Boston, Massachusetts,
miércoles, 7 de junio de 2006, 12.30 horas.
Alexis, Craig y Jack encontraron una pequeña y ruidosa cafetería con vistas a la amplia explanada del edificio de la administración. Habían invitado a Randolph, pero el abogado había declinado alegando que tenía cosas que preparar. Era un hermoso día de finales de primavera, y la explanada estaba abarrotada de gente que había escapado de sus agobiantes despachos para tomar el aire y el sol. Jack tenía la sensación de que los habitantes de Boston vivían mucho más al aire libre que los neoyorquinos.
Al principio, Craig se mostró taciturno, como de costumbre, pero al rato empezó a relajarse y a participar en la conversación.
—No has mencionado el tema de la autopsia —comentó de repente—. ¿Cómo está el asunto?
—De momento en manos del director de la funeraria —explicó Jack—. Tiene que llevar el papeleo al departamento de sanidad y disponer la apertura de la tumba y el transporte del ataúd.
—¿O sea que no queda descartada?
—Lo estamos intentando —aseguró Jack—. Creía que tal vez podría hacerse esta misma tarde, pero puesto que no tengo noticias, supongo que tendremos que esperar hasta mañana.
—El juez quiere dejar el caso zanjado el viernes —señaló Craig en tono desalentador—. Puede que mañana sea demasiado tarde. Detesto la idea de que hagas tantos esfuerzos por nada.
—Puede que no sirva de nada —convino Alexis, descorazonada—. Puede que todo sea en balde.
Jack paseó la mirada entre ambos.
—Vamos, chicos, a mí no me lo parece; al contrario, me da la sensación de estar haciendo algo útil. Además, cuanto más pienso en la cianosis, más ganas tengo de hacer la autopsia.
—¿Por qué? —quiso saber Alexis—. Vuelve a explicármelo.
—¡No le des cuerda! —exclamó Craig—. No quiero suscitar falsas esperanzas. Analicemos la sesión de esta mañana.
—Creía que no querías hablar de eso —replicó Alexis con cierta sorpresa.
—La verdad es que preferiría olvidarlo, pero por desgracia, no puedo permitirme ese lujo si vamos a introducir cambios.
Craig y Alexis se quedaron mirando a Jack con aire expectante.
—¿Qué es esto? —preguntó Jack con una sonrisa torva mientras los miraba alternativamente—. ¿Un interrogatorio? ¿Por qué yo?
—Porque eres el más objetivo de los tres —explicó Alexis—. Es evidente.
—¿Cómo crees que lo está haciendo Randolph ahora que lo has visto en acción? —inquirió Craig—. Estoy preocupado. No quiero perder el caso, y no solo porque no soy culpable de negligencia, sino también porque mi reputación se irá al garete. El último testigo había sido tutor mío en la facultad y mi adjunto durante la residencia, como ha explicado. Adoraba a ese tío, y aún lo adoro profesionalmente.
—Comprendo lo devastador y humillante que debe de ser para ti —aseguró Jack—. Dicho esto, creo que Randolph lo está haciendo bien. Ha conseguido neutralizar lo que Tony ha sacado del doctor Brown, de modo que diría que la sesión ha acabado en empate. El problema es que Tony resulta más entretenido, pero ésa no es razón suficiente para cambiar de abogado a estas alturas.
—Lo que no ha conseguido neutralizar es la excelente analogía del doctor Brown sobre el paciente pediátrico y la meningitis. Tiene razón, porque así es como hay que reaccionar ante una paciente posmenopáusica cuando sospechas siquiera remotamente que puede estar sufriendo un ataque al corazón. Las mujeres presentan síntomas distintos de los de los hombres en un número sorprendentemente elevado de los casos. Puede que la fastidiara, porque lo cierto es que se me ocurrió la posibilidad de un infarto.
—Los médicos siempre tienden a dudar de sí mismos en los casos con desenlace adverso —recordó Jack a Craig—, sobre todo cuando hay una supuesta negligencia. Lo cierto es que te desvivías por aquella mujer, y ella se aprovechaba de ti. Sé que no es políticamente correcto decirlo, pero es verdad. Con todas las falsas alarmas y las llamadas para que fueras a verla en plena noche, no es de extrañar que no se te ocurriera sospechar que estaba realmente enferma.
—Gracias —musitó Craig con los hombros hundidos—. Significa mucho para mí oírte decir eso.
—El problema es que Randolph tiene que hacérselo entender al jurado, para simplificar el asunto. Y tened en cuenta que Randolph todavía no ha presentado la defensa. Vosotros también contáis con expertos dispuestos a testificar lo que acabo de exponer.
Craig respiró hondo y exhaló el aire con fuerza al tiempo que asentía unas cuantas veces.
—Tienes razón. No puedo tirar la toalla, pero mañana me toca testificar.
—Creía que lo esperabas con impaciencia —comentó Jack—. Tú eres quien mejor sabe qué ocurrió y cuándo.
