12.55 h, lunes, 1 de diciembre de 2008, Nueva York
(19.55 h, El Cairo, Egipto)
Cuando Jack paró delante de la consulta de Ronald Newhouse en la Quinta Avenida, hacía meses que no se sentía tan bien. Estaba motivado, gracias a Keara Abelard, por haber topado con una distracción perfecta: una cruzada destinada a desenmascarar los peligros de la medicina alternativa. Ardía en deseos de encontrarse cara a cara con aquel hombre.
Jack bajó de la bicicleta y se dedicó a colocar la colección de candados que utilizaba para sujetar su Trek. Mientras estaba poniendo el último, alguien le dio unos golpecitos en el hombro.
Jack alzó los ojos y vio el rostro de un portero uniformado, con aspecto de haber salido de un plató cinematográfico, con su capote anticuado provisto de dos filas de relucientes botones de latón.
—Lo siento —dijo con un tono que indicaba todo lo contrario—. No puede dejar la bicicleta aquí. Está prohibido.
Jack volvió a concentrar su atención en el candado final y terminó la tarea de sujetar la bicicleta.
—¡Eh, tío! —exclamó el portero—. ¿Me has oído? No puedes dejar aquí la jodida bicicleta. Es una propiedad privada.
Jack se puso en pie sin decir palabra, buscó en el bolsillo de los pantalones, sacó su cartera y mostró su placa oficial de médico forense de Nueva York. A todo el mundo le parecía una placa de policía, a menos que la miraran con detenimiento.
—¡Lo siento, señor! —se apresuró a disculparse el portero.
—No pasa nada —dijo Jack—. La bicicleta no va a quedarse mucho rato.
—Ningún problema, señor. La vigilaré. ¿Puedo ayudarle en algo?
—He venido a ver a Ronald Newhouse —contestó Jack. No pudo decidirse a llamarle «doctor». Tampoco dijo si había ido en calidad oficial o como paciente.
—Por aquí, señor —dijo obsequioso el portero. Indicó con un gesto la puerta principal y guió a Jack hasta el vestíbulo. Abrió la puerta interior con una llave y señaló—. La consulta del doctor Newhouse está en ese pasillo, primera puerta a la izquierda.
—Gracias —respondió Jack, mientras se preguntaba si el hombre habría sido igualmente cordial de haber sabido que él solo era médico forense.
DOCTOR RONALD NEWHOUSE Y ASOCIADOS estaba dibujado con pan de oro sobre la puerta. Cuando entró, se dio cuenta al instante de que el consultorio de Newhouse era muy rentable. No solo podía permitirse un alquiler en la Quinta Avenida, lo cual era muy significativo para Jack, sino que había decorado la sala de espera con estilo. Había óleos originales en las paredes, muebles lujosos y una gran alfombra oriental. Lo que la diferenciaba de la consulta de cualquier doctor en medicina que él conociera eran tres taburetes con asientos de contorno, conectados a su base mediante una junta articulada móvil. Una mujer de unos veinte años ocupaba uno de los taburetes. Con las manos sobre las rodillas y las piernas separadas de tal forma que el vestido le caía entre las rodillas, se hallaba en movimiento constante, de una manera que a Jack le recordó a sus hijas cuando jugaban con los hula hoop. Mientras la miraba, la mujer se dio cuenta y sonrió. Transmitió la sensación a Jack de que aquella era la única actividad normal en aquel ambiente.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó una agradable voz femenina. Jack se volvió y, a su derecha, vio a una mujer inmaculadamente vestida, con todos los mechones de pelo moreno en su sitio. Jack se quedó impresionado. Hasta la manicura era perfecta.
—Creo que sí —contestó. Se acercó a la mujer, que le obsequió con una sonrisa—. Para ser sincero, nunca había pisado la consulta de un quiropráctico.
—Bienvenido —dijo la recepcionista. La placa de su nombre decía LYDIA.
—Ese mueble es muy interesante —comentó Jack, y ladeó la cabeza en dirección a la mujer que giraba de un lado a otro en el taburete.
—Está utilizando una de nuestras sillas giratorias. Son fantásticas para las vértebras lumbares —explicó Lydia—. Provoca que los discos intervertebrales se lubriquen y aumenten de volumen hasta cierto grado. Animamos a la gente a hacerlo antes de su sesión de ajuste.
—Interesante —apostilló Jack—. ¿El doctor Ronald Newhouse está libre?
Apretó los dientes por haberse forzado a pronunciar el apelativo «doctor».
