7.49 h, jueves, 11 de diciembre de 2008, Nueva York
Como Jack no iba a hacer autopsias aquella semana, no se esforzó en llegar demasiado temprano al IML, de modo que lo hizo a las siete y cuarenta y nueve minutos de la mañana. En días normales, a esa hora ya habría elegido los casos que consideraba mejores y ya estaría en la sala de autopsias con Vinnie Amendola, dándole la matraca o viceversa. Jack aseguró su bicicleta a un lado de uno de los garajes, a plena vista de los guardias. Cuando terminó, saludó con la mano a los agentes de seguridad, tranquilizado al saber que los chicos vigilarían su bicicleta.
Como Sana y Shawn no iban a llegar hasta eso de las diez, Jack decidió terminar el papeleo de todos sus casos lo antes posible, de modo que cuando volviera a practicar autopsias lo hiciera a partir de cero, algo que no había conseguido en los trece años que llevaba trabajando allí. Como deseaba tanto un café como saber lo que estaba pasando en el depósito de cadáveres aquella mañana, Jack subió a la sala de identificación, donde sabía que uno de los mejores médicos forenses se encontraba de guardia aquella semana, la doctora Riva Mehta. Había sido compañera de oficina de Laurie durante muchos años, y era una colega dedicada, inteligente y trabajadora, más de lo que Jack podía decir sobre demasiados miembros del personal. Percibió el olor a café antes de llegar. Aunque tomaba el pelo sin compasión a Vinnie sobre todo lo demás, Jack nunca lo hacía acerca de la preparación del café. Vinnie lo había convertido en una ciencia y, al no variar la técnica, el café no solo era bueno como brebaje oficial de la institución, sino también consistente. Al cabo de media hora de pedalear, siempre sentaba bien.
—¿Algo interesante en particular? —preguntó Jack a Riva, colocándose detrás de ella para mirar por encima de su hombro, antes de dedicar su atención al café.
—Ya era hora, vago —anunció una voz ronca.
Jack alzó la vista de la máquina de café y vio a su viejo amigo, el detective teniente Lou Soldano, dejar a un lado el Daily News de Vinnie y ponerse en pie. Como de costumbre, cuando Lou aparecía temprano, daba la impresión de haber estado levantado toda la noche, como así había sido, con la corbata suelta, el último botón de la camisa desabrochado, y las anchas mejillas y el cuello con barba incipiente. Para completar el cuadro, las ojeras colgaban como las de un perro de caza, hasta que se encontraban con las arrugas de su cansada sonrisa, mientras que su pelo muy corto, que nunca se preocupaba de peinar, estaba erizado. Daba la impresión de que hacía una semana que no pasaba por casa.
—Lou, viejo amigo —dijo Jack—. Justo el hombre que deseaba ver.
—¿Cómo es eso? —preguntó Lou con cautela, mientras se acercaba a la máquina de café. Se estrecharon la mano.
—No me disculpé por la ridicula conversación que te obligué a entablar. ¿Te acuerdas? Fue acerca de la quiropráctica.
—Pues claro que me acuerdo. ¿Por qué crees que has de disculparte?
—Me había embarcado en una especie de cruzada, y creo que me pasé un pueblo con un par de personas, tú incluido.
—Tonterías, pero si quieres disculparte, ¡adelante! Estás perdonado. Ahora, discúlpame a mí por presentarme tan tarde.
Llevo aquí tres cuartos de hora, pensando que entrarías por la puerta en cualquier momento.
—Esta semana no hago autopsias.
—¡Hostia! ¿Y si la próxima vez me avisas?
—Te habría avisado, de haber pensado que te interesaba. ¿Qué pasa?
—Esta noche ha sido muy ajetreada, además del caos habitual. Hubo un fuego intencionado en el West Village, en el que murieron tres personas, dos de las cuales me ha dicho el arzobispo que tú conocías.
—¿Quién? —preguntó Jack, aunque experimentó la dolorosa sensación de que ya lo sabía, sobre todo porque había sido en el West Village y el arzobispo estaba de por medio—. ¿Fue en Morton Street?
—Sí, en el cuarenta de Morton Street. ¿Los conocías bien?
—A uno más que a otro —dijo Jack, y contuvo el aliento. De pronto, sintió que las rodillas le fallaban—. Santo Dios —añadió, mientras sacudía la cabeza—. ¿Qué pasó?
—Aún lo estamos investigando. ¿De qué los conocías?
Jack dio a Lou el café que sostenía y se sirvió otro.
—Creo que lo mejor será sentarse —dijo. Una vez sentados, Jack le habló de Shawn y de Sana Daughtry, y dijo que conocía a Shawn y al arzobispo de la universidad. Hasta que Lou no explicara más, se abstuvo de mencionar el osario—. El sábado por la noche fui a cenar al cuarenta de Morton Street.
—Menos mal que no fuiste anoche —dijo Lou—. Fue el típico incendio premeditado. El acelerador fue la gasolina del sótano, pero no fue necesaria mucha ayuda. La casa era de madera, y del siglo XVIII, una trampa mortal.
—¿Habéis identificado a las víctimas?
—De una forma razonable, pero esperamos confirmación del IML. Estamos muy seguros de que dos de las víctimas son los propietarios de la casa, pero necesitamos corroborarlo. La tercera víctima ha sido más difícil de identificar. Terminamos encontrando algunas de sus pertenencias, y es el principal sospechoso del incendio. Creemos que se llamaba Luke Hester, y resulta que es uno de esos chiflados religiosos que viven en un monasterio de dudosa reputación, dedicado a la Virgen María. Al ponernos en contacto con el monasterio, averiguamos que el arzobispo de Nueva York le había encargado una especie de misión, así que lo sacamos de la cama. El arzobispo nos contó la historia. Por lo visto, esta tercera víctima, que era una especie de fanático religioso, estaba viviendo temporalmente con los Daughtry. El arzobispo teme que el fanático acabó con los tres en plan mártir, para evitar que los propietarios publicaran algo negativo sobre la Virgen María, Madre de Dios. ¿Te lo puedes creer? Eso solo pasa en Nueva York, te lo aseguro.
