14.36 h, lunes, 1 de diciembre de 2008, El Cairo, Egipto
(7.36 h en Nueva York)
A través del calor rielante, Sana Daughtry veía el hotel Four Seasons desde el taxi, mientras se abría paso entre el tráfico. Quedarse en él había sido idea de Shawn. En teoría, Sana tendría que haberse hospedado en el Semiramis Intercontinental, donde se celebraba el congreso. Además de ser una de las principales ponentes, también le habían pedido que colaborara en múltiples mesas, y por lo tanto debía quedarse los cuatro días. Habría sido mucho más conveniente para ella alojarse en el Semiramis, porque así habría podido escaparse de vez en cuando a su habitación.
Una vez Shawn decidió apuntarse al viaje, había tomado todas las decisiones relacionadas con él, como por ejemplo la de aplicar el crédito hotelero del Semiramis al más nuevo y mucho más elegante Four Seasons. Cuando Sana se había quejado de los gastos extra innecesarios, Shawn la había informado de que había encontrado un congreso de arqueología a su disposición, lo cual convertía los gastos extra en gastos deducibles. Al llegar a aquel punto, Sana no había discutido. Era absurdo.
Una vez pagó al conductor, Sana bajó del coche. Se alegró de hacerlo. El conductor la había ametrallado a preguntas. Sana era una persona muy reservada, al contrario que su marido, quien podía iniciar una conversación prácticamente con cualquiera. En opinión de Sana, no sabía distinguir muy bien entre lo que era privado y lo que podía destinar al consumo público. Incluso en algunas ocasiones, le había parecido que Shawn intentaba impresionar a los desconocidos, sobre todo de sexo femenino, con información acerca de su costoso estilo de vida en Nueva York, que incluía vivir en una de las pocas casas hechas de tablillas con armazón de madera que quedaban en el West Village. No tenía ni idea de por qué le gustaba jactarse de tal cosa, aunque suponía que, desde un punto de vista psicológico, reflejaba cierta inseguridad.
El portero recibió a Sana con cordialidad cuando entró en el vestíbulo del hotel. Esperaba encontrar a Shawn en la piscina, ya que estaba mucho menos preocupado que ella por asistir a su congreso. Durante los últimos días había entablado conversación con una o dos mujeres junto a la piscina, que ahora sabrían más sobre su vida de lo que Sana prefería. Pero estaba decidida a no permitir que la afectara como en el pasado. En más de una ocasión había pensado que tal vez era ella la excepción, no Shawn. Tal vez era una mojigata y tenía que relajarse.
Un caballero de aspecto juvenil y vestido con elegancia consiguió subir al ascensor justo antes de que las puertas se cerraran. Era evidente que había corrido los últimos metros, porque respiraba aceleradamente. Miró a Sana y sonrió. Sana clavó la vista en el indicador de los pisos. El hombre iba vestido con traje occidental, complementado con un pañuelo de bolsillo. Al igual que Shawn, tenía un aire internacional, pero era una versión mucho más joven y atractiva.
—Un día estupendo, ¿verdad? —anunció el hombre con un evidente acento norteamericano. Al contrario que Shawn, por lo visto no sentía la necesidad de afectar un acento inglés cuando hablaba con desconocidos.
De haber ido acompañada por alguien más en el ascensor, Sana habría supuesto que el hombre había dirigido la palabra a los demás. Le miró a los ojos y calculó que tendría más o menos su edad, veintiocho años. A juzgar por su atuendo, debía de ser un hombre con bastante éxito en los negocios.
—Hace un día precioso —admitió Sana, en un tono que no animaba a proseguir la conversación. Devolvió su atención al indicador de plantas. Su acompañante había echado un vistazo a los botones, pero sin apretar ninguno. ¿Se alojaría en su planta? Y si no era así, ¿debería sentirse preocupada?, se preguntó Sana en silencio. Un segundo después se reprendió. Era una auténtica mojigata.
—¿Es usted de Nueva York? —preguntó el hombre.
