Newton, Massachusetts,
jueves, 8 de junio de 2006, 7.40 horas.
La incomodidad que Jack había sentido después de la partida de Alexis y las niñas se acentuó por la mañana. Jack no sabía si el estado de ánimo de Craig se debía a la tensión por la inminencia de su testimonio o a la resaca del combinado de alcohol y somníferos, pero lo cierto era que se había sumido de nuevo en el silencio huraño y sombrío que exhibiera la primera mañana de Jack en la residencia de los Bowman. En aquel momento, Alexis y las niñas habían hecho la situación tolerable, pero sin ellas resultaba realmente desagradable.
Jack intentó mostrarse animado al subir del sótano, pero solo obtuvo una mirada gélida a cambio de sus esfuerzos. Craig no articuló palabra hasta después de que Jack se sirviera unos cereales con leche.
—Me ha llamado Alexis —explicó con voz ronca y perdida—. Dice que anoche hablasteis… En fin, la cuestión es que la autopsia sigue adelante.
—De acuerdo —se limitó a responder Jack.
Dado el malhumor de Craig, no pudo evitar preguntarse qué diría de saber que Jack había subido a su dormitorio de madrugada para escuchar su respiración. Le había parecido normal, de modo que no había intentado despertarlo como había previsto.
Menos mal, porque el actual estado de ánimo de Craig ya era lo bastante malo para empeorarlo con el recordatorio de la intrusión de Jack y su propia dependencia.
Cuando ya se disponía a salir de la casa, Craig compensó en parte su comportamiento acercándose a Jack, que seguía sentado a la mesa de la cocina, tomando café y hojeando el periódico.
—Siento ser un anfitrión tan pésimo —se disculpó Craig en voz normal, desprovista de todo sarcasmo y altanería—. No estoy atravesando mi mejor momento.
Por respeto hacia su cuñado, Jack retiró la silla y se levantó.
—Entiendo lo que estás pasando. Nunca me he enfrentado a un litigio por negligencia, pero a varios de mis amigos sí les pasó cuando ejercía como oftalmólogo. Sé que es espantoso, tanto como un divorcio.
—Es una mierda —masculló Craig.
Y entonces Craig hizo algo totalmente inesperado. Dio a Jack un torpe abrazo y se apartó antes de que éste tuviera ocasión de reaccionar. Eludió la mirada de Jack mientras se ajustaba la americana.
—Por si te interesa, te agradezco que hayas venido. Gracias por tus esfuerzos, y lamento que te hayas llevado esos golpes por mi culpa.
—No tiene importancia —aseguró Jack, conteniendo una réplica mordaz del estilo «Ha sido un placer».
Detestaba no ser sincero, pero el cambio de actitud de Craig lo había pillado desprevenido.
—¿Nos veremos en el juzgado?
—En algún momento.
—Vale, pues hasta entonces.
Jack lo siguió con la mirada. Una vez más había subestimado a su cuñado.
Jack bajó al dormitorio de invitados y guardó sus cosas en la bolsa de viaje. No sabía qué hacer con la ropa de cama, de modo que acabó retirándola y dejándola en un montón junto con las toallas antes de doblar las mantas. Junto al teléfono había un cuadernillo. Escribió una breve nota de agradecimiento y la dejó sobre las mantas. Tampoco sabía qué hacer respecto a la llave de la casa, pero por fin decidió quedársela y devolvérsela personalmente a Alexis cuando le entregara el expediente. Quería quedarse la documentación por si la autopsia suscitaba dudas sobre las que el papeleo pudiera arrojar alguna luz. Al ponerse la americana percibió el peso del arma a un lado y el del móvil al otro.
Con el abultado sobre de papel manila bajo un brazo y la bolsa de viaje en la otra mano, Jack subió la escalera y abrió la puerta principal. El tiempo, que había sido magnífico desde su llegada a Boston, había empeorado de forma significativa. El cielo aparecía encapotado, y estaba lloviendo. Jack miró el Hyundai, aparcado a unos quince metros de distancia. Junto a la puerta había un paragüero. Jack cogió un paraguas con las palabras Ritz-Carlton estampadas en él; también podía devolvérselo a Alexis cuando le diera las otras cosas.
Abrió el paraguas y tuvo que hacer varios viajes sorteando charcos para guardar todas sus cosas en el coche. Una vez preparado, arrancó el motor, puesto en marcha el limpiaparabrisas y desempañó el vaho interior con el canto de la mano. Luego salió del sendero en marcha atrás, saludó con la mano al agente uniformado sentado al volante del coche patrulla, sin duda vigilando la casa, y se alejó calle abajo.
Al cabo de un breve trecho se vio obligado a desempañar de nuevo el parabrisas. Intentó mantener la vista en la calle y buscar al mismo tiempo el botón del sistema antihielo. Una vez activado, el problema del vaho remitió, y Jack aceleró el proceso abriendo un poco la ventanilla.
El tráfico se tornó cada vez más denso mientras recorría las calles suburbanas. A causa del cielo oscurecido por los nubarrones, muchos vehículos circulaban con los faros encendidos. Al llegar a la entrada de la autopista de Massachusetts, regulada por un semáforo, recordó que era hora punta. Ante él, la vía de peaje era un hervidero de turismos, autobuses y camiones que levantaban una fina nube de lluvia. Jack se mentalizó para sumergirse en el caos mientras esperaba a que el semáforo cambiara a verde. Sabía que no era un conductor demasiado hábil, sobre todo porque en los últimos diez años, desde que se trasladara a Nueva York, apenas si había conducido. Jack prefería su querida bicicleta de montaña pese a que casi todo el mundo la consideraba peligrosa en la ciudad.
De repente, algo colisionó contra la parte trasera de su coche con tal fuerza que la cabeza le rebotó contra el reposacabezas. En cuanto se recobró del impacto se giró en el asiento para mirar por la luna trasera empapada de lluvia. Vislumbró apenas la silueta de un gran vehículo negro apretado contra el Hyundai. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su coche seguía avanzando pese a que no había dejado de pisar el freno.
Jack volvió a mirar hacia delante con el corazón en un puño. Pretendían obligarlo a pasarse el semáforo en rojo. Del exterior le llegó el espantoso chirrido de los neumáticos bloqueados sobre el asfalto salpicado de gravilla, así como el rugido del potente motor que lo empujaba. De pronto, unos faros se le acercaron por la izquierda, y oyó el aullido de un claxon. Acto seguido, el chirrido sobrecogedor de caucho sobre asfalto, y luego los faros al desviarse en el último instante.
Por puro acto reflejo, Jack cerró los ojos, esperando el impacto del otro vehículo contra el costado izquierdo del Hyundai. Fue más un roce que una colisión; Jack entrevió vagamente la imagen emborronada por la lluvia de un coche empotrado de lado a lo largo de la portezuela del Hyundai y oyó el chasquido estridente de metal contra metal.
Levantó el pie del freno, creyendo que no funcionaba y necesitaba unos cuantos toques. En el mismo instante, su coche salió disparado hacia delante contra la masa de vehículos que circulaban a toda velocidad por la autopista. Volvió a pisar el freno a fondo. Percibió que las ruedas se bloqueaban y oyó de nuevo el chirrido de los neumáticos contra el pavimento, pero el coche no aminoró la velocidad. Jack volvió a mirar hacia atrás. El gran coche negro lo empujaba implacable hacia la peligrosa autopista, que se abría a menos de quince metros de distancia. Justo antes de girar de nuevo la cabeza para concentrarse en la carretera, se fijó en el emblema que adornaba el capó, dos ramitas que se curvaban en torno a un escudo de armas. De inmediato comprendió que se trataba del emblema de un Cadillac, y en la mente de Jack, un Cadillac negro significaba la presencia de Franco hasta que se demostrara lo contrario.
Puesto que el freno no servía de nada contra la potencia del Cadillac, Jack lo soltó y pisó el acelerador a fondo. El Accent reaccionó con agilidad. Oyó otro espeluznante ruido de metal contra metal, y con un chasquido audible, el Hyundai logró separarse de su acosador.
Aferrando el volante con desesperación, Jack se sumergió como nunca en los cuatro carriles de tráfico rápido. En el último momento cerró los ojos, pues en aquel tramo no había arcén, por lo que no le quedó más remedio que incorporarse al carril derecho. Durante los últimos días, los conductores de Boston le habían parecido muy agresivos, pero en aquel momento tuvo que reconocer que también eran de reflejos rápidos. Pese a la cacofonía de cláxones y neumáticos chirriantes, el coche de Jack consiguió sumarse al tráfico. Al abrir los ojos se encontró encajonado entre dos vehículos, con menos de dos metros ante él y apenas unos centímetros detrás. Por desgracia, el vehículo que lo seguía era un formidable Hummer que no le dio ningún respiro, lo cual indicaba que su conductor estaba furioso.
Jack intentó igualar la velocidad del Hyundai a la del coche que lo precedía, pese a que le parecía que era excesiva dado el mal tiempo. Sin embargo, no tenía elección. No quería aminorar la velocidad por temor a que el Hummer chocara contra él como había hecho el Cadillac negro. Mientras conducía buscó frenéticamente con la mirada el Cadillac por los retrovisores interior y exteriores, pero no era tarea fácil. Requería apartar la mirada del coche que iba delante, apenas un borrón a pesar de que los limpiaparabrisas funcionaban a la potencia máxima. Jack no vio el Cadillac, pero sí al conductor del Hummer, que iba agitando el puño y dedicándole gestos obscenos con la mano cada vez que percibía que Jack lo miraba.