—¿Cómo estaba el arzobispo cuando hablaste con él? —preguntó Jack. Ni siquiera podía imaginar cuáles eran los pensamientos de James. Jack suponía que estaría destrozado.
—No estaba muy contento —admitió Lou—. De hecho, estaba hecho polvo —añadió, como si leyera los pensamientos de Jack—. En cuanto se lo dije, estuvo unos minutos sin poder hablar.
Jack no respondió, se limitó a mover la cabeza.
—Pues bien, yo solo he venido a seguir la investigación —dijo Lou—. Por si alguna pista inesperada se convierte en decisiva, habilidad por la cual eres especialmente conocido.
—¿Quién se ha encargado de los tres casos? —preguntó Jack a Riva.
—Yo —contestó Riva—, pero si quieres alguno de los tres, o todos, avísame.
—¡No, gracias! —respondió Jack. Ya había decidido ayudar a James antes que a Lou; recogería todas las pruebas del osario y se las entregaría—. Ningún problema, Lou —dijo a su amigo—. La doctora Mehta es una de las mejores. Estoy seguro de que la encontrarás más atractiva que yo, y hasta un poco más rápida.
—¿Cuándo piensas empezar, cielo? —preguntó Lou a Riva. Jack se encogió. A Riva no le gustaba que policías machistas la llamaran «cielo», tal como demostró al no molestarse en contestar. Jack dio la espalda a Riva y se interpuso entre ella y Lou. Hizo un ademán como si se cortara la garganta.
—Nada de «cielo», «cariño» o cosas por el estilo —susurró Jack a Lou.
—Lo he pillado —dijo Lou al instante. Repitió la pregunta con otra fórmula y obtuvo respuesta inmediata: un cuarto de hora.
—Un último consejo —dijo Jack—. No pierdas mucho tiempo en esta investigación. No es nada más que una triste y lamentable tragedia en que todo el mundo estaba haciendo lo que creía que debía.
—Esa impresión me llevé hablando con el arzobispo —contestó Lou—. El monje carecía de antecedentes. No obstante, el aspecto más curioso es su comportamiento profesional, excepto al final, cuando se autoinmoló. Nuestros investigadores de incendios premeditados están impresionados. No solo utilizó un acelerador, la gasolina, sino que supo cómo vaporizarla al máximo, y también utilizó regueros en el sótano para propagar el fuego a todos los rincones en el menor tiempo posible. Incluso abrió a hachazos algunos respiraderos para que el fuego ascendiera por la casa más deprisa que en circunstancias normales. El hombre era un pirómano nato.
—Llevo encima el móvil —dijo Jack, al tiempo que estrechaba la mano de Lou—. Voy ahora mismo a la residencia del arzobispo para consolarle. Supongo que se estará echando la culpa, pues fue él quien presentó a los implicados. No entiendo por qué no me llamó.
—Tienes razón en lo de que se está echando la culpa —dijo Lou—. A mí me lo ha confesado. Estoy seguro de que necesita tu compañía.
—Más de lo que me gustaría admitir —añadió Jack.
Convencido de que dejaba a Lou en buenas manos, dio media vuelta y regresó al sótano, camino de la oficina del parque móvil. Aunque le preocupaba irritar a Calvin, Jack se había propuesto tomar prestada una furgoneta de transporte de los médicos forenses con conductor durante unos treinta o cuarenta minutos. Cuando entró en el parque móvil, ya no se sintió preocupado. Los cinco conductores estaban sentados tomando café. Cinco minutos después, Jack iba de camino con Pete Molina al volante. Pete era uno de los conductores de noche a los que Jack había conocido, pero hacía poco le habían concedido el turno de día.
Fueron a toda prisa al edificio de ADN del IML, donde Jack y Pete entraron en la zona de carga y descarga. Jack entró corriendo y pidió a los agentes de seguridad que abrieran el laboratorio que los Daughtry estaban utilizando. Cerró la puerta a su espalda y procedió a toda prisa, no fuera que el equipo de investigación de Lou se enterara de la existencia del laboratorio antes de que él se llevara las reliquias. Experimentaba una repentina urgencia de que todo volviera a su legítimo propietario, un trabajo del cual se encargaría James.
Con el osario iba todo: huesos, manuscritos, hasta los restos de las muestras en las que Sana había estado trabajando en el laboratorio. Cuando todo estuvo a buen recaudo, Jack añadió dos objetos más: el códice y la carta de Saturnino, que Shawn había trasladado desde su despacho dos días antes. A continuación, Jack cargó el osario en la carretilla que Shawn había utilizado para subir las placas de cristal.
Después de comprobar por segunda vez que lo tenía todo, Jack empujó el carrito hasta el montacargas, y después bajó a la zona de carga y descarga. Por suerte, Pete seguía en su sitio. De haber llegado algún envío, tendría que haberse desplazado. Después de enseñar su identificación a otro miembro de seguridad, Jack metió el osario en la furgoneta y lo sujetó.
—Muy bien —dijo Pete, mientras ponía en marcha el motor—. ¿Adónde?
—A la residencia del arzobispo de Nueva York —dijo Jack.
Pete lo miró.
—¿Se supone que debo saber dónde está?
—La Cincuenta y una con Madison. Puedes girar a la izquierda en la Cincuenta y una y frenar ante el bordillo. Allí bajaré. No tendrás que esperar.