—Sí —contestó Sana, y cayó en la cuenta de que, si su marido estuviera en el ascensor y una mujer hiciera las preguntas, ya se habría lanzado a ofrecer una minibiografía de sus años de infancia en Columbus, Ohio, las becas recibidas para la diplomatura en Amherst y la licenciatura en Harvard, para luego ir ascendiendo en la jerarquía del Metropolitan hasta ser el amo del cotarro del arte de Oriente Próximo, todo ello en el tiempo que habrían tardado en llegar al octavo piso.
—Buenos días —dijo el hombre cuando Sana salió a la mullida alfombra del pasillo. No abandonó el ascensor. Mientras Sana se encaminaba a su habitación maldijo su paranoia, y se preguntó si habría vivido demasiado tiempo en Nueva York. De haber estado Shawn en el ascensor con una mujer, muy posiblemente habrían terminado en alguno de los numerosos bares del hotel tomando una copa.
Sana se detuvo. La sociabilidad desenfadada de Shawn le irritaba de repente. ¿Por qué? ¿Por qué ahora? Suponía que era debido a su nuevo comportamiento, y ahora que la angustia por el congreso había desaparecido, podía pensar en temas más personales. En el pasado, Shawn siempre se había mostrado admirable y sinceramente considerado acerca de su nivel de satisfacción, sobre todo durante su tórrido noviazgo de seis meses. Durante el último año, y desde luego durante el viaje actual, no había sido el caso. Cuando había conocido a Shawn en la inauguración de una galería de Nueva York, hacía casi cuatro años, ella estaba defendiendo su tesis de doctorado sobre el ADN mitocondrial, y su afecto y atenciones la habían seducido. También la había seducido su erudición. Hablaba con fluidez más de media docena de exóticas lenguas de Oriente Próximo, y sabía cosas sobre arte e historia que a ella le habría gustado saber. Comparada con la amplitud de sus conocimientos, ella parecía la clásica científica de mente estrecha.
Se puso a caminar de nuevo, pero a un paso mucho más lento, y se preguntó si su madre había estado en lo cierto. Tal vez la diferencia de veintiséis años entre ellos era excesiva. Al mismo tiempo, recordaba muy bien las dificultades que le había ocasionado la escasa madurez de los hombres de su edad, que llevaban la gorra de béisbol al revés y se comportaban como unos perfectos capullos. Al contrario que casi todas sus amigas, nunca le había interesado tener hijos. Muy pronto tomó conciencia de sus tendencias intelectuales, y por lo tanto descubrió que era demasiado egoísta. Para ella, los hijos de Shawn, de su primer y tercer matrimonio, eran suficientes para satisfacer los escasos instintos maternales que poseía.
Mientras sacaba la tarjeta de acceso, pensó en su partida, programada para la mañana siguiente. Antes del viaje, se había llevado una decepción cuando Shawn se negó a acompañarla a Luxor para ver las tumbas de los nobles y el Valle de los Reyes. Sin consideración hacia sus sentimientos, dijo que ya los había visto y no tenía tiempo libre que dedicarles. Pero ahora que su congreso de ADN había terminado, Sana se alegró de no haber planificado la excursión. No llevaba trabajando el tiempo suficiente en la facultad de medicina de la Universidad de Columbia para sentirse segura, sobre todo con varios experimentos cruciales en curso.
Entró en la habitación con un movimiento veloz y continuo, y antes de que la puerta tuviera tiempo de cerrarse, se había desabrochado los dos botones superiores de la blusa y se encontraba a mitad de camino del baño. Vio a Shawn y paró en seco cuando él se puso en pie de un brinco. Se miraron. Sana fue la primera en hablar, cuando vio una lupa en las manos enguantadas de Shawn.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no estás en la piscina?
—¡Podrías haber llamado a la puerta!
—¿Acaso tengo que llamar a mi propia habitación? —preguntó ella, con un tono algo sarcástico.
Shawn lanzó una risita, como reconociendo la falta de lógica de sus palabras.
—Supongo que ha sonado un poco absurdo. Al menos, no tendrías que haber irrumpido como si se hubiera declarado un incendio. Me has dado un susto de muerte. Estaba muy concentrado.