—Está aquí —dijo la secretaria. Señaló a la mujer de la silla giratoria—. Recibe a su siguiente paciente a la una y veinticinco. ¿Tiene usted cita?
—Todavía no.
—¿Le gustaría concertar una?
—Me gustaría ver al doctor —contestó Jack de manera ambigua—. No sé tanto como querría de terapia quiropráctica.
—Al doctor Newhouse siempre le interesan los nuevos pacientes. Tal vez podría recibirle unos minutos antes de que vea a la señorita Chalmers. Si no le importa esperar un momento, iré a preguntarle. ¿Quién debo decir que desea verlo?
—Jack Stapleton.
—De acuerdo, señor Stapleton. Vuelvo enseguida.
—Agradezco su ayuda —dijo Jack. Mientras la recepcionista se ausentaba de la sala, miró a la señorita Chalmers, quien continuaba obediente sus rotaciones de cadera. Tenía la cabeza echada hacia atrás, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Por un momento, Jack se quedó fascinado. Daba la impresión de haber caído en trance.
—El doctor le recibirá ahora —dijo Lydia, interrumpiendo sus pensamientos. Jack la siguió a través de una puerta interior y por un corto pasillo, flanqueado por una serie de puertas cerradas. Al llegar a una que estaba abierta, se apartó y le indicó con un ademán que entrara.
El despacho daba a la Quinta Avenida, y al otro lado se veía Central Park. Dentro había dos hombres, uno sentado detrás de un escritorio y el otro en una silla reservada a las visitas. El hombre sentado detrás del escritorio, quien Jack supuso que era Ronald Newhouse, se levantó al instante y se inclinó hacia delante, al tiempo que extendía una mano robusta en dirección a Jack.
—Bienvenido, señor Stapleton —dijo Ronald Newhouse con entusiasmo de vendedor.
Jack permitió que sacudiera su mano vigorosamente. Newhouse mediría unos tres centímetros más que Jack, y pesaría unos diez kilos más que él. Jack calculó que contaría unos cuarenta y cinco años. Era de tez morena, con cejas bien depiladas sobre prominentes arcos ciliares. Tenía los ojos oscuros y penetrantes. Pero lo más impresionante de la apariencia del hombre era su peinado, o mejor dicho, la ausencia de él. Llevaba el pelo un poco largo, oscuro y brillante, como si se hubiera aplicado moldeador, pero despeinado por completo. Matojos puntiagudos salían disparados de su cuero cabelludo en ángulos extraños.
—Le presento a uno de mis asociados, Cari Fallón —dijo Newhouse, al tiempo que indicaba con la mano al caballero sentado en la silla de visitas.
Fallón se puso en pie como impulsado por un resorte y, con una presteza similar a la de Newhouse, dio a Jack un segundo apretón de manos entusiasta.
—Encantado de conocerle —dijo a Jack. Recogió los restos de un bocadillo de pastrami y un pepinillo a medio comer, junto con una bolsita marrón—. Luego nos vemos —dijo a Newhouse.
—Un gran tipo —comentó Newhouse. Señaló la silla que Fallón había desocupado—. ¡Siéntese, por favor! Tengo entendido que está interesado en la terapia quiropráctica. Será un placer hacerle una pequeña introducción antes de recibir a mi siguiente paciente. Pero antes, ¿cómo me ha encontrado? ¿A través de mi nuevo sitio web? Le hemos dedicado muchos esfuerzos, y siento curiosidad por saber si funciona.
—Me derivaron —dijo Jack. Era consciente de que no estaba diciendo del todo la verdad, pero quería ver cómo se desarrollaban las cosas.
—¡Maravilloso! —respondió Newhouse con aires de suficiencia—. ¿Le importa que le pregunte el nombre del paciente? No sabe lo agradable que es recibir un feedback positivo de un cliente satisfecho.
—Nichelle Barlow.
—¡Ah, sí! Nichelle Barlow. Una joven encantadora.
—Me interesa saber lo que usted, como quiropráctico, se siente capacitado para tratar.
La sonrisa de Newhouse se ensanchó, y por un momento dio la impresión de que estaba decidiendo por dónde empezar. Jack se concentró en una serie de libros que descansaban sobre el alféizar de la ventana, detrás de él, emparedados entre relucientes sujetalibros de latón en forma de caduceo. Los títulos eran reveladores: How to Build a Million-Plus-Dollar-a-Year Chiropractor Practice y How an E-meter and Applied Kinesio-logy Can Double Your Practice Income. Jack había oído vagamente hablar de los electropsicómetros, que habían sido descritos como tecnología fraudulenta cuando cierto número había sido confiscado por la FDA. También había oído hablar de la kinesiología aplicada, que había sido desacreditada como carente de valor médico tras una serie de pruebas controladas.
