Newton, Massachusetts,
miércoles, 7 de junio de 2006, 15.30 horas.
—Déjame ver otra vez los planos —pidió Renaldo a Manuel.
Estaban sentados en un Chevrolet Camaro negro aparcado en una calle secundaria flanqueada de árboles, a la vuelta de la esquina de la residencia de los Bowman. Ambos llevaban ropa de trabajo de un anodino color pardo. Sobre el asiento posterior yacía una bolsa de lona similar a las que usaban los fontaneros para guardar las herramientas.
Manuel le alargó los planos, que crujieron cuando Renaldo los desplegó. Renaldo estaba sentado al volante, y le costó un tanto alisar los planos lo suficiente para poder examinarlos.
—Ésta es la puerta por la que entraremos —señaló—. ¿Te orientas?
Manuel se inclinó hacia él hasta casi tocarle el hombro, de modo que la parte superior de la página quedara alejada de él; estaba sentado en el asiento del acompañante.
—Joder —se quejó Renaldo—, no es tan complicado.
—¡Ya me oriento! —espetó Manuel.
—Lo que tenemos que hacer es encontrar a las tres chicas lo más deprisa posible para que ninguna de ellas tenga tiempo de avisar a las demás, ¿entiendes?
—Claro.
—Estarán aquí o bien en la cocina comedor, mirando la tele —explicó Renaldo al tiempo que señalaba la zona deseada en los planos—, o si no en sus respectivas habitaciones.
Forcejeó con los planos para pasar a la segunda página. Los papeles intentaban asumir su forma cilíndrica original, de modo que Renaldo terminó por arrojar la primera página al asiento trasero.
—Aquí están los dormitorios, en la parte trasera de la casa —dijo tras alisar la segunda página—. Y aquí la escalera, ¿lo pillas? No podemos perder tiempo buscándolas; todo tiene que ser muy rápido.
—Lo pillo. Pero son tres, y nosotros solo dos.
—No será difícil asustarlas. La única que podría darnos problemas es la mayor, pero si no podemos encargarnos de ella, más vale que nos dediquemos a otra cosa. Lo que tenemos que hacer es amordazarlas enseguida. Y cuando digo enseguida, quiero decir enseguida. No quiero que se pongan a gritar. Una vez las tengamos amordazadas, empieza la diversión, ¿estamos?
—Sí —asintió Manuel al tiempo que se erguía en el asiento.
—¿Tienes la pistola?
—Claro que sí.
Manuel sacó del bolsillo una treinta y ocho de cañón corto.
—Haz el favor de guardarla, joder —espetó Renaldo.
Miró a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie en las inmediaciones. En el vecindario reinaba el silencio. Todo el mundo estaba trabajando, y las casas muy espaciadas parecían deshabitadas.
—¿Qué me dices de la máscara y los guantes?
Manuel los sacó del otro bolsillo.
—Bien —dijo Renaldo, mirando el reloj—. Vamos allá.
Mientras Manuel se apeaba del coche, Renaldo alargó el brazo hacia el asiento posterior y sacó la bolsa de lona. Luego se reunió con Manuel, y ambos se dirigieron hacia el cruce, donde torcieron a la derecha. Caminaban sin prisa y en silencio. Gracias a la marquesina de los árboles, la calle era sombreada, pero cada una de las casas relucía al sol. A lo lejos, una anciana paseaba al perro, pero en sentido contrario a ellos. Un coche se acercó y atravesó el cruce sin detenerse. El conductor no les prestó atención alguna.
Al llegar ante la finca de los Bowman, se detuvieron un instante y miraron a ambos lados de la calle.
—Todo parece en orden —comentó Renaldo—. Venga.
Sin acelerar el paso se adentraron en el césped de los Bowman. Parecían dos operarios de camino a un servicio normal y corriente. Atravesaron la hilera de árboles que separaba la casa de los Bowman de la contigua y pronto alcanzaron la fachada posterior de ambas casas. De inmediato divisaron la puerta trasera por la que pretendían entrar. Se hallaba a unos quince metros de distancia, en el otro extremo de una extensión de césped bañada por el sol.
—Vale, máscaras y guantes —ordenó Renaldo.