—¿Por qué no estás en la piscina? —repitió Sana. La puerta se cerró con estrépito a su espalda—. Es nuestro último día, por si lo has olvidado.
—No me he olvidado —dijo Shawn con ojos brillantes—. He estado ocupado.
—Ya veo —replicó Sana, mirando los guantes de algodón y la lupa. Continuó desabrochándose la blusa y entró en el cuarto de baño. Shawn se plantó en el umbral.
—Acabo de hacer el que consideré que había sido mi mayor descubrimiento arqueológico en esa tienda de antigüedades de la que te hablé. Donde compré la vasija egipcia predinástica.
—Perdona —se disculpó Sana, alejando a Shawn del umbral para poder cerrar la puerta casi por completo. No le gustaba cambiarse delante de nadie, ni siquiera de Shawn, sobre todo desde que su nivel de intimidad había empezado a descender—. Me acuerdo —dijo en voz alta—. ¿Está relacionado con los guantes blancos y la lupa?
—Por supuesto —respondió Shawn a la puerta—. El conserje me proporcionó los guantes y la lupa. ¡Eso sí que es servicio de habitaciones!
—¿Vas a hablarme de tu descubrimiento, o he de adivinarlo? —preguntó Sana, ahora interesada.
En lo tocante a su profesión, Shawn no exageraba. Sin duda, había llevado a cabo cierto número de descubrimientos importantes en múltiples emplazamientos de todo Oriente Próximo a principios de su carrera. Eso fue antes de convertirse en un reputado conservador, cuyas responsabilidades habían derivado más hacia la supervisión y la recogida de fondos que hacia el trabajo de campo.
—Sal, te lo enseñaré.
—¿No es tan bueno como pensabas? Me he dado cuenta de que has utilizado el pasado.
—Al principio me llevé una decepción, pero ahora creo que es cien veces mejor de lo que me dijo mi impresión inicial.
—¿De veras? —preguntó Sana. Se detuvo, con la parte inferior del traje de baño a mitad de los muslos. Ahora sí que le había picado la curiosidad. ¿Qué podría haber encontrado Shawn merecedor de tal descripción?
—¿Vas a salir? Me muero de ganas de enseñártelo.
Sana acomodó su trasero en el traje y ajustó la ingle, y después se miró en el espejo de cuerpo entero de la puerta del cuarto de baño. Lo que vio la hizo razonablemente feliz. Devota corredora, tenía una figura esbelta y atlética, y pelo castaño claro, corto, aunque sano. Recogió su ropa y abrió la puerta. Dejó la ropa con cuidado sobre la cama y se acercó al escritorio.
—Toma, ponte esto —dijo Shawn, al tiempo que le tendía un segundo par de guantes blancos recién lavados—. Los compré especialmente para ti.
—¿Qué es, un libro? —preguntó Sana, una vez enfundados los guantes. Vio un volumen de aspecto antiguo, encuadernado en piel, que descansaba en una esquina de la mesa.
—Se llama códice —respondió Shawn—. Es un ejemplar de los primeros libros que sustituyeron a los rollos de pergamino, pues tienen más espacio para escribir y puedes acceder con mucha más facilidad a las diversas partes del texto. Lo que lo diferencia de un libro real, como la Biblia de Gutenberg, es que está confeccionado por completo a mano. ¡Trátalo con cuidado!
Tiene más de mil quinientos años de antigüedad. Se ha conservado durante más de un milenio y medio porque estaba encerrado dentro de una vasija enterráda en la arena.
—Dios mío —dijo Sana. No estaba segura de querer coger algo tan antiguo, por miedo a que se desintegrara en sus manos.
—¡Ábrelo! —le animó él.
Sana volvió la cubierta con cautela. Estaba rígida, y el encuadernado se quejó audiblemente.
—¿De qué está hecha la cubierta?
—Es una especie de bocadillo de piel reforzado con capas de papiro.
—¿De qué material son las páginas?
—Todas las páginas son de papiro.
—¿Y el idioma?