—Podría decir que, en mis manos, la terapia quiropráctica puede tratar casi todas las enfermedades conocidas por el hombre. Ahora bien, para ser justo, tendría que matizar mis palabras admitiendo sin ambages que la quiropráctica no puede curar todas las enfermedades, pero sí que alivia los síntomas de estos problemas incurables.
—¡Caramba! —exclamó Jack, como si estuviera impresionado. De hecho, sí estaba impresionado por la osadía de la afirmación—. ¿Todos los quiroprácticos opinan lo mismo sobre la capacidad de la especialidad?
—Cielos, no —dijo Newhouse con un suspiro—. Se han suscitado desafortunadas discusiones, por decirlo de alguna manera, desde que el gran fundador de la especialidad, Daniel David Palmer, descubrió las técnicas en el siglo XIX y fundó la Palmer School of Chiropractic en Davenport, Iowa.
—Davenport, Iowa —repitió Jack—. ¿No es en Iowa donde se halla el cuartel general del movimiento de la meditación trascendental?
—En efecto, aunque en ciudades diferentes. En Fairfield, Iowa, se encuentra la Universidad Maharishi. Supongo que podría decirse que Iowa es el centro más fértil de toda la nación en el desarrollo de medicinas alternativas. Por supuesto, el descubrimiento más importante de todos sigue siendo el movimiento quiropráctico.
—¿Puede resumirme las bases científicas del poder terapéutico de la quiropráctica?
—Se basa en el flujo de la inteligencia innata, que es una especie de fuerza o energía vital.
—Inteligencia innata —volvió a repetir Jack, para asegurarse de que había oído bien.
—Exacto —dijo Newhouse, al tiempo que alzaba las manos con las palmas hacia fuera, como un predicador a punto de decir algo importante—. La inteligencia innata ha de moverse con libertad por el cuerpo. Es la fuerza directiva básica, encargada de que todos los órganos y músculos trabajen en equipo por el bien común.
—Y cuando este flujo encuentra obstáculos, aparece la enfermedad.
—¡Exacto!
Newhouse parecía muy satisfecho.
—¿Y las bacterias, virus y parásitos? —preguntó Jack—. ¿Cómo encajan en la aparición de una enfermedad, la sinusitis, por ejemplo?
—Muy sencillo —respondió Newhouse—. Con la sinusitis se produce una aguda disminución del flujo de la inteligencia innata a los senos, otorgando así la oportunidad de crecer a la flora habitual, hongo, bacteria o lo que sea.
—A ver si lo he entendido bien —dijo Jack—. El proceso patológico empieza con el bloqueo del flujo de la inteligencia innata, o fuerza vital, y la expansión de las bacterias es un resultado, no una causa. ¿Es eso cierto?
Newhouse asintió.
—Lo ha entendido perfectamente.
—Por lo tanto, el trabajo del quiropráctico consiste en restaurar el flujo, y en cuanto se consigue, las bacterias, o lo que se halla implicado de manera secundaria, desaparecen.
—Tiene toda la razón.
—Da la impresión de que hay más quiroprácticos que quiroprácticas.
—Creo que podría decirse así.
—¿Existe algún motivo?
Newhouse se encogió de hombros.
—Debe de ser por la misma razón que hay más cirujanos que cirujanas. La terapia quiropráctica exige cierto nivel de fuerza. Tal vez a los hombres nos resulte más fácil.
Jack asintió, mientras con el ojo de la mente podía ver los desgarros internos de las arterias vertebrales de Keara. Tuvo que mostrarse de acuerdo. Hacía falta fuerza para causar el tipo de daños que la joven había sufrido. Después de carraspear, preguntó:
—¿Cómo se bloquea la inteligencia innata?
—Uno de los primeros pacientes de Daniel David Palmer sufría un grave problema de audición que se había iniciado diecisiete años antes, después de levantar un gran peso. Cuando el doctor Palmer le examinó, determinó que una vértebra cervical se había luxado. Cuando la devolvió a su lugar, el paciente recuperó el oído. Lo que había pasado, para explicarlo con palabras sencillas, era que la vértebra desplazada ejercía presión sobre los nervios y afectaba a la audición. Cuando la presión desapareció, el flujo se reanudó y la función se recuperó.
—De manera que la inteligencia innata fluye a través de los nervios.
—Por supuesto —dijo Newhouse, como si aquel hecho en particular fuera de lo más evidente.