—Lo sé —convino Craig—, pero el problema es que detesto a Tony Fasano de tal manera que me cuesta no perder los papeles. Ya leíste la declaración. Consiguió sacarme de quicio. Randolph me aconsejó no ponerme arrogante, y me puse arrogante. Randolph me aconsejó no enfadarme, y me enfadé. Randolph me aconsejó limitarme a responder las preguntas, y yo me fui por la tangente, intentando justificar los errores. Lo hice fatal y temo que me vuelva a pasar. No se me dan bien estas cosas.
—Considera tu declaración como un ensayo —recomendó Jack—. Y recuerda que duró dos días. El juez no permitirá que tu testimonio dure tanto; es él quien quiere que el caso quede cerrado el viernes.
—Supongo que el quid de la cuestión es que no confío en mí mismo —reconoció Craig—. El único aspecto positivo de todo este desastre es que me ha obligado a mirarme al espejo. La razón por la que Tony Fasano consiguió que me pusiera arrogante es que soy arrogante. Sé que queda mal decirlo, pero soy el mejor médico que conozco. He tenido confirmación de ello en tantas ocasiones… Siempre fui uno de los mejores estudiantes, si no el mejor, durante toda la carrera, y me he vuelto adicto a los elogios. Necesito escucharlos, y por eso lo contrario, es decir, todo lo que estoy escuchando en este maldito juicio, me resulta tan humillante y devastador, maldita sea.
Craig enmudeció tras el arranque. Tanto Alexis como Jack se quedaron sin habla por unos instantes. El camarero acudió para llevarse los platos sucios. Alexis y Jack cambiaron una mirada y se volvieron de nuevo para observar a Craig con los ojos abiertos de par en par.
—¡Que alguien diga algo! —pidió Craig.
Alexis extendió las manos con las palmas hacia arriba y meneó la cabeza.
—No sé qué decir. No sé si reaccionar emocional o profesionalmente.
—Mejor profesionalmente. Creo que necesito un chute de realidad. Voy muy perdido, ¿y sabéis por qué? Os lo diré. En los primeros años de universidad, mientras trabajaba como un esclavo, aquello me parecía un asco, pero estaba convencido de que cuando entrara en la facultad de medicina, todo iría bien. Pues bien, la facultad de medicina también era un asco, de modo que esperaba con impaciencia la residencia. Ya os hacéis una idea. La residencia tampoco fue precisamente maravillosa, pero a la vuelta de la esquina me esperaba la oportunidad de abrir mi propia consulta. Y fue entonces cuando la realidad me dio alcance, gracias a las aseguradoras, la gestión médica y todas las demás chorradas que hay que aguantar.
Jack se quedó mirando a Alexis. Advirtió que su hermana intentaba decidir cómo responder a aquellas revelaciones repentinas, pero esperaba que se le ocurriera algo, porque él se sentía incapaz de articular palabra. El monólogo de Craig lo había dejado anonadado. La psicología no era su fuerte en modo alguno. Durante mucho tiempo apenas sí había podido aguantarse a sí mismo.
—Estoy impresionada con tu perspicacia —empezó Alexis.
—No te pongas condescendiente conmigo —espetó Craig.
—No, te lo digo en serio —insistió Alexis—. Estoy impresionada. Lo que intentas decir es que tu talante romántico ha sufrido decepciones constantes porque la realidad nunca ha estado a la altura de tus expectativas idealizadas. Cada vez que alcanzas un objetivo, no es lo que creías. Eso es trágico.
Craig puso los ojos en blanco.
—Me parece una chorrada.
—No lo es; piensa en ello —pidió Alexis.
Craig apretó los labios y frunció el ceño.
—Vale —reconoció por fin—. Tiene sentido, pero parece una forma muy rocambolesca de decir «Las cosas no han salido bien». Pero bueno, nunca me ha hecho demasiada gracia la jerga psicológica.
—Has tenido que afrontar varios conflictos —prosiguió Alexis—, y no ha sido fácil para ti.
—¿En serio? —exclamó Craig con cierta altanería.
—No te pongas a la defensiva —exigió Alexis—. Me has pedido mi opinión profesional.
—Tienes razón, lo siento. Háblame de esos conflictos.
—El más sencillo se da entre la medicina clínica y la investigación. Eso te ha causado cierta ansiedad porque necesitas dedicarte al cien por cien a todo lo que acometes, pero en este caso has logrado encontrar cierto equilibrio. Otro conflicto más problemático es el que se da entre dedicarte a tu trabajo o dedicarte a tu familia. Eso te ha causado mucha angustia.
Craig se la quedó mirando sin decir nada.
—Por motivos obvios, no puedo ser objetiva —continuó Alexis—. Lo que me gustaría es que exploraras lo que acabas de contarnos con un profesional.
—No me gusta pedir ayuda —señaló Craig.
