11.23 h, lunes, 1 de diciembre de 2009, Nueva York
(18.23 h, El Cairo, Egipto)
—Asegúrate de desinfectar la parte exterior de todos los tubos de cultivo y los frascos de muestras de histología —dijo Jack a Vinnie al concluir el caso de meningitis—. Hablo en serio. No quiero descubrir después que no lo hiciste porque te olvidaste, ¿de acuerdo?
—Lo he pillado —se quejó Vinnie con amargura—. Me has dicho exactamente lo mismo hace dos minutos. ¿Crees que soy estúpido?
Vinnie vio la expresión de Jack a través de la mascarilla de plástico de la capucha.
—No me contestes —se apresuró a añadir.
Jack no había pensado utilizar una capucha con filtro HEPA, pero se dio cuenta de que Vinnie se sentía inquieto sin llevar una, y su orgullo le impedía utilizarla a menos que Jack lo hiciera también. Por lo tanto, en el último minuto, Jack cedió. Por lo general, a Jack no le gustaba utilizar la capucha y el traje espacial porque eran un engorro y dificultaban su trabajo; pero a medida que avanzaba en el caso, se alegró de haber cambiado de opinión. La virulencia de esta cepa de meningococo en particular era impresionante teniendo en cuenta los daños que había infligido a las meninges y al cerebro.
Como habían estudiado el caso en la sala de descomposición y no había más técnicos funerarios en ella, Jack ayudó a Vinnie a introducir el cuerpo en una bolsa para restos humanos y a depositarlo sobre la camilla. Después de recordar a Vinnie que informara a la funeraria de que se trataba de un caso infeccioso, Jack se quitó el traje espacial y la capucha, deshecho y tiró el mono de Tyvek, y subió a su despacho.
Su primera llamada fue al colegio privado del adolescente fallecido. Si bien era norma del IML que la oficina de relaciones públicas se encargara de todas las comunicaciones oficiales, Jack solía saltarse el protocolo. Quería estar del todo seguro de que se hacían ciertas cosas, y poner en alerta al colegio sobre el caso era una de ellas. Con la prueba del poder destructivo de la bacteria todavía fresco en la memoria, Jack habló con franqueza al director, quien le aseguró que la institución se había tomado muy en serio la tragedia. El epidemiólogo de la ciudad ya había pasado por el colegio, y se había iniciado una rigurosa descontaminación y cuarentena. Agradecía el esfuerzo y la preocupación de Jack, y así se lo manifestó.
La siguiente llamada de Jack fue para Robert Farrell, uno de los amigos de Keara. Después de esperar al teléfono un buen rato, el hombre contestó por fin y se disculpó por el retraso. Pero su tono cambió cuando Jack se identificó como médico forense.
—Tengo entendido que usted formaba parte del grupo que estuvo tomando copas anoche con Keara Abelard y la ingresó en urgencias de Saint Luke.
—Nos dimos cuenta de que estaba muy enferma —respondió Farrell.
—¿Está enterado del desenlace?
—¿El desenlace de ingresarla en urgencias?
—Estoy hablando del desenlace de ella.
—Me dijeron que murió después de que nos marcháramos.
La antena del cinismo de Jack se enderezó.
—¿Eso le sorprendió?
—Claro. Era joven.
—No es normal que una persona joven muera.
—Por eso estoy sorprendido.
Jack carraspeó para concederse la oportunidad de pensar. Su rápida evaluación era que Farrell se mostraba a la defensiva sin necesidad. Como para subrayar esta impresión, Farrell se apresuró a añadir:
—No le dimos nada, si es lo que está insinuando. Ni siquiera bebió.
—Yo no estaba insinuando nada —dijo Jack. Se felicitó por haber tomado abundantes muestras de fluidos corporales para toxicología, a pesar del hallazgo positivo de la disección bilateral de las arterias vertebrales. Se preguntó si la joven habría sufrido una caída peculiar capaz de haber torcido, flexionado o tensado su cuello.
