11.30 h, viernes, 5 de diciembre de 2008, Nueva York
—¡El doctor Jack Stapleton, supongo!
La voz clara y meliflua llegó a través del receptor como una bocanada de aire fresco. Le sonó familiar a Jack, y su cerebro examinó desesperado su banco de memoria auditiva.
Jack guardó silencio un momento. Escuchó con más detenimiento y oyó un leve resuello. Alguien seguía al otro extremo de la línea, pero callaba de manera deliberada. Transcurrió casi medio minuto.
—Seguiremos así a menos que obtenga más información.
—Soy uno de tus más antiguos y queridos amigos.
La voz le sonó de nuevo familiar, pero Jack no conseguía identificarla.
—Como nunca he tenido un superávit de amigos, debería ser una tarea sencilla, pero no lo es. Tendrás que darme otra pista.
—¡Yo era el más guapo, el más alto, el más listo, el más atlético y el más popular de los Tres Mosqueteros!
—La vida nunca deja de asombrarme —dijo Jack, tranquilizado—. James O’Rourke. Si bien puedo reconocerte las otras cualidades menos significativas, no trago con lo de más alto.
James estalló en carcajadas, lo cual crispó los nervios de Jack igual que el tacto del papel de lija en las yemas de los dedos, como cuando se habían conocido en Amherst College en el otoño de 1973.
—En cuanto he oído tu voz, ¿sabes lo que he imaginado? —dijo James con otra risita.
—No tengo ni idea —respondió Jack.
—Te veo saliendo de la Laura Scales House, en Smith College, arrastrando el busto de Laura Scales, con tu cara tan roja como se habría puesto la mía. Fue para partirse de risa.
—Eso fue porque Molly me retó —dijo Jack, presto a defenderse.
—Me acuerdo —dijo James—. Y lo hiciste a plena luz del día.
—Lo devolví al mes siguiente con gran fanfarria —añadió Jack—. Nadie salió perjudicado.
—Lo recuerdo. Yo estaba presente.
—Y tú no eres de los que tiran piedras —dijo Jack—. Recuerdo la noche que te llevaste la butaca del club de Dickinson House, en Mount Holyoke College, porque estabas cabreado con… ¿Cómo se llamaba?
—Virginia Sorenson. ¡La dulce y hermosa Virginia Sorenson! ¡Qué muñeca! —dijo James con una pizca de nostalgia.
—¿Has sabido algo de ella desde…?
—¿Desde que ingresé en el seminario? —Sí.
—Pues no. Era dulce, pero poco comprensiva.
—No me extraña, teniendo en cuenta lo estrictos que erais. ¿Te arrepientes de tu elección?
James carraspeó.
—La dificultad de tener que tomar la decisión ha sido una fuente tanto de alegría como de tristeza, cosa que preferiría comentar con una copa de vino en la mano y un buen fuego al lado. Tengo una casa junto a un lago, en el norte de New Jersey, adonde me encantaría que tu mujer y tú vinierais a pasar un fin de semana.
—Podría ser —contestó Jack con cautela.
Se le antojaba una invitación sorprendente, después de no saber nada de James desde que se habían graduado en la universidad en 1977. También era culpa de Jack, por supuesto, ya que tampoco había intentado ponerse en contacto con James. Si bien habían sido buenos amigos en la universidad, después de graduarse sus intereses habían sido divergentes por completo. Con el último miembro de los Tres Mosqueteros había sido diferente. Jack se había sentido cautivado por la especialidad de Shawn Daughtry, arqueología de Oriente Próximo, y habían seguido en contacto más o menos hasta la muerte de la primera esposa y de las hijas de Jack. Después de eso, Jack no se había mantenido en contacto con nadie, ni siquiera con la familia.