—Lo sé, pero incluso esta actitud indica algo que quizá merezca la pena explorar —persistió Alexis antes de volverse hacia Jack—. ¿Quieres decir algo?
Jack levantó las manos.
—No, estas cosas no son mi fuerte.
De hecho, estaba pensando en los conflictos a los que se había enfrentado él, es decir, a la posibilidad de formar una nueva familia con Laurie, como haría el viernes. Durante muchos años se había negado, había creído que no merecía ser feliz y que una nueva familia degradaría a la primera. Pero con el correr de los años, aquella sensación había dado paso al miedo a poner a Laurie en peligro. Jack había luchado contra el miedo claramente irracional de que amar a alguien entrañara un peligro para esa persona.
La conversación tomó derroteros menos serios, y Jack aprovechó la ocasión para levantarse de la mesa y hacer una llamada. Salió a la explanada adoquinada y marcó el número de la oficina del forense con la intención de dejar un mensaje a la secretaria de Calvin. Tenía la esperanza de que su jefe hubiera salido a comer, pero por desgracia, era la secretaria quien había salido, pues Calvin contestó en persona.
—¿Cuándo demonios vas a volver? —tronó al oír la voz de Jack.
—La cosa no pinta bien —reconoció Jack.
Se vio obligado a apartarse el teléfono de la oreja mientras Calvin mascullaba juramentos y regañaba a Jack por su irresponsabilidad. Cuando el jefe le preguntó qué demonios estaba haciendo, volvió a acercarse el auricular y le habló de la autopsia. También le contó que le habían presentado al jefe de la oficina del forense de Boston, el doctor Kevin Carson.
—¿Ah, sí? ¿Cómo está el sureño? —preguntó Calvin.
—Creo que bien. Estaba haciendo una autopsia cuando me lo presentaron, así que hablamos muy poco.
—¿Preguntó por mí?
—¡Sí! —mintió Jack—. Me dio saludos para ti.
—Bueno, pues salúdalo de mi parte si lo ves otra vez. Y luego vuelve aquí. No hace falta que te diga que Laurie va de bólido con los preparativos. No pretenderás presentarte en el último momento, ¿eh?
—Claro que no —aseguró Jack.
Sabía que Calvin era una de las personas del trabajo a las que Laurie había insistido en invitar. De haber dependido de él, Jack solo habría invitado a Chet, su compañero de despacho. En el trabajo todo el mundo ya sabía demasiado acerca de su vida privada.
Fue en busca de Craig y Alexis, y tras un breve paseo al sol, los tres regresaron al juzgado. Cuando llegaron a la sala, otros espectadores también entraban en ella. Era la una y cuarto. Siguieron a los demás al interior.
Craig traspasó la baranda con Randolph y su asistente. Jordan Stanhope ya estaba sentado a la mesa del demandante con Tony Fasano y Renee Relf. Jack supuso que Tony estaba dando los últimos consejos a su cliente antes de que éste subiera al estrado. Si bien el sonido de su voz quedaba ahogado por el murmullo de la sala, sus labios se movían con rapidez, y gesticulaba con ambas manos.
—Tengo la sospecha que esta tarde va a ser un espectáculo —comentó a Alexis mientras se abrían paso hacia la misma fila donde se habían sentado por la mañana.
Alexis había indicado que le gustaba estar cerca del jurado para observar sus expresiones y gestos. Los miembros del jurado todavía no habían llegado.
—Creo que tienes razón —convino Alexis al tiempo que se sentaba y dejaba el bolso en el suelo a sus pies.
Jack tomó asiento y se removió un poco para ponerse lo más cómodo posible pese a la dureza del banco de roble. Paseó la mirada por la sala, fijándose en la estantería repleta de libros de derecho que se alzaba tras la butaca del juez. Dentro del espacio del tribunal había una pizarra con ruedas, además de las mesas del demandante y el demandado, todo ello colocado sobre una moqueta moteada. Cuando sus ojos se desviaron hacia la derecha para contemplar el puesto del alguacil, pasaron de largo, y de nuevo se encontró mirando de hito en hito a Franco. A diferencia de aquella mañana y a causa de la posición del sol, Jack alcanzó a distinguir los ojos del hombre en sus profundas cuencas. Eran como dos relucientes canicas negras. Sintió el impulso de saludarlo otra vez, pero se impuso la sensatez. Aquella mañana ya se había divertido; mostrarse demasiado provocador no tenía ningún sentido.
—¿Te ha sorprendido tanto como a mí lo que ha dicho Craig durante la comida? —le preguntó Alexis.
Contento de poder dejar de mirar a Franco, Jack se volvió hacia su hermana.
—Asombrado sería la palabra exacta. No pretendo ser cínico, pero no me parece propio de él. ¿Los narcisistas reconocen que lo son?
—Por lo general no, a menos que se sometan a terapia y estén muy motivados. Por supuesto, me refiero a la gente con un trastorno de personalidad real y grave, no a un simple rasgo, que es la categoría a la que pertenece la mayoría de los médicos.