—¿Cuántos de ustedes la llevaron a urgencias?
—Tres.
Jack asintió.
—¿Ustedes bebieron, pero ella no?
—Creo que quiero hablar con mi abogado antes de contestar a más preguntas —dijo Farrell.
Jack insistió.
—¿Era muy numeroso el grupo?
—Éramos una docena más o menos, chicos y chicas. Fuimos a ese garito del West Village. ¿Puede decirme de qué murió?
—Estamos trabajando en eso. ¿Presenció usted su cambio de comportamiento?
—Sí, estaba animada y parlanchina, bebiendo Coca-Cola y, de repente, comenzó a arrastrar las palabras y no sabía dónde estaba ni quién era. Entonces se levantó, avanzó vacilante unos pasos y se desplomó. Yo la cogí literalmente, por eso terminé llevándola a urgencias.
—¿Por qué no llamaron a una ambulancia?
—Pensamos que había bebido demasido, si quiere que le diga la verdad. No descubrí hasta más tarde que era abstemia.
En su imaginación, Jack vio la capa interna de las arterias vertebrales de Keara hincharse y obstruir poco a poco el suministro de sangre a su cerebro.
—¿Puede darme los nombres y los números de teléfono de las demás personas que componían el grupo?
—No sé, tío —se defendió Farrell—. No sé si quiero implicarme en esto más de lo que ya lo estoy.
—Escuche, no estoy acusando a nadie de nada, y no le estoy acusando a usted de nada. Solo intento hablar en nombre de la fallecida, que es lo propio de los médicos forenses. Quiero que Keara nos cuente qué la mató para intentar salvar a otra persona de ese mismo destino. Nos falta una información clave. Dígame, ¿habló usted con ella durante la velada?
—Charlamos unos minutos, pero no mucho más de lo que hablé con los demás. O sea, era un bellezón, de modo que todos los tíos hablaron con ella.
—¿Comentó haber sufrido un accidente de coche durante la última semana, o algo por el estilo?
—No, en absoluto.
—¿Habló de que se hubiera caído, tal vez incluso al inicio de la velada, en el lavabo de señoras, o algo similar?
Jack no creía que una caída fuera la culpable sin pruebas externas de lesiones, pero no quería descartar ninguna hipótesis.
—No dijo nada de eso.
Por fin, Jack consiguió que el hombre accediera a confeccionar un listado de los demás acompañantes de la velada, junto con sus números de teléfono. Farrell prometió incluso que lo tendría preparado a última hora de la tarde.
Jack colgó y siguió sentado a su mesa, mientras tamborileaba con los dedos sobre el vade de sobremesa. Pese a sus sospechas iniciales, ahora creía que no se trataba de un caso criminal, pero también estaba seguro de que algún detalle de la historia de Keara se le escapaba. Sin más excusas para aplazar la llamada a la madre de la chica, Jack marcó el número. Conocía demasiado bien la difícil situación de la mujer.
Descolgó al primer timbrazo, con voz enérgica y expectante. Jack supuso de inmediato que se encontraba en la fase de evitación, y en parte todavía confiaba en que recibiría una llamada de alguien diciendo que todo había sido una terrible equivocación y que su hija se encontraba bien.
—Soy el doctor Stapleton. Llamo del Instituto de Medicina Legal.
—Hola, doctor Stapleton —dijo la señora Abelard en un tono cantarín pero inquisitivo, como si no existiera ningún motivo para que alguien llamara desde el depósito de cadáveres de Nueva York—. ¿Puedo ayudarle?
—Sí —respondió Jack, sin saber muy bien cómo empezar—. Pero antes quiero darle mi más sentido pésame.
La señora Abelard guardó silencio. Jack temió que fuera a lanzar una diatriba acompañada de lágrimas, el heraldo de la segunda fase del duelo, la de la rabia. Pero solo hubo silencio, en el que se intercaló la respiración entrecortada de la mujer. Jack tenía miedo de decir algo, para no empeorar más la situación.
