12.05 h, lunes, 1 de diciembre de 2008, Nueva York
(19.05 h, El Cairo, Egipto)
Jack se bajó de la red un artículo de medicina que trataba de la disección de la arteria vertebral. Empezó a leerlo por encima y averiguó que la DAV era la causa del veinte por ciento de las apoplejías sufridas por pacientes menores de cuarenta y cinco años, y ocurría tres veces más en mujeres que en hombres. Mientras continuaba leyendo, observó que la presentación típica era dolor de cabeza occipital, o en la parte posterior de la cabeza. Fue a la última página para buscar las causas. El primer factor de riesgo enumerado era la manipulación vertebral, tal como Chet había sugerido.
Intrigado por saber cuál era la incidencia de la DAV a causa de la manipulación vertebral, Jack volvió al motor de búsqueda. Unos segundos después, estaba examinando una plétora de artículos. No tardó en descubrir uno que consideró prometedor, y lo seleccionó. Mientras lo leía, pensó que era más inquietante que el primero, pues se trataba de una revisión sistemática de treinta y cinco casos de apoplejías causadas por manipulación vertebral cervical, presentes en la literatura médica desde 1995 hasta 2001. La inmensa mayoría tenían relación con quiroprácticos, y casi todas las lesiones eran disecciones de la arteria vertebral. Los resultados eran variables: desde la plena recuperación en el seis por ciento de los pacientes, con diversos niveles de daños neurológicos permanentes, hasta la muerte en el noventa y cuatro por ciento restante. Uno de los pacientes fallecidos era una niña de tres meses.
Jack se reclinó en la silla y contempló el techo. ¿Qué enfermedad podría conducir a los padres a pensar que los síntomas de un bebé resultarían aliviados por manipulaciones cervicales, consistentes en torcer con fuerza y de improviso el cuello del niño más allá del punto de resistencia normal? ¿Y qué se le había pasado por la mente al presunto terapeuta para tener la osadía de hacer algo semejante? Jack no solo estaba horrorizado; estaba enfurecido.
Avanzó hacia la sección de comentarios del artículo y leyó que existían pruebas de que los treinta y cinco ejemplos comentados solo constituían una pequeña parte de tales casos, pues casi nunca se denunciaban. Para apoyar esta afirmación, un estudio de especialistas médicos en una reunión del Consejo de Ictus de la Asociación Americana del Corazón informaba de ¡trescientos sesenta casos de apoplejías después de manipulaciones vertebrales! ¿Cómo era posible?, se preguntó Jack.
Apoyó su cabeza en ambas manos y la sacudió en señal de incredulidad, mientras se preguntaba por qué no se había divulgado más aquella problemática. Después de meditar sobre la situación durante unos cuantos minutos, sin llegar a ninguna conclusión, Jack devolvió su atención al caso de Keara Abelard.
Rebuscó airado entre la pila de papeles de su escritorio hasta localizar el número de teléfono de la amiga de Keara que, al parecer, le había recomendado el quiropráctico. Marcó el número mientras intentaba calmarse. Sabía que podía ser contraproducente intimidar a la amiga de Keara. Cuando contestó, Jack se identificó y mencionó su título oficial con la mayor tranquilidad posible. Su presentación obtuvo el silencio por toda respuesta.
—¿Sigue ahí? —preguntó Jack—. Es usted Nichelle Barlow, ¿verdad?
—¿Llama desde el depósito de cadáveres? —preguntó la mujer con evidente preocupación.
—Sí. ¿Es usted Nichelle Barlow?
—Sí —contestó ella de mala gana, mientras intentaba prepararse, al parecer, para lo que podían ser malas noticias.
—La señora Abelard me dio su número. Espero no molestarla.
—No hay problema —dijo vacilante—. ¿Me llama por Keara?
—Sí. Supongo que no salió con ella y con sus amigos anoche.
—No, pero no me diga que… —Nichelle fue incapaz de terminar la frase.
—Por desgracia, Keara falleció anoche —dijo Jack—. Siento ser el portador de tan mala noticia.
—¿Qué pasó?
—Sufrió una apoplejía.