—Por lo tanto, el culpable es la columna vertebral, porque bloquea la inteligencia innata.
—Sí —admitió Newhouse—. Tiene que darse cuenta de que la columna vertebral no es tan solo una pila de huesos, sino un órgano complejo, y cada vértebra es capaz de influir en las demás, así como en el grupo tomado en conjunto. Es lo que nos sostiene, nos mantiene enteros y nos integra. Por desgracia, posee una fuerte tendencia a insubordinarse. Esa, en una palabra, es la responsabilidad de los quiroprácticos. Nuestro trabajo es diagnosticar la irregularidad, o subluxación, como nosotros lo llamamos, y devolver las vértebras implicadas a su posición normal, y después procurar que se quede así.
—Todo esto se consigue mediante la manipulación vertebral, ¿no es cierto?
—Exacto. Nosotros le damos un nombre especial, por supuesto. Lo llamamos ajuste.
—¿Está diciendo que pueden ejercer como médicos de cabecera?
—Absolutamente —repuso Newhouse, y pronunció cada sílaba como si fueran palabras separadas—. Creo que ejerzo las funciones de médico de cabecera de su amiga Nichelle Barlow. Y estoy seguro de que le ha dicho que goza de una salud a prueba de bomba. La ajusto con regularidad, porque su columna necesita atención constante.
—Supongo que no es muy propenso a los antibióticos.
—Por lo general, no son necesarios. En cuanto consigo que la inteligencia innata fluya con normalidad, cualquier infección desaparece con rapidez. Además, los antibióticos son peligrosos. Nosotros dispensamos remedios, no fármacos.
—¿Y las vacunas?
—Son innecesarias y peligrosas —dijo Newhouse sin vacilar un segundo.
—¿Todas las vacunas para todos los niños?
—Todas las vacunas para todos los niños —repitió Newhouse—. Las vacunas son más peligrosas que los antibióticos. Piense en la tragedia del autismo. Es una vergüenza, cuando no una tragedia nacional. Si uno de esos chicos hubiera acudido a mí antes de ser vacunado, hoy sería normal.
Jack tuvo que morderse literalmente la lengua para reprimir las ansias de discutir con aquel estrafalario charlatán. Aunque daba la impresión de que Newhouse creía en lo que decía, Jack fue incapaz de decidir si era un terapeuta bienintencionado pero equivocado, o un estafador de nuevo cuño.
—¿Qué me dice del cólico del lactante? —preguntó Jack vacilante, pues el trastorno le resultaba dolorosamente familiar—. ¿Puede tratarlo?
—Ningún problema —respondió Newhouse con tono confiado.
—¿Trataría a un lactante con manipulación vertebral? —preguntó Jack nervioso. Imaginaba a J. J. torturado por el hombre sentado frente a él.
—Bien, primero procederíamos a la fase de diagnóstico.
—¿Qué incluye exactamente?
—Examen visual, palpación detenida, observación de movimientos y, por supuesto, radiografías.
—¿Haría una radiografía de la columna a un lactante? —inquirió Jack, solo para asegurarse. Estaba furioso. Se preguntó a cuántos niños habría expuesto Newhouse a la cantidad de radiación necesaria para radiografías de la columna, aunque su equipo fuera digital.
—Sin duda. Es una parte fundamental de nuestro minucioso procedimiento diagnóstico y terapéutico. Utilizamos radiografías para diagnosticar, para documentar el curso del tratamiento y para lograr que las vértebras problemáticas no se muevan de su sitio. Como las radiografías son tan cruciales para nuestra misión, contamos con el sistema digital más moderno. ¿Le gustaría verlo?
Jack no contestó. Aún estaba intentando digerir la información acerca de que bombardeaban a lactantes con radiación ionizada para efectuar un diagnóstico fraudulento de que sus jóvenes y normales columnas estaban algo desviadas.
Newhouse tomó el silencio de Jack por una afirmación, saltó de su silla y le indicó con un gesto que lo siguiera. Jack se levantó obediente y lo siguió hasta el pasillo y a través de las puertas antes cerradas. La calma que había acumulado durante el paseo en bicicleta había sido sustituida por ira dirigida contra Newhouse y sus colegas. Jack se sentía avergonzado, como si su existencia fuera culpa de él.
La unidad de rayos X era de alta tecnología. Como sabía más o menos lo que costaba, Jack adivinó por qué la utilizaban tanto: había que amortizar gastos. Jack no escuchaba a Newhouse, quien, como un padre orgulloso, se había lanzado a enumerar los atributos de su criatura.