—Debo disculparme por no haberme puesto en contacto contigo cuando te trasladaste a la ciudad —dijo James, como si leyera los pensamientos de Jack—. Me enteré de que estabas trabajando aquí, en el IML. Siempre he deseado llamarte para quedar y recordar los viejos tiempos. Nadie parece ser consciente de que ir a la universidad es una experiencia maravillosa. En su momento, siempre parece agotador, todo el tiempo con trabajos tremendos y exámenes encima. Y mientras estás en ella, cuando alguien intenta comentarte que la universidad es algo especial, solo se te ocurre decir para tus adentros: «¡Sí, claro! ¡Si esto es lo mejor que puede darme, me he metido en un buen lío!».
Ahora le tocó a Jack reír.
—Tienes toda la razón. Pasa lo mismo con la facultad de medicina. Recuerdo que el médico de cabecera de mi familia me decía que la facultad de medicina iba a significar el plato fuerte emocional de mi carrera profesional. En aquel tiempo pensaba que estaba loco, pero resulta que tenía razón.
Se hizo una breve pausa en la conversación, mientras los dos viejos amigos recordaban en silencio. Pero después, el tono y la actitud de James cambiaron con brusquedad cuando rompió el silencio.
—Supongo que te gustaría saber por qué me he descolgado así, de repente.
—Ha pasado por mi cabeza —admitió Jack, en tono desenfadado. La voz de James había adquirido un tinte sombrío, casi grave.
—Es que necesito con desesperación tu ayuda, y rezo para que seas tan amable de complacerme.
—Tienes toda mi atención —dijo Jack, precavido. En algunos momentos, escuchar los problemas de los demás despertaba los de él. Por más que quisiera evitarlo, la curiosidad le picaba. De todos modos, no podía creer que él, un agnóstico recalcitrante, pudiera ayudar al arzobispo de Nueva York, uno de los líderes más poderosos del mundo.
—Se trata de nuestro mutuo amigo, Shawn Daughtry —añadió James.
—¿Habéis vuelto a jugar a cartas? —preguntó Jack, en un intento de bromear. En la universidad, James y Shawn jugaban al póquer al menos una vez a la semana, y se enzarzaban en acaloradas discusiones sobre cuánto se debían mutuamente. En diversas ocasiones, Jack había tenido que intervenir para que volvieran a dirigirse la palabra.
—El tema es de extraordinaria importancia —dijo James—. Preferiría que no hablaras de ello con nadie.
—Perdón, padre —respondió Jack, al darse cuenta de que James hablaba muy en serio. De todos modos, intentó aligerar el tono de la conversación—. ¿Debo llamarle padre, padre?
—Mi título es Eminencia —dijo James, y se relajó un poco—. Pero puedes llamarme James. Lo prefiero muchísimo más.
—Me alegro —contestó Jack—. Como te conozco de la universidad, me costaría mucho llamarte Eminencia. Suena como una proclama anatómica grosera.
—No has cambiado, ¿verdad? —dijo James, todavía más animado.
—Por desgracia, sí, he cambiado. Me siento como si viviera una segunda vida, totalmente diferente de la primera. Pero preferiría no entrar en materia, al menos de momento. Tal vez cuando me llames dentro de otros treinta años estaré preparado para hablar de ello.
—¿Tanto tiempo ha pasado? —preguntó James, con una pizca de pesar.
—De hecho, son treinta y uno. Lo he redondeado. Pero no te culpo. Yo soy igual de responsable.
—Bien, es algo que deberíamos rectificar. Al fin y al cabo, vivimos y trabajamos en la misma ciudad.
—Eso parece —dijo Jack. Era una de esas personas que se abstenían de compromisos sociales surgidos sin pensar. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido y la diferencia abismal entre sus carreras, no sabía si quería reanudar una relación de lo que se le antojaba una vida anterior.
—Lo que me gustaría proponer es reunirnos lo antes posible —dijo James—. Sé que no he avisado con tiempo, pero ¿te importaría venir a la residencia para una comida rápida?
—¿Hoy? —preguntó Jack estupefacto.
—Sí, hoy —insistió James—. El problema acaba de caerme encima, y no tengo mucho tiempo para dedicarle. Por eso necesito tu ayuda.