—Se llama copto, que es una especie de versión escrita del egipcio antiguo, utilizando el alfabeto griego.
—¡Asombroso! —exclamó Sana. Estaba impresionada, pero se preguntó por qué Shawn había dicho que se trataba de un descubrimiento tan importante para él. Algunas de las estatuas que había hallado en Asia Menor le parecían mucho más sustanciosas.
—¿Te das cuenta de que han arrancado una amplia sección del libro?
—Sí. ¿Es importante?
—¡Muchísimo! Cinco de los textos individuales originales de este códice en particular fueron extraídos durante los años cuarenta para venderlos a Estados Unidos. Se rumorea que otras páginas fueron arrancadas para encender el fuego de la cocina en una cabaña de barro de agricultores.
—Eso es terrible.
—Ya lo creo. Más de un estudioso se ha estremecido solo de pensarlo.
—También observo que han abierto por el borde la parte interior de la cubierta.
—Yo mismo lo he hecho con muchísimo cuidado hace una hora, con la ayuda de un cuchillo para cortar carne.
—¿Ha sido prudente? Quiero decir, teniendo en cuenta la antigüedad de este objeto. Imagino que existen herramientas mucho más apropiadas que un cuchillo de cortar carne.
—No, no creo que fuera prudente, pero lo he hecho porque no he podido resistirme. En aquel momento estaba terriblemente decepcionado con el contenido del códice. Había esperado una mina de oro, y en cambio he rescatado algo equivalente al trabajo de una de las primeras fotocopiadoras del mundo.
—Creo que no te sigo —admitió Sana. Devolvió el libro a Shawn para librarse de la responsabilidad. Se quitó los guantes. El entusiasmo de su marido era palpable. Sana estaba más que intrigada.
—No me sorprende.
Cogió el códice y lo devolvió a su sitio anterior, en la esquina del escritorio. En mitad de la mesa, bajo la luz de una lámpara de mesa y otra de pie, había tres páginas individuales sujetas por varios objetos, incluidos un par de gemelos antiguos de Shawn. Las páginas estaban muy arrugadas, debido a que habían estado dobladas durante mil años. Eran también de papiro, como las páginas del códice, pero parecían más antiguas. Los bordes se habían ennegrecido hasta el punto de parecer quemados.
—¿Qué es eso? —preguntó Sana, al tiempo que señalaba las hojas—. ¿Una carta?
Vio que la primera página contenía una posible dirección y la última, una firma.
—Ah, la mente científica de inmediato el intríngulis del asunto —dijo Shawn con regocijo. Con las palmas hacia abajo y los dedos extendidos, pasó las páginas con reverencia, como si les rindiera culto—. Es una carta, en efecto, una carta muy especial escrita en 121 d. C. por un obispo septuagenario de la ciudad de Antioquía llamado Saturnino. Era la respuesta a una carta anterior que le había escrito un obispo de Alejandría llamado Basílides.
—¡Santo Dios! —exclamó Sana—. Eso es a principios del siglo II.
—Exacto —comentó Shawn—, un siglo después de Jesús de Nazaret. Una época precaria para la Iglesia primitiva.
—¿Son famosos los dos hombres?
—¡Buena pregunta! Basílides es bien conocido entre los estudiosos de la Biblia, y Saturnino mucho menos, aunque he encontrado referencias a él en un par de ocasiones. Tal como documenta esta carta, Saturnino fue estudiante o ayudante de Simón el Mago.
—Oí ese nombre en mi infancia.
—Sin duda. Era y es el típico malo de escuela dominical, así como el padre de todas las herejías, al menos según algunos padres de la Iglesia cristiana primitiva. De hecho, su intento de comprar a San Pedro la capacidad de curar está en el origen de la palabra «simonía».
—¿Y Basílides?
—Fue un hombre muy activo aquí en Egipto, en Alejandría, para ser exactos, y un prodigioso escritor. También se le reconoce como uno de los primeros pensadores gnósticos, sobre todo por añadir un claro sello cristiano al gnosticismo al centrar su teología gnóstica en Jesús de Nazaret.
