7.15 h, sábado, 6 de diciembre de 2008, Nueva York
Cuando el sol se alzó sobre los edificios, hacia el este, dio la impresión de que había un millón de diamantes diseminados sobre Sleep Meadow, en Central Park. Incluso con sus gafas de sol de ciclista, Jack entornó los ojos para protegerse del resplandor cegador.
Se había despertado una hora antes, pese al hecho de que Laurie y él habían estado levantados casi toda la noche con un bebé muy atormentado. Durante unos minutos había contemplado el juego de la luz sobre el techo del dormitorio, obsesionado por saber cómo se las iban a ingeniar para sobrevivir los siguientes meses, hasta que el tratamiento de J. J. pudiera reanudarse. Sin respuestas reales, huyó del calor de la cama, se vistió y desayunó cereales fríos. Dejó una nota para Laurie que decía tan solo: «Me voy al IML. Llámame al móvil cuando tengas tiempo», y pisó la calle justo cuando estaba amaneciendo.
El aire era gélido. Pese al agotamiento, Jack se sintió maravillosamente vivo mientras pedaleaba hacia el sur. El misterio del osario se disiparía en una nube de polvo, o bien saltaría a otro nivel más fascinante todavía. Y al contrario que su amigo el arzobispo, Jack confiaba en que fuera esto último.
Jack lamentaba que Laurie no conociera la tranquilidad. Su día iba a ser el mismo desastre emocional del día anterior y del anterior a este. Un buen día se definía por ser menos malo.
Veinte minutos después, Jack entró en una de las zonas de carga y descarga del IML, y dejó su bicicleta donde sabía que no le pasaría nada. No le causaba ningún inconveniente. Significaba recorrer a pie las cuatro últimas manzanas hasta el edificio de ADN, lo cual le resultó agradable en la mañana fresca y transparente.
Consultó su reloj. Eran las ocho menos cinco. Preguntó a un agente de seguridad para comprobar que Shawn y Sana aún no habían llegado. Shawn siempre llegaba tarde, como Jack sabía bien de sus tiempos de la universidad.
Jack se sentó en uno de los bancos tapizados sin respaldo del vestíbulo y contempló el escaso tráfico de la Primera Avenida, pensando en el osario, cada vez más nervioso.
A las ocho y veinte, Shawn bajó de un taxi que había parado en la calle Veintiséis. Detrás de él salió Sana. La pareja se dirigió al maletero, seguida del conductor.
Cuando jack salió al aire invernal, Shawn y el taxista levantaron el osario del maletero. Jack se acercó corriendo y cogió el extremo que sujetaba el conductor.
—Es un placer verle de nuevo, doctor Stapleton —dijo Sana.
Jack levantó una rodilla para apoyar la esquina del osario y extendió una mano hacia Sana.
—Me alegro mucho de volver a verte —respondió—, pero me llamo Jack.
—Pues que sea Jack —dijo Sana, risueña—. Y antes de que añadas nada más, me gustaría darte las gracias por conseguir que podamos utilizar el laboratorio.
—Ha sido un placer —repuso Jack, mien tras Shawn y él empezaban a caminar de costado, con el osario entre ellos. Tras haber visto la parte superior envuelta en tablas de porexpán, Jack podía admirar ahora el objeto en su conjunto. Parecía más grande fuera de la caja. También era más pesado de lo que esperaba.
—¿Te ha costado mucho sacarlo de la residencia? —preguntó.
—No, en absoluto —contestó Shawn—, pero creo que su Reverendísima Eminencia no albergaba el menor deseo de apartarse de él. Intentó insinuar que podíamos examinarlo en su polvoriento sótano. ¿Te imaginas? O sea, ese hombre no tiene ni idea de ciencia.
—¡Con cuidado! —advirtió Sana, mientras atravesaban la puerta de cristal del edificio. Una vez en el interior, depositaron con mucha delicadeza el osario sobre el mismo banco donde Jack se había sentado.
Jack se volvió hacia Sana, y se saludaron por segunda vez.
—No sé si te habría reconocido —dijo Jack—. Tu aspecto es diferente. Debe de ser el corte de pelo.
—Es curioso que lo digas —se lamentó Shawn—. Su peinado era uno de sus rasgos más atrayentes, en mi opinión. Si te acuerdas, debe de significar que a ti también te gustaba.
—Me gustaba —dijo Jack—, pero también me gusta el de ahora.
—Eso es lo que se dice ser diplomático —comentó Shawn con sorna.
—Así que este es el famoso osario —dijo Jack para cambiar de tema. La atmósfera estaba cargada, y lo último que deseaba era verse atrapado en mitad de una discusión matrimonial. Jack intuía que existía una palpable hostilidad mutua a causa del peinado de Sana.