Jack contuvo la lengua; no tenía intención de discutir con su hermana a qué grupo pertenecía Craig.
—¿Esta clase de comentarios son una reacción transitoria al estrés o pueden significar un verdadero cambio vital? —preguntó en cambio.
—El tiempo lo dirá —comentó Alexis—. Pero quiero tener esperanzas; sería algo muy positivo. La verdad es que en muchos sentidos, Craig es víctima de un sistema que lo ha empujado a competir y destacar, y la única forma de asegurarse de que destacaba era obtener los elogios de sus profesores, como el doctor Brown. Como él mismo ha reconocido, se volvió adicto a esa clase de aprobación, y cuando acabó los estudios, le quitaron la droga como a un toxicómano y al mismo tiempo chocó de frente con la realidad del tipo de medicina que se veía obligado a ejercer.
—Creo que eso les pasa a muchos médicos. Necesitan muchos elogios.
—A ti no te pasó. ¿Cómo es?
—Hasta cierto punto sí que me pasaba cuando era oftalmólogo. Randolph consiguió que el doctor Brown reconociera que se debe a la estructura competitiva de la formación médica. Pero en mis tiempos de estudiante, yo no era tan obsesivo como Craig. Tenía otros intereses aparte de la medicina. Solo saqué un notable alto en la rotación de medicina interna de tercero.
Jack dio un respingo cuando el móvil empezó a vibrar en su bolsillo; lo había puesto en modo de vibración silenciosa. Intentó sacarlo con ademanes frenéticos. Por motivos que no alcanzaba a comprender, el teléfono siempre le producía un sobresalto.
—¿Te pasa algo? —preguntó Alexis al observar sus contorsiones.
Jack adelantó la pelvis para poder acceder al bolsillo.
—El maldito móvil —masculló Jack.
Por fin logró sacarlo, miró la pantalla y comprobó que el prefijo era 617, es decir, Boston. De repente recordó el número; era el de la funeraria.
—Ahora vuelvo —dijo.
Se levantó y salió de la fila a toda prisa. Una vez más percibió la mirada de Franco, pero no se la devolvió, sino que salió de la sala para contestar a la llamada.
Por desgracia había muy poca cobertura, de modo que colgó, bajó en el ascensor hasta la planta baja, salió del juzgado y buscó el número en la lista de llamadas recibidas. Al cabo de un instante se puso Harold, y Jack se disculpó por la mala cobertura.
—No pasa nada —dijo Harold—. Tengo buenas noticias. El papeleo ya está tramitado, los permisos concedidos y todo dispuesto.
—Estupendo —exclamó Jack—. ¿Cuándo? ¿Esta misma tarde?
—No, eso habría sido un milagro. Lo harán mañana, a media mañana. Es lo máximo que he podido hacer. Tanto la excavadora como el furgón de transporte están ocupados esta tarde.
Decepcionado por la ausencia del milagro, Jack dio las gracias al director y colgó. Permaneció inmóvil unos instantes mientras intentaba decidir si llamar a Laurie para explicarle cuándo practicaría la autopsia. Si bien sabía que era lo correcto, no le apetecía en absoluto, porque sabía cuál sería su reacción. De repente se le ocurrió una idea cobarde. En lugar de llamarla al teléfono fijo del trabajo, donde con toda probabilidad la localizaría, se le ocurrió llamarla al móvil y dejarle un mensaje, ya que rara vez lo conectaba durante el día. De ese modo evitaría su reacción inmediata y le daría la oportunidad de procesar la información antes de que la llamara por la noche. Marcó su número y experimentó un gran alivio al oír el mensaje grabado del buzón de voz.
Una vez realizada aquella tarea ligeramente desagradable, Jack subió para sentarse de nuevo junto a Alexis. Jordan Stanhope estaba en el estrado, y Tony tras el atril, pero nadie hablaba. Tony estaba ocupado hojeando sus papeles.
—¿Me he perdido algo? —preguntó a Alexis en un susurro.
—No. Jordan acaba de prestar juramento y está a punto de empezar a testificar.
—La autopsia se hará mañana, después de que exhumen el cadáver.
—Genial —repuso Alexis, pero su reacción no era la que Jack había esperado.
—No pareces muy entusiasmada.
—¿Cómo quieres que lo esté? Como ha dicho Craig durante la comida, puede que mañana sea demasiado tarde.
Jack se encogió de hombros; estaba haciendo lo que podía.
—Sé que esto es difícil para usted —empezó Tony en voz alta y clara para que toda la sala lo oyera—. Intentaré que su testimonio sea lo más breve y lo menos doloroso posible, pero el jurado necesita escuchar sus palabras.