—¿Una apoplejía? —preguntó Nichelle con incredulidad—. Keara tenía mi edad, veintisiete años tan solo.
—Las apoplejías son más frecuentes cuanto mayor se es, pero también hay niños que las padecen.
—No puedo creerlo. ¿Es una especie de broma pesada?
—Temo que no, señorita Barlow —dijo con calma Jack—. El motivo de mi llamada es que estoy investigando la muerte de su amiga. Cualquier fallecimiento repentino de un individuo que goza en apariencia de buena salud, y sin causa conocida, cae dentro de la jurisdicción del Instituto Médico Legal. Lo que necesito es más información. ¿Sabía que Keara estaba sufriendo dolores de cabeza?
—Eso me dijo, pero no tuve la impresión de que fueran particularmente fuertes. Más molestos que otra cosa.
—¿Se los describió?
—Más o menos. Dijo que eran detrás de los ojos, más el derecho que el izquierdo. Que los sufría cuando estaba sometida a presión, y debido a su nuevo trabajo, iba muy estresada.
—Su madre me comentó que usted le había sugerido un quiropráctico.
Jack mantuvo un tono neutral que no pareciera culpabilizador.
—Dijo que el ibuprofeno no le servía de nada, así que le recomendé mi quiropráctico.
—¿Siguió su consejo?
—Me pareció que iba a ir, pero no lo sé con seguridad. La última vez que hablé con ella fue el miércoles pasado.
—¿Cómo se llama el quiropráctico?
—Es el doctor Ronald Newhouse. Es un médico maravilloso.
—Cuando dice «médico», ¿es consciente de que no es doctor en medicina?
—Es médico, excepto que no puede practicar la cirugía ni prescribir medicamentos.
Jack sintió que su rabia ardía de nuevo, pero la reprimió. No iba a poder cambiar las ideas de Nichelle acerca del tema, pero tampoco podía permitir que perseverara en su error.
—Su quiropráctico se autoproclama médico, pero es un médico de quiropráctica, no de medicina. ¿Puede decirme dónde tiene la consulta el doctor Newhouse?
—En la Quinta Avenida, entre la Sesenta y cuatro y la Sesenta y cinco. Espere un momento, voy a darle el número de teléfono.
Al cabo de un momento, Nichelle se puso de nuevo al aparato.
—¿Desde cuándo es usted paciente de él? —preguntó Jack, después de que la mujer le diera el número.
—Unos ocho años. Ha sido mi salvador. Voy a verlo por casi todo.
—¿Para qué va verlo en concreto?
—Cualquier cosa que me incomode, sobre todo sinusitis. Eso, y reflujo gastroesofágico. De no ser por el doctor Newhouse, estaría hecha un asco.
—Señorita Barlow… —empezó Jack, y después hizo una pausa. Durante un momento, meditó sobre lo que deseaba decir—. Siento curiosidad por saber cómo trata su quiropráctico la sinusitis.
—Me ajusta. Por lo general, trabaja con mis vértebras cervicales, pero a veces son las lumbares. Tengo una cadera más alta que la otra, y la espalda hecha polvo, pero sin duda estoy mejor. Debería ver los cambios en mis radiografías. Son notables.
—¿Le toma radiografías de la columna con frecuencia? —preguntó Jack, horrorizado por la idea. La radiación exigida para la radiología de la columna era importante.
—En casi todas las visitas —dijo Nichelle con orgullo, como si pensara que cuantas más radiografías, mejor—. Es un médico muy meticuloso. El mejor que me ha visitado nunca, sin duda.
Jack se encogió al pensar en aquel análisis tan poco certero de alguien que estaba tratando una sinusitis, provocada sin duda por la acción de bacterias, con manipulación cervical en potencia peligrosa y radiaciones innecesarias. Aunque el aparato fuera digital, con el tiempo las dosis de radiación se sumarían.
—Gracias por su ayuda, señorita Barlow —dijo, reprimiendo la tentación de llevar la contraria a la mujer. El hecho de que una persona, en apariencia inteligente y culta, pudiera albergar tan estrambóticas opiniones en pleno siglo XXI era un misterio para él. Pero no profundizó en el tema.