—Aquí está —contestó Shawn, al tiempo que daba una palmada sobre el recipiente de piedra caliza, como un padre orgulloso—. Estoy nervioso. Creo que esto va a cambiar la visión del mundo y la religiosidad de mucha gente.
—Siempre que no esté vacío —añadió Jack. Inseguro acerca del poder de la oración, supuso que James estaría rezando con todas sus fuerzas.
—Siempre que no esté vacío, por supuesto —replicó Shawn—. Pero no estará vacío. ¿Alguien quiere apostar?
Ni Jack ni Sana respondieron. Ambos estaban un poco intimidados por el timbre de la voz del arqueólogo.
—¡Vamos, animaos! —dijo Shawn—. Creo que todos estamos un poco tensos.
—Creo que tienes razón —concedió Sana.
—De acuerdo, un último paso —dijo Jack—. Necesitamos vuestras identificaciones.
Mientras Shawn y Sana iban al departamento de seguridad para rellenar papeles y hacerse fotos, Jack se volvió hacia el osario. Ahora que estaba fuera de la caja, pudo examinarlo con facilidad, sobre todo gracias a la luz natural que entraba a chorro a través de las ventanas delanteras del edificio.
Los números romanos trazados sobre la parte superior se veían mucho mejor que en el sótano de James. El nombre de María, escrito en teoría en arameo, era todavía indescifrable para Jack. Los costados del recipiente de piedra caliza eran similares en apariencia a la parte superior, pero con menos rayones. En un extremo había un estrecho agujero de taladradora, cuyo color interior era mucho más claro que el resto de la superficie de la caja. También había cuatro pequeñas zonas melladas en el mismo extremo, de idéntico color.
—Muy bien, preparados para trabajar —gritó Shawn a Jack, cuando Sana y él aparecieron con sus nuevas tarjetas de identificación colgadas del cuello.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Jack.
—Por supuesto.
—Me he fijado en este agujero de taladradora —señaló Jack—. Y en estas melladuras. Parecen nuevas. ¿Qué son?
—Son nuevas —admitió Shawn—. Utilicé una taladradora eléctrica para localizar el osario. Sé que está lejos de las técnicas habituales de los arqueólogos, pero el tiempo apremiaba. En cuanto a las zonas melladas, son del cincel que tuve que utilizar. Una vez encontramos el recipiente, tuve que sacar el maldito trasto del durisol lo antes posible, por culpa de Sana. Tendrías que haberla oído quejarse de lo mucho que tardaba.
—Creo que, teniendo en cuenta las circunstancias, me porté jodidamente bien —replicó Sana.
—Me alegro de que pienses así —replicó Shawn a su vez.
—¡Vale, vale! —dijo Jack—. Lamento haberlo preguntado.
Solo llevaba diez minutos con la pareja, y ya entendía la opinión de James sobre aquel matrimonio.
—No habrías podido hacerlo sin mi ayuda —continuó Sana—, y así me lo agradeces.
—¡Vamos, chicos! —gritó Jack—. ¡Tranquilos! Estamos aquí para que podáis disfrutar de los beneficios de vuestros esfuerzos. Vamos a ver qué hay en el osario.
Jack gimió para sus adentros. Ya estaba preocupado por tener que mediar entre Shawn y James, para ahora tener que hacer lo mismo entre Shawn y Sana.
Sana continuó traspasando con la mirada a Shawn cuando este desvió la vista un momento hacia la ventana.
—¡Tienes razón! —dijo Shawn de repente. Dio una palmada en el hombro a Jack—. ¡Vamos a trasladar esta cosa al laboratorio para proceder!
Subrayó la palabra «proceder» alzando la voz y pronunciándola como si fueran tres palabras en lugar de una. Después, se agachó y levantó un extremo del osario, mientras Jack hacía lo propio con el otro. Juntos lo cargaron hasta llegar al ascensor que había al otro lado.
En la octava planta recorrieron casi toda la longitud del edificio hasta llegar al laboratorio. Sana y Shawn se deshicieron en elogios por el magnífico edificio y la impresionante vista.
—Espero no acostumbrarme mal —dijo Sana—. Este edificio es como el paraíso de los laboratorios.
Jack se detuvo ante la puerta y pidió a Sana que sujetara su extremo del osario para introducir la llave en la cerradura.
—Me gusta el hecho de que podamos cerrarnos con llave —dijo Shawn.
—Dentro también hay taquillas que se pueden cerrar con llave —añadió Jack cuando entraron en la sala.
Shawn y él depositaron el osario sobre la gran mesa central.
—¡Santo Dios! —exclamó Sana. Miró a través de la puerta acristalada el vestuario, y después vio a través de la puerta del otro lado el laboratorio en sí—. Desde aquí veo un analizador genético Applied Biosystems 3100 XI nuevecito. Es tremendo.