Jordan asintió en señal de gratitud. En lugar de la postura erguida que siempre mantenía en la mesa del demandante, ahora se sentaba con los hombros encorvados, y en vez de su anterior expresión neutra, las comisuras de sus labios se curvaban hacia abajo en una expresión de desazón y desesperación. Llevaba un traje de seda negra, camisa blanca y corbata negra. Al bolsillo de la pechera asomaba la punta de un pañuelo negro.
—Supongo que echa de menos a su esposa —prosiguió Tony—. Era una mujer maravillosa, apasionada y culta que adoraba vivir, ¿verdad?
—¡Por el amor de Dios! —gimió Jack en voz baja—. Después de haberlo visitado, esto me va a dar ganas de vomitar. Y me sorprende la actitud de Randolph. No soy abogado, pero sin duda es una pregunta tendenciosa. ¿Por qué no protesta?
—Me dijo que el testimonio de la viuda o el viudo siempre es el más problemático para la defensa. Dice que la mejor estrategia es lograr que bajen del estrado lo antes posible, lo cual significa dar bastante margen al abogado del demandante.
Jack asintió. El dolor de perder a un familiar era una emoción que todo el mundo consideraba una experiencia humana fundamental.
Jordan siguió contando un cuento empalagosamente sentimentaloide sobre Patience. Lo maravillosa que era, la idílica vida en común, lo mucho que la amaba. Tony iba guiándolo con preguntas cuando Jordan se quedaba en blanco.
En aquel punto del tedioso testimonio de Jordan, Jack volvió la cabeza para echar un vistazo a la sección del público. Vio a Franco, pero éste observaba al testigo, lo cual le produjo cierto alivio. Jack esperaba que lo pasado, pasado fuera. Buscaba a otra persona y la encontró en la última fila. Era Charlene. La mujer ofrecía un aspecto impresionante con su atuendo de luto. Jack meneó la cabeza. En ocasiones no alcanzaba a comprender la degeneración de que eran capaces los seres humanos. Aun cuando solo fuera por las apariencias, Charlene debería haberse abstenido de acudir.
A medida que se alargaba la elegía a Patience, Jack empezó a ponerse nervioso. No tenía necesidad alguna de escuchar las tonterías que soltaba aquel impostor. Clavó la mirada en la nuca de Craig. Su cuñado estaba inmóvil, como en trance. Jack intentó imaginar cómo sería verse atrapado en semejante pesadilla. Luego miró de soslayo a su hermana. Alexis escuchaba el testimonio de Jordan absorta y con los ojos entornados. Jack le deseaba lo mejor y lamentaba no poder hacer más para ayudarla.
Justo cuando estaba a punto de concluir que no podía escuchar una sola palabra más, Tony cambió de tercio.
—Hablemos ahora del 8 de septiembre de 2005 —indicó—. Me parece que su mujer no se encontraba bien aquel día. ¿Podría contarnos con sus propias palabras qué ocurrió?
Jordan carraspeó e irguió los hombros.
—A media mañana me di cuenta de que no se encontraba bien. Me llamó para que fuera a su dormitorio y allí la encontré muy alterada.
—¿De qué se quejaba?
—Dolor abdominal, gases, congestión… Me dijo que estaba tosiendo más de lo habitual, que no había pegado ojo en toda la noche y que ya no lo aguantaba más. Me pidió que llamara al doctor Bowman, que quería que viniera inmediatamente, porque no se veía capaz de ir a la consulta.
—¿Tenía algún otro síntoma?
—Me dijo que le dolía la cabeza y que estaba sofocada.
—Es decir, en cuanto a los síntomas… Dolor abdominal, gases, tos, dolor de cabeza y sofocos.
—Básicamente. Siempre tenía muchos síntomas, pero aquéllos eran los principales.
—Pobre mujer —se lamentó Tony—. Y supongo que también era duro para usted.
—Nos las apañábamos lo mejor posible —repuso Jordan con cierta rigidez.
—Entonces llamó usted al médico, y él vino a su casa.
—Sí.
—¿Y qué pasó?
—El doctor Bowman la examinó y le recomendó que tomara la medicación que ya le había prescrito para el sistema digestivo. También le aconsejó que se levantara de la cama y fumara menos. Asimismo le dijo que consideraba que estaba más ansiosa de lo habitual y sugirió que tomara una dosis baja de antidepresivos antes de acostarse. Le dijo que en su opinión merecía la pena probar.
—¿Y Patience quedó satisfecha con aquellas recomendaciones?
—No. Quería un antibiótico, pero el doctor Bowman se negó a recetárselo. Le dijo que no lo necesitaba.
—¿Y su esposa siguió las recomendaciones del médico?
—No sé qué medicamentos tomó, pero lo que sí hizo fue levantarse al cabo de un rato. Me pareció que se encontraba bastante mejor. Hacia las cinco me dijo que quería volver a acostarse.
—¿En aquel momento se quejó de algún síntoma en especial?
—No. Ya le digo, siempre tenía bastantes molestias y por eso subió a acostarse.
—¿Qué pasó luego?
