Boston, Massachusetts,
miércoles, 7 de junio de 2006, 15.50 horas.
Randolph tardó más de lo habitual en levantarse de la mesa de la defensa, organizar sus notas y situarse ante el atril. Cuando ya era evidente que estaba preparado, se tomó un tiempo para observar a Leona Rattner hasta que ella desvió la mirada. Randolph podía llegar a intimidar con su imagen poderosa y paternal al mismo tiempo.
—Señorita Rattner —empezó el abogado con su acento refinado—, ¿cómo describiría el atuendo que lleva en la consulta?
Leona lanzó una risita insegura.
—Normal, supongo. ¿Por qué?
—¿Diría que su indumentaria habitual es conservadora o modesta?
—Nunca me lo he planteado.
—Marlene Richardt, la encargada de la consulta, ¿le ha comentado alguna vez que su forma de vestir no es apropiada?
Por un instante, Leona pareció un animal acorralado. Miró alternativamente a Tony, el juez y Randolph.
—Algo así.
—¿Cuántas veces?
—Yo qué sé, algunas.
—¿Empleó los términos «sexy» o «provocativa»?
—Supongo.
—Señorita Rattner, usted ha testificado que el doctor Bowman «se fijó en usted» hace alrededor de un año.
—Sí.
—¿Cree que pudo tener algo que ver con su forma de vestir?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—Usted ha testificado que al principio se sintió incómoda, porque él estaba casado.
—Cierto.
—Pero hace un año, el doctor Bowman estaba oficialmente separado de su esposa. Tenían ciertos conflictos matrimoniales pendientes de resolver. ¿Esa situación era de dominio público en la consulta?
—Puede que sí.
—¿Es posible que fuera usted quien se fijara en el doctor Bowman en lugar de lo contrario?
—Tal vez inconscientemente. Es un hombre atractivo.
—¿Alguna vez se le ocurrió que el doctor Bowman pudiera ser susceptible a una forma de vestir provocativa, teniendo en cuenta que vivía solo?
—No se me ocurrió.
—Señorita Rattner, usted ha testificado que el 8 de septiembre de 2005 vivía en el piso del doctor Bowman.
—Sí.
—¿Cómo llegó allí? ¿Le pidió el doctor que se fuera a vivir con él?
—No exactamente.
—¿La cuestión del traslado salió alguna vez en alguna conversación para poder comentar sus ventajas e inconvenientes?
—No.
—Lo cierto es que usted decidió mudarse al piso del doctor Bowman por iniciativa propia, ¿no es así?
—Bueno, pasaba todas las noches allí. ¿Por qué pagar dos alquileres?
—No ha respondido a la pregunta. Se trasladó al piso del doctor Bowman sin haberlo comentado con él, ¿verdad?
—Pues él no se quejaba precisamente —espetó Leona—. Le daba marcha cada noche.
—La pregunta es si se trasladó a su piso por iniciativa propia.
—Sí, me trasladé allí por iniciativa propia —reconoció Leona con sequedad—, y él estaba encantado.
—Eso ya lo veremos cuando testifique el doctor Bowman —señaló Randolph al tiempo que consultaba sus notas—. Señorita Rattner, la noche del 8 de septiembre de 2005, cuando el señor Jordan Stanhope llamó para informar del estado de su esposa, Patience, ¿el doctor Bowman mencionó en algún momento el hospital Memorial Newton?
—No.
—¿No dijo que sería mejor ir a la residencia de los Stanhope que al hospital porque la residencia de los Stanhope está más cerca del auditorio?
—No, no dijo nada del hospital.
—Cuando usted y el doctor Bowman llegaron a casa de los Stanhope, ¿usted se quedó en el coche?
—No, el doctor Bowman quería que entrara con él para ayudarle.
—Tengo entendido que usted llevaba el electrocardiógrafo.
—Exacto.
—¿Y qué sucedió cuando entraron en el dormitorio de la señora Stanhope?
—El doctor Bowman se puso a atenderla.
—¿Parecía preocupado?
—Desde luego. Ordenó al señor Stanhope que avisara enseguida a una ambulancia.
—Tengo entendido que usted manejó el respirador mientras el doctor Bowman atendía a Patience.
—Sí, el doctor Bowman me enseñó cómo se hacía.
—¿El doctor Bowman estaba preocupado por el estado de la paciente?