Jack no dio más explicaciones por dos motivos. Uno, quería que el menor número de personas supieran lo que había hecho, y dos, ya estaba pensando en qué le iba a decir a James. Jack sabía que si los papeles se hubieran invertido, el que estaría cataléptico sería él.
Una vez Pete se abrió paso entre el tráfico del centro y dobló por Madison, el trayecto hasta la catedral de San Patricio fue lento pero a ritmo constante. Al cabo de menos de media hora, Pete pudo aparcar a un lado de la residencia. En cuanto se detuvieron, Jack bajó, abrió la puerta de la furgoneta, acercó el osario al borde y lo levantó. Cuando Pete fue en su ayuda, ya había cerrado la puerta corrediza.
—Agradezco tu ayuda, Pete —dijo Jack mirando hacia atrás.
—Ningún problema —contestó Pete, mientras echaba un vistazo a la austera residencia de piedra gris.
Jack subió los peldaños con el osario, lo apoyó sobre una rodilla y llamó al timbre. Oyó un campanilleo en el interior. Siempre atento a posibles desastres, Jack se imaginó de repente dejando caer el osario por los escalones, donde se rompería y desintegraría en una serie de huesos, manuscritos, placas de cristal, el códice y la carta de Saturnino. Como consecuencia, Jack asió la piedra con mayor firmeza, y hasta estaba considerando la posibilidad de dejarla en el suelo, cuando el mismo sacerdote que le había recibido el día de la comida abrió la puerta.
—Doctor Stapleton —dijo el padre Maloney—. ¿En que puedo ayudarle?
—Sería estupendo que me invitara a entrar —sugirió Jack con un toque de sarcasmo.
—¡Sí, por supuesto, entre! —El padre Maloney retrocedió para dejar sitio—. ¿El cardenal le está esperando?
—Es posible, pues sabe más de lo que está pasando que yo, pero no estoy seguro. ¿Qué le parece si espero donde lo hice la semana pasada?
—Una idea soberbia. El arzobispo está reunido en este momento con el vicario general, pero le informaré dé que ha llegado.
—Muy bien —dijo Jack.
Ya se había alejado por el pasillo sin esperar a que le invitaran, pues recordaba muy bien dónde estaba el pequeño estudio privado. El padre Maloney le adelantó y sostenía la puerta entreabierta cuando Jack llegó. Lo primero que hizo Jack fue depositar el osario en el suelo. Lo hizo con cuidado de no estropear la pulida superficie.
—¿Puedo hacer algo por usted mientras espera?
—Si cree que va a tardar un poco, un periódico me iría bien.
—¿Le bastaría el Times?
—Estupendo.
El padre Maloney cerró la puerta a su espalda. Jack paseó la vista alrededor de la ascética estancia, observando los mismos detalles que en su visita anterior, incluido el fuerte olor, aunque no insoportable, a productos de limpieza y cera de suelo. Como ya empezaba a hacer calor, se quitó la chaqueta de cuero y la tiró sobre una pequeña butaca. Después, se sentó en el minisofá, exactamente en el mismo lugar de la otra vez, una prueba más de lo obsesivo que era.
Contrariamente a lo que temía, no tuvo que esperar mucho. Pocos momentos después de que el padre Maloney desapareciera, la puerta se abrió de golpe. Vestido como un simple sacerdote, James entró en la habitación. Después de cerrar la puerta, se precipitó hacia Jack e imitó el recibimiento de la semana anterior con un abrazo fraternal.
—Gracias, gracias por venir enseguida —logró articular James. Fue entonces cuando vio el osario. Como un escolar, soltó a Jack y dio una palmada—. ¡Has traído el osario! ¡Oh, gracias! Eres la respuesta a la súplica de que el osario volviera a la Iglesia. Dime, ¿está todo dentro?
James había juntado las palmas de las manos como si rezara.
—Todo está dentro —respondió Jack—. Huesos, muestras, todos los manuscritos, hasta la carta de Saturnino y el códice que la contenía. Después de lo que ha pasado, he pensado que querrías echarle mano lo antes posible.
—¿Qué opinas de esta tragedia?
—Ha sido un golpe —contestó Jack—. Me he enterado hace apenas una hora. Me lo ha dicho un amigo, el detective teniente Lou Soldano.
—Le conocí anoche —dijo James—. Vino a la residencia.
—Me lo ha dicho —explicó Jack—. Es un buen hombre.
—Lo intuí.
—¿Por qué no me llamaste en cuanto te enteraste de lo sucedido?
—No lo sé. Lo pensé, pero estaba muy confuso. Jack, no sé si soy culpable o no.
Jack miró de reojo a James.
—¿De qué estás hablando? ¿De qué crees que eres culpable?
—De asesinato —contestó James. Incapaz de mantener contacto visual con Jack, desvió la mirada—. No sé si, en el fondo de mi mente, sospechaba que esto pudiera llegar a ocurrir. Cuando uno juega con fuego, y perdona el juego de palabras, acaba quemándose. Yo sabía que la persona que estaba buscando estaría desequilibrada, tal vez incluso hasta el extremo de pensar que podía utilizar el pecado para combatir lo que él consideraba un pecado mayor. Luke me llamó ayer por la mañana para decirme que Shawn estaba a punto de cambiar de opinión y no publicar. Dijo que confiaba en el triunfo, y que se debía más a la táctica que a la argumentación. Tendría que haberme dado cuenta de que una tragedia estaba a punto de suceder, pero en cambio estaba tan satisfecho con el éxito del plan B, que no quise pensar en el significado de la palabra «táctica», tal como Luke la empleaba. Es evidente que se refería a esta horrible autoinmolación.
