17.05 h, domingo, 7 de diciembre de 2008, Nueva York
Luke Hester nunca se había sentido tan vulnerable como delante de la puerta de casa de los Daughtry, bajo el cono de luz de un foco dirigido hacia abajo. Acababa de utilizar la aldaba para avisar de su llegada, y el sonido estridente y aparatoso le había sorprendido y atizado el fuego de su nerviosismo. Se volvió y miró hacia el vehículo en el que había llegado hasta el Village, con el arzobispo sentado al volante. Saludó con timidez. El arzobispo le devolvió el saludo y alzó los dos pulgares. Luke le imitó; deseaba sentir la mitad de la confianza que el arzobispo afirmaba albergar en él, y con ello intentar convencer al equipo que formaban marido y mujer de que no publicara artículos perjudiciales para la Virgen María y la Iglesia. Lo que le había producido más pasmo era la afirmación del cardenal de que el doctor Daughtry gozaba de la ayuda y las atenciones de Satanás. Como consecuencia, a Luke le aterrorizaba enfrentarse a quienquiera que fuera a abrir la puerta.
Tal vez el motivo principal de que Luke no se hubiera permitido abandonar el monasterio solo, desde que había huido a él ocho años antes, era el miedo de tener que plantar cara a Satanás, y allí lo estaba haciendo. Y si bien se había visto obligado a lidiar con Satanás a diario durante sus años de adolescencia, por culpa de su padre impío, Luke admitía que debía de ser la persona menos capacitada para enfrentarse al Príncipe de las Tinieblas.
El atavío de Luke aumentaba su inquietud y vulnerabilidad. Había sido idea de James que vestir su hábito de la Hermandad de los Esclavos de María sería demasiado para Shawn, de modo que los padres Maloney y Karlin se habían encargado de encontrarle unos cuantos téjanos y camisas. Iba vestido con un par de esas prendas, y el resto de la ropa la llevaba en la pequeña maleta con ruedas, que también contenía artículos de aseo personal que los dos padres habían ido a comprar, pues Luke no había cogido nada de eso del monasterio. Aparte de la ropa y demás productos, la maleta contenía un móvil, dinero en metálico y un rosario nuevo bendecido por el Papa en persona, como regalo especial para el cardenal. Si necesitaba algo, Luke debía llamar al padre Maloney o a su Eminencia.
De repente, la puerta de los Daughtry se abrió, y Sana y Luke se miraron. Ambos se quedaron petrificados de la sorpresa, pues ninguno de los dos cumplía las expectativas del otro. Sana era la más sorprendida, además de abrumada, como le había sucedido a James, por la apariencia angelical y juvenil de Luke, además de su aura virtuosa, pero sobre todo por sus ojos dulces e implorantes, que se le antojaron charcos azules sin fondo, y sus labios fruncidos y vulnerables. Por su parte, Luke había esperado una figura masculina carente de todo atractivo y amenazadora, como una imagen alegórica del demonio en una pintura medieval.
—¿Luke? —preguntó Sana, como si experimentara una visión.
—¿Señora Daughtry? —preguntó Luke, como si se hubiera equivocado de dirección.
Sana miró más allá del cuerpo delgado pero bien formado de Luke y distinguió a James, quien tenía encendida la luz interior de su vehículo. Le saludó con la mano para informarle de que Luke estaba a salvo. James respondió de la misma manera, y después apagó la luz interior del vehículo con la intención de marchar.
—Entra, por favor —dijo Sana con voz insegura. Le temblaban las rodillas y se sentía estupefacta por la luminosidad de Luke, sobre todo por el color y el brillo de su pelo casi albino largo hasta los hombros, y la perfección de su piel—. ¡Shawn! —llamó—. Nuestro invitado ha llegado.
Shawn salió de la cocina con un whisky en la mano derecha. Con una reacción de sorpresa similar a la de Sana, paró en seco y contempló boquiabierto a Luke.
—Santo cielo, muchacho, ¿cuántos años tienes?
—Veinticinco, señor —dijo Luke—. A punto de cumplir veintiséis.
Se había tranquilizado un poco. Shawn no parecía tan formidable o diabólico como había temido.
—Pareces mucho más joven —comentó Shawn. El muchacho tenía una piel perfecta, envidiable, y los dientes blancos como nieve recién caída.
—Mucha gente dice lo mismo —contestó Luke.
—Serás nuestro invitado durante una semana —continuó Shawn—. Bienvenido.
—Gracias, señor —dijo Luke—. Me han dicho que ha sido informado ampliamente del motivo de mi presencia.
—Te han encargado disuadirme de publicar mi obra.