—Mucho. La paciente estaba muy azul y tenía las pupilas grandes y no reactivas.
—También tengo entendido que la ambulancia llegó enseguida para trasladar a la señora Stanhope al hospital. ¿Cómo fueron usted y el doctor Bowman al hospital?
—Yo en el coche del doctor, y él en la ambulancia.
—¿Por qué fue en la ambulancia?
—Dijo que quería estar con ella si había problemas.
—Y usted no volvió a verlo hasta mucho más tarde, después de la muerte de la señora Stanhope, ¿cierto?
—Cierto. Fue en urgencias; el doctor Bowman estaba manchado de sangre.
—¿Estaba afectado por la muerte de la paciente?
—Estaba muy tocado.
—De modo que el doctor Bowman hizo cuanto pudo por salvar a su paciente.
—Sí.
—¿Y lo afectó mucho que sus esfuerzos no hubieran servido de nada?
—Supongo que estaba deprimido, pero no habló de ello. De hecho, acabamos pasándolo muy bien en el piso.
—Señorita Rattner, permítame que le haga una pregunta personal. Usted me parece una persona muy visceral. ¿Alguna vez ha dicho cosas que no pensaba y ha exagerado sus sentimientos porque estaba enfadada?
—Todo el mundo lo hace —señaló Leona con una risita.
—La tarde en que el doctor Bowman recibió la demanda, ¿se alteró?
—Mucho, nunca lo había visto tan alterado.
—¿Y se enfadó?
—Mucho.
—Bajo tales circunstancias, ¿cree posible que cuando, entre comillas, «se fue de la lengua» e hizo comentarios inapropiados sobre Patience Stanhope, no fuera más que una manera de desahogarse, sobre todo teniendo en cuenta los esfuerzos que había hecho para reanimarla y las visitas semanales que le había hecho en su casa durante todo el año anterior a su muerte?
Randolph calló y esperó la respuesta de Leona.
—La testigo contestará a la pregunta —ordenó el juez Davidson tras unos instantes de silencio.
—¿Era una pregunta? —inquirió Leona, visiblemente perpleja—. Pues no la he entendido.
—Repita la pregunta —pidió el juez Davidson.
—Lo que sugiero es que los comentarios del doctor Bowman sobre Patience Stanhope la tarde que recibió la citación eran un reflejo de su contrariedad, mientras que sus verdaderos sentimientos acerca de la paciente se habían puesto de manifiesto con toda claridad en su dedicación al tratarla a domicilio semanalmente durante casi un año, así como sus esfuerzos por reanimarla la noche de su muerte. Le pregunto si le parece una afirmación plausible, señorita Rattner.
—Puede, no lo sé. Quizá debería preguntárselo a él.
—Me parece que lo haré —replicó Randolph—, pero antes quiero preguntarle si todavía vive en el piso del doctor Bowman.
Jack se inclinó hacia Alexis.
—Randolph se está permitiendo algunas preguntas y afirmaciones que deberían haber hecho protestar a Tony Fasano. Fasano siempre ha protestado enseguida hasta ahora. No entiendo qué pasa.
—Puede que tenga algo que ver con la conversación que los abogados han tenido con el juez al principio del testimonio de Leona —aventuró Alexis—. Siempre hay un poco de toma y daca para equilibrar la balanza.
—Quizá tengas razón —convino Jack—. Sea como fuere, Randolph está sacando el máximo partido posible.
Jack escuchó mientras Randolph empezaba a formular astutas preguntas a Leona acerca de sus sentimientos desde el inicio del juicio y desde que Craig se trasladara de nuevo al domicilio familiar. Jack sabía muy bien lo que se proponía el abogado; estaba preparando el escenario para una defensa basada en el «amor despechado», donde el testimonio de Leona suscitaría la sospecha de estar motivado por el despecho.
—Quiero preguntarte algo y que me respondas con sinceridad —susurró Jack a Alexis, inclinándose de nuevo hacia ella—. ¿Te importa si me voy? Me gustaría ir a jugar un rato al baloncesto. Pero si quieres que me quede, me quedaré. Tengo la sensación de que lo peor ya ha pasado. A partir de aquí, lo único que hará Leona será ponerse en evidencia.