—¡Mírame, James! —ordenó Jack, al tiempo que le asía los hombros y le daba una leve sacudida—. ¡Mírame! —insistió. El rostro de James era una agonía de tormento, con los ojos inyectados en sangre, anegados en lágrimas, y la piel fláccida. Poco a poco, sus ojos azules se alzaron hacia los de Jack—. Yo participé en esto casi desde el primer día —continuó Jack—. En ningún momento albergaste deseos de infligir daño físico, y mucho menos de muerte hacia Shawn o Sana. ¡Nunca! Tu objetivo era encontrar a alguien apasionado y persuasivo en relación con la Virgen María, cosa que hiciste. Ir más allá y planear el asesinato de alguien es algo que tu mente o la mía son incapaces de hacer. Solo después de los hechos somos capaces de pensar en ello. Haz el favor de no magnificar la tragedia intentando asumir la responsabilidad. La responsabilidad estaba en la mente del perpetrador, cosa que nunca comprenderemos. Algo le enfureció. Es probable que nunca sepamos qué, pero hubo algo.
—¿Crees de veras lo que estás diciendo, o solo intentas aplacar mi angustia?
—Lo creo al cien por cien.
—Gracias por tu apoyo. Lo que piensas es importante para mí. Me has animado a tomarme un tiempo de respiro para pensar y rezar sobre este asunto. Voy a pedir al Santo Padre permiso para pasar un mes en un monasterio, con el fin de entregarme a la contemplación y la plegaria.
—Eso me parece un buen plan.
—Pero antes hay que dar por concluido este episodio —dijo James. Clavó sus ojos en los de Jack—. Temo que debo pedirte otro gran favor, amigo mío.
—¿Cuál?
—¡El osario! —dijo James—. Debo pedirte que me ayudes a devolverlo.
—¿Devolverlo adónde? —preguntó Jack, aunque ya lo había deducido. Lo había deducido porque él también pensaba que era la mejor solución de todo el desafortunado episodio. El osario debía volver a donde Shawn y Sana lo habían encontrado, bajo la tumba de San Pedro—. ¿Te refieres a devolverlo a Roma? —continuó Jack, y su voz enmudeció.
—Sabía que lo comprenderías —dijo James, algo recuperado de su melancolía—. Tú y yo somos los únicos enterados de esta historia. Yo solo seria incapaz de hacerlo. Debes ayudarme, y cuanto antes mejor.
Jack pensó al instante en Laurie, sobre todo teniendo en cuenta a J. J. y la necesidad de analizar sus niveles de anticuerpos, para ver si podían reiniciar el tratamiento.
—Me temo que estaré bastante ocupado estos días —dijo Jack—. ¿Cuándo pensabas hacerlo?
—Esta noche —contestó James sin vacilar—. Ya he reservado billetes para última hora de la tarde. Espero que no te sientas irritado por mi presunción al dar por sentado que vendrías. El osario nos acompañará en el mismo vuelo. Estaremos en Roma por la mañana, y mañana por la noche me ocuparé de los trámites para devolver el osario a su lugar de procedencia. Después, si quieres, puedes volver a Nueva York el sábado. Solo estarás fuera dos noches. No me obligues a suplicar, Jack.
De repente, a Jack se le ocurrió que viajar a Europa parecía una idea interesante, además de devolver el osario a su lugar de procedencia. Estaba relacionada con una de las tres hojas impresas por ordenador que había ocultado en el bolsillo interior de la chaqueta cuando había guardado todo lo demás dentro del osario. En lugar de añadir las hojas a los demás objetos, como procedían del laboratorio decidió conservarlas con la idea de meditar sobre ellas más adelante. Una de las páginas llevaba el nombre y la dirección de una paciente visitada en el campus de Ein Kerem del Centro Médico Hadassah.
—Te diré una cosa —dijo Jack—. Vendré esta noche y te ayudaré a devolver el osario con dos condiciones: la primera, que mi mujer, Laurie, y nuestro hijo de cuatro meses vengan con nosotros, siempre que yo pueda convencerla, y la segunda, que pueda contar a mi mujer toda la historia del osario.
—Oh, Jack —balbució James—. La razón de que necesite tu ayuda es evitar tener que contárselo a más gente.
—Lo siento, James, esta es mi oferta. Te aseguro que ella es tan buena o mejor que yo en lo tocante a los secretos. No poder decírselo ha sido una carga y, la verdad, no decírselo y marcharme a Roma no es propio de mi carácter. En cualquier caso, estas son las dos condiciones si quieres que te acompañe esta noche.
James meditó unos momentos, y enseguida decidió que, si tenía que correr el riesgo de decírselo a alguien, la esposa de Jack era la mejor elección.
—De acuerdo —dijo a regañadientes—. ¿A qué hora volverás?
—Si todo va bien, dentro de una hora. ¿Nos encontramos aquí o en el aeropuerto?
—Aquí. El padre Maloney nos acompañará al aeropuerto Kennedy en el Range Rover.
Jack se fue de la residencia, volvió en taxi al IML y fue a ver a Bingham. Por desgracia, este había ido al ayuntamiento a reunirse con el alcalde. Jack subió corriendo al tercer piso y entró en el despacho de Calvin Washington. Por suerte, el subdirector sí estaba, y Jack se limitó a informarle de que iba a ausentarse durante un largo fin de semana. Como Jack ya estaba fuera de los turnos de autopsias, daba igual. De todos modos, Jack se sintió mejor informando a los poderes fácticos de que iba a marcharse unos días. Bajó, liberó su bicicletá y volvió a casa. Sabía que le iba a costar convencer a Laurie.
Cuando recogió la bicicleta y entró con ella en el vestíbulo, estaba muy entusiasmado por el viaje. Le había encantado Roma las cuatro o cinco veces que había estado, y nunca había ido a Jerusalén. Guardó la bicicleta en el armario y subió las escaleras. Pasaba de mediodía, lo cual quería decir que solo quedaban unas tres horas para los preparativos. James quería que todo el mundo estuviera en la residencia a las tres.