Todos se quitaron las chaquetas y otras prendas de abrigo, y las guardaron en las taquillas, salvo la mochila de Shawn. La dejó sobre la mesa contigua al osario.
—Ha llegado por fin el momento —anunció Shawn, y se frotó ansioso las manos mientras contemplaba el osario—. No puedo creer que haya sido capaz de mantener las manos alejadas de esto durante cuatro días. Todo por tu culpa, querida Sana.
—Me darás las gracias sin parar si podemos recuperar un poco de ADN mitocondrial —dijo Sana—. Añadirá una nueva dimensión a este descubrimiento.
Shawn abrió la cremallera de la mochila y sacó un alargador y un secador de pelo, y después un martillo y un cincel pequeños.
—Será mejor que nos pongamos los trajes, gorros y guantes de látex —sugirió Sana—. Voy a intentar por todos los medios que el ADN no se contamine.
—Por mí, ningún problema —dijo Shawn, y miró a Jack.
—Por supuesto —concedió Jack—, pero antes tenéis que firmar la renuncia a toda reclamación.
Después de que marido y mujer firmaran todos los documentos legales, que absolvían al IML de cualquier daño conocido por el hombre, los tres entraron en el vestuario, cada vez más impacientes.
—La primera vez que pensé en dedicarme a la arqueología, creí que este tipo de experiencia, aportar algo a la historia, sería un acontecimiento rutinario —dijo Shawn mientras se ponía el traje—. Por desgracia, no es así; de modo que ahora estoy disfrutando cada segundo del evento.
—En biología molecular, vivimos experiencias como esta sin parar —dijo Sana, al tiempo que se enfundaba los guantes.
—¿De veras? —preguntó Shawn.
—Es broma —dijo Sana—. ¡Venga ya, chicos! Los dos sabéis que la ciencia es un asunto lento y trabajoso, con muy pocos momentos de felicidad. Debo confesar que nunca me había sentido más nerviosa en toda mi carrera, ni de cerca.
Cuando los tres estuvieron vestidos, enguantados, encapuchados y enmascarados, Shawn volvió a la habitación exterior. Enchufó el secador y lo puso al máximo. Lo utilizó como una antorcha y dirigió el aire caliente a la ranura color caramelo, llena de cera, que separaba el costado del osario de la tapa. Al final, la cera se ablandó lo suficiente para que pudiera introducir el cincel. Después de unos cuantos golpecitos de martillo, el cincel tocó piedra.
—Tardaremos más de lo que esperaba. La tapa del osario está rebajada. ¡Lo siento, chicos!
—No tengas prisa —dijo Sana.
—A tu aire —añadió Jack.
Poco a poco, Shawn fue rodeando centímetro a centímetro toda la periferia del osario. Primero ablandó la cera con el secador, después la fue agujereando con el cincel, que golpeaba con el martillo, hasta que alcanzó el rebajo. Una vez dio toda la vuelta, aplicó el cincel e intentó girarlo. No tuvo suerte. Movió el cincel a lo largo de la ranura y probó de nuevo. Nada. Un nuevo punto, y nada de nuevo. Otro nuevo punto, y se oyó un leve crujido.
—Creo que he notado un pequeño movimiento —dijo Shawn. Estaba animado, pero le preocupaba la posibilidad de que, si aplicaba demasiada presión, pudiera romper un fragmento de la tapa del osario. La reliquia llevaba intacta dos milenios, y quería que continuara así.
—¿No puedes ir más deprisa? —preguntó Sana, muy nerviosa. Desde su punto de vista, creía que Shawn estaba alargando aquella parte de manera innecesaria.
Shawn hizo una pausa y miró a su mujer.
—No me estás ayudando en nada —replicó.
Volvió a trabajar con el cincel. Era imposible saber cuánto tardaría, ni si tendría éxito.
Justo cuando hacía una pausa y se disponía a pensar en otra forma de afrontar la situación, se oyó otro crujido y el corazón de Shawn se aceleró. Sacó el cincel a toda prisa con la esperanza de ver una grieta en la piedra caliza, pero no había ninguna. Pasó la mano a lo largo del borde por si palpaba una grieta que él no pudiera ver, pero no existía discontinuidad.
Volvió a colocar el cincel con cautela y empezó a girarlo. Aliviado, comprobó que toda la tapa se levantaba de la base. ¡Se había soltado! Miró a los demás y asintió.
—Ya está —dijo, y aferró ambos extremos de la tapa con las manos. La levantó con delicadeza para depositarla sobre la mesa. Entonces, todos se inclinaron hacia delante y contemplaron el osario que había estado sellado herméticamente durante dos mil años.