Jack cortó la comunicación con bastante brusquedad. Sabía que, de no haberlo hecho, habría acabado dando un discurso a Nichelle sobre la necesidad de aplicar una pizca de su inteligencia a sus elecciones sanitarias. Había admitido que utilizaba a su quiropráctico como médico de cabecera. Sin colgar, empezó a marcar el número de la consulta de Ronald Newhouse. Se detuvo a la mitad, hizo una pausa y colgó. Aún se sentía enfurecido, y en ese estado de ánimo era lo bastante lúcido para saber que no podría mantener una conversación coherente. La idea de que el hombre creía a pies juntillas que podía tratar una sinusitis con manipulaciones vertebrales era execrable. Aquel tipo tenía que ser un charlatán. Para calmarse, Jack se dedicó a escribir un correo electrónico preguntando a los otros treinta y pico médicos forenses de Nueva York si habían tenido casos de DAV, sobre todo provocados por un quiropráctico. Estaba a punto de enviar el mensaje cuando decidió aumentar la petición a muertes que implicaran todo tipo de terapias médicas alternativas, incluidas, pero no limitadas, la homeopatía, acupuntura y medicina herbal china.
Después, Jack investigó en el sitio web de Barnes & Noble, la famosa cadena de librerías de Estados Unidos, en busca de títulos de medicina alternativa, y se quedó asombrado por el número disponible. Mientras leía las descripciones, observó que parecía haber más pros que contras, pese a lo que él consideraba los tambaleantes fundamentos de las diversas terapias. Esto solo consiguió aumentar su curiosidad, sobre todo en una era en que la medicina convencional estaba avanzando hacia una terapia basada sobre todo en la evidencia.
Un título le sorprendió: Trick or Treatment Llamó a un Barnes & Noble del West Side y pidió que le reservaran un ejemplar. Estaba motivado para rectificar su vergonzosa ignorancia sobre el tema.
Jack, ahora que se sentía más tranquilo, volvió a telefonear a Ronald Newhouse. Una vez más, cuando estaba a medias se detuvo y colgó el teléfono. Decidió de repente que se imponía una visita oficial, aunque sabía muy bien que los poderes fácticos no veían con buenos ojos las visitas oficiales de médicos forenses. El protocolo del IML exigía que las visitas oficiales las llevaran a cabo equipos médico-legales avezados, no médicos forenses, a menos que circunstancias extraordinarias exigieran la presencia de un patólogo forense experto. Aunque Jack suponía que ni el jefe ni el subjefe considerarían la situación actual una «circunstancia extraordinaria», decidió de todos modos seguir.
Le impulsaba una irresistible urgencia de mirar al quiropráctico a los ojos, mientras le explicaba cómo era posible que las manipulaciones vertebrales pudieran curar la sinusitis. También quería ver su expresión cuando dijera al hombre que había matado a Keara Abelard, al tratarla de unos dolores de cabeza normales provocados por la tensión.
Había pasado bastante tiempo desde su última visita oficial. Al poco de haber sido contratado, sobre todo cuando estuvo implicado en un caso complicado de enfermedad contagiosa, había hecho un montón, y a punto estuvo de que le despidieran en varias ocasiones. Le faltó un pelo para que el jefe, el doctor Harold Bingham, le echara a la calle por insubordinación premeditada.
Mientras esperaba el ascensor, Jack cayó en la cuenta de que si Ronald Newhouse había tratado a Keara con la sospechada manipulación cervical, Jack no debería consignar «complicaciones terapéuticas» como causa de la muerte en el certificado de defunción, que era lo que todo el mundo esperaría, comenzando por Bingham. Ni siquiera tendría que poner «accidental», lo adecuado en tal caso antes de que «complicaciones terapéuticas» se hubiera impuesto a mediados de los noventa. Jack se percató de que podría poner «homicidio» como causa de la muerte, y después entregar el informe al fiscal del distrito, como se hacía en casos criminales más convencionales.
—Menudo escándalo provocaría —dijo Jack para sí con una sonrisa traviesa, mientras entraba en el ascensor. Y reflexionando acerca de ello, pensó que dicha «bomba política» era lo que necesitaba para atraer la atención sobre los peligros de la manipulación cervical.