—Ayúdame —dijo Sana—. He oído la palabra «gnosticismo», pero no sería capaz de definirla.
—Con palabras sencillas, fue un movimiento que predicaba el cristianismo, en último extremo mezclando aspectos de las religiones paganas, el judaismo y el cristianismo en una sola secta. La palabra «gnosticismo» procedía de la palabra griega gnosis, que significa conocimiento intuitivo. Para los gnósticos, el conocimiento de la divinidad era lo esencial, y quienes poseían el conocimiento creían que tenían la chispa de la divinidad, hasta el punto de que gente como Simón el Mago pensaba que era, al menos en parte, divino.
—Y luego te quejas de que mi ciencia del ADN es complicada —bufó Sana.
—Esto no es tan complicado, pero volvamos a Basílides. Fue uno de los primeros gnósticos, y también cristiano, si bien la palabra «cristiano» no existía todavía. Creía que Jesús de Nazaret era el Mesías esperado. Sin embargo, no creía que Cristo hubiera bajado a la tierra para redimir a la humanidad con su sufrimiento en la cruz, como casi todos sus demás hermanos cristianos. En cambio, Basílides creía que la misión de Jesús había tenido como objetivo el esclarecimiento, o gnosis, para enseñar a la humanidad a liberarse del mundo físico y alcanzar la salvación. Los gnósticos como Basílides eran unos expertos en filosofía griega y mitología persa, pero sabían muy poco del mundo material que, según ellos, encarcelaba a la humanidad y era el origen de todos los pecados.
Sana se inclinó sobre la carta para mirarla más de cerca. Desde lejos la impresión parecía uniforme, como hecha a máquina, pero tras una inspección más detenida, leves variaciones demostraban que había sido escrita a mano.
—¿Es copto también? —preguntó.
—No, la carta está escrita en griego antiguo —dijo Shawn—, lo cual no es sorprendente. El griego, todavía más que el latín, era la lingua franca de la época, sobre todo en el Mediterráneo oriental. Tal como sugiere el nombre, Alejandría fue uno de los centros del mundo heleno fundado por las hazañas militares de Alejandro Magno.
Sana se enderezó.
—¿Esta carta formaba parte del códice, o la introdujeron en el libro con posterioridad, como una ocurrencia tardía?
—No se trata de una ocurrencia tardía, desde luego —fue la críptica respuesta de Shawn—. Fue hecho aposta, pero no por la razón que podrías imaginar. ¿Recuerdas cómo he descrito la cubierta del códice? Junto con otros fragmentos de papiro, esta carta fue emparedada detrás de la piel para convertirla en lo que nosotros llamaríamos hoy un libro de tapa dura. Me han dicho que lo hicieron con otros volúmenes de este particular tesoro hallado de códices.
—¿Has encontrado más de uno?
—No, solo me he tropezado con este códice, pero lo reconocí al instante. Ven, siéntate. Tengo que darte algunas explicaciones, sobre todo porque mañana no volveremos a casa tal como habíamos planeado.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Sana—. He de volver para reanudar varios experimentos.
—Tus experimentos tendrán que esperar al menos un día, dos a lo sumo.
Shawn apoyó la mano sobre el hombro de Sana, en un intento de sentarla en el sofá.
—Tú puedes esperar si quieres, pero yo me voy —replicó ella, mientras apartaba la mano de su hombro. No iba a permitir que la intimidaran.
Por un momento, marido y mujer se fulminaron con la mirada. Después, ambos se calmaron sin llegar al insulto.
—Has cambiado —comentó Shawn por fin. Parecía más sorprendido que irritado por su inesperada rebelión.
—Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que tú también has cambiado —replicó Sana.
Se esforzó por eliminar de su voz cualquier matiz de irritación. No quería enzarzarse en una larga e interminable discusión emocional con su marido en aquel momento. Además, él tenía razón. Había cambiado, no de una forma acusada, sino muy real, una reacción al cambio experimentado en él.