—Hacia las siete me llamó para que fuera a su habitación. Quería que volviera a llamar al médico porque se encontraba muy mal.
—¿Tenía las mismas molestias que por la mañana?
—No, eran completamente distintas.
—¿De qué se trataba? —preguntó Tony.
—Me dijo que le dolía el pecho desde hacía una hora.
—Un dolor diferente del dolor abdominal que había sufrido por la mañana…
—Completamente diferente.
—¿Qué más?
—Se sentía débil y me dijo que había vomitado un poco. Apenas podía incorporarse, me dijo que se sentía entumecida y que tenía la sensación de estar flotando. Y también me dijo que le costaba respirar. Estaba muy mal.
—Parece una situación grave. Debió de asustarse usted mucho.
—Estaba muy alterado y preocupado.
—Así que… —Tony hizo una pausa de efecto dramático antes de continuar—, llamó usted al médico. ¿Qué le dijo?
—Le dije que Patience estaba muy enferma y que debía ir al hospital.
—¿Y cómo reaccionó el doctor Bowman a su petición de ir al hospital enseguida?
—Quería que le describiera los síntomas.
—¿Y lo hizo usted? ¿Le contó lo que acaba de contarnos a nosotros?
—Casi con las mismas palabras.
—¿Y cuál fue la reacción del doctor Bowman? ¿Le dijo que pidiera una ambulancia y que se reunirían en el hospital?
—No. Siguió haciéndome preguntas que me obligaban a ir a ver a Patience para obtener respuesta.
—A ver si lo entiendo bien. Le dijo al doctor Bowman que su mujer estaba muy mal, y él lo obligó a ir a preguntarle detalles concretos… ¿Es eso lo que sucedió?
—Exacto.
—Durante este período de preguntas y respuestas, mientras transcurrían unos minutos valiosísimos, ¿volvió a mencionar usted su convicción de que Patience debía ir al hospital sin demora?
—Sí. Estaba aterrorizado.
—No me extraña, puesto que su esposa se estaba muriendo ante sus ojos.
—Protesto —intervino Randolph—. Argumentativa y prejudicial. Solicito que se elimine de las actas.
—Se acepta —convino el juez Davidson antes de volverse hacia el jurado—. Deberán descartar el último comentario del señor Fasano y no incluirlo en sus deliberaciones —ordenó—. Le advierto, letrado, que no consentiré más comentarios como éste —avisó a Fasano.
—Pido disculpas al tribunal —dijo Tony—. Las emociones han podido conmigo; no volverá a suceder.
Alexis se inclinó hacia Jack.
—Tony Fasano me da miedo. Es muy bueno, sabe lo que se hace.
Jack asintió; era como ver a un gamberro callejero en una pelea de bar.
Tony Fasano se acercó a la mesa del demandante para beber un poco de agua. Jack lo sorprendió guiñándole el ojo a su asistente, Renee Relf, a espaldas del juez.
De nuevo en el atril, Tony prosiguió con el interrogatorio.
—Durante su conversación telefónica con el doctor Bowman, mientras su esposa yacía en la cama en estado grave, ¿el doctor pronunció las palabras «ataque al corazón»?
—Sí.
—¿Dijo que su esposa estaba sufriendo un ataque al corazón?
—Sí, dijo que eso le parecía.
Jack advirtió que Craig se inclinaba para susurrar algo al oído de Randolph, que asintió.
—Cuando el doctor Bowman llegó a su casa y vio a Patience, su actitud cambió respecto a la que había mostrado por teléfono, ¿no es así?
—Protesto —terció Randolph—. Tendenciosa.
—Se acepta —decretó el juez Davidson.
—Señor Stanhope, ¿podría decirnos qué sucedió cuando el doctor Bowman llegó a su casa la noche del 8 de septiembre del año pasado?
—Se quedó de una pieza al ver el estado de Patience y me dijo que pidiera una ambulancia enseguida.
—¿El estado de Patience había cambiado de forma significativa entre la conversación telefónica y la llegada del doctor Bowman?
—No.
—¿Le dijo el doctor Bowman en aquel momento algo que a usted le pareciera inapropiado?
—Sí, me culpó por no haber descrito bien los síntomas de Patience.
—¿Y eso le sorprendió?
—Por supuesto que sí. Le había dicho lo mal que estaba y le había dicho varias veces que debía ir directamente al hospital.
—Gracias, señor Stanhope. Agradezco su testimonio acerca de este suceso tan trágico. Una pregunta más. Cuando el doctor Bowman llegó a su casa aquella noche fatídica, ¿qué llevaba? ¿Lo recuerda?
—Protesto —exclamó Randolph—. No ha lugar.
El juez Davidson hizo girar la estilográfica mientras observaba a Tony.
—¿Es un punto relevante o mero adorno?
—Es muy relevante, Señoría —aseguró Tony—, tal como se pondrá de manifiesto en el testimonio del próximo testigo de la acusación.