En mitad del discurso de Newhouse, Lydia asomó la cabeza por la puerta para decirle que la señorita Chalmers estaba esperando en la sala de tratamiento uno.
—¡Que la reciba el doctor Fallón! —dijo Newhouse, sin apenas interrumpir su presentación.
—Creo que a ella no le hará gracia —replicó Lydia.
Al instante, la jovialidad de Newhouse dio paso a la mala leche.
—¡He dicho que la reciba el doctor Fallón!
Repitió cada palabra con igual fuerza.
—Como desee —dijo Lydia, que huyó al instante.
Newhouse respiró hondo. En una fracción de segundo, la tormenta se había disipado y el sol había salido. La transición dejó estupefacto a Jack.
—Bien, ¿por dónde iba? —preguntó Newhouse, mientras miraba el monitor como si la máquina de rayos X se lo pudiera decir.
—Hace un seguimiento de los pacientes con radiografías —dijo Jack, sin hacer caso de la pregunta de Newhouse.
—Siempre. Nos interesa documentar la mejora progresiva del paciente, algo muy tranquilizador para los pacientes.
—¿Podría enseñarme dicha progresión? —preguntó Jack.
—Por supuesto —dijo Newhouse—. Tenemos una serie disponible como presentación para futuros pacientes como usted, puesto que nos encantaría satisfacer sus necesidades sanitarias. Volvamos a mi consulta, por favor. Se lo enseñaré en el ordenador.
Jack se maravilló del esfuerzo que Newhouse estaba dispuesto a llevar a cabo para conseguir un cliente nuevo. Hasta su último comentario, Jack se había preguntado por qué Newhouse era tan generoso con su tiempo.
Jack se colocó detrás del escritorio de Newhouse, de modo que los dos pudieran ver el monitor. Newhouse subió una radiografía lateral cervical, en teoría de uno de sus pacientes. Sobreimpresas en la película había cierto número de líneas rojas rectas que se cruzaban en ángulos cuidadosamente medidos.
Todo parecía justificado, como si se tratara de un complicado sistema para analizar la radiografía. No obstante, cuanto más miraba Jack la imagen y la profusión de líneas rojas, más absurdo se le antojaba. Lo que sí observó fue que la cabeza del paciente estaba inclinada hacia delante, con la barbilla descansando sobre el pecho.
—En esta preliminar —dijo Newhouse—, la curva de la columna cervical de este paciente sintomático es justo lo contrario de la normal. Como puede ver, sale del cráneo y no se curva hacia delante como debería, sino más bien hacia atrás. Esta fue la radiografía inicial antes de empezar la terapia. Cuando le vaya mostrando placas sucesivas de este paciente, observe cómo cambia la columna cervical a medida que la terapia progresa.
Jack vio placas laterales posteriores y observó que la columna cervical dejaba de curvarse hacia atrás para curvarse hacia delante. Al mismo tiempo, reparó en que el cambio no era debido a la terapia, sino al hecho de que el paciente iba levantando poco a poco la cabeza en cada radiografía sucesiva.
—Impresionante, ¿verdad? —ronroneó Newhouse.
Jack desvió la vista del monitor hacia el hombre que estaba admirando la placa final de su presentación como si fuera una obra de arte. En realidad, era un fraude perpetrado con rayos X, utilizados para engañar a un público desprevenido. Lo que Newhouse y sus secuaces estaban haciendo era dotar de una falsa sensación de legitimidad a la terapia quiropráctica, utilizando algo que era una herramienta legítima en manos de la medicina convencional. Y no solo era fraudulento, sino peligroso, pues exponía a la gente a radiaciones perjudiciales.
Newhouse pareció sorprendido cuando se volvió y vio que Jack le estaba mirando con silenciosa intensidad. Confundió la expresión de Jack con admiración.
—Será un placer para Lydia concertarle una cita. Estoy seguro de que tendremos un hueco dentro de un mes, si sus síntomas pueden esperar. Estamos hasta los topes con visitas de seguimiento, y las primeras visitas ocupan mucho más tiempo con el diagnóstico y las radiografías. No crea que la situación relajada de hoy es la habitual. Los lunes por la tarde están reservados para propósitos educativos. Por lo general, reina el caos en las dependencias.
Jack no daba crédito a lo que estaba pasando en aquel despacho. De no haber sido tan patético, habría resultado hasta divertido. Comprender a Newhouse era una cosa, pero ¿y sus pacientes? Nichelle Barlow parecía inteligente y culta. ¿Cómo podía ser tan ingenua para confiar en la terapia fraudulenta de aquel hombre, basada en la excéntrica idea de la inteligencia innata?
