Newton, Massachusetts,
miércoles, 7 de junio de 2006, 6.15 horas.
La mañana fue tan caótica como la anterior e incluyó otra disputa entre Meghan y Christina por un complemento. Jack no llegó a enterarse de qué complemento se trataba, pero aquel día la situación era a la inversa, porque era Meghan quien no quería prestárselo a Christina, que acabó volviendo a su habitación hecha un mar de lágrimas.
Alexis era la única que se comportaba con normalidad. Era como si fuera el pegamento que mantenía unido a la familia. Craig estaba soñoliento y apenas habló; por lo visto aún se encontraba bajo los efectos del somnífero y el whisky.
En cuanto las niñas se fueron a la escuela, Alexis se volvió hacia Jack.
—¿Quieres venir con nosotros en coche o prefieres conducir el tuyo?
—Tengo que llevarme el mío. Antes de nada quiero pasar por la funeraria Langley-Peerson para entregar los papeles firmados e iniciar el procedimiento de exhumación.
Lo que no añadió era que tenía intención de ir a jugar a baloncesto a última hora de la tarde.
—¿Nos vemos en el juzgado, entonces?
—Eso espero.
Sin embargo, albergaba la esperanza de que Harold Langley pudiera hacer un milagro y sacar a Patience Stanhope de su morada eterna aquella misma mañana. En tal caso, Jack podría hacer la autopsia, tener los resultados más importantes por la tarde, entregárselos a Craig y Alexis y volver a Nueva York. De ese modo dispondría de todo el jueves para resolver todos los asuntos pendientes en el despacho antes de irse de luna de miel el sábado. También tendría tiempo de ir a buscar los billetes de avión y los bonos de hotel.
Jack se marchó antes que Craig y Alexis. Subió al coche de alquiler y puso rumbo a la autopista de Massachusetts. Había supuesto que al ya haber estado en la funeraria de Langley-Peerson, le resultaría fácil volver a encontrarla, pero por desgracia se equivocaba. Le llevó casi cuarenta minutos de conducción estresante en extremo recorrer los ocho kilómetros que lo separaban en línea recta de la funeraria.
Mascullando juramentos entre dientes por culpa de la agobiante experiencia, alcanzó por fin el aparcamiento de la funeraria. Estaba más concurrido que el día anterior, por lo que se vio obligado a dejar el coche en el extremo más alejado. Cuando llegó a la parte delantera del edificio vio a varias personas en el porche. Fue entonces cuando se dijo que debía de haber un funeral. Sus sospechas quedaron confirmadas cuando entró en el vestíbulo. En el velatorio que quedaba a su derecha, varias personas disponían flores y abrían sillas plegables para acomodar a todos los deudos. Sobre el catafalco se veía un ataúd abierto cuyo ocupante yacía cómodamente. Llenaba el aire la misma música piadosa que el día anterior.
—¿Quiere firmar en el libro? —preguntó un hombre en voz baja y compasiva.
En muchos aspectos era una versión más corpulenta de Harold Langley.
—Estoy buscando al director.
—Yo soy el director. Locke Peerson, para servirle.
Jack explicó que buscaba al señor Langley, y el otro director le indicó que fuera al despacho que ya conocía. Encontró a Langley sentado a su mesa.
—El actual señor Stanhope ha firmado la autorización —anunció Jack sin preámbulo alguno al tiempo que le alargaba el impreso—. Es extremadamente urgente hacer traer el cadáver a su sala de embalsamamiento lo antes posible.
—Esta mañana tenemos un funeral —repuso Harold—. Me ocuparé del asunto en cuanto termine.
—¿Cree que podrá hacerse hoy mismo? Tenemos muy poco tiempo.
—Doctor Stapleton, ¿no recuerda que en este procedimiento intervienen el ayuntamiento, la empresa de excavación y el cementerio? Bajo circunstancias normales estaríamos hablando de al menos una semana.
—Imposible —objetó Jack con vehemencia—. Tiene que hacerse hoy mismo o mañana a lo sumo.
Jack se estremeció ante la posibilidad de tener que esperar hasta el jueves y se preguntó qué le diría a Laurie en ese caso.
—Eso sí es imposible.
—Tal vez se tercie añadir quinientos dólares a su tarifa habitual para compensarle por los inconvenientes que le pueda causar —comentó Jack.
Observó con detenimiento la expresión de Harold. Su cuerpo poseía una inmovilidad casi sobrenatural, y sus labios finísimos le recordaron los de Randolph.
—Lo único que puedo decirle es que haré todo cuanto esté en mi mano, pero no puedo prometerle nada.
—Con eso me conformo —aseguró Jack al tiempo que le alargaba una tarjeta de visita—. Por cierto, ¿tiene idea del estado en que se encuentra el cadáver?