—Bien —dijo Jack—. Estaba invitado a comer con la reina, pero puedo llamarla y decirle que tendremos que aplazarlo, porque la Iglesia católica necesita mi intervención.
—Siento no estar de acuerdo con el análisis que acabas de hacer de ti. No has cambiado un ápice. Pero gracias por acceder a venir. Y gracias por tu humor irreverente. Sería estupendo que me animara un poco, pero estoy muy preocupado.
—¿Está relacionado con la salud de Shawn? —preguntó Jack. Era lo que más le inquietaba: algún problema de salud, como el cáncer, se acercaría demasiado a sus problemas.
—No, no se trata de su salud, sino de su alma. Ya sabes lo cabezota que es.
Jack se rascó la cabeza. Al recordar las costumbres sexuales libertinas de Shawn en la universidad, Jack habría pensado que su alma estaba en peligro desde la pubertad, lo cual suscitó la pregunta de por qué había tantas prisas ese día.
—¿Puedes ser un poco más concreto? —preguntó.
—Prefiero no hacerlo —contestó James—. Me gustaría hablar del asunto téte-a-téte. ¿Cuándo vendrás?
Jack consultó su reloj. Faltaban diez minutos para las doce.
—Si me marcho ahora, cosa que puedo hacer, estaré ahí dentro de quince o veinte minutos.
—Maravilloso. A las dos tengo una recepción oficial con el alcalde a la que he de asistir. Tengo muchas ganas de verte, Jack.
—Yo también —dijo Jack mientras colgaba el teléfono. La solicitud de James transmitía una irrealidad extraña. Era como si el presidente llamara y dijera que fuera a Washington de inmediato: el país te necesita. Jack rió en voz alta, agarró su chaqueta de cuero y bajó al sótano.
Mientras estaba abriendo los candados de su bicicleta, se dio cuenta de que había alguien detrás de él. Se volvió y vio al jefe Bingham, con su cara de bulldog. Como de costumbre, su expresión era sombría y el sudor perlaba su frente.
—Jack —empezó Bingham—, quería decirte cuánto sentimos Calvin y yo lo de tu hijo. Como nosotros también tenemos hijos, no nos cuesta imaginar lo difícil que ha de ser. Recuerda que, si podemos hacer algo, solo tienes que decirlo.
—Gracias, jefe.
—¿Te marchas?
—No, solo me dejo caer por aquí de vez en cuando para comprobar los candados de la bicicleta.
—¡Siempre bromeando! —comentó Bingham. Como conocía bien a Jack, no se ofendió, como cuando Jack entró a trabajar en el IML—. Supongo que no irás a comer con un amigo quiropráctico.
—Estás en lo cierto —dijo Jack—. Ni voy a ver a un acupuntor, a un homeópata o a un herbolario. Voy a comer con un curandero. El arzobispo de Nueva York me acaba de llamar para invitarme a comer con él.
Bingham no pudo reprimir las carcajadas.
—Debo reconocerlo. Eres creativo y veloz en las réplicas. De todos modos, conduce con cuidado, y si quieres que te diga la verdad, preferiría que no fueras en esa bicicleta. Siempre me aterroriza que un día llegues aquí con los pies por delante.
Sin dejar de reír, Bingham dio media vuelta y se internó en las profundidades del IML.
Jack subió por Madison y el aire fresco le reanimó. Al cabo de un cuarto de hora había llegado a la esquina con la calle Cincuenta y uno.
La residencia del arzobispo se alzaba entre los modernos rascacielos de la vecindad, una modesta casa, bastante espartana, de tres pisos, techo de pizarra y piedra gris. Las ventanas de los pisos inferiores estaban protegidas por pesadas barras de hierro. La única señal de vida era un fragmento de encaje belga, que parecía fuera de lugar detrás de una de las ventanas con barrotes.
