Boston, Massachusetts,
jueves, 8 de junio de 2006,13.15 horas.
—¿Revistas? —preguntó la joven de aspecto casi etéreo.
Jack calculó que no debía pesar ni cuarenta y cinco kilos, pero estaba paseando a media docena de perros, desde un gran danés gris hasta un bichon frisé diminuto. Un montón de bolsas de plástico para excrementos asomaba del bolsillo trasero de sus tejanos. Jack la había parado después de emprender la ya consabida ruta por el barrio de Beacon Hill. Tenía intención de comprar algo para leer por si le tocaba esperar mucho rato al operario de la excavadora.
—A ver —prosiguió la joven con el rostro contraído por la concentración—. Hay un par de sitios en Charles Street.
—Con uno me basta —comentó Jack.
—Hay una tienda que se llama Gary Drug en la esquina de Charles con Mount Vernon.
—¿Voy bien por aquí? —preguntó Jack.
En aquel momento se hallaba en Charles Street, encarado hacia la zona del parque y el aparcamiento subterráneo.
—Sí. La tienda está en esta misma acera, a una manzana de aquí.
Jack dio las gracias a la mujer, que de inmediato fue arrastrada por los impacientes perros.
La tienda era un establecimiento pequeño y anticuado, atestado de trastos, pero acogedor. Era de las dimensiones de la sección de champús en una tienda normal, pero en él se vendía de todo. Jack vio desde vitaminas y medicamentos contra el catarro hasta cuadernos apilados en estanterías hasta el techo a lo largo del único pasillo. En el rincón más alejado, cerca del mostrador de farmacia, encontró un surtido sorprendentemente amplio de revistas y periódicos.
Desacertadamente, Jack había accedido a comer con Alexis y Craig. Fue como ser invitado a un velatorio en el que esperan que converses con el difunto. Craig estaba furioso con el sistema, como lo denominó, con Tony Fasano, con Jordan Stanhope y sobre todo consigo mismo. Sabía que lo había hecho fatal pese a las largas horas que había dedicado a ensayar con Randolph la noche anterior. Cuando Alexis intentó hacerle explicar por qué tenía tan poco dominio de sus emociones si sabía que el control era indispensable en aquel caso, Jack perdió los nervios, y ambos se enzarzaron en una discusión breve, pero muy desagradable. Pero durante casi toda la comida, Craig guardó un silencio malhumorado. Alexis y Jack intentaron conversar, pero la intensidad de la ira de Craig emanaba unas vibraciones que resultaba difícil pasar por alto.
Al final de la comida, Alexis expresó su esperanza de que Jack volviera con ellos al juzgado, pero Jack se escabulló con el pretexto de que quería llegar al cementerio a las dos, pues esperaba que Percy Gallaudet volviera pronto de su trabajo con los desagües de su amigo. En aquel momento, Craig le espetó que más le valía desistir, que la suerte estaba echada y que no tenía por qué seguir molestándose. Jack replicó que había llegado demasiado lejos e implicado a demasiadas personas para tirar la toalla.
Con varias revistas y el New York Times bajo el brazo, Jack bajó al aparcamiento, sacó el destrozado Accent al sol y puso rumbo al oeste. Le costó cierto esfuerzo dar con la ruta que había tomado aquella mañana para entrar en la ciudad, pero al final reconoció algunos lugares que le indicaron que iba por buen camino.
Entró en el cementerio de Park Meadow a las dos y diez y aparcó junto a un monovolumen Dodge delante de la oficina. Al entrar vio a la mujer de aspecto anodino y a Walter Strasser en la misma postura en que los había dejado aquella mañana. La mujer tecleaba en el ordenador, mientras que Walter estaba sentado con aire impasible a su mesa, las manos aún entrelazadas sobre la tripa. Jack se preguntó si alguna vez trabajaría, sobre todo porque en su mesa no había nada que lo sugiriera. Ambos alzaron la vista hacia Jack, pero la mujer volvió a concentrarse de inmediato en su trabajo sin decir una sola palabra. Jack se acercó a Walter, que lo siguió con la mirada.
—¿Alguna noticia de Percy? —empezó Jack.
—No desde que se fue esta mañana.
—¿Ha dicho algo? —insistió Jack, diciéndose que el único indicio de que Walter estaba vivo era algún que otro pestañeo y al movimiento de su boca al hablar.
—No.
—¿Hay alguna forma de ponerse en contacto con él? Hemos quedado aquí a partir de las dos. Me ha dicho que exhumaría a Patience Stanhope esta tarde.