—Por supuesto. Debería hallarse en perfecto estado. Fue embalsamado con nuestra habitual meticulosidad y sepultado en un ataúd de la gama más alta, un Reposo Perpetuo con revestimiento de cemento de primera calidad.
—¿Qué me dice de la tumba? ¿Está en un lugar muy húmedo?
—No, se encuentra en lo alto de la colina. El primer señor Stanhope eligió personalmente el lugar como morada eterna para su familia.
—Llámeme en cuanto sepa algo.
—Por supuesto.
Mientras Jack salía de la funeraria, las personas que había visto en el porche empezaban a desfilar con aire sombrío al interior. Subió al coche y consultó el nuevo mapa que le había proporcionado Alexis tras reírse al saber que había intentado desplazarse por la ciudad con el mapa de la empresa de alquiler. El siguiente destino de Jack era la oficina del forense. Gracias a la ahora escasa densidad del tráfico, tardó relativamente poco en llegar.
La recepcionista se acordaba de él, le dijo que la doctora Wylie estaba en la sala de autopsias y llamó por propia iniciativa para hablar con ella. Al poco, un técnico del depósito subió y acompañó a Jack hasta la antesala. Allí vio a dos hombres vestidos con traje; uno de ellos era afroamericano y el otro, blanco, un irlandés corpulento y de tez rubicunda. Todos los demás llevaban ropa protectora. Al cabo de unos instantes, Jack sabría que aquellos dos hombres eran detectives interesados en el caso que llevaba Latasha Wylie.
Jack obtuvo el atuendo necesario y tras vestirse entró en la sala. Al igual que el resto de las instalaciones, la sala de autopsias era moderna y hacía que la de Nueva York pareciera antediluviana en comparación. Latasha estaba en la última mesa y al verlo le indicó por señas que se acercara.
—Estoy a punto de acabar —anunció desde detrás de la mascarilla de plástico—. He pensado que quizá le gustaría echar un vistazo.
—¿Qué tiene? —preguntó Jack, siempre interesado.
—Mujer de cincuenta y nueve años hallada muerta en su dormitorio tras recibir la visita de un hombre al que había conocido por internet. El dormitorio estaba patas arriba, lo que sugería un forcejeo, con la mesita de noche volcada y la lámpara rota. Los dos detectives que esperan fuera creen que se trata de un homicidio. La mujer presentaba una herida en la frente, junto al nacimiento del cabello.
Latasha tiró del cuello cabelludo de la mujer, retirado para poder acceder al cerebro.
Jack se inclinó para examinar la herida. Era redonda y hundida, como si la hubiera ocasionado un martillo.
Latasha le explicó cómo había reconstruido lo que al final resultaba ser un accidente, no un homicidio. La mujer había resbalado con una estera colocada sobre el parquet, había chocado contra la mesita de noche y se había golpeado la cabeza contra el ornamento en forma de pomo de la lámpara con toda la fuerza de su peso corporal. El caso constituía un buen ejemplo de la importancia de conocer a fondo el escenario de la muerte. Por lo visto, el ornamento era bastante alargado y acababa en una suerte de disco plano que parecía una cabeza de martillo.
Jack estaba impresionado y así se lo dijo a Latasha.
—Nada del otro jueves —comentó ella—. ¿En qué puedo servirle?
—Quiero aceptar su ofrecimiento de prestarme utensilios para la autopsia. Parece que se va a practicar, siempre y cuando se den prisa en exhumar el cadáver. La haré en la funeraria Langley-Peerson.
—Si la hace fuera de mi horario laboral, estaré encantada de echarle una mano. Podría llevar una sierra para hueso.
—¿De verdad? —Jack no había esperado tanta generosidad—. Me encantaría contar con su ayuda.
—Parece un caso fascinante. Le presentaré a nuestro jefe, el doctor Kevin Carson.
El jefe, que estaba practicando una autopsia en la mesa uno, resultó ser un hombre alto, desgarbado y afable de acento sureño. Mencionó que conocía bien al jefe de Jack, el doctor Harold Bingham, y comentó que Latasha le había hablado de sus intenciones. Asimismo, respaldó el ofrecimiento de la doctora a procesar muestras y ayudar con la toxicología en caso necesario. Explicó que aún no disponían de laboratorio de toxicología propio, pero que tenían acceso a uno magnífico en la universidad que funcionaba las veinticuatro horas del día.
—Salude a Harold de mi parte —pidió Kevin antes de volver a concentrarse en su caso.
—Lo haré —repuso Jack, aunque el hombre ya estaba inclinado sobre el cadáver tumbado en la mesa—. Y gracias por su ayuda.