Con la bicicleta y el casco bien sujetos, Jack subió los peldaños de granito y llamó al reluciente timbre de latón. No esperó mucho. Cuando los cerrojos se abrieron, la pesada puerta se movió hacia dentro y apareció un sacerdote alto, delgado y pelirrojo, cuya facción más destacada era una nariz similar a un hacha. Iba vestido con un traje negro de paisano y un alzacuello anticuado y muy almidonado.
—¿Doctor Stapleton? —preguntó.
—Sí, soy yo —contestó Jack.
—Soy el padre Maloney —dijo el sacerdote, y se apartó a un lado.
Jack entró, algo intimidado por el entorno. El padre Maloney cerró la puerta a su espalda.
—Le acompañaré hasta el estudio privado de su Eminencia —dijo, y se alejó a grandes zancadas, lo cual obligó a Jack a correr unos pasos para alcanzarle.
Los sonidos de la bulliciosa Madison Avenue habían desaparecido detrás de la pesada puerta principal. Lo único que oía Jack, además del tictac del reloj de pie, eran sus pasos sobre el suelo de roble encerado.
El padre Maloney se detuvo ante una puerta cerrada. Cuando Jack llegó a su lado, el sacerdote abrió la puerta y se apartó para dejar pasar a Jack.
—Su Eminencia se reunirá con usted dentro de un momento —dijo, salió de la habitación y cerró en silencio la puerta.
Jack paseó la vista por la espartana habitación, que olía a líquido de limpieza y cera para suelos. La única decoración, aparte de un pequeño crucifijo que colgaba en la pared encima de un reclinatorio antiguo, eran varias fotos enmarcadas oficiales del Papa. Además del reclinatorio, los muebles se limitaban a un pequeño sofá y una butaca, ambos de cuero, una mesa auxiliar con una lámpara y, por fin, un escritorio con una silla de madera de respaldo alto.
Jack atravesó el suelo de madera reluciente, sobre el que sus suelas de piel resonaron. Se sentó en el sofá sin reclinarse, con la sensación de estar en un lugar que le resultaba extraño. Jack nunca había sido religioso, pues sus padres, maestros de escuela, nunca habían profesado ninguna fe. Cuando se hizo mayor y tuvo que pensar en el tema, decidió que era agnóstico, al menos hasta la tragedia que le había desposeído de su familia. A partir de aquel momento, Jack había abandonado la consoladora idea de que Dios existía. Pensaba que ningún dios que fuera amor permitiría que su amada esposa y sus queridos hijos perecieran de aquella manera.
De pronto, la puerta se abrió. Ya nervioso, Jack se puso en pie de un brinco. Entró su Eminencia el cardenal James O’Rourke en traje de gala. Los hombres se contemplaron durante un momento, y cada uno resucitó un destello de recuerdos agradables. Aunque Jack vislumbraba a su viejo amigo en la cara del cardenal, el resto de su apariencia le sorprendió. Jack no recordaba que fuera tan bajito como parecía ahora. Llevaba el pelo más corto y había perdido aquel rojo chillón. Pero era la indumentaria, por supuesto, lo que más había cambiado. A Jack, James le recordó a un príncipe del Renacimiento. Sobre los pantalones negros y el alzacuello blanco, James vestía una sotana adornada con ribetes y distintivos cardenalicios. Sobre la sotana llevaba una capa escarlata abierta. Se tocaba la cabeza con un solideo rojo de cardenal. Ceñía su cintura una ancha faja escarlata, y alrededor de su cuello colgaba una cruz de plata enjoyada.
Los dos hombres se fundieron en un abrazo durante un instante, y después se apartaron.
—Tienes un aspecto tremendo —dijo James—. Podrías correr un maratón en este mismo momento. Creo que yo no conseguiría correr el largo de una catedral.
—Eres muy amable —contestó Jack, y contempló la bondadosa cara de James, con sus fofas y relucientes mejillas coloradas sembradas de pecas, y las facciones redondas. Sus ojos azules, penetrantes y centelleantes, contaban una historia muy diferente, más coherente con lo que Jack sabía de su antiguo amigo, que ahora era un poderoso y ambicioso prelado. Los ojos transparentaban la inteligencia formidable y astuta de James, que Jack siempre había envidiado.