La necesidad de concentrarse en la conducción no era el único obstáculo a la hora de intentar localizar el coche que lo había asaltado. Los vehículos de la autopista levantaban una densa nube de agua y vaho, sobre todo los camiones, cuyas dieciocho ruedas, cada una de ellas casi tan grande como el coche de Jack, se arrastraban sobre la calzada levantando una espesa bruma en torno a los faldones guardabarros.
De repente, Jack divisó a su derecha un tramo para vehículos averiados. Tenía que tomar una decisión rápida, porque era un tramo corto, y a la velocidad a la que iban tanto él como los demás, no tardaría en perder la oportunidad. Movido por un impulso, Jack dio un volantazo hacia la derecha, pisó el freno y luchó contra la tendencia del coche a derrapar hacia ambos lados.
Con profundo alivio, Jack consiguió parar el coche, pero no tuvo ni un momento para descansar. Por el retrovisor advirtió que el Cadillac negro realizaba la misma maniobra que él.
Jack aspiró una profunda bocanada de aire, asió el volante con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y pisó el acelerador. El Hyundai no tenía una aceleración excepcional, pero no estaba nada mal. Ante él se alzaba la valla que delimitaba el aparcadero, por lo que se vio obligado a incorporarse a la autopista con gran brusquedad. Esta vez no lo hizo a ciegas, pero el conductor del coche al que cortó reaccionó con igual ira. Sin embargo, a Jack le preocupaba mucho más el Cadillac negro. De hecho, la maniobra tuvo la ventaja de que el conductor manifestó su enfado manteniéndose pegado a Jack. Bajo circunstancias normales, aquella situación se le habría antojado peligrosa y exasperante, pero en aquel momento significaba que no quedaba sitio para el Cadillac; el caso contrario habría sido mucho peor que un conductor enfurecido.
Jack sabía que a pocos kilómetros se hallaba su salida, que se abría de un modo abrupto desde el carril izquierdo. Un poco más allá estaban las cabinas de peaje que señalaban el fin de la autopista. Jack intentó decidir qué le convenía más hacer. Las cabinas de peaje significaba que habría personal y tal vez incluso policía del estado, lo cual era positivo, pero también significaba largas colas, lo cual era un inconveniente. Aunque David Thomas había quitado el arma a Franco, Jack estaba convencido de que tenía acceso a otras. Si Franco estaba lo bastante loco para abalanzarse con el coche sobre él para precipitarlo al tráfico, no creía que tuviera problema alguno para dispararle. La carretera de salida significaba menos personal y ningún policía, lo cual era un inconveniente, pero por otro lado tampoco habría tráfico, sobre todo en los dos carriles rápidos, lo cual era positivo.
Mientras sopesaba aquellas posibilidades, advirtió casi sin darse cuenta que más allá de los edificios que se alzaban al final de la autopista empezaba un arcén. No había prestado atención porque no tenía intención de abandonar la carretera por segunda vez, pero no había contado con que el Cadillac utilizara el arcén para darle alcance.
No vio el coche hasta que lo tuvo al lado. En el mismo instante reparó en que la ventanilla del conductor estaba bajada. Más importante aún, Franco conducía con una mano y en la otra sostenía un arma que asomó por la ventana. Jack pisó el freno, y en aquel momento, la ventanilla derecha se hizo añicos, al tiempo que en la cubierta plástica situada sobre el soporte del parabrisas se abría un agujero de bala justo a la izquierda de Jack.
El conductor que seguía a Jack hacía sonar el claxon con exasperación. Jack entendía perfectamente su reacción y además lo impresionaba el hecho de que el hombre hubiera logrado evitar la colisión; juró no volver a quejarse jamás de los conductores bostonianos.
Justo después de pisar el freno, Jack pisó el acelerador y recurrió a su recién aprendida técnica de incorporación para cruzar varios carriles. Ahora todos los coches hacían sonar el claxon como posesos. Jack no pudo dormirse en los laureles, porque Franco mejoró su maniobra y se situó en el mismo carril que Jack, con tan solo un coche entre ambos. Ante él, Jack divisó la señal que indicaba su salida, Allston-Cambridge, carril izquierdo, y al cabo de un momento la dejó atrás. Movido por un impulso, tomó una decisión que dependía de la agilidad del Accent para describir una curva más rápida y cerrada que el enorme Cadillac de Franco. Franco contribuyó al permanecer en el carril, probablemente evitando usar el carril izquierdo, relativamente despejado, para adelantar a Jack por temor a que la salida lo obligara a abandonar la autopista.
El cuerpo de Jack se tensó mientras se concentraba en su objetivo. Lo que quería era tomar una curva a la izquierda lo más cerrada posible para poder enfilar el carril de deceleración sin volcar y sin chocar contra el triángulo de bidones de plástico amarillo colocados para amortiguar el choque de los coches destinados a estrellarse contra el parapeto de hormigón. Albergaba la esperanza de que Franco no lograra girar a tiempo y tuviera que seguir adelante.
En lo que esperaba fuera el momento adecuado, Jack giró el volante en sentido contrario a las agujas del reloj. Oyó la chirriante protesta de los neumáticos y percibió la potente fuerza centrífuga intentar hacer derrapar o volcar el coche. Rozó el freno con cuidado, sin saber si le ayudaría o por el contrario le perjudicaría. Por un instante tuvo la sensación de que el coche circulaba sobre dos ruedas, pero al poco se enderezó y eludió con agilidad y por más de un metro los contenedores de protección.
Con suma rapidez giró el volante en sentido contrario y se dirigió hacia las cabinas de peaje que tenía delante. Empezó a frenar y miró por el retrovisor justo a tiempo para ver a Franco estrellarse de costado contra el triángulo de bidones amarillos. Lo más impresionante era que el Cadillac ya estaba boca arriba, sin duda volcado en cuanto Franco intentó seguir a Jack.
Jack hizo una mueca al percibir la fuerza del impacto, que lanzó al aire neumáticos y otros desechos. Lo maravillaba el alcance de la furia de Franco, que a todas luces había disipado hasta el último vestigio de sensatez.
Cuando Jack se acercaba a las casetas de peaje, los dos empleados salieron corriendo de ellas, abandonando a los conductores que hacían cola para pagar. Uno de ellos llevaba un extintor. Jack volvió a mirar por el retrovisor y vio que las llamas lamían el costado del Cadillac volcado.
En vista de que poco podía hacer, Jack se puso en marcha. A medida que se alejaba de Franco y del episodio, iniciado al arremeter el matón contra su coche, se fue poniendo cada vez más nervioso, hasta que por fin se echó a temblar con fuerza. En algunos aspectos, aquella reacción lo sorprendió más que la experiencia en sí. No demasiados años atrás habría disfrutado de una situación semejante, pero ahora se sentía más responsable; Laurie contaba con que siguiera vivo y se presentara en la iglesia Riverside a la una y media del día siguiente.
Veinte minutos más tarde, cuando aparcaba en la funeraria Langley-Peerson, se había repuesto lo suficiente para comprender que tenía la obligación de comunicar a la policía lo que sabía acerca del accidente de Franco, aunque no quería perder tiempo yendo a la comisaría. Sin salir del coche sacó el teléfono y la tarjeta de Liam Flanagan, en la que figuraba el número de su móvil. Jack lo marcó, y cuando Liam contestó, oyó un murmullo de voces de fondo.
—¿Lo llamo en mal momento? —preguntó Jack.
—Qué va. Estoy haciendo cola en el Starbucks. ¿Qué hay?
Jack le refirió su último encontronazo con Franco desde el comienzo hasta el espectacular final.
—Una pregunta —dijo Liam tras escucharle—. ¿Abrió usted fuego contra él con mi pistola?
—Claro que no —exclamó Jack, sorprendido por la pregunta—. A decir verdad, no se me ha pasado por la cabeza en ningún momento.
Liam prometió a Jack que transmitiría la información a la policía del estado, que patrullaba la autopista, y que si ellos tenían alguna duda se pondrían directamente en contacto con Jack.
Contento de que el asunto se hubiera zanjado con tanta facilidad, Jack se inclinó hacia delante y examinó el agujero de bala en el revestimiento interior de plástico, sabedor de que a los de Hertz no les haría ni pizca de gracia. Era un orificio bastante limpio, similar a las heridas de entrada que había visto muchas veces en cráneos humanos. Jack se estremeció al pensar en lo cerca que había estado de recibir la bala en la cabeza, y ello lo indujo a preguntarse si el ataque con el Cadillac habría sido el plan B. El plan A podría haber consistido en esperar a Jack en las inmediaciones de la casa de los Bowman o, peor aún, en irrumpir en la casa durante la noche. Cabía la posibilidad de que la presencia policial lo hubiera disuadido, y Jack se estremeció de nuevo al recordar cuán seguro había estado la noche anterior de que no se presentaría ningún intruso. Ojos que no ven…
Tomó la decisión de no abundar en lo que podría haber sido, cogió el paraguas del asiento trasero y entró en la funeraria. Por lo visto, aquella mañana no había ningún funeral previsto, porque el establecimiento volvía a estar sumido en un silencio sepulcral quebrado tan solo por los cantos gregorianos apenas audibles. Jack tuvo que dirigirse solo al penumbroso despacho de Harold.