—Parece un jefe muy agradable —comentó Jack mientras él y Latasha salían a la antesala.
—Es muy afable —convino Latasha.
Al cabo de un cuarto de hora, Jack metía una caja llena de material para autopsias en el maletero del Accent, apartando la ropa de baloncesto para hacer sitio. Se guardó la tarjeta de Latasha, en la que también figuraba su número de móvil, en la cartera antes de sentarse al volante.
Alexis le había sugerido otro aparcamiento situado cerca de Faneuil Hall, pero Jack decidió dejar el coche de nuevo bajo el Parque de Boston, porque le resultaba más fácil de localizar y también porque le gustaba el paseo que rodeaba la sede del gobierno en Massachusetts.
Al entrar en la sala de vistas, Jack intentó cerrar la puerta con el mayor sigilo posible. En aquel momento, el alguacil tomaba juramento a un testigo. Jack alcanzó a oír el nombre; era el doctor Herman Brown.
De pie junto a la puerta, Jack paseó la mirada por la sala. Vio la parte posterior de las cabezas de Craig y Jordan junto a las de sus respectivos abogados y los asistentes de éstos. Los miembros del jurado parecían tan aburridos como el día anterior, y en el rostro del juez se pintaba una expresión algo distraída mientras hojeaba papeles, los examinaba y los reorganizaba como si estuviera a solas en la sala.
Jack miró a los espectadores, y su mirada no tardó en encontrarse con la de Franco. Desde aquella distancia, las cuencas oculares del matón se antojaban agujeros negros bajo su frente de cavernícola.
Contraviniendo toda sensatez, Jack le dedicó una sonrisa y lo saludó con la mano. Sabía que era una estupidez, una provocación, pero no pudo contenerse. Era el resurgimiento de la mentalidad temeraria a la que se había aferrado durante años como mecanismo de defensa para contrarrestar el sentimiento de culpabilidad por sobrevivir a su familia. Le pareció que el hombre se ponía rígido, pero no estaba del todo seguro. Franco se lo quedó mirando con el ceño fruncido durante algunos instantes, pero al fin desvió la vista hacia su jefe, que en aquel momento retiró la silla de la mesa del demandante para dirigirse al atril.
Jack se reconvino por provocar a Franco y consideró la posibilidad de ir a una droguería y comprar un aerosol antivioladores. Si se producía otro enfrentamiento, no tenía intención de pegarse con él. La diferencia de tamaño convertía cualquier pelea física en una injusticia.
Siguió mirando a los espectadores y de nuevo se asombró al ver que eran muchos. Se preguntó cuántos de ellos serían los típicos adictos a los juicios, personas que experimentaban un placer morboso al ver que otros recibían su merecido, sobre todo los ricos y poderosos. En su calidad de médico de éxito, Craig era la presa perfecta.
Por fin dio con Alexis. Estaba sentada en la primera fila, cerca de la pared y de la zona del jurado. Junto a ella parecía haber uno de los pocos asientos desocupados de la sala. Jack recorrió el pasillo central y pidió disculpas a los ocupantes de la primera fila para pasar. Alexis lo vio llegar y apartó sus cosas para dejarle sitio. Jack le oprimió el hombro antes de sentarse.
—¿Ha habido suerte? —le preguntó su hermana en un susurro.
—Creo que he avanzado algo, pero ahora ya está fuera de mi alcance. ¿Qué tal por aquí?
—Más de lo mismo. El comienzo de la sesión ha sido lento, porque el juez ha tenido que ocuparse de unos detalles legales pesadísimos. La primera testigo ha sido la doctora Noelle Everette.
—Nada bueno, supongo.
—No. Ha dado la impresión de ser una profesional muy bien formada, juiciosa y sensible, con la ventaja añadida de que pertenece a la comunidad e intervino en el intento de reanimación. Lamento decir que Tony ha llevado muy bien su interrogatorio. Su forma de hacerle las preguntas y las respuestas de ella han conseguido mantener atento al jurado. Incluso he visto a las tres amas de casa asentir en un momento dado…, mala señal. Ha testificado más o menos lo mismo que el doctor William Tardoff, pero en mi opinión con mejores resultados. Se ha mostrado como la clase de médico que todo el mundo querría tener.
—¿Qué tal se las ha apañado Randolph con ella?
—No tan bien como con el doctor Tardoff, pero personalmente no veo cómo podría haberlo hecho mejor, teniendo en cuenta el impacto que ha tenido la doctora Everette. Me ha dado la sensación de que quería librarse de ella lo antes posible.
—Puede que sea la mejor estratagema —señaló Jack—. ¿Ha salido el tema de la medicina a la carta?