—¡Claro! —exclamó Alexis con sinceridad—. ¡Ve a hacer un poco de ejercicio! Te agradezco que hayas venido, pero ya estoy bien. Pásalo bien. De todos modos, el juez levantará la sesión de un momento a otro. Siempre lo hace hacia las cuatro.
—Si estás segura de que no te importa…
—Por supuesto —insistió Alexis—. Cenaré temprano con las niñas, pero te guardaré algo para cuando vuelvas. Tómate tu tiempo, pero ten cuidado; Craig siempre se lesiona cuando juega. ¿Tienes la llave?
—Sí, la tengo —asintió Jack antes de darle un rápido abrazo.
Acto seguido se levantó, pidió disculpas a los ocupantes de la fila y se abrió paso hasta el pasillo. Una vez allí miró hacia el asiento habitual de Franco y le extrañó no verlo allí. No se detuvo, pero escudriñó la sección del público en busca de su mastodóntica silueta. Al llegar junto a la puerta, se volvió y echó un último vistazo a la sala. Ni rastro de Franco.
Jack empujó la palanca de la puerta con la espalda y salió. El hecho de no ver a Franco en el lugar de siempre le dio que pensar. Por su mente surcó la idea de toparse con él en algún rincón complicado, con posibilidades limitadas de escabullirse, como por ejemplo el aparcamiento subterráneo. Algunos años antes no se habría inquietado en lo más mínimo, pero con la boda a dos días vista no se sentía tan tranquilo. Ahora debía pensar en alguien más aparte de sí mismo, y se imponía tener cuidado, lo cual significaba estar preparado. El día anterior había pensado en comprar un aerosol antivioladores, pero no había llegado a hacerlo. Decidió ir a comprarlo de inmediato.
El vestíbulo de los ascensores de la tercera planta estaba abarrotado de gente. La puerta de una de las cuatro salas estaba abierta, y por ella salían los espectadores. Acababan de levantar una sesión. Vio a grupos charlando y a varias personas dirigiéndose a buen paso hacia los ascensores, intentando averiguar cuál llegaría primero.
Jack se mezcló entre la gente y se sorprendió mirando a su alrededor mientras se preguntaba si se tropezaría con Franco. No creía que fuera a tener problemas dentro del juzgado; lo que le preocupaba era el exterior.
Jack paró en el control de seguridad de la entrada para preguntar al guardia de seguridad si sabía de alguna droguería cercana. El hombre le explicó que había una en Charles Street, que según le indicó, era la calle principal del cercano barrio de Beacon Hill.
Le aseguró que no le costaría encontrar la calle, sobre todo porque también atravesaba el parque, lo que significaba que era la calle por la que Jack había entrado en el aparcamiento. Con aquella información y el consejo de dirigirse hacia el oeste, cruzando el laberinto de Beacon Hill, Jack salió del juzgado.
De nuevo miró en derredor en busca de Franco, pero no había ni rastro de él, y Jack se burló de su paranoia. Puesto que le habían explicado que debía caminar en dirección opuesta a la entrada del juzgado, Jack rodeó el edificio. Las calles eran estrechas y sinuosas, muy distintas de la cuadrícula a la que estaba acostumbrado en Nueva York. Siguiendo su instinto, Jack llegó a Derne Street, que al cabo de un trecho se convirtió misteriosamente en Mirtle Street. Casi todos los edificios eran modestas casas adosadas de cuatro plantas construidas de ladrillo. Para su sorpresa, al poco llegó a un encantador parque infantil abarrotado de niños y madres. Pasó delante de un establecimiento llamado Fontanería Beacon Hill, en cuya entrada montaba guardia un poco eficaz pero simpático perro labrador color chocolate. Al llegar a la cima de la colina e iniciar el lento descenso, preguntó a un transeúnte si iba bien para llegar a Charles Street. El hombre repuso que sí, pero le aconsejó girar a la izquierda en la siguiente esquina, donde había un pequeño colmado, y acto seguido a la derecha por Pinkney Street.
A medida que la calle se tornaba más escarpada, Jack comprendió que Beacon Hill no era tan solo un nombre, sino también una auténtica colina. Las casas eran cada vez más grandes y elegantes, aunque todavía discretas. A su izquierda vio una plaza soleada rodeada de una robusta verja de hierro forjado que delimitaba una hilera de olmos centenarios y una extensión de césped muy verde. Al cabo de algunas manzanas alcanzó Charles Street.