—Creo que no lo entiendes —dijo Shawn—. Es muy posible que esta carta me conduzca a la apoteosis de mi carrera. Para aprovechar la circunstancia, voy a necesitar tu ayuda durante un día, dos como máximo. Debo averiguar si Saturnino, el autor, estaba diciendo la verdad. Por eso, mañana por la mañana volaremos a Roma.
—¿Necesitas mi ayuda literal o figuradamente? —preguntó Sana. Para ella, eran dos cosas muy diferentes.
—¡Literalmente!
Sana respiró hondo y miró a su marido. Parecía sincero, lo cual cambió la situación en su mente. Nunca le había pedido ayuda.
—De acuerdo —dijo. Se sentó—. Aún no he accedido, pero escucharé tu explicación.
Shawn, con renovado entusiasmo, cogió la silla del escritorio y la plantó delante de Sana. Se sentó y echó el cuerpo hacia delante, con ojos destellantes.
—¿Has oído hablar de los Evangelios Gnósticos encontrados en Egipto, en la población de Nag Hammadi, en 1945?
Sana negó con la cabeza.
—¿Y del libro Los evangelios gnósticos, de Elaine Pagels?
Sana negó con la cabeza de nuevo con un toque de irritación. Shawn siempre le estaba preguntando si había leído tal o cual tratado, y ella siempre contestaba que no. Sana era bióloga molecular, así que no le quedaba mucho tiempo libre para asistir a cursos de artes liberales, y por eso a menudo se sentía inferior.
—Me sorprende —dijo Shawn—. Elaine Pagels se convirtió en un best-seller, un auténtico bombazo comercial que puso al gnosticismo en el mapa.
—¿Cuándo fue publicado?
—No lo sé, hacia 1979, supongo.
—Shawn, yo nací en 1981. ¡Dame un respiro!
—¡Cierto! ¡Lo siento! Siempre me olvido. Sea como sea, su libro hablaba del significado de lo que habían descubierto en Nag Hammadi, que consistía en trece códices, incluido el que he encontrado hoy, Este libro formaba parte de aquel hallazgo que, de una tacada, duplicó los libros existentes acerca del pensamiento gnóstico. En muchos sentidos, el hallazgo fue de la misma categoría que los Manuscritos del mar Muerto encontrados en Palestina dos años después.
—He oído hablar de los Manuscritos del mar Muerto.
—Bien, hay gente convencida de que los textos de Nag Hammadi poseen la misma importancia para comprender el pensamiento religioso de la época de Cristo.
—Y este libro que has encontrado hoy es uno de los códices descubiertos en 1945.
—Correcto. Se le conoce, de manera muy apropiada, como el Código Número Trece.
—¿Dónde están los demás?
—Están aquí, en el Museo Copto de El Cairo. La mayoría han sido confiscados por el gobierno egipcio después de que algunos se vendieran. Estos consiguieron volver a su lugar de origen.
—¿Cómo se separó de los demás este número trece?
—Antes de contestarte a eso, deja que te haga un resumen de la historia del descubrimiento de la biblioteca de Nag Hammadi. Es fascinante. Dos jóvenes campesinos llamados Khalifah y Muhammed Ali se hallaban en el borde del desierto, cerca de la Nag Hammadi moderna, en teoría buscando una especie de suelo fertilizante conocido como sabakh. El lugar donde estaban buscando se hallaba en la base de un risco llamado Jabal al-Tarif que, por cierto, está plagado de cuevas, tanto naturales como artificiales. Su método era escarbar a ciegas en la arena con sus azadas. No sé de qué sirve eso, pero el día del descubrimiento, para su sorpresa, en lugar de encontrar sabakh, uno de ellos oyó un sospechoso ruido metálico hueco cuando introdujo su azada en la duna. Apartó la arena y se topó con una vasija de barro cocido herméticamente cerrada, de un metro de altura más o menos. Con la esperanza de descubrir antigüedades egipcias, vieron que había códices en el interior.
—¿Se hicieron alguna idea del valor de lo que habían encontrado?
—En absoluuto. Se llevaron a casa el hallazgo, pero lo dejaron tirado al lado de la cocina, y la madre utilizó algunas hojas de papiro para encender el fuego.
—Qué tragedia.