—Doctor Stapleton —lo saludó Harold al verlo en el umbral—. Me temo que tengo malas noticias.
—No me diga eso, por favor. Llevo una mañana bastante movidita.
—He recibido una llamada de Percy Gallaudet, el operario de la excavadora. El cementerio le ha encargado otro trabajo y luego tiene que irse a excavar el alcantarillado de alguien. Dice que no podrá ponerse con lo suyo hasta mañana.
Jack respiró hondo y desvió la vista un instante para calmarse. El tono almibarado de Harold hacía aún más insoportable aquel nuevo obstáculo.
—Muy bien —dijo despacio—. ¿Y si buscamos otra excavadora? Tiene que haber más de una en la zona.
—Hay muchas, pero solo ésta merece la aprobación de Walter Strasser, el superintendente del cementerio Park Meadow.
—¿Recibe sobornos? —afirmó más que preguntó Jack, pues el hecho de que solo hubiera una excavadora le resultaba sospechoso.
—Quién sabe, pero lo cierto es que solo podemos contar con Percy Gallaudet.
—¡Mierda! —exclamó Jack.
Era imposible practicar la autopsia a la mañana siguiente y llegar a la iglesia Riverside antes de la una y media.
—Y hay otro problema —añadió Harold—. El furgón de la compañía de transporte no estará disponible mañana, y he tenido que llamarles y decirles que hoy no vamos a necesitarlos.
—¡Genial! —espetó Jack con sarcasmo; respiró hondo una vez más—. Repasemos la situación para ver qué alternativas tenemos. ¿Hay alguna forma de hacerlo sin contar con la empresa de transporte?
—Por supuesto que no —se indignó Harold—. Significaría dejar el sarcófago bajo tierra.
—Me da igual. ¿Por qué hay que sacarlo?
—Porque se hace así. Es un ataúd de gama alta que encargó el difunto señor Stapleton. La cubierta tiene que retirarse con sumo cuidado.
—¿Y no puede retirarse la cubierta sin sacar el sarcófago entero?
—Supongo que sí, pero podría agrietarse.
—¿Y qué? —se impacientó Jack.
En su opinión, los procedimientos funerarios resultaban estrafalarios, y era un gran defensor de la incineración. No había más que fijarse en las momias de los faraones egipcios, exhibidas de aquel modo tan repulsivo, para comprender que conservar los restos mortales de la gente no era necesariamente buena idea.
—Una grieta podría estropear la hermeticidad —señaló Harold, de nuevo indignado.
—Ya veo que el sarcófago puede quedarse donde está —dijo Jack—. Yo asumo toda la responsabilidad. Si la cubierta se agrieta, podemos colocar una nueva. Estoy seguro de que a la empresa no le molestaría en absoluto.
—Supongo que no —reconoció Harold, más calmado.
—Iré a hablar personalmente con Percy y Walter para ver si puedo resolver este contratiempo.
—Como quiera, pero manténgame informado. Debo estar presente si se abre el sarcófago.
—Lo haré —prometió Jack—. ¿Puede indicarme cómo llegar al cementerio Park Meadow?
Jack salió de la funeraria en un estado de ánimo distinto; ahora estaba exasperado además de sobreestimulado. Las tres cosas que siempre lograban sacarlo de quicio eran la burocracia, la incompetencia y la estupidez, sobre todo cuando aparecían juntas, lo cual sucedía a menudo. Exhumar el cadáver de Patience Stanhope estaba resultando mucho más complicado de lo que había esperado al sugerir que la autopsia no plantearía problemas.
Al llegar junto al coche lo examinó con ojo crítico por primera vez desde el episodio en la autopista. Además de la ventanilla rota y el balazo sobre el parabrisas, todo el costado izquierdo aparecía arañado y abollado, y la parte posterior estaba hundida. El coche estaba tan dañado que temió no poder ni abrir el maletero. Por fortuna, sus temores resultaron infundados, porque sí lo consiguió. Quería cerciorarse de que podría acceder al material para autopsias que le había proporcionado Latasha. No quería pensar en la reacción de la empresa de alquiler cuando vieran los daños, aunque se alegró de haber optado por un seguro a todo riesgo.
Una vez en el Accent sacó el mapa y, junto con las indicaciones de Harold, no tardó en trazar la ruta a seguir. El cementerio no estaba lejos, y lo encontró sin demasiado esfuerzo y sin contratiempos. Se hallaba en la cima de una colina, no muy lejos de una impresionante institución religiosa que parecía una universidad compuesta por numerosos edificios independientes. El cementerio era un lugar agradable, aun bajo la lluvia, una suerte de parque salpicado de mojones. La entrada principal era una intrincada estructura de piedra con estatuas de profetas. La verja era una parrilla negra de hierro forjado y habría resultado formidable de no ser porque siempre estaba abierta. El cementerio estaba rodeado por una valla a juego con la verja principal.
Al otro lado de la entrada y protegido tras ella vio un edificio de estilo gótico que albergaba las oficinas y un garaje de varias puertas. El edificio se hallaba en un patio adoquinado del que partían varios senderos en dirección al cementerio propiamente dicho. Jack aparcó el coche y cruzó la puerta abierta de la oficina. Había dos personas sentadas a sendas mesas. Por lo demás, el mobiliario consistía en varios archivadores metálicos antiguos y una mesa de biblioteca con sillas de brazos. En la pared se veía un gran plano del cementerio, en el que figuraban todas las tumbas.
—¿En qué puedo servirle? —le preguntó una mujer poco atractiva.
No se mostró ni amable ni antipática mientras observaba a Jack, una actitud que éste empezaba a asociar con Nueva Inglaterra.
—Estoy buscando a Walter Strasser —explicó Jack.
La mujer señaló al hombre de la otra mesa sin mirarlo ni mirar tampoco a Jack, concentrada ya de nuevo en la pantalla de su ordenador.
Jack se acercó a la mesa contigua. A ella se sentaba un hombre entrado en años y lo bastante corpulento para evidenciar que se abandonaba a varios de los pecados capitales, sobre todo la gula y la pereza. Permanecía muy quieto, con las manos entrelazadas sobre el considerable abdomen y la cara roja como un tomate.
—¿Es usted el señor Strasser? —preguntó Jack al ver que el hombre no hacía amago de hablar ni moverse.
—Sí.
Jack se presentó y le mostró la identificación de la oficina del forense. Luego le explicó que necesitaba examinar el cadáver de la difunta Patience Stanhope en relación a un litigio civil y que ya estaba en posesión de los permisos correspondientes para proceder a la exhumación. Precisó que lo único que necesitaba era el cadáver.
—El señor Harold Langley me ha explicado el asunto con pelos y señales —dijo por fin Walter.
«Podrías habérmelo dicho de entrada», pensó Jack, pero no lo expresó en voz alta.
—¿También le ha comentado que tenemos un problema de tiempo? Teníamos intención de exhumar el cadáver hoy.
—El señor Gallaudet tiene un problema. Le dije que llamara al señor Langley esta mañana y le expusiera la situación.
—Ya lo sé. He decidido venir en persona para ver si con algún reconocimiento adicional a sus esfuerzos y los del señor Gallaudet podríamos conseguir que la exhumación se realizara hoy. Tengo que irme de la ciudad esta misma noche…
Jack dejó la frase sin terminar para que el hombre asimilara la insinuación del soborno, con la esperanza de que la codicia también se encontrara entre sus pecados capitales favoritos, como parecía ser el caso de la gula.
—¿Qué clase de reconocimiento? —preguntó Walter para alegría de Jack.
El hombre miró de soslayo a la mujer, lo cual indicaba que ella no estaba al corriente de sus tejemanejes.
—Había pensado en el doble de su tarifa habitual en efectivo.
—Por mí no hay problema —accedió Walter—, pero tendrá que hablar con Percy.
—¿Podríamos recurrir a otra excavadora?
Walter se lo pensó un instante y luego se negó.
—Lo siento, Percy lleva mucho tiempo trabajando para el Park Meadow. Conoce y respeta nuestras reglas y normas.
—Lo entiendo —se limitó a responder Jack.
Suponía que, con toda probabilidad, aquella larga colaboración guardaba más relación con los sobornos que con las reglas y normas de la casa. Pero no tenía intención de meterse en eso a menos que fracasara en su intento de persuadir a Percy.
—Tengo entendido que el señor Gallaudet está en el recinto en estos momentos.
—Está junto al arce grande con Enrique y César, preparando un entierro que tendrá lugar a mediodía.
—¿Quiénes son Enrique y César?
—Nuestros empleados de mantenimiento.
—¿Puedo llegar hasta allí en coche?
—Por supuesto.
Mientras subía por la colina, la lluvia amainó y al poco cesó. Jack sintió un gran alivio, porque conducía sin ventanilla derecha gracias a Franco. Apagó el limpiaparabrisas.
