentón.
—El estilo de vida y la mentalidad del facultativo no son relevantes en los casos de negligencia médica —afirmó Randolph—. Legalmente, la cuestión reside únicamente en si existió desviación de la atención habitual con consecuencia de daño susceptible de indemnización.
—En términos generales tiene usted razón, pero creo que el señor Fasano ha presentado un argumento válido, siempre y cuando los testigos lo respalden. ¿Puede afirmar de forma inequívoca que es así?
—Sin lugar a dudas —aseguró Tony con firmeza.
—En tal caso, será el jurado quien decida. Protesta denegada. Puede proceder, señor Fasano, pero le recomiendo que no vuelva a emplear un lenguaje insultante.
—Gracias, Señoría.
Randolph regresó a su asiento visiblemente molesto.
—Tendremos que capear el temporal —señaló—. El juez está concediendo a Fasano una discreción inusual. El lado bueno es que añadirá leña a la apelación si al final el veredicto favorece al demandante.
Craig asintió, pero el hecho de que Randolph expresara por primera vez la posibilidad de un desenlace desfavorable acentuó aún más su creciente desaliento y pesimismo.
—Bueno, ¿por dónde demonios iba? —exclamó Tony al llegar de nuevo al atril.
Consultó por un instante sus fichas, se ajustó las mangas del traje de seda para que los puños de la camisa asomaran un poco y dejaran al descubierto el voluminoso reloj de oro, y por fin alzó la mirada.
—En tercero me di cuenta de que se me daba fatal hablar en público, y lo cierto es que no he mejorado mucho, así que les pido un poco de compasión.
Varios miembros del jurado sonrieron y asintieron con aire comprensivo.
—Presentaremos pruebas de que la vida profesional del doctor Bowman cambió de forma drástica hace casi dos años. Antes de ello dirigía una clásica consulta privada, pero en un momento dado ingresó y en la práctica dirige una próspera consulta de medicina concierge o a la carta.
—¡Protesto! —exclamó Randolph—. Este juicio no versa en torno a los tipos de consulta médica.
El juez Davidson lanzó un suspiro exasperado.
—Señor Fasano, ¿el modo en que el doctor Bowman ejerce la medicina es relevante para lo que hemos comentado en el estrado hace un momento?
—Por supuesto, Señoría.
—En tal caso, protesta denegada. Proceda.
—Bueno —prosiguió Tony, mirando al jurado de hito en hito—, veo varios rostros desconcertados por el término «medicina a la carta». ¿Saben por qué? Porque muchas personas no saben lo que es; tampoco yo lo sabía antes de encargarme de este caso. También recibe el nombre de medicina de pago anticipado, lo cual significa que los pacientes que desean acudir a ese tipo de consulta tienen que soltar un montón de pasta de entrada y luego pagar una cuota. Y en el caso de algunas de esas consultas estamos hablando de mucho dinero, hasta unos veinte mil dólares por cabeza y año. El doctor Bowman y el doctor Ethan Cohen, casi jubilado, no cobran tanto, pero aun así, es mucho. Como podrán imaginar, este tipo de consulta solo puede existir en zonas ricas y sofisticadas, como algunas de nuestras principales ciudades, así como lugares selectos como Palm Beach, Naples, Florida, o Aspen, Colorado.
—¡Protesto! —reiteró Randolph—. Señoría, aquí no se está juzgando la medicina a la carta.
—Discrepo, Señoría —replicó Tony, alzando la mirada hacia el juez—. En cierto modo, sí se está juzgando la medicina a la carta.
—En tal caso, relaciónela con el caso, letrado —espetó el juez Davidson, irritado—. Protesta denegada.
Tony se volvió otra vez hacia el jurado.
—En fin, ¿qué obtienen los pacientes en una consulta de medicina a la carta a cambio de toda la pasta que sueltan, aparte de una patada si no pagan? Escucharán testimonios acerca de lo que supuestamente obtienen. Incluye acceso a su médico las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, el teléfono móvil y la dirección de correo electrónico del facultativo a su disposición, garantía de tiempo de espera cero en sus visitas, lo cual en mi opinión debería garantizarse a todo el mundo, sin tener que pagar por ello un montón de dinero. Pero, lo más importante en relación con el caso que nos ocupa, los pacientes reciben visitas domiciliarias en caso necesario.
Tony se detuvo un instante para permitir que los miembros del jurado asimilaran sus palabras.
—Durante el juicio escucharán testimonios claros de que la noche del 8 de septiembre de 2005, el doctor Bowman tenía entradas para la Sinfónica, a la que planeaba ir acompañado de su novia mientras su esposa y sus queridas hijas languidecían en casa. Ahora que vuelve a residir en el hogar familiar, me encantaría poder contar con su esposa como testigo, pero no puedo a causa de la confidencialidad conyugal. Debe de ser una santa.