—¿Señor Stapleton? —preguntó Newhouse—. ¡Hola! No pretendía abrumarle hasta ese punto. ¿Se encuentra bien?
Jack consiguió sacudirse de su minitrance.
—Antes, al principio de nuestra conversación —empezó—, dijo que se habían producido disensiones entre los quiroprácticos. Nos distrajimos y no terminó lo que iba a decir.
—¡Tiene razón! Nos despistamos hablando de Daniel David Palmer, el fundador de la quiropráctica, y nos pusimos a hablar de Davenport, Iowa, donde fundó la primera facultad de medicina quiropráctica.
—¿A qué clase de disensiones se estaba refiriendo?
—¡Muy sencillo! Durante los noventa, un puñado de quiroprácticos renegados se dejaron intimidar por médicos convencionales para limitarse a tratar solamente problemas de espalda.
—O sea, dejar de tratar problemas como la sinusitis aguda.
—¡Exacto! La AMA, la Asociación Médica Americana, siempre se había opuesto a la quiropráctica, y había instigado denuncias y similares. Tenían miedo de que les robaran el negocio, cosa que estaban haciendo, por supuesto, porque los pacientes no son estúpidos.
Jack no estaba tan seguro de ello, pero no le interrumpió.
—Sea como sea —continuó Newhouse—, hacia 1990 el Tribunal Supremo silenció por fin a la AMA y legisló a favor de los quiroprácticos al afirmar de manera categórica que la medicina convencional había intentado desacreditar, por mediación de la AMA, la práctica quiropráctica, con el fin de conservar el monopolio de la asistencia sanitaria en este país.
Jack tomó nota mental de echar un vistazo a aquel fallo. Teniendo en cuenta lo que había descubierto aquella tarde sobre la quiropráctica, se le antojaba inconcebible que el Tribunal Supremo hubiera dictaminado a favor de la quiropráctica, si bien suponía que el fallo solo se refería al problema del monopolio, y no tenía nada que ver con la eficacia.
—Tal vez piense que dicho fallo ayudó a la quiropráctica —continuó Newhouse—, pero, aunque parezca extraño, contribuyó a dividirnos. Cierto número de médicos convencionales, tras haberse enterado de los beneficios que obteníamos, empezaron a trabajar con nosotros, al menos con aquellos quiroprácticos que deseaban limitarse. Con el paso de los años, estos traidores han sido bautizados como «mixtos», porque los han engañado para que se limitaran a trabajar exclusivamente con problemas de espalda, y al hacerlo han traicionado al movimiento quiropráctico. —Newhouse hizo una pausa—. Lo cual significa que no son auténticos quiroprácticos, por supuesto —concluyó.
—¿Y cómo se llaman ustedes, los quiroprácticos patrióticos incondicionales? —preguntó Jack, permitiendo que se manifestara una dosis de su tristemente célebre sarcasmo.
Por un momento, Newhouse miró a Jack como si este le hubiera abofeteado. Estaba claro que había captado el sarcasmo, pero parecía más confuso que ofendido. Por fin, decidió pasarlo por alto.
—Nosotros nos autodenominamos «puristas», porque somos fieles a nuestros inicios.
Por enésima vez durante aquella conversación con Newhouse, relativamente corta, Jack tuvo que refrenarse para callar lo que pensaba en realidad.
—Me gustaría preguntarle por otra paciente —dijo—. Se llama Keara Abelard.
—La señorita Abelard —repitió Newhouse, y dejó que su expresión resplandeciente volviera a aparecer—. Otra joven con clase. ¿También le habló de mí?
—En última instancia, debería darle un sí con reservas.
La sonrisa de Newhouse desfalleció. Volvía a sentirse un poco confuso. La respuesta de Jack parecía de lo más rebuscada.
—Era una paciente nueva —dijo—. ¿Le contó algo sobre su experiencia en la consulta?
—De manera indirecta —respondió Jack, intentando hablar con tono misterioso para avivar la curiosidad de Newhouse—. La señorita Barlow me dijo que había sugerido a Keara que viniera a verle, pero no sabía si al final había seguido su consejo.
—Lo hizo. Llegó como paciente nueva el viernes pasado. Le hicimos un hueco porque dijo que sufría considerables dolores.
—¿La recuerda bien, por tanto?
—Oh, sí. Muy bien.
—¿Cómo es posible, teniendo en cuenta lo ocupado que está? Debe de recibir a montones de pacientes, con el fin de cubrir los gastos indirectos y pagar la instalación de su máquina de rayos X digital.