A medida que subía fue teniendo una panorámica cada vez más generosa de la zona. Al oeste, cerca del horizonte, divisó una banda de cielo despejado que prometía una mejora inminente del tiempo.
Jack encontró a Percy y a los demás cerca de la cima de la colina. Percy estaba sentado en la cabina acristalada de la excavadora, cavando una tumba, mientras los dos empleados de mantenimiento lo observaban apoyados sobre sendas palas de mango largo. Percy tenía la pala de la excavadora hundida en la zanja, y el motor diesel de la máquina pugnaba por sacarla. La tierra fresca aparecía apilada en un montón cónico sobre una gran lona impermeable. A un lado vio una camioneta blanca con el nombre del cementerio impreso en la puerta.
Jack aparcó el coche y se acercó a la excavadora. Intentó llamar la atención de Percy gritando su nombre, pero el rugido del motor ahogó su voz. Percy no advirtió su presencia hasta que Jack golpeó con los nudillos el vidrio de la cabina. El hombre quitó potencia a la máquina, y de inmediato el rugido se tornó un ronroneo más soportable. Percy abrió la puerta de la cabina.
—¿Qué hay? —gritó como si el motor aún armara un estruendo de mil demonios.
—Tengo que hablar con usted por un trabajo —explicó Jack al mismo volumen.
Percy saltó del vehículo. Era un hombre bajo y escuchimizado que se movía de forma espasmódica y exhibía una expresión perpetuamente inquisitiva, con las cejas enarcadas en todo momento y el ceño arrugado. Llevaba el cabello corto y de pincho, y sus brazos aparecían repletos de tatuajes.
—¿Qué clase de trabajo? —quiso saber.
Jack se presentó de forma más exhaustiva y le explicó lo mismo que a Walter Strasser con la esperanza de invocar alguna compasión en Percy y así conseguir que diera cabida a la exhumación. Por desgracia, la estrategia no funcionó.
—Lo siento, tío —dijo el operario—. Después de esto tengo que ir a ayudar a un colega que tiene los desagües atascados y gemelos recién nacidos.
—Ya me han dicho que está muy ocupado —señaló Jack—, pero tal como le he dicho al señor Strasser, estoy dispuesto a pagarle el doble de su tarifa habitual en efectivo si la exhumación se hace hoy.
—¿Y qué ha dicho el señor Strasser?
—Que por él no hay problema.
Las cejas de Percy se elevaron un poco más mientras pensaba en la oferta de Jack.
—¿O sea que está dispuesto a pagar el doble de la tarifa del cementerio y el doble de la mía?
—Solo si la exhumación se hace hoy.
—Pero a pesar de todo tengo que ayudar a mi colega —insistió Percy—. Tendré que ponerme con lo suyo después.
—¿A qué hora?
Percy frunció los labios y asintió mientras sopesaba la cuestión. Luego miró el reloj.
—Después de las dos, eso seguro.
—Pero ¿lo hará? —preguntó Jack, deseoso de asegurar el tiro.
—Lo haré —prometió Percy—, pero no sé con qué me encontraré en casa de mi colega. Si la cosa va deprisa, puedo estar de vuelta hacia las dos. Si hay problemas, ni idea.
—Pero podrá hacerlo aunque sea a última hora de la tarde.
—Desde luego, por el doble de mi tarifa habitual.
Jack le tendió la mano, y Percy se la estrechó. Mientras regresaba al coche destrozado, Percy se encaramó de nuevo a la cabina de la excavadora. Antes de arrancar, Jack llamó a Harold Langley.
—Esto es lo que hay —empezó en un tono que no dejaba lugar a la discusión—. La exhumación se hará en algún momento de hoy, a partir de las dos.
—¿No puede darme una hora más precisa?
—Será en cuanto el señor Gallaudet termine con lo que tiene previsto; es lo único que puedo decirle de momento.
—Solo necesito que me avise con media hora de antelación —señaló Harold—. Nos encontraremos junto a la tumba.
—De acuerdo —repuso Jack, procurando no dejar traslucir sarcasmo alguno en su voz.
Teniendo en cuenta lo que pagaría a la funeraria Langley-Peerson, consideraba que correspondía a Harold correr de un lado al otro para persuadir a Walter Strasser y Percy Gallaudet.
Envuelto por el estruendo de la excavadora de Percy, Jack intentó pensar en lo que le quedaba por hacer. Eran casi las diez y media. Tal como iban las cosas, intuía que tendría suerte si conseguía trasladar el cadáver de Patience Stanhope a la funeraria a media tarde o a última hora de la tarde, lo cual significaba que tal vez la doctora Latasha Wylie pudiera ayudarle. No sabía a ciencia cierta si su ofrecimiento había sido sincero, pero decidió concederle el beneficio de la duda. Con su ayuda, la autopsia sería más rápida, y además de ese modo tendría a alguien con quien intercambiar ideas y opiniones. También quería la sierra craneal que le había ofrecido. Si bien no creía que el cerebro revistiera demasiada importancia en aquel caso, detestaba hacer las cosas a medias. Y más importante aún, cabía la posibilidad de que necesitara utilizar un microscopio, normal o de disección, y la presencia de Latasha haría posibles ambas cosas. Lo principal era la oferta de su jefe de ayudar en el tema de la toxicología, que Latasha también le facilitaría. Ahora que se le había ocurrido la idea de la sobredosis o de la administración de un fármaco equivocado en el hospital, quería las pruebas toxicológicas a toda costa, y las necesitaría de inmediato para poder incluir los resultados en el informe.
Aquellos pensamientos lo obligaron a enfrentarse a una posibilidad muy real que hasta entonces había rehuido inconscientemente, a saber que podía llegar a perder el último vuelo de Boston a Nueva York, lo que significaba que se vería obligado a volver al día siguiente. Sabía que los primeros vuelos salían al amanecer, por lo que no le preocupaba la posibilidad de no llegar a la iglesia a la una y media, aun cuando pasara por el piso a buscar el esmoquin, pero sí le preocupaba la perspectiva de contárselo a Laurie.
Reconoció que no estaba preparado para aquella conversación y se dijo que, de todos modos, aún no sabía si perdería o no el último vuelo del día, por lo que optó por no intentar localizarla hasta más tarde. Asimismo, se dijo que sería mucho mejor hablar con ella cuando tuviera información definitiva.
Se inclinó hacia un lado para poder sacarse la cartera del bolsillo trasero, sacó la tarjeta de Latasha Wylie y marcó el número de su móvil. Teniendo en cuenta la hora, no le extrañó que le saltara el buzón de voz; a buen seguro estaba en la sala de autopsias. Le dejó un mensaje sencillo, diciéndole que la exhumación se retrasaría, por lo que la autopsia quedaba aplazada hasta última hora de la tarde, y que le encantaría contar con su ayuda si le apetecía asistir. Por último le dejó su número de móvil.
Una vez hechas todas las llamadas telefónicas, Jack desvió la atención hacia un problema práctico. Gracias al soborno de aficionado que había ofrecido a Walter y Percy, sin duda excesivo a la vista de la rapidez con que habían aceptado, se veía obligado a reunir el dinero prometido. Los veinte o treinta dólares que solía llevar en la cartera no le permitirían hacer gran cosa. Pero gracias a la tarjeta de crédito, obtener efectivo no representaría ningún problema; tan solo necesitaba un cajero, y sin duda había muchos en la ciudad.
En cuanto resolvió todos los asuntos que se le ocurrían, se resignó a volver al juzgado. No le apetecía demasiado; ya había visto humillar suficiente a su hermana, y la punzada inicial de schadenfreude que había experimentado pero no reconocido al ver a Craig enfrentado a un litigio se había desvanecido por completo. Jack sentía una profunda compasión por ambos y consideraba repulsivo verlos atacados y su relación denigrada a manos de tipos como Tony Fasano, que tan solo velaban por sus corruptos intereses.
Por otro lado, Jack les había prometido que aparecería, y ambos, cada uno a su manera, habían expresado su gratitud por tenerlo allí. Con aquella idea en mente, Jack puso en marcha el coche de alquiler, logró dar la vuelta en tres maniobras y salió del cementerio. Justo al otro lado de la ornamentada entrada de piedra se detuvo para consultar el mapa. Hizo bien, porque de inmediato descubrió que había un camino mucho más rápido para entrar en Boston, sin tener que volver a pasar por la funeraria.
Una vez en marcha, Jack se sorprendió sonriendo. No se echó a reír del todo, pero descubrió que todo el asunto le hacía gracia. Llevaba dos días y medio en Boston, devanándose los sesos a causa de un absurdo litigio por negligencia, lo habían abofeteado y golpeado, le habían disparado y un malhechor en un Cadillac negro lo había acosado. Sin embargo, pese a todo ello, no había conseguido nada. La situación encerraba cierta ironía cómica que casaba a la perfección con su sentido del humor ya de por sí retorcido.