—¡Laurie! —chilló Jack cuando llegó a la cocina, pero no la vio.
Jack siguió por el pasillo hasta el salón y la sala de estar, donde estuvo a punto de volver a chillar, pero entonces casi se estrelló contra ella, que salía del salón con un libro de autoayuda en la mano. También tenía el dedo índice apretado contra los labios.
—Está durmiendo —susurró.
Jack se sintió culpable por haber berreado de aquella manera. Sabía que no debía comportarse así, teniendo en cuenta la situación de J. J. Se disculpó profusamente con la explicación de que estaba entusiasmado.
—¿Qué demonios haces en casa tan temprano? —preguntó Laurie—. ¿Va todo bien?
—¡Estupendo! —exclamó Jack—. De hecho, quiero hacerte una proposición.
—¿A mí? —preguntó Laurie con una sonrisa. Volvió al salón y se sentó en el sofá con los pies sobre la mesita auxiliar. Había una taza de té con miel en la mesita—. No está mal. ¡Mujer ociosa! J. J. tiene otro buen día. Puede que sea la siesta más larga de su vida.
—Perfecto —dijo Jack. Se sentó sobre la mesita auxiliar para estar cerca de ella—. En primer lugar, tengo que hacerte una pequeña confesión. No te he contado toda la historia de este osario en el que estaban trabajando mi amigo el arqueólogo y su mujer. Debo decir que es fascinante. La razón de que no te lo haya dicho es que mi amigo el arzobispo me suplicó que no lo hiciera. En cualquier caso, esa orden ya no es válida, y ardo en deseos de contarte toda la historia.
—¿Qué ha motivado el cambio?
—Esa es la historia en sí. Mi amigo el arqueólogo, Shawn, y su mujer murieron anoche en un incendio ocurrido en su casa, de modo que ese es el final del examen del contenido del osario.
—¡Oh, no! Lo siento muchísimo —dijo Laurie con sinceridad—. ¿Fue en la casa adonde fuimos a verlos?
—Sí. En cuanto se prende un incendio en una de esas casas de madera, se acabó. Estallaron en llamas prácticamente.
—¡Qué terrible tragedia! —exclamó Laurie—. Y pensar que acababais de reencontraros. ¿Significa esto que has perdido otra distracción?
—No del todo.
—¿No? Acabas de decir que las muertes han suspendido el examen del osario.
—Cierto, pero el osario debe volver a su lugar de origen. Temo que mi amigo el arqueólogo y su mujer robaron la reliquia del subterráneo de la basílica de San Pedro. Estuvo enterrado al lado de San Pedro durante casi dos mil años. He prometido al arzobispo que le ayudaría a devolver el osario y volver a colocarlo donde estaba sin que nadie se entere. El arzobispo y tú seréis los únicos en conocer su existencia, y tú tendrás que prometer no contarlo a nadie, si quieres conocer todos los detalles pertinentes.
»Bien, este es el trato. Los tres, tú, J. J. y yo, volamos a Roma esta noche. Mañana por la noche, ayudaré a James a restituir el osario. El sábado, tú, J. J. y yo volaremos a Jerusalén para encontrarnos con alguien. El domingo volveremos a casa. ¿Qué te parece?
—Creo que estás mal de la cabeza —dijo Laurie, sin pensarlo dos veces—. ¿Esperas que vuele toda la noche con un niño de cuatro meses enfermo, para no estar ni tan solo un día en una ciudad extranjera, para luego volar a otra ciudad, y después volver a casa? ¿Cuánto tarda el vuelo entre Jerusalén y Nueva York, por cierto?
—No lo sé con exactitud. Bastantes horas, supongo. Pero esa no es la cuestión. Quiero que lo hagas por mí. Sé que parece una locura y que será tremendamente difícil, tal vez más de lo que imagino, pero creo que es importante para mí. Te ayudaré con J. J. Lo cargaré en brazos más de la mitad del tiempo. En Roma, contrataremos a una enfermera para que te conceda tiempo libre, y en Jerusalén haremos lo mismo. Además, ha experimentado una mejoría durante los últimos tres o cuatro días, ya he perdido la cuenta.
—Tres días —aclaró Laurie.
—Vale, tres días. Estaremos de vuelta dentro de cuatro días. Será muy útil. Si pudiera, yo mismo le daría de mamar.
—Sí, claro —resopló Laurie—. Es fácil decirlo. Bien, en el avión lo cargarás en brazos aunque se ponga nervioso.
—Sí, cargaré con él en brazos. Durante todo el vuelo, si quieres. Di que sí. Lo entenderás mejor cuando te cuente toda la historia del osario, cosa que haré en el avión esta noche. ¡Di que sí!
—Para que pueda pensar siquiera en esta idea descabellada de volar a Roma y Jerusalén con un niño enfermo, tendrás que contarme toda la historia del osario ahora mismo.
—Tardaré demasiado.
—Lo siento. Ese es el trato. Al menos, hazme una sinopsis.
Jack resumió a toda prisa los acontecimientos de los últimos días, empezando por su comida sorpresa en la residencia de James, cuando vio el osario por primera vez.
Aunque al principio dudó que la historia de Jack resultara lo bastante interesante como para justificar lo que le estaba pidiendo, Laurie acabó fascinada.
—Oh, de acuerdo, maldito seas —dijo de repente, antes de que Jack hubiera terminado el resumen—. Es probable que olvide cómo lograste convencerme en este momento de locura, pero trato hecho, aunque no lo cargues en brazos durante todo el vuelo, solo cuando te toque y no solo cuando esté dormido. También lo cargarás en brazos cuando se ponga nervioso. ¿Entendido?
—Perfecto —dijo Jack, y su rostro se iluminó. Se puso en pie de un salto—. Debo hacer los preparativos y unas cuantas llamadas. Hay que estar en la residencia del arzobispo a las tres.