—Por supuesto. Randolph ha intentado protestar, pero el juez Davidson lo está permitiendo todo.
—¿Y la cuestión de la cianosis?
—No, ¿por qué lo preguntas?
—Porque me sigue intrigando. Será lo que más tenga en cuenta cuando practique la autopsia.
En aquel momento, un sexto sentido lo impulsó a volverse y mirar a Franco. El hombre lo estaba mirando de nuevo con una expresión a caballo entre mueca y sonrisa cruel. La buena noticia era que, desde donde se encontraba, Jack comprobó que el lado izquierdo del rostro de Franco aparecía tan enrojecido como el de Jack, de modo que de momento estaban empatados.
Se recostó contra el duro respaldo de roble y concentró su atención en la vista. Tony estaba ante el atril, y el doctor Herman Brown se había sentado en el estrado. Ante él, los dedos de la taquígrafa volaban sobre su maquinita para registrar todo el procedimiento de forma textual. Tony llevaba un cuarto de hora preguntando al testigo acerca de sus impresionantes credenciales académicas y clínicas. El doctor Brown era jefe de cardiología del hospital Memorial de Boston, así como catedrático del departamento de cardiología de la facultad de medicina de Harvard.
Randolph se levantó en varias ocasiones para ofrecerse a dar por buenas las credenciales del testigo como experto y así ahorrar tiempo, pero Tony se mostró inflexible. Intentaba impresionar al jurado y lo estaba consiguiendo. Cada vez se ponía más de manifiesto que sería difícil encontrar a un testigo más experto en cardiología o incluso igual de experto. El aspecto y el porte del médico contribuían todavía más a mejorar su imagen. Despedía un aura de clase alta bostoniana parecida a la de Randolph, pero sin su toque de desdén y condescendencia. En lugar de mostrarse frío y distante, se comportaba con gran afabilidad, como la clase de persona que haría lo imposible para devolver a un polluelo a su nido. Tenía el cabello muy blanco y bien arreglado, y se sentaba muy erguido. Vestía de un modo pulcro, pero no demasiado elegante, con ropa de aspecto cómodo y usado, y pajarita con estampado de cachemira. Incluso demostraba cierta modestia, pues a Tony le costó un tanto lograr que mencionara todos los premios y galardones que había recibido.
—¿Qué hace este fenómeno de la medicina testificando en un litigio por negligencia? —preguntó Jack a Alexis.
Sin embargo, se trataba de una pregunta retórica a la que no esperaba respuesta. Empezó a preguntarse si el motivo guardaría alguna relación con el comentario inesperado de Noelle Everette acerca de la medicina a la carta, en el sentido de que algunos médicos anticuados estaban furiosos con los médicos que ejercían aquel tipo de medicina. Quizá el doctor Brown pertenecía a aquel grupo porque el concepto de medicina a la carta contravenía por completo la nueva profesionalidad que promulgaba el mundo académico, y en aquel juicio, el doctor Brown representaba más que nadie el mundo académico.
—Doctor Brown —dijo Tony Fasano, asiendo los lados del atril con sus dedos cortos y gruesos—, antes de hablar de la desafortunada y evitable muerte de Patience Stanhope…
—¡Protesto! —exclamó Randolph con vehemencia—. No se ha demostrado que la muerte de la señora Stanhope pudiera haberse evitado.
—¡Se acepta! —decretó el juez Davidson—. Reformule la pregunta.
—Antes de hablar de la desafortunada muerte de Patience Stanhope, querría preguntarle si ya conocía usted de antes al demandado, el doctor Craig Bowman.
—Sí.
—¿Puede explicar al jurado la naturaleza de dicho contacto?
—Protesto, Señoría —intervino Randolph con exasperación—. No ha lugar. Y si ha lugar en algún sentido insondable, entonces protesto contra la comparecencia del doctor Brown como testigo experto por cuestión de sesgo.
—Que los letrados se acerquen al estrado —exigió el juez Davidson.
Obedientes, Tony y Randolph se reunieron a un lado del estrado.
—Me voy a enfurecer si esto se convierte en una repetición del lunes —advirtió el juez—. Ambos son abogados con mucha experiencia, así que compórtense como tales. Los dos conocen las reglas. En cuanto a sus preguntas, señor Fasano… ¿Cabe suponer que son pertinentes?
—Por supuesto, Señoría. El quid del caso del demandante gira en torno a la actitud del doctor Bowman hacia sus pacientes en general y hacia Patience Stanhope en particular. Llamo la atención del tribunal sobre la designación peyorativa «PP». El doctor Brown puede aportar datos importantes sobre el desarrollo de estos rasgos durante el tercer curso del doctor Bowman en la facultad, así como durante su período de residencia. Otros testimonios relacionarán estos rasgos directamente con el caso de Patience Stanhope.