Ambos se pusieron primero las máscaras y después los guantes antes de echarse un vistazo mutuo y asentir.
Renaldo abrió la bolsa de lona para asegurarse de que lo tenía todo. Alargó a Manuel un rollo de cinta aislante, que éste se guardó en el bolsillo.
—¡Adelante!
Dando fe de su profesionalidad, cruzaron el césped y entraron en la casa en un abrir y cerrar de ojos y con mucho sigilo. Una vez dentro, se detuvieron y aguzaron el oído. Oyeron unas risas enlatadas procedentes del televisor del comedor. Renaldo levantó el pulgar e indicó a Manuel por señas que avanzara. Silenciosos como gatos, atravesaron el estudio y recorrieron el pasillo central. Renaldo iba delante y paró junto a la arcada que daba al comedor. Al asomar muy despacio la cabeza, vio primero la cocina y después una extensión cada vez más grande del comedor. En cuanto vio a las niñas se apartó y extendió dos dedos para indicar que había dos. Manuel asintió.
Acto seguido, Renaldo describió con la mano un círculo en el sentido contrario a las agujas del reloj para sugerir que fueran por la cocina y se acercaran al sofá del comedor por detrás. Manuel asintió de nuevo. Renaldo sacó su rollo de cinta aislante, y su compañero hizo lo propio.
Tras dejar la bolsa de lona en el suelo sin hacer ruido, Renaldo se preparó y miró a Manuel, quien le indicó que también estaba listo.
Con celeridad pero en silencio, Renaldo recorrió el camino que había trazado. Las cabezas de las niñas apenas asomaban por encima del respaldo del colorido sofá. El volumen del televisor, que al principio les había parecido bajo, estaba bastante más alto de lo esperado, sobre todo en las secuencias humorísticas. Renaldo y Manuel pudieron acercarse a las niñas sin que éstas sospecharan nada.
A una señal de Renaldo, cada uno rodeó el sofá por un lado y se abalanzó sobre una niña. Procedieron con firmeza y sin miramientos, agarrándolas por el cuello para oprimirles el rostro contra los mullidos almohadones del sofá. Las niñas lanzaron exclamaciones de sorpresa que quedaron ahogadas por los cojines. Los dos hombres arrancaron tiras de cinta con los dientes y mientras inmovilizaban a las niñas con su peso les ataron las manos a la espalda. Luego les dieron la vuelta casi al unísono. Las niñas aspiraron profundas bocanadas de aire y los miraron con los ojos muy abiertos por el terror. Renaldo se llevó un dedo a los labios cerrados para ordenarles que guardaran silencio, pero no hacía falta. Lo único que podían hacer las pequeñas era intentar recobrar el aliento, y el miedo las mantenía casi paralizadas.
—¿Dónde está vuestra hermana? —masculló Renaldo entre dientes.
Las niñas guardaron silencio mientras seguían mirándolos con intensidad aterrorizada. Renaldo chasqueó los dedos y señaló a Meghan, que temblaba entre sus manos.
Manuel soltó a Meghan el tiempo suficiente para sacar un trapo cuadrado, que le embutió con brutalidad en la boca. La niña intentó resistirse sacudiendo la cabeza de un lado a otro, pero no le sirvió de nada. Manuel le estampó una tira de cinta en la parte inferior del rostro para asegurar la mordaza. Luego añadió otra tira, lo cual obligó a Meghan a respirar ruidosamente por la nariz.
Al ver lo que le habían hecho a su hermana, Christina intentó cooperar.
—Está arriba, en la ducha —jadeó.
Renaldo la recompensó amordazándola como Manuel había amordazado a Meghan. Los dos hombres les ataron los pies antes de incorporarlas con brusquedad y atarlas espalda con espalda. Al terminar, Renaldo les propinó un empujón, y las niñas se desplomaron en un confuso montón, intentando aún recobrar el aliento.
—¡No os mováis! —masculló Renaldo mientras recogía el rollo de cinta aislante.