—¿Y tú me hablas de hacer preparativos? —dijo con sorna Laurie, y dejó el libro a un lado—. Espero que no nos arrepintamos de esto.
En algunos aspectos, Roma supuso una decepción para Jack. En sus otras visitas, que habían sido a finales de primavera, verano y principios de otoño, el tiempo había sido diáfano, soleado y caluroso. En esta ocasión, en diciembre, Roma estaba nublada, oscura y mojada, con algo de lluvia. Para colmo, había esperado una especie de intriga de capa y espada, que implicara entrar a escondidas en el Vaticano para devolver el osario a la necrópolis. En cambio, descubrió que el Vaticano era más o menos un gigantesco club para los cardenales. Si eras cardenal, todo era fantástico.
Como James había utilizado la misma caja en que había llegado el osario, todo el mundo dio por sentado que eran sus pertenencias personales. No hubo el menor intento de insinuar que lo abrieran en el aeropuerto, ni al salir ni al llegar, ni cuando entraron en el Vaticano. Mientras James se encargaba de los trámites para que todos pudieran hospedarse en el Vaticano, en Casa di Santa Marta, llamada así por la patrona de los hoteleros, el osario y las maletas ya los estaban esperando cuando llegaron. Después de recogerlo en el aeropuerto, el equipaje se había adelantado en una furgoneta del Vaticano, mientras James y su séquito entraban en la ciudad por lo que James llamó «la ruta más pintoresca».
La Casa di Santa Marta fue construida para alojar a los cardenales durante los cónclaves, cuando debían estar concentrados en la elección de un nuevo papa, de modo que el ambiente era de lo más ascético, otra leve decepción para Jack. Cuando James le había dicho que todos se alojarían en el Vaticano, Jack se había permitido fantasear con un ambiente renacentista.
Lo que había salido mejor de lo esperado fue el vuelo nocturno y J. J. No solo el niño había dormido una larga siesta aquella tarde, sino que también había dormido durante casi toda la noche, primero en brazos de Laurie y después en los de Jack. Este gozó de mucho tiempo para contar a Laurie los detalles de la historia del osario, que había obviado por la tarde.
—¿Conseguiré verlo? —había preguntado Laurie.
—No veo por qué no —contestó Jack.
Para descartar cualquier posibilidad de error por la noche, James había contratado una visita particular a la necrópolis aquella misma tarde, en compañía de un arqueólogo de la Comisión Pontificia para la Arqueología Sagrada. Cuando llegó la hora de la visita, J. J. se había dormido de nuevo.
—Está recuperando el sueño perdido de los últimos dos meses —comentó Laurie.
Aunque vaciló al principio, se dejó convencer por James para sumarse a la visita, después de que este encontrara varias monjas que hicieran compañía a J. J., una de las cuales iría en busca de Laurie en cuanto el niño se despertara.
La visita fue muy útil. Al principio, no podían imaginar dónde habían encontrado Shawn y Sana el osario, hasta que el arqueólogo residente explicó que, para entrar en el túnel que llegaba hasta la tumba de Pedro, había que levantar un panel de la tarima de cristal con el fin de acceder al nivel inferior de las excavaciones recientes.
Aunque Jack sentía cierta tensión y nerviosismo antes de que James y él partieran aquella noche pasadas las diez, Jack cargado con el osario y James con un enorme manojo de llaves, no tardó en calmarse. Jack había pensado que entrarían a escondidas, pero no fue así. James había ido a ver al arcipreste, otro cardenal, que también era el administrador de la basílica, y le dijo sin más preámbulos que aquella noche quería bajar a ver la Capilla Clementina y la tumba de Pedro, de modo que le entregaron el llavero y le aseguraron que dejarían las luces encendidas.
El paseo a pie desde la Casa di Santa Marta hasta la entrada por el ábside noroeste de San Pedro fue misericordiosamente breve, menos de una manzana de Nueva York. Después de que James abriera la puerta, Jack entró en la oscura y silenciosa basílica a través de lo que más tarde averiguó que era la Porta della Preghiera. Para él, entrar en la basílica fue el momento más memorable de la noche. Media hora antes, las nubes se habían alejado, al menos de forma temporal, y una luna gibosa había hecho acto de presencia. Ahora, estaba proyectando rayos de luz a través de las ventanas situadas en la base de la cúpula de Miguel Angel, destacando de esta forma la inmensidad del interior del edificio.
—Hermosa, ¿verdad? —preguntó James, parado detrás de Jack.
—Suficiente para que me vuelva religioso —contestó Jack, solo medio en broma.
James lo guió por el crucero en dirección a la columna de San Andrés, una de las cuatro que sostenían la enorme cúpula, donde abrió con llave otra puerta que conducía a la cripta.
Tardaron otros veinte minutos en descender hasta el nivel inferior de las excavaciones y el punto exacto de la pared del túnel que conducía a la tumba de Pedro donde habían encontrado el osario. El lugar estaba señalizado por una abertura rectangular en la pared. Como la tierra estaba suelta, Jack pudo vaciarla con facilidad, y no tardó en descubrir las linternas, cubos y demás parafernalia que Shawn y Sana habían utilizado y después enterrado.
—Tendremos que llevarnos estos trastos —dijo Jack—, pero será fácil. Utilizaremos los cubos. Pero antes, ¿por qué no vas a buscar un poco de agua? Haré una pasta y sellaremos esto.
—Gran idea —dijo James—. He visto un manantial mientras veníamos.