—De acuerdo, le permitiré seguir por este camino —accedió el juez Davidson—, pero quiero que su pertinencia se determine cuanto antes, ¿entendido?
—Sí, Señoría —asintió Tony, incapaz de contener una sonrisita de satisfacción.
—No ponga esa cara de cordero degollado —espetó el juez Davidson a Randolph—. Su protesta se ha hecho constar. En mi opinión, siempre y cuando el señor Fasano haya dicho la verdad respecto a la relevancia, el valor probatorio superará el valor prejudicial. Reconozco que es una cuestión de juicio, pero para eso estoy aquí. A cambio concederé a la defensa un amplio margen cuando le llegue el turno. En cuanto al tema del sesgo, tuvo usted tiempo más que suficiente para determinarlo durante la investigación y no lo hizo. Sin embargo, puede volver a sacarlo a colación cuando le toque interrogar al testigo. Y quiero que la cosa se agilice —prosiguió—. Había asignado esta semana al juicio, y ya estamos a miércoles. Por el bien del jurado y de mi agenda, quiero que termine el viernes a menos que existan circunstancias extremas que lo alarguen.
Ambos abogados asintieron. Randolph regresó a su asiento tras la mesa de la defensa mientras Tony volvía al atril.
—Protesta denegada —exclamó el juez Davidson—. Proceda.
—Doctor Brown —reanudó Tony tras carraspear—, ¿podría explicar al jurado la naturaleza de su contacto con el doctor Craig Bowman?
—Lo conocí como tutor suyo en el hospital Memorial de Boston cuando el doctor Bowman realizaba su rotación de medicina interna en tercero de carrera.
—¿Podría explicarnos qué significa eso, puesto que ningún miembro de este maravilloso jurado ha estudiado medicina?
Tony señaló al jurado, varios de cuyos integrantes asintieron con ademán aprobador. Todos ellos estaban pendientes de sus palabras, salvo el fontanero, que se examinaba las uñas.
—La medicina interna es la rotación más importante y difícil de tercer curso, y quizá incluso de toda la carrera. Es la primera vez que los estudiantes entran en contacto prolongado con los pacientes, desde que éstos ingresan hasta que reciben el alta. Participan en el diagnóstico y en el tratamiento bajo la observación y la supervisión estrictas de los médicos del hospital y del tutor.
—¿El grupo al que pertenecía el doctor Bowman era grande o pequeño?
—Pequeño, de seis estudiantes, para ser exactos. La docencia es muy intensa.
—De modo que, en su calidad de tutor, usted ve a los estudiantes de forma regular.
—A diario.
—Y tiene ocasión de observar de cerca su rendimiento global.
—Por supuesto. Se trata de un momento crucial en la vida del estudiante y marca el principio de su transformación de alumno a médico.
—Así que las actitudes que se observan o se desarrollan revisten gran importancia.
—Una importancia capital.
—¿Y cómo calificaría su responsabilidad como tutor en lo tocante a las actitudes?
—De muy importante también. Como tutores tenemos que equilibrar las actitudes explícitas hacia los pacientes que promulga la facultad de medicina con las actitudes implícitas que a menudo muestran los profesionales estresados y sobrecargados de trabajo.
—¿Existe alguna diferencia? —preguntó Tony con exagerada incredulidad—. ¿Podría explicárnosla?
—La cantidad de conocimientos que los estudiantes de medicina deben asimilar y recordar es inmensa y aumenta cada año. Sometidos como están a mucha presión, en ocasiones los residentes pierden de vista los aspectos humanos de su trabajo y que forman la base de la profesionalidad. También existen mecanismos de defensa poco saludables ante el sufrimiento, la agonía y la muerte.
Tony sacudió la cabeza con aire desconcertado.
—Vamos a ver si lo he entendido bien. En términos sencillos, puede darse por parte de los estudiantes de medicina cierta tendencia a devaluar a las personas, como si perdieran de vista los árboles por fijarse demasiado en el bosque.
—Más o menos —convino el doctor Brown—. Pero es importante no banalizar la cuestión.
—Todos lo intentamos —aseguró Tony con una risita que arrancó sonrisas a varios miembros del jurado—. Volvamos al demandado, el doctor Craig Bowman. ¿Cómo le fue la rotación de medicina interna de tercer curso?
—Muy bien en general. De los seis estudiantes del grupo, era con diferencia el mejor preparado. A menudo me asombraba su memoria. Recuerdo una ocasión en que pregunté por los valores de nitrógeno ureico en sangre de un paciente.
—¿Se trata de una prueba de laboratorio? —preguntó Tony.