—¡Protesto! —interrumpió Randolph—. Por la misma razón ya citada.
—Se admite.
—También escucharán —continuó Tony sin apenas tomar aliento— que la práctica habitual en caso de sospecha de infarto consiste en trasladar de inmediato al paciente al hospital a fin de iniciar el tratamiento. Y cuando digo de inmediato no exagero, porque unos minutos, tal vez incluso unos segundos pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Escucharán que pese a la petición de mi cliente de llevar a su esposa enferma al hospital para que pudiera recibir tratamiento y reunirse allí con el doctor Bowman, el doctor insistió en visitarla en su casa. ¿Y por qué la visitó en su casa? Escucharán un testimonio según el cual ello revestía importancia, porque si Patience Stanhope no sufría un infarto, aunque según su propio testimonio sabrán que lo sospechaba, el doctor Bowman podría llegar a tiempo a la Sinfónica en su flamante Porsche rojo, entrar en el auditorio y ser admirado por su cultura y la atractiva joven que lo acompañaba.
Y ahí, amigos míos, reside… o radica…, nunca sé cuál de las dos palabras es la correcta, la negligencia médica. Porque movido por su vanidad, el doctor Bowman quebrantó el protocolo de atención según el cual es imperativo trasladar a las víctimas de infarto lo antes posible a un hospital. Mi oponente, más versado en estos temas, les expondrá una interpretación distinta de estos hechos. Pero estoy convencido de que verán la verdad tal como creo que el tribunal de Massachusetts la vio al analizar este caso y recomendar que fuera a juicio.
—¡Protesto! —exclamó Randolph, poniéndose en pie de un salto—. Y solicito que se elimine del acta y se amoneste al letrado. El fallo del tribunal no es admisible. Beeler contra Downey, Tribunal Superior de Massachusetts.
—¡Se admite! —espetó el juez Davidson—. El letrado de la defensa tiene razón, señor Fasano.
—Lo lamento, Señoría —se disculpó Tony antes de acercarse a la mesa del demandante y coger un papel que le alargaba la señora Relf—. Tengo aquí una copia del Código de Massachusetts, capítulo 231, sección 60 B, según la cual las recomendaciones del tribunal y los testimonios ante el tribunal son admisibles.
—Quedó sin efecto en el caso citado —señaló el juez Davidson antes de bajar la mirada hacia la taquígrafa—. Elimine la referencia al tribunal.
—Sí, señor —asintió la mujer.
El juez Davidson se volvió hacia el jurado.
—El jurado debe desestimar el comentario del señor Fasano acerca del tribunal de Massachusetts; les recuerdo que no desempeñará papel alguno en su responsabilidad. ¿Lo han entendido?
Todos los integrantes del jurado asintieron con docilidad.
Acto seguido, el juez se encaró con Tony.
—La inexperiencia no es excusa para desconocer la ley. Espero que no haya más deslices de esta índole, ya que de lo contrario me veré obligado a declarar el juicio nulo.
—Haré cuanto esté en mi mano —prometió Tony.
Regresó al atril, se tomó unos instantes para ordenar sus pensamientos y por fin miró al jurado.
—Como iba diciendo, estoy convencido de que verán la verdad y concluirán que la negligencia del doctor Bowman causó la muerte de la encantadora esposa de mi cliente. A continuación se les pedirá que establezcan la indemnización por la atención, la guía, el apoyo, el consejo y la compañía que Patience Stanhope estaría prestando hoy a mi cliente de seguir con vida. Gracias por su atención, y les pido disculpas, tal como se las he pedido al juez, por mi inexperiencia en este ámbito del derecho. Volveré a dirigirme a ustedes al término del juicio. Gracias.
Recogió las fichas del atril, se retiró a la mesa del demandante y de inmediato entabló una intensa conversación en voz baja con su asistente al tiempo que blandía el papel que ella le había entregado.
Con un suspiro de alivio porque Tony había acabado, el juez Davidson miró el reloj antes de volverse hacia Randolph.
—¿El letrado de la defensa desea hacer su alegato inicial en este momento del juicio o después de la intervención principal del demandante?
—Ahora, Señoría —repuso Randolph.
—De acuerdo, pero primero haremos un descanso para comer —anunció antes de hacer sonar la maza con firmeza—. Se levanta la sesión hasta la una y media. Los miembros del jurado no hablarán del caso ni entre ellos ni con terceras partes.
—Todos en pie —ordenó el alguacil con voz de pregonero cuando el juez se levantó.