—Espero no molestarla demasiado —dijo Jack por fin, pero solo después de caer en la cuenta de que la señora Abelard no iba a contestar—. Siento tener que llamar. Sé que anoche estuvo en el depósito dé cadáveres. Estoy seguro de que fue difícil. No es mi intención molestarla en estos momentos dolorosos, pero quería informarla de que he examinado con todo detenimiento a su hija Keara esta mañana, y puedo asegurarle que descansa en paz.
Jack hizo una mueca al pensar en lo que se le antojaba un intento sensiblero de establecer empatia. Ojalá pudiera colgar, serenarse y volver a llamar. La idea de que un cuerpo destripado descansara en paz era tan absurdamente estúpida, que se avergonzó de sus palabras. Se sintió culpable de haber caído tan bajo en el arte de la manipulación. No obstante, continuó adelante, como había hecho con el reticente Robert Farrell.
—Lo que intento hacer es hablar en nombre de su hija, señora Abelard. Estoy convencido de que tiene algo útil que decir para los demás, pero necesito más información. ¿Puede ayudarme?
—¿Dice que descansa con comodidad? —preguntó la señora Abelard, rompiendo el silencio. Era como si creyera que su hija había sufrido un percance sin importancia.
—Descansa en paz, pero me estaba preguntando si padeció alguna lesión en el cuello últimamente.
—¿Una lesión en el cuello? ¿Como cuál?
—Cualquier tipo de lesión —sugirió Jack. Se sentía como un abogado que se esforzara por no guiar al testigo.
—Ninguna lesión en el cuello concreta que yo recuerde, aunque se cayó de un columpio cuando tenía once años y se hizo muchos morados, hasta en el cuello.
—Estoy hablando de una lesión que habría tenido lugar durante los últimos días —explicó Jack—, tal vez durante la última semana.
—Cielos, no.
—¿Era entusiasta del yoga?
Jack estaba intentando abarcar todas las posibilidades.
—No, creo que no.
—¿Tal vez un accidente de tráfico?
—Cielos, no —repitió la señora Abelard con más energía.
—De modo que se encontró perfectamente bien hasta ayer. Ni dolor de cuello, ni de cabeza.
—Bien, ahora que lo dice, hace poco se estuvo quejando de dolores de cabeza. Estaba sometida a mucha presión debido a su nuevo trabajo.
—¿Qué clase de trabajo?
—Publicidad. Es redactora de anuncios para una de las agencias de publicidad más prometedoras de la ciudad. Es un cargo nuevo, y la situación era algo tensa. La habían despedido hacía poco, de modo que se sentía obligada a esforzarse al máximo en su nuevo empleo.
—¿Dijo dónde estaban localizados los dolores, en la parte delantera o posterior de la cabeza, por ejemplo?
—Dijo que eran detrás de los ojos.
—¿Hizo algo al respecto?
—Tomaba ibuprofeno.
—Y… ¿le sirvió de algo?
—No mucho, así que preguntó a una de sus amigas, y ella le recomendó un quiropráctico.
Jack se enderezó en la silla. En las profundidades de su mente recordó un caso sobre el que había leído en un número de los forensic Pathology Semiriars, que hablaba de un quiropráctico y una apoplejía.
—¿Keara fue a ver a este quiropráctico? —preguntó, mientras intentaba recopilar en su mente los detalles del caso publicado. Recordó que estaba relacionado con la disección de la arteria vertebral, como había ocurrido aquella mañana con Keara.
—Sí. Si no recuerdo mal, fue el jueves o el viernes pasado.
—¿La visita contribuyó a aliviar los dolores de cabeza?
—Sí, al menos al principio.
—¿Por qué ha dicho «al menos al principio»?