—Sí. Era una pregunta más bien retórica para subrayar que conocer la función renal era de capital importancia en el tratamiento del paciente en cuestión. El doctor Bowman me los indicó con tanta seguridad que me pregunté si se los habría inventado, una táctica frecuente para disimular la ignorancia. Más tarde lo comprobé y descubrí que había acertado de pleno.
—De modo que el doctor Bowman obtuvo buenas calificaciones.
—Un excelente.
—No obstante, hace un momento ha dicho «muy bien en general».
—Así es.
—¿Puede decirnos por qué?
—Tenía una sensación que volvió a asaltarme cuando supervisaba al doctor Bowman durante su residencia en el hospital Memorial de Boston.
—¿Qué sensación?
—Tenía la impresión de que su personalidad…
—¡Protesto! —intervino Randolph—. El testigo no es ni psiquiatra ni psicoanalista.
—Denegada —repuso el juez Davidson—. En su calidad de médico, el testigo ha tenido experiencia en estos campos, lo cual podrá cuestionarse en el interrogatorio cruzado. El testigo puede proceder.
—Tenía la impresión de que el deseo del doctor Bowman de triunfar y la deferencia con que trataba el entonces jefe de residentes significaban que veía a los pacientes como un medio para competir. Buscaba adrede a los pacientes más complicados para que sus presentaciones fueran las más interesantes desde el punto de vista intelectual y las que mejores evaluaciones obtenían.
—En otras palabras, ¿tenía usted la impresión de que el doctor Bowman consideraba a los pacientes como medio para ascender en su carrera?
—Sí.
—¿Y tal actitud no encaja con el concepto actual de profesionalidad?
—Exacto.
—Gracias, doctor.
Tony se volvió hacia los miembros del jurado y los miró de uno en uno para cerciorarse de que el testimonio les quedaba bien grabado.
Jack se inclinó hacia Alexis.
—Ahora entiendo lo que decías de Tony Fasano —le susurró—. Es muy bueno. Ha conseguido llevar a juicio la medicina académica y su afán inherente de competir además de la medicina a la carta.
—Lo que me molesta es que está convirtiendo los éxitos de Craig en un saldo negativo, sabiendo que Randolph intentará hacer lo contrario.
Al reanudar el interrogatorio, Tony se ensañó con el episodio de Patience Stanhope. En pocos minutos consiguió que el doctor Brown defendiera la importancia de iniciar el tratamiento de una víctima de infarto lo antes posible, y que declarara que, tras revisar el historial, las posibilidades de supervivencia de Patience habían disminuido de forma considerable a causa del tiempo que Craig había tardado en confirmar el diagnóstico.
—Solo unas preguntas más, doctor Brown —anunció Tony—. ¿Conoce usted al doctor William Tardoff?
—Sí.
—¿Sabe que estudió en la Universidad de Boston?
—Sí.
—¿Y conoce también a la doctora Noelle Everette y sabe que se formó en Tufts?
—Sí.
—¿Le sorprende que tres expertos en cardiología formados en sendas facultades de medicina muy prestigiosas de la zona coincidan en que el doctor Craig Bowman no aplicó el procedimiento correcto en el caso de Patience Stanhope?
—No, no me sorprende. Sencillamente demuestra que existe unanimidad acerca de la necesidad de tratar lo antes posible a las víctimas de infarto.
—Gracias, doctor. No hay más preguntas.
Tony recogió sus papeles del atril y volvió a la mesa del demandante. Tanto su ayudante como Jordan manifestaron su aprobación con unas palmaditas en el brazo del abogado.
Randolph se levantó despacio hasta alcanzar toda su considerable estatura, se dirigió hacia el atril, se ajustó la americana y apoyó uno de sus elegantes y pesados zapatos de suela gruesa en la baranda.
—Doctor Brown —empezó—, estoy de acuerdo en que existe unanimidad respecto a la necesidad de tratar a las víctimas de infarto con la mayor celeridad posible en un centro sanitario bien equipado. Sin embargo, no es eso lo que se debate ante este tribunal. Aquí se trata de si el doctor Bowman procedió de forma apropiada o no.
—El hecho de insistir en visitar a la paciente en su casa en lugar de reunirse con ella en el hospital provocó un retraso.
—Pero antes de la llegada del doctor Bowman a la residencia de los Stanhope, no existía un diagnóstico definitivo.
—Según la declaración del demandante, el doctor Bowman le dijo que su esposa estaba sufriendo un ataque al corazón.
—Ése es el testimonio del demandante —convino Randolph—, pero el demandado testificó haber dicho explícitamente que era necesario descartar el ataque al corazón. No afirmó categóricamente que Patience Stanhope estuviera sufriendo lo que los médicos denominan un infarto de miocardio o IM. De no haberse tratado de un ataque al corazón, no se habría producido ningún retraso, ¿no es cierto?