—Si ha dicho que lo haría, lo hará.
—¿Tiene móvil? No se lo he preguntado.
—No, nos ponemos en contacto con él por correo electrónico y tarde o temprano pasa por aquí.
Jack dejó una tarjeta sobre la mesa de Walter.
—Le agradecería que se pusiera en contacto con él para averiguar cuándo podrá ponerse con Patience Stanhope. Puede llamarme al móvil. Mientras tanto iré a la tumba, si me dice dónde está.
—Gertrude, enséñale al médico dónde está el panteón de los Stanhope.
Las ruedas de la silla de oficina de Gertrude chirriaron cuando la apartó de la mesa. Mujer de pocas palabras, se limitó a señalar un punto en el mapa con un dedo deformado por la artritis. Jack echó un vistazo al lugar. Gracias a las líneas de contorno, constató que se hallaba en la cima de la colina.
—Las mejores vistas del cementerio —comentó Walter.
—Esperaré allí —anunció Jack antes de echar a andar hacia el coche.
—¡Doctor! —lo llamó Walter—. Puesto que la tumba se va a abrir, tenemos pendiente el tema de los honorarios; hay que zanjarlo antes de que empiece la excavación.
Tras separarse de una cantidad considerable de billetes de veinte dólares del abultado fajo que llevaba, Jack volvió al coche de alquiler y subió la colina. Encontró una pequeña explanada con un cenador que daba sombra a un banco. Dejó el coche allí y se dirigió hacia donde suponía que se hallaba el panteón de la familia Stanhope. En efecto, se hallaba en la cima de la colina. Vio tres lápidas de granito idénticas y bastante sencillas. Localizó la de Patience y echó un vistazo a la inscripción.
Sacó las revistas y el periódico del coche, fue al banco y se puso cómodo. El tiempo había mejorado de forma drástica desde la mañana. El sol brillaba con una intensidad que no había observado los días anteriores, como si quisiera recordar a todo el mundo que el verano estaba a la vuelta de la esquina. Jack se alegró de poder cobijarse a la sombra del cenador cubierto de hiedra, porque el calor era abrasador.
Miró el reloj; le costaba creer que al cabo de menos de veinticuatro horas estaría casado. A menos que sobreviniera alguna catástrofe inesperada, admitió, como que no llegara a tiempo a la iglesia. Pensó en ello unos instantes mientras un arrendajo lo regañaba furioso desde un cornejo cercano. Jack desterró de su mente la posibilidad de no llegar a tiempo a la iglesia y sacudió la cabeza. Era una perspectiva que no quería contemplar. Sin embargo, pensar en ello le recordó que aún no había llamado a Laurie. Pero puesto que no sabía cuándo podría hacer la autopsia, logró una vez más aplazar la desagradable tarea.
No recordaba la última vez que había pasado un rato a solas y sin hacer nada. Siempre había creído que mantenerse frenéticamente ocupado, ya fuera trabajando o haciendo deporte, era el mejor modo de luchar contra los demonios. Era Laurie quien con mucha paciencia le había hecho cambiar de hábitos en los últimos años, pero solo cuando estaban juntos. Esto era distinto, porque estaba solo. No obstante, no tenía ningunas ganas de recordar el pasado y pensar en lo que podría haber sido. Se conformaba con pensar en lo que le deparaba el futuro, a menos que…
Jack desterró por segunda vez la idea, cogió el periódico y empezó a leer. Le producía una sensación agradable estar sentado al sol, disfrutando de las noticias con el trino de los pájaros como música de fondo. El hecho de estar en un cementerio no le molestaba en lo más mínimo. De hecho, gracias a su particular sentido del humor irónico, incrementaba su bienestar.
Terminó de leer el periódico y pasó a las revistas. Después de leer varios artículos largos, pero interesantes en The New Yorker, la sensación placentera empezó a desvanecerse, sobre todo porque ahora estaba sentado a pleno sol. Miró el reloj y masculló un juramento entre dientes; eran las cuatro menos cuarto. Se levantó, se desperezó y recogió los periódicos y revistas. De un modo u otro localizaría a Percy y lo presionaría para averiguar cuándo pensaba empezar. Sabedor de que el último puente aéreo a Nueva York salía hacia las nueve, admitió que no llegaría a tiempo para cogerlo. A menos que volviera a Nueva York en el coche de alquiler, lo cual no le hacía ninguna gracia por múltiples razones, no le quedaría más remedio que pasar otra noche en Boston. Se le ocurrió la idea de alojarse en el hotel que había visto en el aeropuerto, porque no tenía intención de volver a casa de los Bowman ahora que Alexis y las niñas no estaban allí. Lamentaba mucho lo que estaba pasando Craig, pero ya había tenido bastante de él durante la comida.