De repente lo asaltó otro pensamiento. Cada vez estaba más preocupado por la reacción de Laurie ante su prolongada estancia en Boston, hasta el punto que cada vez era más reacio a hablar con ella. Pero lo cierto era que no le preocupaba el retraso en sí. Si la autopsia lo obligaba a volver a Nueva York al día siguiente por la mañana, tenía que afrontar la posibilidad de no llegar a tiempo para la boda. Existían pocas probabilidades de que eso ocurriera, porque había un vuelo cada media hora a partir de las seis y media, pero la posibilidad estaba allí, y en honor a la verdad, no le importaba. Y el hecho de que no le importara lo obligaba a preguntarse acerca de sus motivos inconscientes. Amaba a Laurie, de eso estaba seguro, y creía que quería volver a casarse, así que ¿por qué no estaba más preocupado?
La única respuesta que se le ocurría era que la vida era más complicada de lo que indicaba su habitual actitud despreocupada. Por lo visto funcionaba a varios niveles, algunos de los cuales estaban más protegidos, si no reprimidos.
Sin coches acosándolo, ni lluvia que entorpeciera la visibilidad ni tráfico de hora punta, Jack llegó al centro de Boston en poco rato. Se adentró en la ciudad desde una dirección distinta de la habitual, pero aún así dio con los Jardines Públicos y el Parque de Boston en el punto donde Charles Street los seccionaba. Y una vez allí no le resultó difícil localizar el aparcamiento subterráneo de siempre.
Después de estacionar el coche, Jack se acercó al empleado y le preguntó dónde había un cajero automático. El hombre le indicó que fuera a la sección comercial de Charles Street, y Jack encontró el cajero frente a la tienda donde había comprado el aerosol antivioladores que no había llegado a usar. Ya en posesión de todo el efectivo que la máquina le permitió retirar, Jack recorrió la ruta del día anterior, pero a la inversa. Subió por Beacon Hill, disfrutando del ambiente de barrio que exhalaban las hermosas casas adosadas, muchas de ellas con cuidadas jardineras rebosantes de flores. La reciente lluvia había limpiado las calles y las aceras de ladrillo. El cielo encapotado lo hizo reparar en algo que no había visto al sol del día anterior. Todas las farolas del siglo XIX estaban encendidas, por lo visto de forma permanente.
Jack vaciló al llegar a la entrada de la sala de vistas. A primera vista, todo seguía igual que la tarde anterior, pero ahora era Craig quien se sentaba en el estrado en lugar de Leona. Vio a los mismos personajes en las mismas actitudes. Los miembros del jurado se mostraban impasibles, como figuras de cartón, a excepción del fontanero, que había convertido la inspección de sus uñas en un hábito constante. El juez estaba hojeando unos papeles, al igual que el día antes, y los espectadores prestaban mucha atención.
Al recorrer la sala con la mirada, Jack localizó a Alexis en su lugar habitual, con un asiento vacío junto a ella, por lo visto reservado para él. En el otro extremo de la galería del público, en el lugar que por lo general ocupaba Franco, se sentaba Antonio. Era una versión más menuda de Franco y considerablemente mejor parecido. Ahora vestía el atuendo propio del equipo de Fasano, a saber, traje gris, camisa negra y corbata también negra. Si bien Jack había supuesto que Franco estaría fuera de circulación unos cuantos días, se preguntó si tendría problemas con Antonio, y también si Franco, Antonio o los dos tendrían algo que ver con el asalto a las hijas de Craig.
Jack pidió perdón a los ocupantes de su fila y se acercó al extremo que ocupaba Alexis, el asiento más próximo al jurado. Su hermana lo vio llegar y le dedicó una sonrisa nerviosa. A Jack no le pareció un gesto demasiado prometedor. Alexis apartó sus cosas para dejarle sitio, y ambos se estrecharon la mano un instante antes de que Jack se sentara.
—¿Qué tal va? —susurró Jack, inclinándose hacia ella.
—Mejor ahora que Randolph ha tomado las riendas.
—¿Qué ha pasado con Tony Fasano?
Alexis le lanzó una mirada fugaz que traicionaba su angustia. Los músculos de su rostro aparecían tensos, y tenía los ojos más abiertos de lo normal, así como las manos apretadas sobre el regazo.
—¿Mal? —preguntó Jack.
—Horrible —reconoció Alexis—. Lo único bueno que puede decirse es que el testimonio de Craig ha sido congruente con su declaración. No se ha contradicho en ningún momento.
—No me digas que ha perdido los estribos, con todo lo que ensayó.
—Se ha puesto furioso después de solo una hora, y a partir de entonces todo ha ido de mal en peor. Tony conoce sus puntos débiles y los ha aprovechado todos. Lo peor ha sido cuando Craig le ha dicho a Tony que no tiene derecho a criticar ni cuestionar a unos médicos que sacrifican su vida por atender a sus pacientes. Luego lo ha llamado abogaducho de tres al cuarto.
—Vaya, eso no es bueno, aunque sea cierto.
—Y aún hay más —añadió Alexis, alzando la voz.
—Perdonen —terció una voz desde la fila de atrás.
Alguien dio una palmadita en el hombro a Jack.
—No oímos el testimonio —se quejó el espectador.
—Lo siento —se disculpó Jack—. ¿Quieres salir un momento? —propuso a su hermana.
Alexis asintió; a todas luces necesitaba un descanso.
Se levantaron. Alexis dejó sus cosas en el banco, y juntos se abrieron paso hasta el pasillo central. Jack abrió la pesada puerta de la sala con el mayor sigilo posible. Una vez en el vestíbulo de los ascensores, se sentaron en un banco tapizado de cuero, inclinados hacia delante y con los codos apoyados sobre las rodillas.
—Por mucho que me esfuerzo no entiendo qué hacen todos esos mirones en este maldito juicio —masculló Alexis.
—¿Has oído alguna vez el término schadenfreude? —preguntó Jack, sorprendido ante la idea de que apenas media hora antes había pensado en el mismo término al analizar su reacción inicial ante los problemas de Craig.
—Refréscame la memoria —pidió Alexis.
—Es una palabra alemana. Se refiere a cuando la gente se alegra de los problemas y las dificultades ajenas.
—No recordaba la palabra alemana —dijo Alexis—, pero conozco bien el concepto. Con lo habitual que es, debería existir una palabra para denominarlo en todos los idiomas. Bueno, lo cierto es que sí sé por qué toda esa gente está ahí dentro tragándose las penurias de Craig. Consideran a los médicos personas poderosas, de éxito… No me hagas caso.
—¿Te encuentras bien?
—Aparte del dolor de cabeza, sí.
—¿Y las niñas?
—Por lo visto están bien. Creen que están de vacaciones porque no van a la escuela y están en casa de la abuela. No me han llamado al móvil. Las tres se saben el número de memoria, y si hubiera algún problema ya lo sabría.
—Pues yo he tenido una mañana muy movidita.
—¿Ah, sí? ¿Qué hay de la autopsia? Necesitamos un milagro.
Jack le contó sus peripecias en la autopista de Massachusetts, que Alexis escuchó con la boca cada vez más abierta. Estaba estupefacta y alarmada.
—Soy yo quien debería preguntarte a ti si estás bien —exclamó después de que Jack descubriera el espectacular choque de Franco contra los bidones.
—Estoy bien, pero el coche de alquiler está hecho polvo. Me consta que Franco tampoco está como una rosa; lo más probable es que esté ingresado en algún hospital, y no me extrañaría que lo hubieran detenido. He dado parte del incidente al detective de la policía de Boston que fue a vuestra casa anoche. No creo que las autoridades se tomen demasiado bien que alguien se dedique a disparar armas de fuego en plena autopista de Massachusetts.
—Dios mío —suspiró Alexis—. Siento que te haya pasado todo esto. No puedo evitar sentirme responsable.
—No tienes por qué. Me temo que tengo cierta tendencia a meterme en líos. La culpa es mía. Pero lo que sí te digo es que todo esto ha consolidado mi decisión de hacer la maldita autopsia.
—¿Cómo está el asunto?
Jack describió sus tejemanejes con Harold Langley, Walter Strasser y Percy Gallaudet.
—Madre mía —exclamó Alexis—, después de tanto esfuerzo, espero que merezca la pena.
—Ya somos dos.
—¿Cómo ves lo de aplazar la vuelta a Nueva York hasta mañana por la mañana?
—Lo que tenga que ser será —declaró Jack con un encogimiento de hombros, reacio a abundar en aquel peliagudo asunto personal.
—¿Y qué dice al respecto tu prometida, Laurie?
—Aún no se lo he dicho —reconoció Jack.
—¡Por el amor de Dios! —gimió Alexis—. No es la mejor forma de empezar una relación con mi futura cuñada.
—Hablemos de lo que está pasando en el juicio —propuso Jack para cambiar de tema—. Me estabas contando que el testimonio de Craig fue de mal en peor.
—Después de machacar a Tony por ser un abogaducho despreciable, se puso a explicar al jurado que ellos no eran sus iguales, que eran incapaces de juzgar sus actos, porque nunca habían tenido que intentar salvar a alguien como él había intentado salvar a Patience Stanhope.
Jack se palmeó la frente con aire estupefacto.
—¿Y Randolph qué hacía mientras tanto?
—Lo que podía. Protestaba constantemente, pero no ha servido de nada. Ha intentado que el juez interrumpiera la sesión, pero el juez ha preguntado a Craig si necesitaba descansar, y Craig ha dicho que no, así que la cosa ha seguido adelante.
Jack sacudió la cabeza.