—Porque el dolor de cabeza localizado detrás de los ojos desapareció, pero después le salió uno diferente en la parte posterior de la cabeza.
—¿Se refiere a la parte posterior del cuello?
—Dijo en la parte posterior de la cabeza. Ahora que recuerdo la conversación, también dijo que estaba afectada de un caso agudo de hipo que no podía solucionar, y que la estaba volviendo loca.
—¿Sabe el nombre de ese quiropráctico? —preguntó Jack, mientras apoyaba el receptor del teléfono en el hueco del cuello. Con las manos libres, se conectó a internet en su ordenador y escribió en Google «disección, arteria vertebral».
—No, pero sé el nombre de la amiga que le recomendó el médico.
—Se refiere al quiropráctico —replicó Jack sin pensar, y después se arrepintió. No quería molestar bajo ningún concepto a la madre de Keara. Si bien el hombre podía ser doctor en quiropráctica, Jack sabía que mucha gente creía que eran doctores en medicina. Jack recelaba de los quiroprácticos, si bien admitía que no sabía gran cosa sobre ellos.
—La amiga se llama Nichelle Barlow —respondió la señora Abelard, indiferente al comentario de Jack.
—Gracias por su colaboración —dijo Jack, mientras apuntaba el número—. Ha sido muy generosa, sobre todo en unas circunstancias tan difíciles.
Jack colgó y clavó la vista en la pared. Hacía diecisiete años, cuando su primera mujer y sus hijas murieron, recordó cuánto tiempo había negado lo sucedido siempre que amigos y familiares llamaban. Sacudió la cabeza para liberarse de pensamientos tan morbosos y se obligó a concentrar la atención en la pantalla del ordenador, pero no pudo. En cambio, recordó una escena de hacía un par de noches: John Júnior llorando a causa de lo que Laurie y él temían que fuera dolor óseo, provocado por el tumor en las cavidades medulares de los huesos largos. Sus manitas perfectamente formadas daban la impresión de señalar sus piernas, como esperando que sus padres pudieran aliviar el dolor, pero no fue así.
—¡Mierda! —gritó Jack al techo, con la esperanza de liberarse de aquella autocompasión acelerada. En aquel momento, una cabeza asomó por la puerta abierta. Era el doctor Chet McGovern, antiguo compañero de despacho de Jack.
—¿Es una reflexión sobre tu estado de ánimo, o un análisis general sobre la tendencia actual de la bolsa? —bromeó Chet.
—Un poco de todo —admitió Jack—. Entra y quítate un peso de encima.
Pese a estar preocupado, Jack agradeció la distracción.
—No puedo —dijo Chet con voz risueña—. El sábado por la noche conocí a alguien, y nos hemos citado para comer. ¡Podría ser ella, amigo mío! Es tremenda.
Jack desechó el comentario con un ademán. Estaba convencido de que Chet nunca iba a encontrar a su «ella». Le gustaba demasiado ligar como para sentar la cabeza.
—Eh, Chet —llamó Jack a su amigo, que ya se alejaba—. ¿Has hecho alguna vez una disección de arteria vertebral?
—Sí, una —dijo Chet, al tiempo que entraba en el despacho de Jack—. Fue durante la beca de patología forense que me concedieron en Los Ángeles. ¿Por qué?
—Esta mañana he hecho una. Me ha tenido perplejo hasta que hemos abierto el cráneo. Los antecedentes carecían de importancia y no había traumatismo aparente.
—¿Edad?
—Joven. Veintisiete años.
—Investiga si fue a ver a un quiropráctico durante los últimos tres días más o menos.
—Creo que sí —dijo Jack, impresionado por la sugerencia de Chet—. Tal vez viera a uno el jueves o el viernes pasado. Murió anoche.
—Podría ser significativo —contestó Chet—. En mi caso, fue fácil establecer la relación, pues los síntomas se iniciaron momentos después de la manipulación cervical. Pero cuando investigué el asunto en general, averigüé que los síntomas de la DAV pueden retrasarse varios días.