—Sí, pero el hecho es que sí se trataba de un ataque al corazón; está documentado. También está documentado que una prueba de esfuerzo previa había arrojado resultados dudosos.
—Pero lo que quiero decir es que el doctor Bowman no sabía a ciencia cierta si Patience había sufrido un infarto —insistió Randolph—. Y así lo testificará ante este tribunal. En fin, concentrémonos en su testimonio acerca de la facultad de medicina. ¿Obtuvo usted un excelente en su rotación de medicina interna de tercer año?
—Sí.
—¿Y todos sus compañeros de grupo obtuvieron la misma calificación?
—No.
—¿Todos ellos deseaban obtener un excelente?
—Supongo que sí.
—¿Cómo se ingresa en la facultad de medicina? ¿Es necesario presentar un expediente académico previo cargado de excelentes?
—Por supuesto.
—¿Y cómo se accede a las plazas de residencia más codiciadas, como las del hospital Memorial de Boston?
—Sacando excelentes.
—¿No es una hipocresía que los académicos deploren la competitividad como antihumanista y al mismo tiempo basen todo el sistema sobre ella?
—No tienen por qué ser conceptos mutuamente excluyentes.
—En un mundo ideal tal vez no, pero la realidad es bien distinta. La competencia no engendra compasión en ningún campo. Como ha testificado usted de forma muy elocuente, los estudiantes de medicina se ven obligados a asimilar una cantidad abrumadora de información, sobre cuya base se los evalúa. Y otra pregunta en este sentido… En su experiencia como estudiante y como tutor, ¿se da competencia para los, entre comillas, «pacientes más interesantes», por encima de las dolencias degenerativas habituales?
—Supongo que sí.
—Y ello se debe a que la presentación de tales casos obtiene las mejores evaluaciones.
—Supongo que sí.
—Lo cual sugiere que todos los estudiantes, pero sobre todo los mejores, utilizan hasta cierto punto a los pacientes para aprender y para ascender en su carrera.
—Tal vez.
—Gracias, doctor —dijo Randolph—. Volvamos ahora sobre el tema de las visitas domiciliarias. ¿Qué opinión profesional le merecen?
—Poseen un valor limitado. El médico no tiene acceso a las herramientas necesarias para ejercer la medicina del siglo XXI.
—De modo que, en términos generales, los médicos no están a favor de las visitas domiciliarias. ¿Estaría de acuerdo con esta aseveración?
—Sí. Además de la falta de equipo, constituye un empleo inapropiado de los recursos, porque se pierde mucho tiempo en desplazamientos. En la misma cantidad de tiempo se podría visitar a muchos más pacientes.
—Por tanto es una práctica ineficiente.
—Podría decirse que sí.
—¿Qué opinan los pacientes de las visitas domiciliarias?
—¡Protesto! —terció Tony, levantándose a medias de la silla—. Conjetura.
El juez Davidson se quitó las gafas de lectura y lanzó a Tony una mirada entre furiosa e incrédula.
—¡Denegada! —espetó—. Como paciente, lo cual somos todos en algún momento dado, el doctor Brown puede hablar por propia experiencia. Proceda.
—¿Quiere que le repita la pregunta? —se ofreció Randolph.
—No —denegó el doctor Brown—. Por lo general, a los pacientes les gustan las visitas domiciliarias —añadió tras una vacilación.
—¿Qué cree que opinaba Patience Stanhope de las visitas domiciliarias?
—¡Protesto! —repitió Tony—. Suposiciones. Es imposible que el testigo sepa lo que la difunta opinaba de las visitas domiciliarias.
—Se acepta —suspiró el juez Davidson.
—Imagino que ha leído la documentación médica aportada por el demandante.
—Sí.
—Así pues, sabe que el doctor Bowman realizó numerosas visitas al domicilio de Patience Stanhope antes de la tarde en cuestión, con frecuencia en plena noche. Por lo que ha leído en el historial, ¿cuál era el diagnóstico habitual en tales visitas?
—Reacción de ansiedad que se manifestaba sobre todo en molestias gastrointestinales.
—¿Y el tratamiento?
—Sintomático y placebo.
—¿Sufría dolores?
—Sí.
—¿Dónde?
—Sobre todo en el bajo vientre, pero a veces eran dolores epigástricos.
—En ocasiones, el dolor en la zona epigástrica se manifiesta como dolor torácico, ¿no es así?
—Sí.
—Después de leer el historial, ¿diría usted que Patience Stanhope exhibía al menos algunos síntomas de hipocondriasis?