—Craig es el peor enemigo para sí mismo, aunque…
—¿Aunque qué? —preguntó Alexis.
—Tiene razón hasta cierto punto. En algunos aspectos, habla en nombre de todos los médicos. Apuesto a que cualquier médico que haya sufrido la pesadilla de un litigio por negligencia piensa lo mismo, solo que tendría la sensatez de no decirlo.
—Bueno, lo que está claro es que Craig no debería haberlo dicho. Si yo fuera uno de los miembros del jurado, un ciudadano cumpliendo mi deber cívico, y me machacaran de esta manera, me enfurecería y seguramente me decantaría por la interpretación de Tony.
—¿Qué ha sido lo peor?
—Ha habido muchas partes que podrían merecer el calificativo de «la peor». Tony ha conseguido que Craig reconociera que le preocupaba la posibilidad de que la visita domiciliaria fuera una auténtica urgencia, tal como testificó Leona, y también que el infarto figuraba en su lista de posibles diagnósticos. También ha conseguido que admitiera que el trayecto de la residencia de los Stanhope al auditorio sería más corto que desde el hospital Memorial Newton, y que estaba ansioso por llegar a la Sinfónica antes de que empezara el concierto para poder lucir a su novia trofeo. Y tal vez lo más incriminatorio es que ha logrado que Craig confesara haber dicho todas esas cosas desagradables sobre Patience Stanhope a Leona, entre ellas, que la muerte de Patience era una bendición para todo el mundo.
—Uf —suspiró Jack, meneando de nuevo la cabeza—. ¡Qué horror!
—Sí, un horror. Craig se ha mostrado como un médico arrogante y pasota, más interesado en llegar temprano al concierto con su juguetito sexual que en atender lo mejor posible a su paciente. Exactamente lo que Randolph le había advertido que no hiciera.
Jack se irguió en el banco.
—¿Y cómo está enfocando Randolph el interrogatorio?
—La mejor descripción sería que está intentando minimizar los daños, rehabilitar la imagen de Craig en todos los frentes, desde la designación de «paciente problemático» hasta la secuencia de acontecimientos la noche en que murió Patience Stanhope. Cuando has entrado, Craig estaba hablando de la diferencia entre el estado de Patience cuando llegó a su casa y las explicaciones que Jordan Stanhope le había dado por teléfono. Randolph ya había procurado que Craig dijera al jurado que él no dijo por teléfono a Jordan que Patience estuviera sufriendo un infarto, sino que era algo que había que descartar. Por supuesto, eso contradice lo que Jordan dijo en el estrado.
—¿Tienes idea de cómo está reaccionando el jurado al testimonio de Craig en el interrogatorio cruzado en comparación con las preguntas de Tony?
—Parecen más impasibles que antes, pero eso puede ser reflejo de mi pesimismo. No tengo muchas esperanzas después de haber oído el testimonio de Craig. Randolph se enfrenta a una batalla muy complicada. Esta mañana me ha dicho que iba a pedir a Craig que contara la historia de su vida para contrarrestar el ataque frontal de Tony.
—Por qué no…
No le entusiasmaba la idea, pero sentía una profunda compasión por Alexis y quería demostrarle su apoyo. Mientras volvían a sus asientos en la sala, se preguntó cómo afectaría un desenlace desfavorable a la relación de su hermana con Craig. Jack nunca había visto con buenos ojos su matrimonio, ni aun al conocer a Craig unos dieciséis años antes. Craig y Alexis se habían conocido durante su formación en el hospital Memorial de Boston, y cuando estaban prometidos habían estado varias veces en casa de Jack. Craig siempre le había parecido insoportablemente egocéntrico y obsesionado por la medicina. Pero ahora que los veía juntos en su ambiente y a pesar de las difíciles circunstancias, comprendió que se complementaban. El talante algo histriónico y dependiente de Alexis, mucho más patente durante su infancia, casaba bien con el narcisismo de Craig. Desde el punto de vista de Jack, se complementaban en muchos sentidos.
Jack se reclinó en el asiento y se puso lo más cómodo posible. Randolph estaba muy erguido en el atril, emanando su habitual aura aristocrática. Craig se hallaba en el estrado, algo inclinado hacia delante, los hombros redondeados. Randolph hablaba con voz clara, modulada y un poco sibilante. Craig parecía muy apagado, como si se hubiera enzarzado en una disputa y ahora estuviera agotado.
Jack percibió que la mano de Alexis se deslizaba entre su codo y su costado antes de avanzar para cogerle la suya. Se la oprimió, y cambiaron una sonrisa fugaz.
—Doctor Bowman —decía Randolph en aquel momento—. Usted quiso ser médico desde que a los cuatro años le regalaron un kit de médico y empezó a atender a sus padres y a su hermano mayor. Pero tengo entendido que durante su niñez ocurrió algo que reafirmó su deseo de dedicarse a esta profesión tan altruista. ¿Podría hablarnos de aquel episodio?
Craig carraspeó antes de responder.
—Tenía quince años e iba a décimo. Era ayudante del equipo de fútbol. Había intentado jugar en el equipo, pero no lo conseguí, lo cual representó una gran decepción para mi padre, ya que mi hermano mayor había sido un jugador estrella. Así pues, era el ayudante, lo cual no significaba otra cosa que el chico del agua. Durante los tiempos muertos, salía al campo con un cubo, un cucharón y vasos de plástico. Un día, durante un partido en casa, uno de nuestros jugadores se lesionó, y hubo tiempo muerto. Salí al campo con el cubo, pero al acercarme vi que el jugador lesionado era amigo mío. En lugar de llevar el cubo a los demás jugadores, corrí hacia él. Fui el primero en llegar a su lado, y lo que vi me trastornó. Se había fracturado la pierna de modo que su pie apuntaba en una dirección anómala, y se retorcía de dolor. Me conmovió tanto su necesidad de recibir ayuda y mi incapacidad de prestársela que en aquel momento decidí que no solo quería ser médico, sino que debía ser médico.
—Es una historia conmovedora —constató Randolph—, sobre todo por su compasión inmediata y por el hecho de que aquel suceso lo impulsó a tomar lo que resultaría ser un camino arduo. Porque convertirse en médico no fue fácil para usted, doctor Bowman, y el impulso altruista que nos ha descrito debía de ser muy poderoso para permitirle superar todos los obstáculos a los que se enfrentó. ¿Podría resumir al jurado su apasionante historia?
Craig se irguió en el estrado.
—Protesto —exclamó Tony al tiempo que se levantaba—. No ha lugar.
El juez Davidson se quitó las gafas.
—Acérquense, letrados.
Randolph y Tony se reunieron en el costado derecho del estrado.
—¡Escuche! —espetó el juez Davidson, apuntando a Tony con las gafas—. Usted ha convertido la personalidad del acusado en la piedra angular de la acusación. Se lo he permitido pese a las objeciones del señor Bingham, siempre y cuando demostrara su pertinencia, lo cual ha hecho en mi opinión. No voy a aplicar un doble rasero, y el jurado tiene derecho a conocer las motivaciones y la formación del doctor Bowman. ¿Ha quedado claro?
—Sí, Señoría —asintió Tony.
—Y no quiero que se pase todo el interrogatorio protestando.
—Entendido, Señoría —aseguró Tony.
Tony y Randolph volvieron a sus respectivos puestos, Tony a la mesa del demandante, y Randolph al atril.
—Protesta denegada —exclamó el juez Davidson para que la taquígrafa lo hiciera constar—. El testigo puede responder a la pregunta.
—¿Recuerda la pregunta? —inquirió Randolph.
—Eso espero —repuso Craig—. ¿Por dónde empiezo?
—Por el principio —replicó Randolph—. Tengo entendido que no contó usted con el apoyo paterno.
—No contaba con el apoyo de mi padre, y él gobernaba nuestra casa con mano de hierro. Estaba resentido con nosotros, sobre todo conmigo, porque no era una estrella del fútbol ni del hockey como mi hermano mayor, Leonard júnior. Mi padre me consideraba una «nenaza» y me lo hacía saber a menudo. Cuando a mi madre, que vivía intimidada, se le escapó que quería ser médico, mi padre dijo que sería por encima de su cadáver.
—¿Fue ésa la expresión que empleó?
—Desde luego. Mi padre era fontanero y despreciaba a todos los profesionales, a los que calificaba de atajo de ladrones. No quería que su hijo formara parte de aquel mundo, sobre todo porque él no terminó el instituto. De hecho, que yo sepa, ningún miembro de mi familia fue a la universidad, tampoco mi hermano, que acabó haciéndose cargo de la empresa de fontanería de mi padre.
—De modo que su padre no aprobaba sus intereses académicos.
Craig lanzó una risita amarga.
—De pequeño leía en silencio; no me quedaba más remedio. A veces mi padre me pegaba cuando me sorprendía leyendo en lugar de haciendo cosas en casa. Cuando me daban las notas en el colegio, tenía que esconderlas y hacer que las firmara mi madre porque siempre sacaba excelentes. A casi todos mis amigos les pasaba lo contrario.
—¿La situación mejoró cuando se fue a la universidad?