»Mira, me gustaría seguir hablando contigo, pero debo ir a encontrarme con mi cielito.
—Nunca dejas de impresionarme —dijo Jack, al tiempo que se levantaba y seguía a Chet por el pasillo—. Recuerdo vagamente haber leído algo acerca de un caso, pero nunca he visto uno.
—Lo consideré interesante —admitió Chet mientras caminaba—, y pensé que me podría ganar algunos elogios de mi jefe, así que investigué la DAV y la quiropráctica un poco. Descubrí que era una de esas relaciones que no han despertado mucho interés, y en aquel momento a mí también me pasó. Resultó que mi jefe iba al mismo quiropráctico y creía a pies juntillas en él, de modo que mi mano se vio obligada a firmar que el caso era una simple complicación terapéutica.
—¿Qué hacen algunos quiroprácticos para provocar una DAV? ¿Lo sabes?
—Supongo que es la fuerza de su «técnica de ajuste» —explicó Chet—. Se llama empuje cervical de alta velocidad y baja amplitud. Aunque no ocurre con frecuencia, por lo visto hay ocasiones en que puede provocar un desgarro interno de la arteria vertebral, y la presión sanguínea se encarga del resto. A veces, la disección se extiende hasta llegar a la arteria basilar.
—¿Qué significa «no ocurre con frecuencia»? —preguntó Jack.
—No lo recuerdo con exactitud —admitió Chet—. Fue hace años. En los archivos del médico forense de Los Ángeles creo que encontré solo cuatro o cinco casos de DAV relacionados con visitas a quiroprácticos. —Chet entró en el ascensor y sujetó la puerta con la mano para que no se cerrara—. Escucha, Jack, he de irme, ya llego tarde. Si quieres, seguiremos hablando después.
La puerta se cerró y Chet se fue.
Por un momento, Jack continuó mirando la puerta del ascensor. Estaba intrigado, pues pensaba que tal vez había topado con la distracción que necesitaba. Si resultaba que Keara había ido a un quiropráctico por sus dolores de cabeza y se había sometido a manipulación cervical, existía una posibilidad, no tenía ni idea de hasta qué punto, de que hubiera sufrido la lesión de la arteria vertebral en aquel momento.
Jack dio media vuelta con brusquedad y volvió corriendo a su despacho, mientras meditaba sobre aquel caso de DAV provocado por manipulación cervical que recordaba haber leído en uno de los seminarios, y que el propio Chet había investigado uno y había descubierto cuatro o cinco en el banco de datos del médico forense de Los Ángeles. Para colmo, pensó Jack, era posible que tuviera uno entre manos. Todo ello le sugería que visitarse con un quiropráctico en determinadas circunstancias no era necesariamente una experiencia positiva.
De todos modos, Jack admitía que no conocía los detalles de la terapia quiropráctica, una variante de lo que él llamaba medicina alternativa o complementaria. Sabía que se cuestionaba su eficacia. Siempre había mezclado de una forma vaga quiropráctica, acupuntura, homeopatía, tradición ayurvédica, medicina herbal china, meditación trascendental y cien terapias cuestionables más, en su opinión, basadas más en la esperanza del efecto placebo que en otra cosa. Sin duda no era ciencia, según su dictamen, pero si la gente creía que valía la pena gastarse unos cuantos dólares en ello, a él qué más le daba. No obstante, si tales prácticas podían resultar letales, entonces la cosa cambiaba, y él, como médico forense, tenía la clara responsabilidad de dar el proverbial soplo.
Animado por esta nueva cruzada, Jack se reclinó en su silla. No pudo evitar pensar en la conversación con Laurie, y en que había dicho que probaría cualquier cosa con tal de salvar a J. J.
—Creo que pasaremos de la terapia quiropráctica —dijo Jack en voz alta, mientras acercaba la silla a la pantalla del ordenador.