Mientras James iba a buscar agua, Jack introdujo el osario en la pared y empezó a amontonar las piedras, la tierra y la grava alrededor de los lados. Cuando James volvió, ya estaba preparado para ocuparse de la parte exterior, y apiló tierra húmeda en el extremo del osario. Cuando terminó, era casi imposible distinguir la abertura. Mientras daba los últimos retoques, pensó en el desafortunado legado de lo que estaba haciendo al ocultar el osario. La humanidad tendría que renunciar al Evangelio de Simón. A Jack le sabía mal, y si bien nunca había albergado demasiado interés por la historia del cristianismo, ahora sí lo sentía, y siempre se preguntaría cómo había sido en realidad Simón el Mago. ¿Era el chico malo que siempre habían plasmado, o todo lo contrario?
Todo lo que Roma había sido, gris, lluviosa e inhóspita, Israel era transparente como el cristal, con un cielo azul inmaculado, de un resplandor luminoso, casi cegador. Jack, Laurie y J. J. entraron en el país a mediodía, en un vuelo de Roma a Tel Aviv, con la nariz de Jack apretada contra el cristal. Una vez más, J. J. superó las expectativas de Laurie. En cuanto el avión alcanzó altitud, se puso a dormir, y aún continuaba durmiendo cuando las ruedas tocaron la pista.
En la puerta los estaba esperando un representante de una agencia de viajes llamada Mabat, quien los ayudó a pasar el control de pasaportes y los trámites de la recogida de equipajes, y luego los acompañó hasta un coche y un conductor que los llevaría a Jerusalén. Un veterano viajero había dado a Jack el nombre de la agencia, porque quería aprovechar al máximo el breve tiempo que permanecerían en el país. El conductor, por su parte, los llevó directamente al hotel Rey David, donde los dejó en manos de un guía experto llamado Hillel Kestler.
—Tengo entendido que desean ir a una aldea palestina llamada Tsur Baher —dijo Hillel con una sonrisa—. He recibido montones de peticiones personales, pero es la primera vez que me piden ir a Tsur Baher. ¿Puedo preguntar por qué? Debo advertirles que no hay gran cosa que ver.
—Quiero conocer a esta mujer —dijo Jack, al tiempo que le daba el nombre y la dirección surgidos del ordenador cargado con CODIS 6.0 y conectado con el analizador genético 3130 XL.
—Jamilla Mohammed —leyó Hillel—. ¿La conoce?
—Todavía no —dijo Jack—, pero me gustaría pedirle un favor, un favor que pienso pagar. ¿Podría ayudarnos? ¿Habla usted árabe?
—No muy bien —admitió Hillel—, pero tampoco tan mal. ¿Cuándo quieren ir?
—Solo tenemos hoy y mañana, a menos que decidamos quedarnos más tiempo —dijo Jack—. Si no le importa, vámonos ya. Supongo que nos ha reservado un vehículo.
—Por supuesto. Tengo una furgoneta Volkswagen.
—Perfecto. Vamos, Laurie.
—¿Estás seguro de lo que estás haciendo? —preguntó Laurie, que no parecía muy convencida. Había oído la historia del osario y los resultados del ADN mitocondrial, pero aún albergaba recelos.
—Hemos venido hasta aquí. ¿Está muy lejos la aldea, Hillel?
—Tardaremos unos veinte minutos en llegar —dijo el guía.
—Veinte minutos, nada más —repuso Jack. Tomó a J. J. de brazos de su madre—. Nada se pierde con probar.
—De acuerdo —dijo Laurie al fin.
Dieciocho minutos después, Hillel entró en una aldea con una calle de tierra y un puñado de casas de hormigón en forma de cubo, de las cuales surgían vigas de acero para posteriores ampliaciones. Había algunas tiendas, incluido un estanco, unos grandes almacenes no muy grandes y una tienda de especias. También había una escuela con montones de chicos uniformados.
—Lo más fácil es visitar al mukhtar —dijo Hillel por encima de las voces de los niños.
—¿Qué es un mukhtar? —preguntó Jack.
—Significa «elegido» en árabe —respondió Hillel, que subió las ventanillas del vehículo para no tener que gritar—. Se refiere al jefe de la aldea. Sin duda conocerá a Jamilla Mohammed.
—¿Conoce al mukhtar de Tsur Baher? —preguntó Jack. Estaba sentado en el asiento del copiloto. Laurie iba detrás, con J. J. en la silla para niños.
—No. Pero da igual.
Hillel aparcó y entró en los grandes almacenes. Durante su ausencia, varios escolares se acercaron y miraron a Jack. Este sonrió y los saludó con la mano. Algunos niños le devolvieron el saludo con timidez. Después, un hombre salió del establecimiento y los ahuyentó.
Un momento después, Hillel volvió a salir. Se acercó a Jack. Este bajó la ventanilla.
—En la tienda hay una zona de descanso —explicó Hillel—. Es el bar del pueblo, y resulta que el mukhtar está en él. He preguntado por Jamilla, y ha enviado a buscarla. Si quiere conocerla, está invitado a entrar.
—Estupendo —dijo Jack. Bajó de la furgoneta y abrió la puerta corredera para que hicieran lo propio Laurie y J. J.
El interior del almacén estaba atestado de toda clase de productos del suelo al techo, desde comestibles hasta juguetes, desde artículos de ferretería hasta papel para ordenador. El bar que Hillel había mencionado estaba en la parte posterior, con una sola ventana que daba a un patio trasero de tierra que albergaba una nidada de polluelos esqueléticos.
El mukhtar era un anciano vestido de árabe, con la piel correosa y curtida por la intemperie. Estaba fumando un narguile. No cabía duda de que le encantaba tener compañía, y pidió al instante té para todos. También se puso muy contento al saber que los Stapleton eran de Nueva York, porque tenía familia en la ciudad y había ido dos veces. Mientras estaba explicando qué partes de Brooklyn había visto, Jamilla Mohammed entró. Al igual que el mukhtar, iba vestida de árabe. No se cubría la cabeza por completo, pero su vestido era negro, como su pañuelo. La piel al descubierto de las manos y la cara era del mismo color y consistencia que la del mukhtar. No cabía duda de que la vida había sido dura para ambos.