—Solo si se refiere a la Santa Virgen María, Madre de la Iglesia, Madre de Cristo, Madre de Dios, mi salvadora personal, que me ha conducido hasta Cristo, María de la Inmaculada Concepción, María Reina de los Cielos, Reina de la Paz, Stella Maris y Madre de Todos los Dolores. A ella estoy entregado, y ya he empezado a rezar para que usted no la denigre al insinuar que no ascendió a los cielos en cuerpo y alma para residir con Dios: el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo.
—Caramba —comentó Shawn, sorprendido por aquel niño-hombre al que ya consideraba incomprensible—. Menuda letanía. Tengo entendido que vives en un monasterio.
—Exacto. Soy novicio de la Hermandad de los Esclavos de María.
—¿Es cierto que no sales de allí desde hace ocho años?
—Casi ocho, y nunca he salido solo. Vine a la ciudad con algunos hermanos para someterme a una serie de pruebas médicas hace unos años, pero esta es la primera vez que salgo solo.
Shawn sacudió la cabeza.
—Me cuesta creer que una persona joven como tú esté dispuesta a rechazar su libertad.
—Sacrifico con gusto mi libertad a la Santa Madre. Quedarme dentro de los muros del monasterio me concede más tiempo para rezar por su intervención y la paz que aporta.
—¿Intervención?
—Para alejarme del pecado. Para mantenerme cerca de Cristo. Para ayudar a los hermanos en su misión.
—¡Vamos! —dijo Sana a Luke—. Te acompañaré a nuestro cuarto de invitados.
Luke estudió la cara de Shawn un momento, y después siguió a Sana escaleras arriba. Dejaron atrás el segundo piso, donde Sana dijo que Shawn dormía, y el tercero, donde Sana dijo que ella dormía, y llegaron al cuarto. Era una buhardilla que daba a la fachada del edificio.
—Aquí te alojarás —dijo Sana, y se apartó para dejar pasar a Luke a una habitación dominada por una cama de columnas de tamaño descomunal—. ¿Se parece a tu habitación del monasterio?
—No mucho —respondió Luke. Se asomó al cuarto de baño que la habitación de invitados compartía con la segunda habitación de invitados del piso. Después, abrió la cremallera de su maleta. Lo primero que sacó fue una pequeña estatua de plástico de la Virgen María, que depositó sobre la mesita de noche. Lo segundo fue una estatuilla del niño Jesús, vestido con un manto recargado y tocado con una corona. Lo dejó con cuidado al lado de la Virgen.
—¿Qué es eso? —preguntó Sana.
—El Niño Jesús de Praga —explicó Luke—. Era una de las pertenencias favoritas de mi madre antes de que falleciera.
A continuación, Luke sacó su hábito negro y lo colgó en el ropero.
—¿Es tu atuendo habitual? —preguntó Sana.
—Sí —contestó Luke—, pero el cardenal pensó que lo mejor sería utilizar la ropa de calle de sus secretarios. Por suerte, uno de ellos es casi de mi talla.
—Viste como te dé la gana —dijo Sana—. Saldremos a cenar dentro de media hora o así. Tienes tiempo para ducharte, si quieres. Yo voy a hacerlo ahora. En todo caso, nos encontraremos en la sala de estar.
Shawn, Sana y Luke volvieron a casa de los Daughtry en taxi un poco antes de las nueve y media de la noche. La cena en Cipriani Downtown se había desarrollado con bastante placidez, hasta que Luke había intentado desviar la conversación hacia su misión. Shawn, que había trasegado casi tanto alcohol como la noche anterior, había aprovechado la oportunidad para informar a Luke de que se enfrentaba a una misión imposible, y de que cuanto antes afrontara la realidad, mejor para todos. Cuando Luke insistió, Shawn se enfureció, y a partir de aquel momento la atmósfera se había ido enrareciendo, hasta que Shawn se negó a dirigir la palabra a Luke, al que insistía en seguir llamando despectivamente «muchacho».
—¿Te retiras ya? —preguntó Shawn a Sana para no hablar con Luke.
—Creo que me quedaré un rato con Luke —susurró Sana—. No quiero que informe a James de que no estamos siendo hospitalarios.
—Buena idea —dijo Shawn, mientras se apoyaba en la barandilla para subir las escaleras sin perder el equilibrio—. ¿A qué hora quieres salir por la mañana para ir al edificio de ADN?
—¿Qué te parece a eso de las nueve? —dijo Sana—. Eso me dará tiempo para preparar el desayuno a nuestro invitado, así informará bien de nosotros.
—Otra buena idea —admitió Shawn, arrastrando las palabras—. Hasta mañana.