—Denegada —dijo el juez Davidson—. El testigo puede responder a la pregunta.
—El doctor Bowman llevaba esmoquin e iba acompañado de una joven ataviada con un vestido muy escotado.
Algunos de los miembros del jurado cambiaron miradas con sus vecinos como si se preguntaran qué estarían pensando.
—¿Reconoció usted a la joven?
—Sí, la había visto en la consulta del doctor Bowman, y él la presentó como su secretaria.
—¿La elegancia de su atuendo le pareció extraña o significativa?
—Ambas cosas —repuso Jordan—. Extraña porque sugería que estaban de camino a algún tipo de acto social, y yo sabía que el doctor Bowman estaba casado, y significativa porque me preguntaba si tendría algo que ver con la decisión del doctor Bowman de visitar a Patience en casa en lugar de reunirse con nosotros en el hospital.
—Gracias, señor Stanhope —dijo Tony mientras recogía sus papeles—. No hay más preguntas.
—Señor Bingham —llamó el juez Davidson con un ademán de cabeza.
Randolph titubeó un instante, a todas luces absorto en sus pensamientos. Incluso cuando por fin se levantó y se dirigió hacia el atril, parecía moverse por acto reflejo, no de forma consciente. En la sala reinaba un silencio profundo y expectante.
—Señor Stanhope —comenzó Randolph—, le haré muy pocas preguntas. Todos los integrantes de la defensa, incluido el doctor Bowman, lamentamos profundamente la muerte de su esposa y comprendemos cuán difícil debe de resultarle recordar los trágicos acontecimientos de aquella noche, de modo que seré breve. Volvamos sobre la conversación telefónica que sostuvo usted con el doctor Bowman. ¿Recuerda haberle dicho al doctor Bowman que, al menos que usted recordara, Patience nunca se había quejado de dolores en el pecho?
—No estoy seguro; estaba muy alterado.
—En cambio, en el turno del señor Fasano me ha parecido que recordaba con gran exactitud dicha conversación.
—Es posible que le dijera que nunca había tenido dolores en el pecho, pero no estoy del todo seguro.
—Le recuerdo que es lo que dijo en su declaración. ¿Quiere que se lo lea?
—No. Si figura en la declaración será cierto. Y ahora que me lo recuerda, creo que sí le dije que nunca había sufrido dolores en el pecho. Han pasado ocho meses, y aquella noche yo estaba bajo una gran tensión. La declaración queda mucho más cerca de los hechos.
—Gracias, señor Stanhope. Pero me gustaría que hiciera memoria respecto a la reacción del doctor Bowman. ¿Recuerda lo que dijo?
—Me parece que no.
—Le corrigió y le recordó que Patience había sufrido dolores en el pecho en varias ocasiones, dolores por los que el doctor la había visitado en casa.
—Es posible.
—Así pues, sus recuerdos acerca de lo que se dijo en aquella conversación telefónica no son tan precisos como se nos ha hecho creer hace unos minutos.
—Aquella conversación tuvo lugar hace ocho meses, y en ese momento yo estaba frenético. No me parece tan extraño.
—No lo es, pero por otro lado está usted seguro de que el doctor Bowman afirmó que Patience estaba sufriendo un ataque al corazón.
—Dijo que había que descartarlo.
—Tal como lo expresa parece que no fue el doctor Bowman quien sacó el tema a colación.
—Fui yo. Le pregunté si era eso lo que creía. Lo adiviné por las preguntas que quería que le hiciese a Patience.
—Decir que había que descartarlo es muy distinto de afirmar que Patience estaba sufriendo un ataque al corazón. ¿Le sorprendería saber que el doctor Bowman no empleó en ningún momento las palabras «ataque al corazón» durante su conversación?
—Hablamos de ello, lo recuerdo.
—Fue usted quien sacó el tema, mientras que el doctor Bowman se limitó a responder que «había que descartarlo». Ni siquiera pronunció las palabras «ataque al corazón».
—Es posible que fuera así, pero ¿qué importa?
—En mi opinión, importa mucho. ¿Cree usted que cuando alguien sufre dolores en el pecho…, usted mismo, por ejemplo, y tiene acceso a un médico, dicho médico cree que hay que descartar un ataque al corazón?
—Supongo.
—Entonces, cuando usted le dijo al doctor Bowman que a Patience le dolía el pecho, no es de extrañar que el doctor Bowman considerara necesario descartarlo, aun cuando las probabilidades fueran muy, muy escasas.
—Supongo que no.
—Y en las visitas domiciliarias anteriores que el doctor Bowman había hecho para verificar dolores en el pecho, ¿cuál fue el diagnóstico?
—Se concluyó que eran gases abdominales.
—Correcto. Gases intestinales en el pliegue esplénico del colon, para ser exactos. No era un ataque al corazón ni ninguna otra dolencia cardíaca, puesto que los electrocardiogramas eran normales y siguieron siéndolo en exploraciones ulteriores.