—De veras —continuó James—. Aparentas la mitad de la edad que tienes.
—Oh, basta —dijo Jack con una sonrisa.
De pronto, recordó la facilidad de James para los halagos, una característica que siempre había utilizado para sus fines. En Amherst, no había persona que no sintiera afecto por James, gracias a su capacidad de seducción.
—Y tú pareces un príncipe del Renacimiento —declaró Jack, con la intención de devolverle el cumplido.
—Un príncipe del Renacimiento regordete cuyo único ejercicio lo lleva a cabo en la mesa del refectorio.
—Piénsalo bien —repuso Jack, sin hacer caso del comentario de James—. Eres un cardenal, una de las personas más poderosas de la Iglesia.
—Paparruchas —comentó James, y agitó una mano como si Jack le estuviera tomando el pelo—. Solo soy un sencillo párroco que cuida de su rebaño. El Buen Dios me ha colocado en una posición que me supera. Me es imposible poner en duda los caminos del Señor, por supuesto. Hago lo que puedo. Pero basta de trivialidades. Nos permitiremos más durante la comida. Antes, quiero enseñarte algo.
James le guió por un largo pasillo y pasaron ante un comedor, donde había dos cubiertos en una mesa para doce comensales, hasta entrar en una enorme cocina con utensilios modernos, pero provista de encimeras y pilas anticuadas de saponita. Una mujer estaba lavando lechugas en la pila. Era una mujerona, unos diez centímetros más alta que James, con el pelo moreno recogido en un severo moño. James la presentó como la señora Steinbrenner, el ama de llaves y absoluta dueña y señora de la residencia. Su respuesta fue expulsar a James de lo que llamó «su» cocina y fingir ira cuando el cardenal robó una zanahoria de una bandeja de hortalizas adornada con mimo.
—Esa es su comida —le reprendió con fuerte acento alemán, al tiempo que daba una palmada a la mano de James. Fingiendo que estaba atemorizado, James indicó a Jack con un gesto que le siguiera, y bajaron la escalera de la bodega.
—Finge que es Brunilda —explicó James—, pero es un corderito. No podría pasar sin ella. Se ocupa de la cocina, salvo cuando vienen grupos grandes, mantiene el lugar limpio como una patena y pone a todo el mundo firmes, incluido yo. ¿Dónde está el interruptor de la luz?
Habían llegado a un sótano de hormigón, dividido en estancias mediante maderos toscos pintados de blanco. James apretó un interruptor, y la luz reveló un pasillo central flanqueado de puertas cerradas con candado.
—Agradezco muchísimo que hayas venido casi sin darte tiempo a pensarlo —dijo James, al tiempo que se detenía delante de una puerta. Sacó una llave y abrió la cerradura. Los goznes de la puerta chirriaron cuando se abrió hacia fuera. Buscó a tientas el interruptor de la luz, antes de entrar en la habitación e indicar a Jack que lo siguiera.
Era una habitación rectangular de unos seis metros de largo y tres de ancho, con un techo de casi tres metros y medio. La pared del fondo estaba hecha de toscos bloques de granito que también servían de cimientos del edificio. Las paredes estaban forradas de estanterías, sobre las que descansaban cajas de cartón etiquetadas con todo cuidado. Al final de la habitación se alzaba una caja de embalar de madera amarillenta, cuyas tiras metálicas estaban cortadas, aunque no se habían movido de su sitio. Indicó de nuevo a Jack que le siguiera, se acercó a la caja y apartó las tiras metálicas cortadas para dejar al descubierto la tapa, que habían abierto y devuelto a su sitio después.
—Esto es lo que provocó el dilema —dijo James, y luego suspiró—. Observa que va dirigida a mí. También fíjate en que soy, en teoría, el remitente, y además que afirma contener objetos personales.