En comparación con las callejuelas que acababa de recorrer, Charles Street se antojaba una gran avenida. Pese a los dos carriles reservados para aparcamiento a ambos lados, aún quedaba espacio suficiente para tres carriles de tráfico. A lo largo de la calle se alineaba una gran variedad de tiendecitas. Jack paró a otro de los numerosos transeúntes para preguntar por una droguería, y lo dirigieron hacia Charles Street Supply.
Mientras entraba en la tienda se preguntó si realmente era necesario comprar el aerosol. Lejos del juzgado y del litigio contra Craig, la amenaza de Franco le parecía muy remota. Pero ya que había llegado hasta allí, compró el spray al amable propietario de mandíbula cuadrada, cuyo nombre también era Jack, algo que Jack descubrió por casualidad cuando un empleado llamó al dueño.
Declinó el ofrecimiento de llevarse el aerosol en una bolsita y se lo guardó directamente en el bolsillo derecho de la americana. Puesto que había hecho el esfuerzo de comprarlo, quería tenerlo a mano. Armado de aquella guisa, Jack siguió por Charles Street hasta llegar al Parque de Boston y subió al Hyundai.
En el aparcamiento oscuro, húmedo y desierto, Jack se alegró de llevar el aerosol. Era precisamente en una situación como aquélla que no quería toparse con Franco. Pero ya de camino a la salida, volvió a burlarse de su propia paranoia y se preguntó si tal vez se trataba de un sentimiento de culpabilidad malentendido. En retrospectiva, sabía que no debería haberle dado un rodillazo delante de casa de Stanhope, aunque por otro lado no podía dejar de pensar que, de no haberlo hecho, la situación se le habría escapado de las manos, máxime teniendo en cuenta la aparente falta de contención de Franco y su proclividad a la violencia.
Al salir de las lúgubres entrañas del aparcamiento al radiante sol de la tarde, Jack tomó la decisión consciente de desterrar a Franco de su mente. Paró junto al bordillo y consultó el mapa de Alexis, con el pulso acelerado ante la perspectiva de un buen partido de baloncesto.
Buscaba Memorial Drive y no tardó en localizarlo junto a la cuenca del río Charles. Por desgracia, la calle se encontraba en Cambridge, en la orilla opuesta del río. A juzgar por su experiencia automovilística en Boston, dedujo que no le resultaría fácil llegar hasta allí, puesto que había pocos puentes. Su preocupación resultó fundada, ya que se topó con un laberinto de calles en las que estaba prohibido girar a la izquierda, vías de sentido único, una flagrante escasez de indicadores y un montón de conductores agresivos.
Pese a todos aquellos obstáculos, Jack dio por fin con Memorial Drive, y una vez allí no le costó encontrar las canchas de baloncesto al aire libre que le había descrito David Thomas, el amigo de Warren. Jack aparcó en una callejuela lateral, se apeó, abrió el maletero, apartó los suministros para la autopsia que le había proporcionado Latasha, sacó el equipo de baloncesto y miró a su alrededor en busca de algún lugar para cambiarse. Al no encontrar nada, volvió a subir al coche y como un contorsionista consiguió cambiarse sin ofender a ninguno de los numerosos ciclistas, patinadores en línea y corredores que llenaban la orilla del río Charles.
Tras cerciorarse de que el coche quedaba bien cerrado, Jack trotó hasta las pistas de baloncesto. Había unos quince hombres a partir de veinte años. A sus cuarenta y seis años, Jack supuso que sería el más veterano. El partido aún no había comenzado. Todos los jugadores practicaban lanzamientos o ensayos, y los asiduos cambiaban comentarios jocosos.
Versado en la compleja etiqueta de cancha gracias a los años que había pasado en un ambiente similar en Nueva York, Jack adoptó una actitud indiferente. Empezó a coger rebotes y pasar pelotas a los que practicaban en la canasta. Al cabo de un rato se puso a lanzar, y tal como había esperado, su precisión atrajo la atención de varios jugadores, si bien nadie hizo comentario alguno. Un cuarto de hora más tarde, ya mucho más relajado, Jack preguntó por David Thomas. El hombre a quien preguntó guardó silencio y se limitó a señalarlo.