—En algunos aspectos sí, en otros no. Mi padre estaba furioso conmigo y, en lugar de «nenaza», pasó a tacharme de «capullo engreído». Le daba vergüenza hablar de mí con sus amigos. El problema más grave era que se negó a cumplimentar los impresos de solicitud de beca y que, por supuesto, no me daba ni un centavo.
—¿Cómo se costeó la universidad?
—Con una combinación de préstamos, premios académicos y cualquier empleo que me permitiera mantenerme en una media de excelente. Los dos primeros cursos trabajé sobre todo en restaurantes, lavando platos y sirviendo mesas. Los dos últimos años conseguí trabajar en varios laboratorios. Durante los veranos trabajaba en el hospital, haciendo de todo. Mi hermano también me ayudaba un poco, aunque no podía hacer gran cosa, porque ya había formado una familia.
—Su objetivo de convertirse en médico y su deseo de ayudar a los demás ¿le ayudaron a sobrellevar aquella época tan difícil?
—Por supuesto, sobre todo los trabajos de verano en el hospital. Adoraba a los médicos y a los enfermeros, y sobre todo a los residentes. No veía el momento de convertirme en uno de ellos.
—¿Qué pasó cuando ingresó en la facultad de medicina? ¿Sus problemas económicos empeoraron o mejoraron?
—Empeoraron. Tenía más gastos, y el plan de estudios requería muchas más horas, jornada completa todos los días, a diferencia de los estudios de grado.
—¿Cómo se las apañaba?
—Pedí prestado todo el dinero que pude, y el resto lo tenía que ganar en numerosos empleos que encontraba en el hospital. Por suerte, el trabajo no escaseaba.
—¿De dónde sacaba el tiempo? Los estudios de medicina se consideran una ocupación a tiempo completo y más.
—No dormía. Bueno…, algo sí dormía, porque si no, no habría aguantado, pero aprendí a dormir a ratos, incluso durante el día. Fue difícil, pero al menos en la facultad ya veía la luz al final del túnel, y eso lo hacía más llevadero.
—¿Qué clase de trabajos encontraba?
—Los típicos de un hospital, como sacar sangre, analizar grupos sanguíneos, realizar pruebas cruzadas, limpiar las jaulas de los animales… Cualquier cosa que pudiera hacerse de noche. Incluso trabajé en la cocina del hospital. En segundo encontré un trabajo estupendo para un investigador que estudiaba canales iónicos de sodio en neuronas y miocitos. Todavía estoy trabajando en ello.
—Con una agenda tan apretada, ¿qué notas sacaba?
—Excelentes. Estaba entre el diez por ciento más alto de la clase y era miembro de la sociedad académica honoraria Alfa Omega Alfa.
—En su opinión, ¿cuál era el mayor sacrificio? ¿La falta crónica de sueño?
—No, la falta de tiempo para contactos sociales. Mis compañeros tenían tiempo para charlar y comentar las experiencias que vivíamos. Los estudios de medicina son muy intensos. En tercero me enfrenté al dilema de especializarme en medicina clínica o bien en investigación. Me habría encantado discutir los pros y los contras para poder contar con otras opiniones, pero me vi obligado a tomar la decisión solo.
—¿Y en qué basó su decisión?
—Me di cuenta de que me gustaba ayudar a la gente. Se obtiene una gratificación inmediata que me encantaba.
—Así que lo más agradable y gratificante para usted era el contacto con la gente…
—Sí, y el desafío que representaban los diagnósticos diferenciales, así como los paradigmas que permitían acotar el campo de posibilidades.
—Pero lo que más le gustaba era el contacto con la gente, el hecho de ayudar a los pacientes.
—Protesto —terció Tony, que llevaba un rato removiéndose en su asiento—. Repetitivo.
—Se acepta —suspiró el juez Davidson con voz cansina—. No es necesario insistir más en este punto, señor Bingham. Creo que el jurado ya lo ha entendido.
—Háblenos de su período de residencia —pidió Randolph.
—Fue maravilloso —repuso Craig, ahora mucho más erguido—. Gracias a mi media académica, me aceptaron en el prestigioso Memorial Hospital de Boston. Era un entorno de aprendizaje magnífico, y de repente tenía un sueldo… modesto, pero un sueldo. Lo más importante era que ya no pagaba matrícula, de modo que pude empezar a saldar la astronómica deuda que había acumulado durante los estudios.
—¿Siguió disfrutando del vínculo necesariamente estrecho que se formaba entre usted y sus pacientes?
—Por supuesto; era de lejos lo más gratificante.
—Y ahora háblenos de su consulta. Tengo entendido que se llevó una decepción.
—Al principio no. En los primeros tiempos, mi consulta era todo lo que había soñado. Estaba muy ocupado y estimulado. Me gustaba ir a trabajar cada día. Mis pacientes constituían un desafío intelectual y agradecían mis cuidados. Pero al cabo de un tiempo, las aseguradoras empezaron a negar reembolsos y en ocasiones a cuestionar de forma innecesaria ciertos honorarios, lo cual me complicaba cada vez más la tarea de atender lo mejor posible a mis pacientes. Los ingresos empezaron a descender al tiempo que los costes seguían subiendo. A fin de no verme obligado a cerrar la consulta, tenía que incrementar la productividad, lo cual no significa otra cosa que visitar a más pacientes por hora. Podía hacerlo, pero con el tiempo empezó a preocuparme la cuestión de la calidad.
—Tengo entendido que fue entonces cuando cambió de consulta.
—Sí, fue un cambio drástico. Un prestigioso médico ya entrado en años que dirigía una consulta a la carta y tenía problemas de salud se puso en contacto conmigo para proponerme que me asociara con él.
—Perdone que le interrumpa —atajó Randolph—. ¿Podría refrescar la memoria al jurado respecto al significado del término «medicina a la carta»?
—Es una modalidad en la que el médico accede a limitar el número de pacientes a fin de ofrecer a cada uno de ellos acceso extraordinario a cambio de una cuota anual.
—¿Ese acceso extraordinario incluye visitas domiciliarias?
—Depende del médico y del paciente.
—Lo que quiere decir es que, en la medicina a la carta, el médico puede diseñar a medida la atención al paciente, ¿no es así?
—Exacto. Dos de los principios fundamentales de la atención sanitaria son el bienestar del paciente y su autonomía. Visitar a demasiados pacientes por hora puede poner en peligro dichos principios, porque todo se hace con prisas. Cuando el médico va mal de tiempo, se ve obligado a meter prisas a los pacientes durante la entrevista, y entonces el paciente omite cosas, lo cual es trágico, porque a menudo son las entrevistas las que encierran los datos más importantes de un caso. En las consultas a la carta como la mía, el médico puede variar el tiempo que pasa con cada paciente y el lugar donde lo atiende en función de sus necesidades y deseos.
—Doctor Bowman, ¿el ejercicio de la medicina es un arte o una ciencia?
—Un arte, sin lugar a dudas, pero basado en unos cimientos científicos muy sólidos.
—¿La medicina puede ejercerse de forma adecuada con la sola ayuda de los libros?
—No. Cada persona es un mundo, y la medicina tiene que adaptarse a cada paciente. Asimismo, los libros ya están obsoletos al llegar al mercado. Los conocimientos médicos avanzan a una velocidad vertiginosa.
—¿El criterio del médico desempeña un papel importante en el ejercicio de la medicina?
—Por supuesto. El criterio es fundamental en toda decisión médica.
—Según su criterio, ¿lo mejor que podía hacer por Patience Stanhope el día 8 de septiembre de 2005 era visitarla en su domicilio?
—Sí.
—¿Puede explicar al jurado por qué su criterio lo indujo a considerar que aquél era el mejor proceder?
—La señora Stanhope detestaba los hospitales. Ni siquiera me hacía gracia enviarla al hospital para someterse a pruebas rutinarias. Cada visita al hospital exacerbaba sus síntomas y su ansiedad general. Prefería que fuera a verla a su casa, lo cual llevaba haciendo una vez por semana desde hacía ocho meses. Todas aquellas visitas resultaron ser falsas alarmas, incluso aquellas ocasiones en que, según Jordan Stanhope, Patience creía estar a punto de morir. La noche del 8 de septiembre, el señor Stanhope no me dijo que estuviera agonizando. Estaba convencido de que la llamada resultaría ser una falsa alarma como todas las demás, pero como médico no podía descartar la posibilidad de que estuviera realmente enferma. Lo mejor era ir a verla a su casa.
—La señora Rattner testificó que durante el trayecto usted dijo que la señora Stanhope podía estar enferma de verdad. ¿Es cierto eso?
—Sí, pero no dije que considerara que las probabilidades eran ínfimas. Dije que estaba preocupado porque me pareció que el señor Stanhope estaba más inquieto de lo habitual.
—¿Le dijo usted al señor Stanhope por teléfono que creía que la señora Stanhope había sufrido un ataque al corazón?
—No. Le dije que había que descartar esa posibilidad siempre que se presentaba dolor en el pecho, pero que la señora Stanhope ya había sufrido dolores en el pecho sin importancia en otras ocasiones.
—¿La señora Stanhope tenía problemas de corazón?
—Algunos meses antes de su muerte le hice una prueba de esfuerzo cuyos resultados fueron ambiguos. No lo bastante ambiguos para afirmar que padecía una dolencia cardíaca, pero sí para recomendarle que acudiera al hospital para que un cardiólogo la sometiera a más pruebas.