Metió los periódicos y las revistas en el Hyundai por la ventanilla rota. Estaba rodeando el coche cuando oyó el sonido de la excavadora. Se llevó la mano a los ojos para protegerse del sol y al mirar por entre los árboles divisó el vehículo amarillo de Percy, que subía por el sinuoso camino del cementerio. Llevaba la pala doblada contra la parte posterior como si de una pata de saltamontes se tratara. Jack llamó a Harold Langley.
—Son casi las cuatro —se quejó Harold cuando Jack le anunció que la exhumación estaba a punto de empezar.
—He hecho cuanto he podido —replicó Jack—. Incluso he tenido que sobornar al operario —añadió sin explicar que también había sobornado a Walter Strasser.
—De acuerdo —suspiró Harold con resignación—. Estaré ahí dentro de media hora. Tengo que resolver un par de asuntos aquí. Si me retraso un poco, no abran el ataúd hasta que llegue. Repito, no intenten retirar la tapa antes de que yo llegue. Tengo que identificar el ataúd y certificar que está en el panteón correspondiente.
—Muy bien —dijo Jack.
La camioneta del cementerio llegó antes que Percy. Enrique y César se apearon y descargaron el material de la caja abierta. Con una eficiencia encomiable y sin apenas hablar, localizaron la tumba de Patience, extendieron una lona impermeable como la que Jack había visto aquella mañana en la tumba que estaban cavando, cortaron el césped que cubría la sepultura, lo retiraron y lo apilaron alrededor de la lona.
Cuando Percy llegó al lugar, la tumba ya estaba preparada para la excavadora. Percy saludó a Jack con la mano pero no se apeó del vehículo hasta haberlo situado donde quería. Acto seguido bajó para colocar los ganchos.
—Siento haberme retrasado —se disculpó.
Jack se limitó a agitar la mano; no quería conversación, tan solo sacar el maldito ataúd de la tumba.
En cuanto se cercioró de que todo estaba en orden, Percy puso manos a la obra. La pala de la excavadora se sumergió en la tierra relativamente suelta. El motor diésel de la máquina rugió cuando la pala se hundió y luego empezó a salir. Percy hizo girar el brazo para echar la tierra sobre la lona.
El operario demostró saber lo que se hacía, y al cabo de poco rato ya había cavado una zanja ancha de pulcras paredes verticales. Cuando llevaba alrededor de un metro veinte, llegó Harold Langley con el coche fúnebre. Dio la vuelta en tres maniobras y retrocedió con el vehículo a lo largo de la zanja cada vez más profunda. Se apeó e inspeccionó el trabajo con los brazos en jarras.
—Se está acercando —gritó a Percy—, así que tenga cuidado.
Jack no sabía si Percy no oyó a Harold o si decidió hacer caso omiso de él. Fuera como fuese, siguió cavando como si Harold no estuviera. Al cabo de unos instantes se oyó un estruendo hueco cuando los dientes de la pala chocaron contra la tapa del sarcófago, situada a unos treinta centímetros del fondo de la zanja.
Harold se puso como un loco.
—¡Le he dicho que tenga cuidado! —chilló frenético mientras agitaba las manos para indicarle que izara la pala.
Jack no pudo contener una sonrisa. Harold tenía un aspecto del todo incongruente fuera de la funeraria, al sol con su sombrío traje negro y la tez cérea, como la parodia de un roquero punk. Varios mechones teñidos de oscuro, que por lo general llevaba peinados sobre la calva, salían despedidos en todas direcciones.
Percy siguió haciendo caso omiso de los gestos cada vez más histéricos de Harold y volvió a hundir la pala, provocando un nuevo chirrido al arrastrar los dientes sobre la cubierta de hormigón.
Desesperado, Harold corrió hacia la cabina de la excavadora y golpeó el vidrio. Por fin la pala se detuvo, y el rugido del motor remitió. Percy abrió la puerta y se quedó mirando al director de la funeraria con expresión entre inocente e inquisitiva.
—Va a agrietar la tapa o se romperán las alcayatas. Será…
Harold se interrumpió, incapaz de hallar una palabra lo bastante soez para describir a Percy. La furia le había quitado el habla.
Jack decidió dejar que los profesionales resolvieran solos sus diferencias y subió al coche. Quería hacer una llamada y pensó que el coche lo protegería del estruendo de la excavadora cuando Percy empezara de nuevo a cavar. La ventanilla rota estaba en el lado opuesto a la sepultura.