—¿Te la envió Shawn?
—Ya lo creo, el muy listo. También me telefoneó para decirme que iba a llegar. Dijo que era una sorpresa, porque sabe que me gustan las sorpresas. De hecho, fui tan imbécil de creer que era algo para mi inminente cumpleaños, pero ahora sé que no es así, sino una sorpresa que ha resultado ser mucho más grande de lo que jamás habría imaginado.
—Ah, sí —dijo Jack, y su rostro se iluminó—. Tu cumpleaños se acerca. De hecho, es mañana, seis de diciembre, ¿verdad?
—No me ha hecho un regalo desde no sé cuándo —continuó James, sin hacer caso de la pregunta de Jack—. No sé por qué me dejé convencer de que iba a hacerme uno este año. Pero como Shawn es tanto un erudito de la Biblia como un arqueólogo, pensé que podía tratarse de una maravillosa reliquia de los primeros cristianos. Qué poco sabía yo.
—¿Lo es? —preguntó Jack.
—Déjame terminar —dijo James—. Quiero que entiendas por qué me encuentro en una situación tan difícil.
Jack asintió, cada vez más intrigado. La caja debía de contener alguna antigüedad. Algo poco habitual, a juzgar por la reacción de James.
—Enviarme esta caja desde el Vaticano, diciendo que contenía mis efectos personales, significaba que iba a pasar las aduanas sin problemas, tanto la de Italia como la de Nueva York. Llegó de noche en un vuelo de carga, y la enviaron directamente aquí desde JFK. Como pensé que era un regalo de cumpleaños, dije que la dejaran aquí con el resto de mis efectos personales. Tal como prometió, Shawn apareció ayer, recién llegado de JFK, poco después de que apareciera la caja. Se comportó de una forma muy extraña, como si estuviera tenso a causa de los nervios. Se mostró muy impaciente por abrir la caja, igual que yo, para ver si el contenido había llegado sano y salvo. Bajamos aquí, cortamos las tiras metálicas y desatornillamos la tapa. Al principio, solo vimos tableros de porexpán, pues habían empaquetado muy bien el objeto. Cuando sacamos el primer tablero, como voy a hacer ahora, esto fue lo que vi.
James deslizó los dedos entre la madera y el envoltorio, y levantó este último. Jack se inclinó hacia delante. La luz del sótano no era la mejor, pero vio con claridad una piedra rectangular y deslucida, con una superficie lisa sembrada de rayones. No le impresionó.
Había esperado algo espectacular, como una copa dorada, una estatua, o quizá una pesada arca de oro.
—¿Qué es? —preguntó.
—Un osario. En la época de Cristo, siglo arriba siglo abajo, las prácticas funerarias judías en Palestina consistían en introducir los cadáveres en cuevas durante un año, o más, para permitir que el cuerpo se pudriera. Después, la familia regresaba, recogía los huesos y los depositaba en un recipiente de piedra caliza de diversos tamaños y adornos, en función de la riqueza de la familia. El recipiente se llama osario.
—¿No se produjo hace poco una controversia acerca de un osario que, en teoría, llevaba una inscripción que rezaba Santiago, hijo de José, hermano de Jesús?
—Desde luego. De hecho, se han descubierto en fecha reciente osarios con inscripciones que, al parecer, contenían los restos de Jesucristo y de sus familiares próximos. Por supuesto, todo el molesto incidente demostró ser una artimaña, obra de falsificadores sin escrúpulos. Se han descubierto miles de osarios del siglo I durante los últimos veinte años, como resultado del boom inmobiliario de Jerusalén. No es difícil encontrar osarios cuando excavas en esa ciudad. Espero que este osario sea una falsificación similar, si hay reliquias dentro.
—¿De quién se supone que son los restos? —preguntó Jack con curiosidad.
—De la Virgen María, Madre de Cristo, Madre de Dios, Madre de la Iglesia, segunda en importancia después de Jesús, la persona más santa que ha pisado esta tierra —dijo James, aunque le costó recitar la letanía.