—Recuerdo los nombres —dijo Newhouse, mientras miraba de reojo a Jack. Este último comentario se le antojaba de lo más inapropiado—. Tengo facilidad para ello.
—¿Se acuerda de sus síntomas?
—Por supuesto. Padecía un grave dolor de cabeza frontal que no respondía a los fármacos. Lo arrastraba desde hacía semanas.
—Y usted pensó que podría ayudarla.
—Desde luego, y lo hice. Dijo que su dolor de cabeza había desaparecido como por arte de magia.
—¿Le hizo radiografías?
Newhouse asintió. Presentía que la conversación no iba por buen camino, pero ignoraba qué pasaba o cuándo había empezado. La actitud de Jack había cambiado de repente. Primero había parecido impresionado, y ahora daba la sensación de que le estaba desafiando.
—¿Dónde tenía exactamente sus subluxaciones? —preguntó Jack.
—A todo lo largo de la columna vertebral —dijo Newhouse, con un nuevo tono en la voz. No le gustaba que le desafiaran, sobre todo en su propio territorio—. Su columna era un desastre, por culpa de no haberle hecho caso durante tanto tiempo. Nunca había ido a un quiropráctico.
—¿Y su columna cervical? ¿También estaba hecha un desastre?
—Toda la columna, incluida la zona cervical.
—Por lo tanto, usted pensó que necesitaba un ajuste.
—Muchos ajustes —corrigió Newhouse a Jack—. Hablamos de un programa de tratamiento. La veré dos veces esta semana, y así durante cuatro semanas seguidas. Después, una vez a la semana durante cuatro meses.
—Y si no recuerdo mal, un ajuste es otra palabra para definir la manipulación espinal. ¿No es cierto?
Newhouse fingió que consultaba su reloj.
—Me temo que se está haciendo tarde. Debo ver a algunos pacientes. Tendré que pedirle que se vaya.
—Me gustaría que tuviera la cortesía de contestar a mi pregunta —dijo Jack sin ceder terreno.
Una sonrisa irónica se insinuó en el rostro de Newhouse. De pronto, decidió que aquel visitante inesperado era un posible agitador, al que deberían echar a patadas. No obstante, una pizca de preocupación por el hecho de que Jack tal vez fuera una especie de inspector municipal en lugar de un chiflado le hizo vacilar. Newhouse pensaba que Jack tenía un aire autoritario, una curiosidad inesperada y una osada confianza en sí mismo que concedía crédito a la posibilidad de que fuera un funcionario. Y si bien nunca habían inspeccionado su consulta, pensó que siempre podía haber una primera vez, lo cual podía convertirse en un desastre. Sabía con certeza que la habitación de los rayos X no contaba con la protección adecuada en la zona del techo.
—Repítame su pregunta, por favor —dijo, con todo aquello en mente.
—Quiero saber si Keara Abelard fue sometida a manipulación de su columna cervical.
—Por lo general, no divulgamos información confidencial sobre nuestros pacientes —dijo Newhouse a la defensiva.
—¿Conserva los historiales de sus pacientes?
—¡Pues claro que conservamos los historiales! Necesitamos documentar el curso de la mejoría. ¿Qué clase de pregunta es esa?
—Puedo reclamar como prueba sus historiales, de modo que será mejor que me lo diga.
—Usted no puede reclamar como prueba mis historiales —afirmó Newhouse, aunque sin mucha seguridad. Ahora estaba más preocupado por la posibilidad de que Jack no fuera lo que había dicho ser, un nuevo cliente en perspectiva con la idea de concertar una cita.
—Ha comentado que los dolores de cabeza de Keara Abelard desaparecieron después de su tratamiento. ¿Sabía que se reprodujeron?
—No, no lo sabía. Ella no me llamó. De haberlo hecho, la habría recibido de inmediato.
—Los dolores de cabeza se reprodujeron corregidos y aumentados —replicó Jack—. Debo saber si ajustó su columna cervical.
—¿Y por qué debe saberlo, señor Stapleton? ¿Quién es usted, en cualquier caso?
—Soy el doctor Jack Stapleton —escupió Jack—. Médico forense de Nueva York. —Exhibió su placa ante el rostro de Newhouse—. Keara Abelard murió repentinamente anoche, sin causa aparente, lo cual la convierte en un caso de medicina forense. Soy el médico forense que lo investiga. Necesito saber si usted manipuló su cuello cuando la visitó el viernes. Si no me lo dice, llamaré a la policía para que lo detengan.