Renaldo subió la escalera deprisa, pero con sigilo. Una vez en el pasillo superior, oyó el sonido de la ducha. Era un sonido lejano y sibilante que siguió, pasando por delante de varios dormitorios con las puertas abiertas. La tercera puerta a la derecha daba a un dormitorio en el que reinaba el caos absoluto. Había ropa, libros, zapatos y revistas desparramados por el suelo y sobre todas las superficies horizontales. En el umbral de mármol del cuarto de baño vio un tanga negro y un sujetador. Del interior del baño salían nubes de vapor.
Con creciente excitación, Renaldo atravesó la estancia a toda prisa, sorteando los trastos. Asomó la cabeza al baño, pero apenas si vio nada a causa del vapor. El espejo aparecía completamente empañado.
Era un baño pequeño, con un lavabo de pedestal, un retrete y una bañera baja que también hacía las veces de ducha. De una barra plateada pendía una cortina de ducha blanca opaca con caballitos de mar negros, que ondeaba por la fuerza del agua, el vapor y el contacto ocasional de la ocupante de la ducha.
Renaldo reflexionó un instante sobre el mejor modo de manejar la situación. Con las otras dos niñas bajo control, no era un problema. De hecho, saber que la chica estaba desnuda resultaba excitante, y eso no podía perderse de vista. Alargó la mano y dejó el rollo de cinta sobre el canto del lavabo. No pudo contener una sonrisa al pensar que le pagaban por hacer algo por lo que habría pagado de buena gana. Sabía que la chica de la ducha tenía quince años y tenía un par de tetas que merecían la pena.
Después de contemplar distintas alternativas, entre ellas la de esperar a que la chica terminara de ducharse y saliera por su propio pie, Renaldo se limitó a agarrar la cortina y retirarla de un tirón. La barra era de presión, y la fuerza del tirón hizo que cayera al suelo junto con la cortina.
En aquel momento, Tracy estaba de espaldas, con la cabeza bajo el agua, enjuagándose con determinación la espesa melena. No había oído el estruendo, pero debió de percibir una corriente de aire más frío, porque apartó la cabeza del torrente de agua y abrió los ojos. En cuanto vio al intruso del pasamontañas, profirió un grito.
Renaldo la asió por el cabello y tiró de ella. Tracy tropezó con el borde de la bañera y cayó al suelo cuán larga era. Renaldo le soltó el cabello y le presionó la zona lumbar con la rodilla mientras intentaba agarrarle las muñecas. La obligó a juntar las manos a la espalda, cogió la cinta aislante del lavabo y, tal como había hecho abajo, arrancó una tira con los dientes para asegurar las muñecas de la chica, lo cual le llevó apenas unos segundos.
Tracy no había dejado de gritar durante todo el proceso, pero la ducha ahogaba el sonido. Renaldo le dio la vuelta, se sacó otro trapo cuadrado del bolsillo, lo arrugó y empezó a embutírselo en la boca. Tracy era bastante más fuerte que Christina y logró ofrecer resistencia hasta que Renaldo se sentó sobre ella a horcajadas y le inmovilizó la cabeza con las rodillas. En aquel momento, Tracy consiguió morderle un dedo, lo cual le enfureció.
—¡Zorra! —chilló.
Le propinó un bofetón que le partió el labio. Tracy siguió resistiéndose, pero Renaldo consiguió por fin embutirle la mordaza en la boca y asegurarla con varias tiras de cinta aislante. Luego se levantó y miró a la aterrorizada chica.
—No está mal —comentó mientras repasaba la núbil silueta de Tracy y el piercing del ombligo, deteniéndose en un pequeño tatuaje situado justo encima del vello púbico—. Ya te depilas el coño y llevas un tatuaje. Me pregunto si mamá y papá lo saben. Un poquito precoz, ¿no te parece?
Renaldo alargó la mano, asió a Tracy por la axila y la levantó con rudeza. La chica reaccionó saliendo como una exhalación del baño. Desprevenido, Renaldo tuvo que correr con todas sus fuerzas para darle alcance antes de que saliera del dormitorio.
—No tan deprisa, niñata —espetó, obligándola a encararse con él—. Si eres lista y cooperas, no te pasará nada. Si no, te aseguro que lo lamentarás. ¿Estamos?
Tracy se limitó a sostenerle la mirada con aire desafiante.
—Vaya, eres guerrera, ¿eh? —observó Renaldo, burlón.