Durante un minuto entero, Jack y James se miraron en silencio. La decepción de Jack en lo tocante al contenido del recipiente iba en aumento. No estaba interesado en un osario. Los tesoros le atraían más que los objetos históricos. James, por su parte, estaba abrumado. Hablar del supuesto contenido del osario conseguía que se sintiera más desesperado todavía por encontrar una solución.
—Vale —dijo Jack por fin. Dejó de mirar a James y sus ojos se desviaron hacia la tapa del osario. Había supuesto que James continuaría, pero el hombre estaba demasiado alterado para hablar.
—Debo de haberme perdido algo. Si hay montones de osarios y montones de falsificadores, ¿cuál es el problema?
James había apretado los labios, y una sola lágrima rodó sobre su mejilla derecha. Sin hablar, sus ojos se cerraron un momento, levantó las palmas hacia Jack y trazó con ellas un estrecho arco. Meneó la cabeza, como disculpándose por no haber sido capaz de explicar lo que sentía. Un momento después, le indicó con un gesto que lo siguiera.
Cuando atravesaron la cocina, la señora Steinbrenner echó un vistazo a su Eminencia y reparó al instante en su estado de ánimo. Aunque no dijo nada, fulminó con la mirada a Jack, como si sospechara que había sido el causante de las lágrimas de su jefe.
James se sentó a la cabecera de la mesa e indicó con un gesto a Jack que se sentara a su derecha. Entre ellos estaba la bandeja de hortalizas. En cuanto se sentaron a la mesa, la señora Steinbrenner apareció con una enorme sopera en las manos. Mientras la impresionante mujer servía la sopa, una excelente crema de berenjena, Jack mantuvo la vista clavada en el plato.
Cuando el ama de llaves terminó de servir y cerró la puerta batiente que daba a la cocina, James utilizó la servilleta para secarse los ojos, que se habían puesto muy rojos.
—Me disculpo de todo corazón por mi comportamiento sensiblero —dijo.
—No pasa nada —se apresuró a contestar Jack.
—Sí que pasa —replicó James—, porque eso no se hace delante de un invitado, sobre todo delante de un buen amigo al que debo pedir un favor muy grande.
—No estoy de acuerdo —dijo Jack—. Esto demuestra lo importante que es para ti lo que vas a pedirme.
—Eres muy amable —repuso James—. Permíteme que bendiga la mesa.
Después de que James pronunciara el amén final, miró a Jack.
—Empieza, por favor —dijo—. Siento no disponer de mucho tiempo, como ya he dicho antes, pero debo estar en Gracie Mansion[1] a las dos.
Jack levantó la cuchara de plata más pesada que nunca había utilizado y probó la sopa. Era sublime.
—Es una buena cocinera. No se trata de la personalidad más agradable, pero es una cocinera excelente.
Jack asintió, contento de que James se hubiera recuperado de su exabrupto emocional.
—Como ya he dicho, creo que el osario resultará ser al final otra desafortunada falsificación. Digo «desafortunada» porque antes de demostrar que es una falsificación, puede causar mucho daño a la Iglesia, a sus seguidores, y a mí personalmente. El problema es que demostrar que es una falsificación no va a ser fácil, y al final puede que solo dependa de la fe.
Jack pensó en silencio que, en la ciencia, la prueba que se apoyaba sobre todo en la fe no era una prueba. De hecho, era un oxímoron.
—El mayor problema al que nos enfrentamos es que el osario ha sido descubierto por uno de los arqueólogos más prestigiosos del mundo.
—¿Te refieres a Shawn?
—Sí, me refiero a Shawn. Después de abrir la caja y echar un vistazo a la tapa del osario, Shawn señaló dos cosas. Entre todos esos rayones hay una fecha y un nombre. La fecha está en números romanos y es 815 AUC, que en el calendario gregoriano es 62 d. C.