—No eran ataques al corazón.
—El doctor Bowman acudió muchas veces a su domicilio para atender a Patience. De hecho, los informes muestran una frecuencia de aproximadamente una visita por semana a lo largo de un período de ocho meses. ¿Coincide esto con lo que usted recuerda?
Jordan asintió con la cabeza, lo cual le mereció una reconvención del juez.
—El testigo debe responder en voz alta para que sus palabras puedan constar en acta.
—Sí —asintió Jordan.
—¿Patience prefería que el médico la visitara en casa?
—Sí, no le gustaba ir a la consulta.
—¿Le gustaban los hospitales?
—La aterrorizaban los hospitales.
—De modo que, con sus visitas domiciliarias, el doctor Bowman satisfacía los deseos y las necesidades de su esposa.
—Así es.
—Puesto que está usted semijubilado y pasa mucho tiempo en casa, tuvo usted ocasión de entablar relación con el doctor Bowman gracias a todas aquellas visitas.
—Sí —convino Jordan—. Charlábamos en cada visita y trabamos una relación muy cordial.
—Supongo que usted siempre estaba presente cuando el doctor Bowman atendía a su esposa.
—O yo o la doncella.
—Durante alguna de aquellas conversaciones con el doctor Bowman, que imagino giraban sobre todo en torno a Patience, ¿surgió alguna vez el término hipocondriasis?
Jordan desvió la vista hacia Tony antes de volver a mirar a Randolph.
—Sí.
—Y supongo que conoce usted la definición de esta palabra.
—Supongo que sí —reconoció Jordan con un encogimiento de hombros.
—Se aplica a las personas que se preocupan en exceso por sensaciones y funciones normales, hasta el punto de convencerse de que son señal de problemas graves que requieren atención médica. ¿Es así como entiende usted el término?
—No lo habría definido exactamente así, pero sí.
—¿El doctor Bowman empleó alguna vez este término en relación con Patience?
—Sí.
—¿Lo empleó con intención peyorativa?
—No. Dijo que era importante recordar que los hipocondríacos también podían sufrir enfermedades reales además de las imaginarias, y que aun cuando esas enfermedades imaginarias no existieran, los hipocondríacos sufrían.
—Hace unos instantes, cuando el señor Fasano lo estaba interrogando, usted testificó que el estado de Patience no cambió de forma significativa entre su conversación telefónica con el doctor Bowman y la llegada de éste.
—Así es.
—Durante la conversación telefónica, usted comentó al doctor Bowman que, en su opinión, a Patience le costaba respirar. ¿Lo recuerda?
—Sí.
—También dijo que le parecía que estaba bastante azul. ¿También lo recuerda?
—No sé si fueron mis palabras exactas, pero era lo que quería decir.
—Afirmó que fueron sus palabras exactas o casi exactas. En su declaración convino usted en que eran casi exactas. ¿Quiere leer el pasaje en cuestión?
—Si dije que fueron mis palabras casi exactas, entonces así fue. Ahora mismo no me acuerdo.
—Al llegar a su casa, el doctor Bowman comprobó que Patience estaba totalmente azul y que apenas si respiraba. ¿Diría que eso difiere de forma significativa de lo que le contó por teléfono?
—Intentaba hacer lo que podía en una situación difícil. Le dejé muy claro que Patience estaba muy enferma y que debía ir al hospital.
—Una pregunta más —prosiguió Randolph, irguiéndose en todo su metro ochenta y tantos de estatura—. Teniendo en cuenta el largo historial de hipocondriasis de Patience, junto con toda una serie de episodios previos de dolores en el pecho causados por gases intestinales, ¿cree usted que la noche del 8 de septiembre de 2005 el doctor Bowman consideró que Patience Stanhope estaba sufriendo un ataque al corazón?
—Protesto —terció Fasano, levantándose de un salto—. Conjetura.
—Se acepta —decretó el juez Davidson—. Esta pregunta puede formularse al demandado durante su testimonio.
—No hay más preguntas —anunció Randolph antes de regresar a la mesa de la defensa.
—¿Quiere contrainterrogar? —preguntó el juez Davidson a Tony.
—No, Señoría.
Mientras Jordan bajaba el estrado, Jack se volvió hacia Alexis y levantó el pulgar en señal de aprobación por el interrogatorio de Randolph, pero entonces reparó en las expresiones de los miembros del jurado. No parecían ni mucho menos tan entusiasmados como él. En lugar de ver a muchos de ellos inclinados hacia delante como antes, se fijó en que todos se habían recostado de nuevo en sus asientos con los brazos cruzados sobre el pecho, a excepción del fontanero, que de nuevo se examinaba las uñas.
—¡Que el demandante llame a su siguiente testigo! —ordenó el juez Davidson.
Tony se levantó.
—¡Llamamos al estrado a la señora Leona Rattner! —vociferó.