Mientras Shawn desaparecía poco a poco escaleras arriba, Sana se volvió hacia Luke.
—¿Qué te parece si encendemos un fuego en la chimenea? —sugirió.
Luke se encogió de hombros. No recordaba la última vez que había experimentado el placer de un fuego. En cierto modo, le ponía nervioso disfrutar demasiado después de la velada decepcionante, pues se sentía deprimido sobre sus posibilidades de vencer a Satanás.
—¡Vamos! —le animó Sana—. Lo encenderemos juntos.
Un cuarto de hora después, estaban sentados en el sofá, fascinados por el fuego chisporroteante que empezaba a ascender desde los troncos amontonados. Sana se había servido una copa de vino, mientras que Luke bebía una Coca-Cola. Fue Sana quien rompió el silencio.
—El arzobispo nos ha contado que tu vida no ha sido fácil. ¿Te importa contarme la historia?
—En absoluto —dijo Luke—. No es ningún secreto. La cuento a todos los que quieren escuchar, como un tributo a la santísima Virgen.
—Nos dijeron que habías huido de casa a la edad de dieciocho años para ingresar en el monasterio. ¿Puedo preguntar por qué?
—La causa inmediata fue la muerte de mi madre —explicó Luke—, pero la causa a largo plazo fue una infancia muy difícil dominada por un padre impío. En contraste con mi padre, que abusaba del alcohol y pegaba a su mujer, mi madre era una persona muy religiosa, convencida de que era la culpable del comportamiento de mi padre. Creía, como Eva, que había rechazado a Dios al casarse con mi padre, y que era una pecadora hasta el punto de convencerme a mí de que era un hijo nacido del pecado. Estaba tan convencida, que me dijo que si quería salvar mi alma inmortal tenía que rezar a la Virgen y consagrar mi vida a Ella, a Cristo y a la Iglesia.
—¡Santo Dios! —exclamó Sana, compadecida de la historia de Luke. Aunque no era lo mismo, creía que siempre había sufrido a causa de la prematura muerte de su padre, cuando solo contaba ocho años, hasta el punto de que ahora se preguntaba si uno de los motivos de haberse casado con Shawn era porque representaba la figura paterna que tanto echaba de menos—. ¿Entregarte a la Iglesia te sirvió de algo?
Luke lanzó una breve carcajada despectiva.
—No mucho —dijo—. Uno de los sacerdotes se dio cuenta de que era un niño problemático y, como él también tenía problemas, procedió a abusar de mí durante más de un año.
—¡Oh, Dios, no! —exclamó Sana, cada vez más compadecida de Luke. Estaba tan consternada que tuvo que reprimir las ansias de estrecharle entre sus brazos, por temor a su reacción. Tal vez malinterpretara su gesto como algo más que empatia. Al fin y al cabo, no era un niño, sino un hombre. Además, era como si Luke hubiera recitado de memoria su historia.
—Al principio, pensé que era un comportamiento relativamente normal —dijo Luke con tristeza—, pues yo creía que amaba a aquella persona, pero cuando me fui haciendo mayor me di cuenta de que estaba mal. Sin saber qué hacer, puesto que era uno de los sacerdotes más populares de la parroquia, me armé de valor y se lo conté a mi madre.
—¿Se mostró comprensiva? —preguntó Sana, preocupada por el desenlace de la historia, teniendo en cuenta lo que Luke ya había contado sobre su madre.
—Todo lo contrario. Al igual que con su falsa creencia de que era culpable de los malos tratos de mi padre, insistió en que era yo quien había seducido al sacerdote y no al revés, sobre todo cuando me preguntó por qué se había prolongado durante tanto tiempo y yo admití que me había gustado, al menos al principio. Ha sido solo durante estos últimos años que los hermanos del monasterio han conseguido hacerme comprender por fin lo que pasó en realidad, y que yo no fui responsable ni de la inadecuada relación con el sacerdote, ni del suicidio de mi madre.
—¡Oh, Dios de los cielos! —exclamó Sana, cuando una compasión sin límites se impuso a su autocontrol y borró de un plumazo cualquier duda acerca de que la historia de Luke fuera una especie de guión memorizado. Sin pensarlo dos veces, estrechó a Luke entre sus brazos, al menos hasta que percibió su rígida resistencia, en cuyo momento lo soltó—. Qué historia tan trágica —añadió compadecida. Lo miró con ternura, con el deseo de aliviar de alguna manera el sufrimiento que sentía a causa de su madre, aunque hubiera afirmado que los hermanos le habían prestado su apoyo. También experimentó una definida rabia contra la Iglesia por haber abusado de él, y entonces comprendió mejor las opiniones actuales de Shawn.