—¡Protesto! —exclamó Tony, aunque esta vez sin incorporarse—. No hay ninguna mención a la hipocondriasis en el historial.
—Denegada —replicó el juez Davidson—. El tribunal recuerda al letrado del demandante que el testigo es su experto médico.
—Después de leer el historial, creo que puede señalarse que existían ciertos elementos de hipocondriasis.
—¿El hecho de que el doctor Bowman visitara en su casa en numerosas ocasiones, lo cual según sus palabras la mayoría de los médicos no aprueba, a menudo en plena noche, a una mujer declaradamente hipocondríaca, le dice a usted algo acerca de la actitud y la compasión del doctor Bowman hacia sus pacientes?
—No.
Randolph se puso rígido por la sorpresa y enarcó las cejas.
—Su respuesta desafía toda racionalidad. ¿Podría explicarse?
—Según tengo entendido, las visitas domiciliarias constituyen uno de los privilegios que los pacientes esperan cuando pagan cuotas elevadas a sus médicos, cuotas de hasta veinte mil dólares anuales, para formar parte de sus consultas de medicina a la carta. Bajo tales circunstancias no puede decirse que las visitas domiciliarias del doctor Bowman reflejaran necesariamente una actitud magnánima ni altruista.
—Pero podría ser.
—Sí, podría.
—Dígame una cosa, doctor Brown, ¿está usted en contra de la medicina a la carta?
—Por supuesto que sí —masculló el doctor Brown.
Hasta ese instante se había comportado con cierta frialdad distante que recordaba en parte a la actitud de Randolph, pero a todas luces, las preguntas del abogado le habían tocado la fibra sensible.
—¿Puede explicar su vehemencia al tribunal?
El doctor Brown respiró hondo para serenarse.
—La medicina a la carta contraviene uno de los tres principios fundamentales de la profesionalidad médica.
—¿Le importaría explicarse?
—En absoluto —aseguró el doctor Brown, recobrando su habitual actitud profesional—. Además del bienestar del paciente y su autonomía, el principio de la justicia social es un pilar clave de la profesionalidad médica en el siglo XXI. La medicina a la carta es el polo opuesto del intento de acabar con la discriminación en la sanidad, punto básico de la justicia social.
—¿Cree que su contundente opinión acerca de este asunto puede poner en peligro su capacidad de mostrarse imparcial con el doctor Bowman?
—No.
—¿Podría explicarnos por qué no? A fin de cuentas, sus palabras «contravienen» toda racionalidad, para emplear sus propias palabras.
—Como internista bien informado, el doctor Bowman sabe que los síntomas que sufren las mujeres aquejadas de un infarto de miocardio son distintos de los que sufren los hombres. En cuanto un internista sospecha un infarto en una mujer, sobre todo en una mujer posmenopáusica, debe actuar como si se tratara de un ataque al corazón hasta que se demuestre lo contrario. Existe un paralelismo en pediatría: si un médico sospecha la presencia de una meningitis en un paciente pediátrico está obligado a proceder como si lo fuera y realizar una punción medular. Lo mismo se aplica a las mujeres con posible infarto. El doctor Bowman sospechaba que se trataba de un infarto y debería haber actuado en consecuencia.
—Doctor Brown —prosiguió Randolph—, a menudo se dice que la medicina es más un arte que una ciencia. ¿Puede explicarnos qué significa esta frase?
—Significa que los datos no bastan por sí solos. El médico debe recurrir también a su criterio, y puesto que la medicina no es un campo puramente objetivo, recibe la etiqueta de arte.
—De modo que los conocimientos científicos en medicina tienen un límite.
—Exacto. No existen dos seres humanos iguales, ni siquiera los gemelos idénticos.
—¿Diría usted que la situación a la que se enfrentó el doctor Bowman la noche del 8 de septiembre de 2005, cuando se le llamó para que visitara por segunda vez en un día a una mujer declaradamente hipocondríaca, requería una gran medida de criterio propio?
—Todas las situaciones médicas lo requieren.
—Le pregunto concretamente por aquella noche.
—Sí, considero que requería una gran medida de criterio propio.
—Gracias, doctor —dijo Randolph al tiempo que empezaba a recoger sus notas—. No hay más preguntas.
—El testigo puede retirarse —indicó el juez Davidson antes de volverse hacia el jurado—. Es casi mediodía y tengo la impresión de que necesitan reponer fuerzas. Yo también, desde luego. Recuerden que no deben hablar del caso ni entre ustedes ni con nadie. —Dio un mazazo—. Se levanta la sesión hasta la una y media.
—Todos en pie —ordenó el alguacil mientras el juez bajaba del estrado y desaparecía en las dependencias del tribunal.