—¿Fue eso lo que recomendó a la paciente?
—Sí, encarecidamente, pero se negó, sobre todo porque implicaba ir al hospital.
—Una última pregunta, doctor —anunció Randolph—. En referencia a la designación PP o «paciente problemático», ¿significa que el paciente en cuestión recibe más o menos atención que los demás?
—Mucha más, por supuesto. El problema con los pacientes designados con esas siglas era que no podía aliviar sus síntomas, ya fueran reales o imaginarios. Como médico me parecía un problema constante, de ahí el término empleado.
—Gracias, doctor —dijo Randolph mientras recogía sus notas—. No hay más preguntas.
—Señor Fasano —exclamó el juez Davidson—. ¿Quiere usted volver a interrogar al testigo?
—Desde luego, Señoría —espetó Tony.
Se puso en pie de un salto y corrió hacia el atril como un sabueso en pos de una liebre.
—Doctor Bowman, en relación con la designación PP, ¿no le dijo usted a su novia mientras se dirigían a casa de los Stanhope en su flamante Porsche rojo la noche del 8 de septiembre de 2005 que no soportaba a esos pacientes y que consideraba a los hipocondríacos tan aborrecibles como los enfermos imaginarios?
Se produjo un silencio mientras Craig clavaba una mirada fulminante en Tony.
—¿Doctor? —insistió Tony—. ¿Se le ha comido la lengua el gato, como decíamos de pequeños?
—No lo recuerdo —masculló por fin Craig.
—¿No lo recuerda? —repitió Tony con incredulidad exagerada—. Por favor, doctor, qué excusa tan oportuna, sobre todo proviniendo de alguien que siempre ha destacado por recordar los detalles más insignificantes. La señora Rattner sí lo recuerda. Tal vez recuerde decirle a la señora Rattner la tarde en que le entregaron la citación que odiaba a Patience Stanhope y que su muerte era una bendición para todo el mundo. ¿Lo recuerda, doctor?
Tony se inclinó sobre el atril todo lo que le permitía su corta estatura y enarcó las cejas con expresión inquisitiva.
—Dije algo parecido —admitió Craig a regañadientes—. Estaba enfadado.
—Claro que estaba enfadado —exclamó Tony—. Estaba furioso por el hecho de que alguien, como mi desolado cliente, tuviera la cara dura de poner en tela de juicio su criterio médico.
—¡Protesto! —terció Randolph—. Argumentativo.
—Se acepta —convino el juez Davidson al tiempo que fulminaba a Tony con la mirada.
—Todos estamos impresionados con su conmovedora biografía —prosiguió Tony en tono desdeñoso—, pero no sé qué valor tiene en la actualidad, sobre todo teniendo en cuenta el nivel de vida que le han proporcionado sus pacientes a lo largo de los años. ¿Qué vale en la actualidad su casa?
—Protesto —dijo Randolph—. Irrelevante.
—Señoría —se quejó Tony—, la defensa ha presentado un testimonio económico para dar fe de los esfuerzos del demandado por convertirse en médico. Es razonable que el jurado sepa qué recompensas económicas le han reportado sus esfuerzos.
—Protesta denegada —decretó el juez Davidson tras meditar unos instantes—. El testigo puede responder a la pregunta.
Tony se volvió de nuevo hacia Craig.
—¿Y bien?
Craig se encogió de hombros.
—Dos o tres millones, pero no pagamos tanto por ella.
—Ahora me gustaría hacerle algunas preguntas acerca de su consulta a la carta —anunció Tony al tiempo que se aferraba con fuerza a los costados del atril—. ¿Cree que el pago de una cuota anual anticipada de varios miles de dólares está fuera del alcance de algunos pacientes?
—Por supuesto —espetó Craig.
—¿Qué fue de aquéllos de sus queridos pacientes que no podían o por la razón que sea no llegaron a pagar la cuota anual que costeó su nuevo Porsche y su nidito de amor en Beacon Hill?
—¡Protesto! —exclamó Randolph, poniéndose en pie—. Argumentativo y prejuicioso.
—Se acepta —masculló el juez Davidson—. El letrado ceñirá sus preguntas a la obtención de información positiva y no formulará sus preguntas en forma de teorías o argumentos que debe reservar para el alegato final. ¡Es la última vez que se lo advierto!
—Lo siento, Señoría —se disculpó Tony antes de volverse de nuevo hacia Craig—. ¿Qué fue de aquellos pacientes a los que llevaba años atendiendo?
—Tuvieron que buscarse otros médicos.
—Algo más fácil de decir que de hacer, me temo. ¿Les ayudó usted?
—Les proporcionamos nombres y teléfonos.
—¿Los sacó de las páginas amarillas?
—Eran médicos de la zona a quienes mi personal y yo conocíamos.
—¿Los llamó usted mismo?
—En algunos casos sí.
—Lo que significa que en algunos casos no. Doctor Bowman, ¿no le preocupaba abandonar a esos pacientes por los que supuestamente tanto se preocupaba, pacientes desesperados que dependían de usted para su atención médica?
—¡No los abandoné! —protestó Craig, indignado—. Les di alternativas.
—No hay más preguntas —dijo Tony, poniendo los ojos en blanco con aire exasperado mientras volvía a la mesa de la defensa.
El juez Davidson miró a Randolph.
—¿Desea volver a interrogar al testigo? —le preguntó.
—No, Señoría —repuso Randolph, levantándose a medias.
—El testigo puede retirarse —ordenó el juez Davidson.
Craig se levantó y regresó a la mesa de la defensa a paso lento y deliberado.
El juez se volvió hacia Tony.
—¿Señor Fasano?
Tony se puso en pie.
—El demandante da por terminado su alegato, Señoría —anunció con voz firme antes de volver a sentarse.
El juez desvió la mirada hacia Randolph, que se irguió en toda su considerable estatura.
—Sobre la base de la falta de fundamento de la acusación y la ausencia de pruebas, la defensa solicita desestimar el caso.
—Denegado —espetó el juez Davidson—. Las pruebas presentadas bastan para seguir adelante. En cuanto la sesión se reanude después de comer, podrá hacer subir al estrado a su primer testigo, señor Bingham. —Dicho aquello dio un mazazo que más bien pareció un disparo—. Descanso para comer. De nuevo les advierto que no deben hablar del caso entre ustedes ni con nadie más, y que se reservarán sus opiniones hasta la conclusión de todos los testimonios.
—Todos en pie —ordenó el alguacil.
Jack y Alexis se levantaron al tiempo que todos los demás mientras el juez bajaba del estrado y desaparecía por la puerta lateral revestida de madera.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó Jack mientras conducían al jurado fuera de la sala.
—No deja de asombrarme la furia interior que parece sentir Craig, el hecho de que sea tan incapaz de controlar su comportamiento.
—Siendo como eres la experta en estos temas, me sorprende que te sorprenda. ¿No encaja en su patrón de narcisismo?
—Sí, pero esperaba que después de la sensatez que demostró ayer durante la comida, sería capaz de dominarse mejor. En cuanto Tony se ha levantado, ya antes de que le hiciera la primera pregunta, a Craig le ha cambiado la cara.
—A decir verdad, te preguntaba qué te había parecido el enfoque de Randolph en la parte del interrogatorio cruzado que hemos visto.
—Por desgracia, no me ha parecido tan efectivo como esperaba. Ha hecho que Craig sonara como si estuviera dando un sermón o una conferencia. Habría preferido que todo el interrogatorio fuera más directo, más dinámico, como la última parte.
—Pues a mí me ha parecido que Randolph lo ha hecho muy bien —opinó Jack—. Nunca me había planteado que Craig es un hombre hecho a sí mismo. El hecho de que trabajara mientras iba a la facultad de medicina y aun así sacara notas tan brillantes es impresionante.
—Pero tú eres médico y no has oído las preguntas de Tony. Es cierto que Craig pasó estrecheces cuando estudiaba, pero desde el punto de vista del jurado, no es fácil sentir compasión por una persona que vive en una casa que, probablemente, vale casi cuatro millones. Además, Tony se las ha apañado muy bien para conseguir que Craig ventilara sus sentimientos hacia la paciente, que hablara del Porsche rojo, de su novia y del hecho que dejó en la estacada a muchos de sus antiguos pacientes.
Jack asintió a regañadientes. Se había esforzado en ver el lado positivo por el bien de Alexis, pero decidió intentar otra táctica.
—Bueno, ahora le toca a Randolph. Ha llegado el momento de escuchar a la defensa.
—No creo que sea nada del otro jueves. Lo único que hará Randolph será presentar a dos o tres expertos, ninguno de ellos de Boston. Dice que habrá acabado esta misma tarde, y mañana serán los alegatos finales —Alexis meneó la cabeza con aflicción—. Dadas las circunstancias, no veo posible darle la vuelta a la situación.
—Randolph es un abogado experto en negligencia médica —señaló Jack en un intento de mostrar un entusiasmo que no sentía—. En el análisis final suele prevalecer la experiencia. En fin, quién sabe; puede que tenga una sorpresa en la manga.
Jack no sabía que tenía razón, al menos en parte. Habría una sorpresa, pero no procedente de la manga de Randolph.