Jack se acercó al hombre, uno de los más bulliciosos del grupo. Como se había figurado, era un afroamericano de treinta y tantos años, un poco más alto que Jack y bastante más corpulento. Lucía una barba tupida; de hecho, tenía más pelo en la cara que en la cabeza, pero el rasgo más distintivo era su mirada risueña. A todas luces, era un tipo de risa fácil y se notaba a la legua que disfrutaba de la vida.
Cuando Jack se acercó a él y se presentó, David le dio un abrazo de oso y luego le estrechó la mano.
—Los amigos de Warren Wilson son mis amigos —exclamó con entusiasmo—. Y Warren dice que juegas de narices. Jugarás conmigo, ¿vale?
—Vale.
—¡Eh, Esopo! —llamó David a otro jugador—. No es tu día, tío. Hoy no vas con nosotros, tenemos a Jack.
David dio a Jack una palmada en la espalda y añadió en voz más baja:
—Ese tío siempre tiene historias que contar, por eso lo llamamos Esopo.
Los partidos fueron magníficos, tanto como los que Jack jugaba en Nueva York. Casi de inmediato comprendió que había tenido suerte de ser incluido en el equipo de David. Si bien los tiempos fueron muy reñidos, el equipo de David siempre ganaba, lo cual significó que Jack no dejó de jugar en ningún momento. Durante más de dos horas, él, David y los otros tres a los que David había elegido permanecieron imbatidos. Al terminar, Jack estaba exhausto. Miró el reloj y comprobó que eran más de las siete.
—¿Vendrás mañana? —le preguntó David mientras Jack recogía sus cosas.
—No lo sé.
—Aquí estaremos.
—Gracias por dejarme jugar contigo.
—Qué dices, tío, te lo has ganado.
Jack salió de la cancha rodeada de valla metálica con paso algo vacilante. Pese a que había acabado empapado en sudor, éste ya se había evaporado gracias a la brisa cálida y seca que soplaba desde el río. Jack caminaba despacio. El ejercicio le había sentado de maravilla. Durante más de dos horas no había pensado en nada aparte de las exigencias del juego, pero la realidad empezaba a imponerse de nuevo. No le hacía demasiada gracia la perspectiva de su conversación con Laurie. El día siguiente era jueves, y ni siquiera sabía a qué hora podría empezar la autopsia, cuándo la terminaría y a qué hora podría volver a Nueva York. Sabía que Laurie se enfadaría, y no sabía qué decirle.
Llegó al pequeño coche color crema, desactivó el cierre centralizado y empezó a abrir la puerta. Para su sorpresa, una mano apareció por encima de su hombro y la cerró. Jack giró en redondo y se encontró frente a los ojos hundidos de Franco y su desagradable rostro. El primer pensamiento que le surcó la mente fue que el maldito aerosol de diez dólares con cuarenta y nueve centavos estaba en el bolsillo de la americana, que había dejado en el coche.
—Tenemos un asuntillo pendiente —masculló Franco.
Jack lo tenía tan cerca que su aliento a ajo estuvo a punto de tumbarlo.
—Incorrecto —replicó Jack, intentando apartarse, aunque Franco lo tenía acorralado contra el coche—. No tenemos ningún asuntillo, ni pendiente ni de ninguna otra clase.
Advirtió que detrás de Franco había otro hombre implicado en la agresión.
—Listillo —espetó Franco—. El asuntillo tiene que ver con el rodillazo de gallina que me diste en los huevos.
—No es de gallina porque tú me diste primero.
—¡Agárralo, Antonio! —ordenó Franco al tiempo que retrocedía un paso.
Jack reaccionó intentando escabullirse entre Franco y el coche. Con las zapatillas de baloncesto creyó que le resultaría fácil dejar atrás a los dos matones pese al cansancio del partido. Pero Franco se abalanzó sobre él y consiguió asirlo por la camiseta con la mano derecha, frenándolo al tiempo que le asestaba un puñetazo en la boca con la izquierda. Antonio lo agarró por el brazo e intentó cogerle del otro para inmovilizarle ambos a la espalda. Mientras, Franco hizo retroceder la mano derecha para asestarle un golpe definitivo.
Pero el golpe no llegó. De repente, una tubería corta se estrelló contra el hombro de Franco, que profirió un grito de sorpresa y dolor. Dejó caer el brazo derecho y se llevó la mano izquierda al hombro herido al tiempo que se doblaba sobre sí mismo.
La tubería apuntaba ahora a Antonio.