Jack llamó a la doctora Latasha Wylie y esta vez la localizó.
—He oído su mensaje —reconoció Latasha—. Siento no haberle llamado, pero es que los jueves tenemos reunión semanal.
—No se preocupe —repuso Jack—. La llamo ahora porque están exhumando el cadáver en estos momentos. Si todo va bien, lo cual no tiene por qué pasar teniendo en cuenta los obstáculos que me ha tocado sortear hasta ahora, creo que podré hacer la autopsia entre seis y siete en la funeraria Langley-Peerson. ¿Sigue en pie su oferta de ayudarme?
—Es una hora perfecta —aseguró Latasha—. Cuente conmigo. Ya tengo preparada la sierra craneal.
—Espero no haberle estropeado un plan más divertido.
—Había invitado al Papa a cenar, pero habrá que aplazarlo para otro día.
Jack esbozó una sonrisa; Latasha tenía un sentido del humor parecido al suyo.
—Nos encontraremos en la funeraria hacia las seis y media —prosiguió Latasha—. Si no le va bien por la razón que sea, llámeme.
—Estupendo. ¿Me dejará que la invite a cenar cuando acabemos?
—Si no es demasiado tarde… Las chicas necesitan su sueño reparador.
Jack se despidió y colgó. Mientras hablaba por teléfono, Enrique y César habían desaparecido en el interior de la zanja, de la que salían disparadas paladas de tierra. Entretanto, Percy había empezado a sujetar cables de acero a los dientes de la pala. Harold había regresado al borde de la zanja y contemplaba el fondo todavía con los brazos en jarras. A Jack le gustó que se tomara tanto interés.
Volvió a concentrarse en el teléfono y pensó en llamar a Laurie. Ahora sabía que se enfrentaba a una situación aún peor que la peor de las alternativas que le expusiera la noche anterior por teléfono, a saber, que regresaría a Nueva York por la noche. Los acontecimientos aplazaban su partida inexorablemente hasta la mañana siguiente, el día de la boda. Su lado cobarde intentó convencerle de que pospusiera la llamada hasta después de la autopsia, pero sabía que debía hacerla ahora. Sin embargo, aquél no era el único dilema, porque no sabía qué contarle acerca del incidente que había sufrido por la mañana en la autopista de Massachusetts. Tras meditar unos instantes, decidió decirle la verdad. Consideraba que el factor comprensión superaba el factor preocupación, porque podía contarle con bastante seguridad que Franco tardaría al menos unos días en recuperarse y por tanto no había muchas probabilidades de que apareciera de nuevo. Por supuesto, todavía quedaba Antonio, fuera quien fuese. Jack lo recordaba de pie detrás de Franco durante el enfrentamiento junto a las canchas de baloncesto de Memorial Drive, así como sentado en la sala de vistas aquella mañana. No sabía qué lugar ocupaba en el equipo de Fasano, pero el hecho de que existiera surcó su mente cuando Percy empezaba a abrir la tumba de Patience. En aquel momento, Jack se había llevado la mano al revólver sin darse cuenta, para cerciorarse de que seguía allí. Teniendo en cuenta la gravedad de la amenaza transmitida a las niñas, no resultaba descabellado imaginar que alguien pudiera aparecer para oponerse a la exhumación.
Jack respiró hondo para hacer acopio de valor y marcó el número de Laurie. Cabía la posibilidad de que saltara el buzón de voz…, pero por desgracia, no fue así; Laurie contestó enseguida.
—¿Dónde estás? —preguntó sin preámbulo alguno.
—La mala noticia es que estoy en un cementerio de Boston. La buena es que no soy uno de sus ocupantes.
—No es momento de bromear.
—Lo siento, no he podido evitarlo. Estoy en un cementerio; están abriendo la tumba.
Se produjo un silencio incómodo.
—Sé que estás decepcionada —prosiguió Jack—. He hecho lo que he podido para acelerar el proceso. De hecho, esperaba estar de vuelta a esta hora. No ha sido fácil…
A continuación, le refirió el encontronazo con Franco. Le contó todo lo sucedido, sin omitir la bala incrustada en el soporte del parabrisas.
Laurie escuchó en estupefacto silencio hasta que Jack terminó su monólogo, en el que incluyó la necesidad de sobornar al superintendente del cementerio y al operario de la excavadora. También mencionó que el testimonio de Craig había sido un desastre.