Jack sabía que estaba exagerando su poder y que había perdido un poco el control. No podría lograr de ningún modo que detuvieran a Newhouse, pero estaba lo bastante furioso para afirmarlo, porque el hombre había arrebatado la vida a una hermosa y prometedora joven. Lo que subyacía en realidad bajo el comportamiento desaforado de Jack (del cual habría tomado conciencia si se hubiera parado a pensar en ello) era la ira por la enfermedad de su hijo y su impotencia ante ella.
—¡Está bien! —gritó Newhouse, después de recuperarse de la sorpresa de saber que Keara había muerto—. Yo manipulé su columna cervical como he hecho miles de veces. ¿Y sabe usted una cosa? Funcionó. Funcionó porque ajusté su cuarta vértebra cervical subluxada. Y salió de aquí estupenda y agradecida, sin dolor por primera vez desde hacía semanas. Si ha muerto, ha muerto de otra cosa, algo que le ocurrió durante el fin de semana, no por culpa de mi tratamiento, si es eso lo que está insinuando.
—¡Pues claro que estoy insinuando que usted la mató! —chilló Jack—. ¿Sabe cómo lo hizo? Su empujón, como ustedes lo llaman, desgarró la delicada pared de sus arterias vertebrales, lo cual a su vez provocó una disección bilateral de las arterias vertebrales y, en última instancia, obstrucción. Supongo que sabe lo que son las arterias vertebrales.
—¡Pues claro que sé lo que son! —gritó a su vez Newhouse—. Ahora, lárguese de mi consulta. No puede demostrar que me equivoqué, porque no lo hice. No puedo imaginar que le parezca bien a usted acusarme así. Menuda cara, venir aquí con engaños. Mi abogado se pondrá en contacto con usted, se lo prometo.
—¡Y el fiscal del distrito se pondrá en contacto con usted! —gritó Jack—. Voy a firmar el certificado de defunción como homicidio. «Inteligencia innata»… ¡y una mierda! Es la chorrada más retorcida que he oído en mi vida. Ha dicho que ustedes, los quiroprácticos puristas, llaman a sus colegas mixtos o traidores, porque se limitan exclusivamente a los problemas de la espalda. ¿Cómo los llaman ellos a ustedes? ¿Curanderos?
—¡Fuera! —rugió Newhouse, con la cara amenazadoramente cerca de la de Jack.
Fue como si una bombilla se apagara en la cabeza de Jack. De repente, cayó en la cuenta de que se encontraba a escasos centímetros de un hombre encolerizado, casi a punto de liarse a puñetazos. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué estaba pensando?
Jack retrocedió un paso. No era que tuviera miedo, Newhouse no parecía en muy buena forma, pero no quería empeorar todavía más la situación. Lo que quería era salir cagando leches.
—Ahora que nos vemos cara a cara, creo que me iré —dijo Jack, recuperando su sarcasmo—. No se moleste en acompañarme hasta la puerta —añadió, al tiempo que alzaba la mano como rechazando a Newhouse—. Conozco el camino.
Jack salió del despacho. Lydia y varios pacientes habían escuchado como mínimo la parte final de la competición de chillidos entre Jack y Newhouse. Todos estaban sentados muy tensos, preparados para salir pitando si hacía falta. Tenían la boca entreabierta, la mirada fija, mientras veían, a Jack atravesar la recepción. El último gesto de Jack fue despedirse con la mano de Lydia antes de salir por la puerta exterior de la consulta.
Ya fuera, Jack se encaminó hacia su bicicleta y forcejeó con los múltiples candados, mientras lanzaba nerviosas miradas por encima del hombro. Estaba estupefacto por su comportamiento, asombrado por la forma en que había perdido el control con Newhouse. Por supuesto, ahora que estaba pensando de una manera racional, reconoció que todo era debido a J. J., lo cual subrayaba lo importante que era para él controlar aquella situación. También subrayaba la importancia de su cruzada por ayudar a ese respecto, pero necesitaba pensar en el bosque, no en los árboles. Tenía que concentrarse en la medicina alternativa en general, no solo en la quiropráctica ni en Newhouse, debido a la reacción emocional provocada por la tragedia de Keara Abelard.
En cuanto liberó su bicicleta, Jack subió y se alejó a toda velocidad en dirección sur. Empezaba a estar preocupado por las posibles repercusiones de su mal reflexionada visita. Si Bingham o Calvin se enteraban de sus últimas travesuras, eso podría poner un prematuro fin a su recién nacida cruzada. Podría ser lo bastante grave como para llegar a la suspensión de empleo y sueldo. Desde la perspectiva de Jack, cualquiera de ambos desenlaces se convertiría en un grave problema.