—¡Suéltale, tío! —ordenó David.
Más de una docena de jugadores de baloncesto formaban una amenazadora herradura alrededor de Jack, Franco y Antonio. Varios de ellos iban armados con barras y uno blandía un bate de béisbol.
Antonio soltó a Jack y lanzó una mirada furiosa a los recién llegados.
—Me parece que no sois del barrio —comentó David en voz normal—. ¡Esopo, cachéalos!
Esopo se adelantó y arrebató el arma a Franco, que no ofreció resistencia alguna. El otro matón no iba armado.
—Y ahora os aconsejo que saquéis el culo del barrio —advirtió David mientras cogía el arma que le alargaba Esopo.
—Esto no ha acabado —masculló Franco a Jack mientras él y Antonio se alejaban.
Los jugadores se apartaron para franquearles el paso.
—Warren me avisó —explicó David a Jack—. Me dijo que tenías tendencia a meterte en líos y que había tenido que sacarte las castañas del fuego en más de una ocasión. Tienes suerte de que hayamos visto a estos capullos merodeando por aquí mientras jugábamos. ¿Qué es lo que pasa?
—Un simple malentendido —repuso Jack, evasivo.
Se llevó el dedo al labio y al apartarlo lo vio manchado de sangre.
—Si necesitas ayuda, dímelo. Ahora será mejor que te pongas hielo en el labio. ¿Por qué no te llevas la pistola? Puede que la necesitas si ese cabrón se presenta en tu casa.
Jack declinó el ofrecimiento y dio las gracias a David y los demás antes de subir al coche. Lo primero que hizo fue sacar el aerosol. Luego se miró al espejo retrovisor. Tenía el lado derecho del labio superior hinchado y azulado. Un hilillo de sangre seca le bajaba por el mentón.
—Por el amor de Dios —murmuró.
Warren estaba en lo cierto; tenía tendencia a meterse en situaciones peliagudas. Se limpió la sangre lo mejor que pudo con el faldón de la camiseta.
Durante el regreso a casa de los Bowman, Jack consideró mentir y decir que se había herido durante el partido. Dada la frecuencia con que jugaba y el hecho de que el baloncesto era un deporte de contacto, se lesionaba a menudo. El problema era que Craig y Alexis estarían desanimados tras la sesión del día, y no quería preocuparlos más. Temía que si contaba la verdad, ambos se sentirían irracionalmente responsables.
Con el mayor sigilo posible, Jack abrió la puerta principal con la llave que le había dado Alexis. Llevaba la ropa y los zapatos en la mano. Tenía intención de bajar al sótano y tomar una ducha rápida antes de ver a nadie. También quería aplicarse hielo a la herida del labio, pero había transcurrido tanto rato que ya no venía de un cuarto de hora. Cerró silenciosamente la puerta y se detuvo con la mano en el pomo. De repente lo asaltó la intuición de que sucedía algo; en la casa reinaba una quietud excesiva. Hasta entonces, cada vez que entraba había oído ruidos de fondo. Una radio, la melodía de algún móvil, parloteo infantil, el televisor…, pero ahora no había nada, y el silencio resultaba sobrecogedor. Había visto el Lexus en el sendero de entrada y por tanto estaba bastante seguro de que al menos los padres habían llegado a casa. Lo primero que se le ocurrió era que algo malo había sucedido en el juicio.
Sosteniendo la ropa contra el pecho, Jack recorrió deprisa y en silencio el pasillo hasta llegar a la arcada que daba entrada al comedor. Asomó la cabeza, esperando no ver a nadie, pero para su sorpresa encontró a toda la familia sentada en el sofá, los padres en los extremos. Parecían estar viendo la televisión, pero el televisor estaba apagado.
Desde donde se encontraba, Jack no veía sus rostros. Durante un instante permaneció inmóvil, observando y escuchando. Nadie se movió ni habló. Perplejo, Jack entró en el comedor y se acercó al sofá. A unos tres metros de distancia, pronunció vacilante el nombre de Alexis. No quería molestar si se trataba de una especie de reunión familiar, pero tampoco se sentía capaz de alejarse.
Tanto Craig como Alexis volvieron la cabeza con brusquedad. Craig lo miró de hito en hito. Alexis se levantó del sofá con el rostro demacrado y los ojos enrojecidos. Algo andaba mal. Algo andaba muy mal.