—Me cabrea no saber si cabrearme o compadecerte.
—Si quieres saber mi opinión, prefiero que me compadezcas.
—Por favor, Jack, no bromees. Esto es muy serio.
—Es evidente que no acabaré la autopsia a tiempo para coger el último vuelto. Pasaré la noche en un hotel del aeropuerto. El primer vuelo de la mañana sale sobre las seis y media.
Laurie lanzó un suspiro audible.
—Iré a casa de mis padres muy temprano para prepararme, así que no te veré en casa.
—No pasa nada. Creo que podré ponerme el esmoquin sin ayuda.
—¿Irás a la iglesia con Warren?
—Eso pretendo. Tiene mucha inventiva para encontrar aparcamiento.
—De acuerdo, Jack, nos vemos en la iglesia —dijo Laurie y colgó con brusquedad.
Jack suspiró y cerró la pestaña del teléfono. Laurie no estaba contenta, pero al menos ya había dejado atrás la desagradable tarea de llamarla. Por un instante reflexionó sobre el hecho de que nada en la vida era fácil ni sencillo.
Se guardó el teléfono en el bolsillo y bajó del coche. Mientras hablaba con Laurie, la exhumación había avanzado sobremanera. Percy estaba de nuevo en la cabina de la excavadora, con el motor a plena potencia. La pala estaba suspendida sobre la tumba, y los cables de acero descendían hacia sus profundidades. A todas luces, la máquina ejercía una considerable tensión sobre ellos.
Jack se dirigió al borde de la zanja y se situó junto a Harold. Al bajar la mirada vio que los cables estaban sujetos a las alcayatas insertadas en la cubierta del sarcófago.
—¿Cómo va? —gritó para hacerse oír por encima del rugido del motor.
—Estamos intentando abrir el sello —repuso Harold al mismo volumen—. No es fácil. Es de un material parecido al asfalto que se utiliza para impermeabilizar.
La excavadora rugió y resopló, descansó un instante y reanudó el esfuerzo.
—¿Qué hacemos si el sello aguanta? —preguntó Jack.
—Tendremos que volver otro día con la empresa.
Jack masculló un juramento para sus adentros.
De repente se oyó un profundo chasquido y un susurro de succión.
—¡Aleluya! —exclamó Harold al tiempo que agitaba la mano para indicar a Percy que fuera más despacio.
La cubierta de hormigón empezó a levantarse. Cuando llegó a la altura del suelo, Enrique y César la asieron para estabilizarla mientras Percy la apartaba de la tumba para posarla con cuidado sobre la hierba. Acto seguido, el operario se apeó de la excavadora.
Harold escudriñó el interior del sarcófago. La cara interior estaba revestida de reluciente acero inoxidable. En él yacía el ataúd metálico blanco con detalles dorados, rodeado por más de medio metro a cada lado.
—¿A que es precioso? —musitó Harold con veneración casi religiosa—. Es un Reposo Perpetuo de Industrias Huntington. No vendo muchos de éstos. Es una auténtica belleza.
A Jack le interesaba más el hecho de que el interior del sarcófago parecía completamente seco.
—¿Cómo sacamos el ataúd? —preguntó.
En aquel preciso instante, Enrique y César bajaron hasta el ataúd y deslizaron unas anchas tiras de tela bajo él, que luego pasaron por las cuatro asas laterales. Dando de nuevo plena potencia al motor de la excavadora, Percy situó de nuevo la pala sobre la zanja y la bajó para que los otros dos empleados pudieran sujetar las tiras de tela. Harold fue a abrir el portón del coche fúnebre.
Veinte minutos más tarde, el ataúd estaba a salvo en el coche fúnebre.
—¿Nos vemos dentro de un rato en la funeraria? —preguntó Harold a Jack tras cerrar de nuevo el portón.
—Sí, quiero empezar la autopsia enseguida. Vendrá a ayudarme otra forense, la doctora Latasha Wylie.
—Muy bien.
Harold subió al coche fúnebre, volvió al camino y empezó a bajar la colina.
Jack pagó a Percy, lo que significó separarse de casi todos los billetes de veinte que le quedaban. También dio un par a Enrique y a César antes de subir al coche y bajar a su vez la colina. Mientras conducía no pudo evitar sentirse complacido. Después de todos los problemas con que había tropezado, le sorprendía que la exhumación hubiera ido tan bien. Lo más importante era que ni Fasano, ni Antonio ni, por supuesto, Franco se habían presentado en el cementerio para aguarle la fiesta. Ahora lo único que le quedaba por hacer era la autopsia.