Bajó la mirada hacia sus pechos, que le parecían bastante más impresionantes en posición vertical.
—Y sexy. ¿Cuántas serpientes se te han metido en la cueva, eh? Seguro que muchas más de las que creen tus padres… —dijo con expresión astuta.
Tracy siguió mirándolo mientras su pecho se agitaba por la adrenalina.
—Te voy a contar lo que va a pasar. Tú y yo bajaremos al comedor para celebrar una reunión familiar con tus hermanas. Os ataremos a las tres juntas para que forméis una hermosa familia feliz. Luego os diré unas cuantas cosas que quiero que digáis a vuestros padres, y después nos largaremos. ¿Qué te parece?
Renaldo empujó a Tracy al pasillo sin soltarle el brazo. Al llegar a la escalera, le ordenó que bajara.
En el comedor, Manuel vigilaba de cerca de Meghan y Christina. Meghan lloraba en silencio, como evidenciaban sus lágrimas y el temblor intermitente de su torso. Christina seguía con los ojos abiertos de par en par por el terror.
—Buen trabajo —alabó Manuel cuando Renaldo llevó a Tracy al sofá, sin poder evitar darle un repaso como había hecho su compinche.
—Sienta a éstas dos hacia ambos lados del sofá —ordenó Renaldo.
Manuel tiró de las niñas y las giró tal como Renaldo le había indicado.
Renaldo obligó a Tracy a sentarse en el borde del sofá de espaldas a sus hermanas. Una vez colocada en aquella posición, las ató a las tres con cinta. Luego se incorporó para admirar su trabajo. Satisfecho, alargó la cinta a Manuel y le dijo que recogiera sus cosas.
—Y ahora escuchadme bien, guapas —dijo Renaldo a las niñas, pero sobre todo a Tracy, a la que miró a los ojos—. Queremos que deis un mensaje a vuestros padres. Pero primero quiero haceros una pregunta. ¿Sabéis lo que es una autopsia? Haced que sí con la cabeza si lo sabéis.
Tracy no se movió ni pestañeó.
Renaldo la abofeteó de nuevo, ensanchando la herida del labio. Un hilillo de sangre le resbaló por la barbilla.
—No os lo volveré a preguntar. Haced que sí o que no con la cabeza.
Tracy asintió a toda prisa.
—Estupendo. Éste es el mensaje para mamá y papá. ¡Nada de autopsia! ¿Lo habéis entendido? ¡Nada de autopsia! Haced que sí con la cabeza si lo habéis entendido.
Tracy asintió, obediente.
—Muy bien. Éste es el mensaje principal, nada de autopsia. Podría escribíroslo, pero dadas las circunstancias no me parece prudente. Decidles que si no hacen caso del aviso, volveremos a visitaros, y no os gustará nada, ¿me pilláis? Será horrible, no como esta vez, porque esto no es más que un aviso. Puede que no sea mañana ni la semana que viene, pero volveremos. Quiero saber si lo habéis entendido. Haced que sí con la cabeza.
Tracy asintió; de su mirada había desaparecido buena parte de la chulería.
—Y la segunda parte del mensaje es igual de sencilla. Decidles a vuestros padres que no metan a la policía en esto. Este asunto es entre nosotros y vuestros padres. Si van a la policía, tendré que visitaros otro día, en algún lugar. No tiene mayor secreto. ¿Lo habéis entendido?
Tracy asintió de nuevo; a todas luces, estaba tan aterrorizada como sus hermanas menores.
—Genial —prosiguió Renaldo antes de alargar una de sus manos enguantadas y pellizcarle el pezón—. Bonitas tetas. Diles a tus padres que no me obliguen a volver.
Después de echar un rápido vistazo a la habitación, Renaldo hizo una seña a Manuel. Tan deprisa como habían llegado se fueron, recogiendo la bolsa de lona por el camino antes de quitarse los pasamontañas y los guantes. Cerraron la puerta tras de sí y volvieron a la calle por la misma ruta. De camino al coche se cruzaron con un par de niños en bicicleta, pero no se inmutaron. No eran más que dos operarios que volvían de hacer un servicio. Una vez en el coche, Renaldo miró el reloj. El episodio no había durado ni veinte minutos; no estaba mal por mil pavos.