Por desgracia, Jamilla no hablaba inglés, pero como el mukhtar sí, Jack habló con Jamilla por mediación de aquel. En primer lugar, le preguntó si tenía experiencia como curandera. Contestó que alguna, pero sobre todo con sus hijos, que eran ocho, cinco chicos y tres chicas.
Le preguntó si había estado enferma alguna vez. Contestó que no, aunque el año anterior un coche la había atropellado en Jerusalén y había estado ingresada una semana en el hospital de Hadassah, con huesos rotos y hemorragia. A continuación, Jack le preguntó si intentaría curar a su hijo apoyando la mano sobre su cabeza y declárandole curado de su cáncer. Jack sacó varios cientos de dólares y los dejó sobre una mesa baja. Explicó que se los daba en consideración por sus esfuerzos. Después, tomó a J. J. de manos de Laurie y se acercó a la mujer.
Por un momento, dio la impresión de que a J. J. le gustaba ser el centro de atención. Emitió gorgoritos de alegría cuando Jamilla hizo lo que le pedían. El mukhtar tradujo mientras Jamilla decía que a partir de aquel momento el cuerpo del niño quedaría libre de toda enfermedad. Era evidente que se sentía cohibida y no estaba acostumbrada a tal papel.
Laurie observaba la escena, y también se sentía cohibida. Jack le había contado sus planes, y aunque a ella se le antojaba algo embarazoso, también opinaba que era inofensivo, y si Jack quería en serio tirar adelante, ella no se opondría. Ahora que estaba sucediendo, no sabía qué pensar. En el caso de Jack, sucedía todo lo contrario. Cuando se le había ocurrido la idea, quiso llevarla a la práctica como una forma de apurar todas las posibilidades. El osario poseía cierta aura mística, y quería aprovecharla. Ahora que estaba asistiendo a una curación mediante la fe, sin embargo, se sentía estúpido, como si se agarrara a un clavo ardiendo. Bien, era justo eso.
—¡De acuerdo! —exclamó Jack de repente, cuando pensó que la cosa se había prolongado en exceso, y apartó a J. J. de las manos de Jamilla—. ¡Ha sido estupendo! ¡Muchísimas gracias!
Recogió el dinero, se lo dio a Jamilla y se encaminó hacia la salida. De repente, deseaba estar muy lejos, olvidar la situación. Sabía que sus actos estaban espoleados por la impotencia, como aquellos pacientes desesperados que caían en manos de la medicina alternativa. Pero el motivo de que Jack deseara volver a la furgoneta cuanto antes era que tenía miedo de ponerse a llorar.
—Muy bien —dijo el doctor Urit Effron. Trabajaba en el hospital universitario de Hadassah en Ein Kerem, Jerusalén—. Estas son las imágenes de la gammacámara E-Cam Siemens, y así nos haremos una idea mejor de por qué la orina de ayer de su hijo era normal en metabolitos de catecolaminas.
Jack y Laurie se inclinaron hacia delante. Los dos estaban muy interesados. El día anterior, tras salir de Tsu Baher, habían regresado a Jerusalén, donde decidieron acudir a urgencias del hospital de Hadassah. El episodio con la curandera los había, animado a hablar de J. J., sobre todo porque su comportamiento era de lo más normal. Habían decidido comprobar si podían conseguir un análisis del nivel de anticuerpos de proteínas de ratón, con el fin de reiniciar el tratamiento en cuanto volvieran a casa.
Lo que averiguaron fue que deberían regresar al Memorial de Nueva York para realizar la prueba, pero el oncólogo pediatra residente que los recibió se ofreció a practicar los análisis de sangre necesarios para saber el nivel de actividad de los tumores de J. J., teniendo en cuenta que se encontraba tan bien. Ante el asombro de todos, sobre todo de los padres, los resultados habían salido normales. En aquel momento, el residente se había ofrecido a repetir la prueba definitiva del neuroblastoma, llamada gammagrafía con MIBG.
Como estaban bien enterados acerca de la prueba, así como sobre sus riesgos y beneficios, desde que habían diagnosticado a J. J., tanto Jack como Laurie se sentían ansiosos por repetirla. Querían saber en qué punto se encontraban después de la primera ronda del tratamiento en el Memorial. Después de la inyección de yodo radiactivo del día anterior, habían regresado para la gammagrafía. En aquel momento, las primeras imágenes estaban saliendo de la máquina.
—Bien, esto es lo que hay —dijo el doctor Effron—. El ácido homovanílico y el ácido vanililmandélico son normales porque ya no existen tumores.
Jack y Laurie intercambiaron una mirada cautelosa. Ninguno quería hablar, no fuera a disolverse el trance en el que se encontraban y volvieran a la realidad. ¡Daba la impresión de que J. J. estaba curado!
—Es una noticia excelente —dijo el doctor Effron, al tiempo que alzaba la vista de la pantalla para comprobar que los padres le habían oído—. Tres hurras por el Memorial. Su hijo es uno de los afortunados.
—¿Qué está intentando decirnos? —se obligó Laurie a preguntar.
—Los neuroblastomas, sobre todo en pacientes jóvenes como su hijo, pueden ser impredecibles. Pueden resolverse de repente… Curarse, si lo prefieren así. O pueden responder al tratamiento de esta manera. ¿El de su hijo estaba extendido o muy extendido?
—Muy extendido —dijo Laurie, mientras empezaba a aceptar lo que estaba viendo, ningún tumor, y lo que estaba oyendo, que J. J. estaba curado. ¿Había sido una remisión espontánea, como sugería el doctor Effron, el anticuerpo de ratón del Memorial, o Jamilla? Laurie no tenía ni idea, pero en aquel momento le daba igual.