—Como ya he dicho, hay estudiosos que todavía se estremecen al pensarlo. Sea como sea, amigos y vecinos de los chicos, incluido un imán musulmán que también era profesor de historia, sospecharon que eran valiosos y se aprestaron a intervenir. El códice que he encontrado hoy bajó por el Nilo hasta llegar a El Cairo vía diversos anticuarios. Cinco de sus textos desaparecidos, que resultaron ser los más extraordinarios, fueron robados y trasladados de contrabando a Estados Unidos. Por suerte, en esa época los agentes del gobierno egipcio fueron alertados, y consiguieron comprar o confiscar los códices restantes, incluidas ocho páginas robadas del número trece. Este no lo encontraron, y se extravió en el inventario de antigüedades de alguien, que lo guardó hasta que hallara el momento adecuado de colarlo. Yo diría que quedó olvidado hasta hace poco, cuando mi amigo Rahul tuvo acceso a él. Mi aparición de hoy ha sido claramente milagrosa. Está en contacto con varios conservadores de todo el mundo. No le habría costado nada deshacerse de él.
—Pero ¿no es ilegal venderlo, incluso poseerlo?
—¡Por supuesto!
—¿Y eso no te molesta?
—Pues no. Me considero una especie de rescatador. No albergo la intención de conservarlo. Mi objetivo desde el primer momento fue convertirme en la persona que publicara el contenido y aprovechara los beneficios profesionales. Por desgracia, eso ya no es posible.
—¿Por qué no? ¿Cuántos textos quedan en el códice?
—Bastantes.
—¿Qué son exactamente esos textos de Nag Hammadi?
—Son copias coptas de originales griegos con títulos como el Evangelio de Tomás, el Evangelio de Felipe, el Evangelio de la Verdad, el Evangelio de los Egipcios, el Libro Secreto de Santiago, el Apocalipsis de Pablo, la Carta de Pablo a Felipe, el Apocalipsis de Pedro, y así sucesivamente.
—¿Cuáles son los títulos de los textos que quedan en el Códice Número Trece?
—Ese es el problema. Todos los textos restantes son copias adicionales de textos encontrados previamente en los doce primeros códices. Incluso entre los cincuenta y dos textos iniciales de esos doce volúmenes, solo cuarenta eran obras nuevas. Son similares a ese respecto a los Manuscritos del mar Muerto, donde también se detectaron algunas repeticiones.
—Lo cual nos conduce a la carta que encontraste emparedada en la cubierta.
—Exacto —dijo Shawn. Se puso en pie, levantó con cuidado las tres páginas y regresó de inmediato a su silla—. ¿Quieres que te lo lea, cosa que no haré con mucha fidelidad al texto original, o te conformas con que te lo resuma? Sea como sea, no dejará de ser una las cartas de mayor importancia histórica de la historia del mundo.
Sana se quedó boquiabierta, fingiendo asombro. Hasta puso los ojos en blanco.
—¿Estás desarrollando una nueva tendencia hacia la hipérbole? Antes has dicho que lo que encontraste hoy era cien veces mejor que tus anteriores hallazgos arqueológicos más importantes, o algo por el estilo. ¿Ahora ha ascendido a la categoría de una de las cartas de mayor importancia histórica de la historia del mundo? ¿No te estás pasando un poco?
—No estoy exagerando —respondió Shawn con ojos brillantes.
—Vale —dijo Sana—. Creo que lo mejor será que intentes leerme toda la carta. No quiero perderme nada. Has hablado de Jesús de Nazaret. ¿La carta se refiere a él?
—Sí, pero de manera indirecta —repuso Shawn. Carraspeó.
Mientras su marido empezaba a leer, Sana desvió la vista hacia la ventana. Al fondo, el sol arrancaba reflejos deslumbrantes de la superficie del Nilo. En el horizonte se cernían las famosas pirámides de Giza, con la Gran Pirámide alzándose sobre las demás. Si la antigua carta resultaba ser la mitad de importante de lo que Shawn insinuaba, no habría deseado un lugar mejor para escuchar su traducción.