—¿Qué coño es AUC? —preguntó Jack, y después se sonrojó—. Perdona mis tacos.
—Recuerdo que tus tacos, como tú los llamas, eran mucho más floridos en la universidad. No hace falta que te disculpes, pues soy tan inmune a ellos ahora como entonces. AUC es la abreviatura de ab urbe condita, que se refiere a la supuesta fecha de la fundación de Roma. En otras palabras, es una fecha muy apropiada para tal descubrimiento. Y cuando la fecha se combina con el nombre, da como resultado algo muy inquietante. El nombre es Maryam, escrito en caracteres arameos, que traducido al hebreo es Miriam, o María en español.
—¿Shawn está convencido de que el osario contiene los huesos de la Virgen María, la madre de Jesús?
—Exacto. Shawn es un testigo muy creíble y es capaz de demostrar que este osario no ha visto la luz del día desde la época en que fue enterrado, hace casi dos mil años. Lo encontró junto a la tumba de San Pedro. Además, el osario está sellado. Por lo que yo sé, todos los demás osarios no estaban sellados.
—¿No era María un nombre muy vulgar en aquella época? ¿Por qué cree que es el de la María que fue la madre de Jesús?
—Porque Shawn ha descubierto una carta auténtica del siglo II, la cual afirma que el osario contiene los huesos de la madre de Jesús. Fue la carta la que condujo a Shawn hasta los huesos.
Jack enarcó las cejas.
—Entiendo a qué te refieres. Pero ¿qué me dices de la carta? ¿Podría ser una falsificación?
—Aunque es un poco redundante, encontrar el osario donde dice la carta demuestra la autenticidad de esta, y viceversa. Ambos son unos descubrimientos tan extraordinarios, que tan solo ese hecho convencerá a la gente de que los huesos del osario son los de la Virgen María.
Jack pensó en el problema, al tiempo que utilizaba unas tenacillas de plata para servirse algunas de las hortalizas que estaban esperando en la mesa. Comprendía lo que James decía, pero entonces se le ocurrió otra idea.
—¿Has visto la carta?
—Sí. La vi ayer.
—¿Quién la escribió?
—Un obispo de Antioquía llamado Saturnino.
—No he oído hablar de él.
—Es una figura conocida, no muy conocida, pero fue un personaje real.
—¿A quién la escribió?
—A otro obispo, un obispo de Alejandría llamado Basílides.
—Tampoco he oído hablar de él.
—¿Sabes algo del gnosticismo?
—No puedo decir que sí. Es un tema que no suele suscitarse en el depósito de cadáveres.
—Estoy seguro —dijo James con una carcajada—. Fue una grave herejía aparecida en la Iglesia cristiana primitiva, y Basílides fue uno de los primeros líderes.
—¿Saturnino tenía algún motivo para mentir a Basílides?
—Inteligente idea —dijo James—; pero, por desgracia, no.
—¿Saturnino se arroga la responsabilidad de haber enterrado el osario?
—Desde luego.
—¿Dice cómo recibió las reliquias, o quién se las dio?
—Sí, y tú eres lo bastante listo para identificar el que considero el punto más débil de la cadena de custodia, por decirlo de alguna manera. ¿Sabes quién era Simón el Mago?
—Me has pillado otra vez. No he oído hablar nunca de él.
—Es el archivillano del Nuevo Testamento, un verdadero sinvergüenza que intentó comprar los poderes curativos de San Pedro. De él se deriva la palabra «simonía».
Jack sonrió para sus adentros cuando se dio cuenta de que Jesucristo era el proveedor más famoso de medicina alternativa, seguido de San Pedro.
—Algunos consideran a Simón el Mago uno de los primeros gnósticos —continuó James—. Y Saturnino, que era mucho más joven, le ayudó en su magia. Por lo tanto, demostrar que los huesos del osario pertenecen a la Virgen María, cosa, imposible, depende de Simón el Mago, tal vez el testigo menos fiable de la historia.
—Existe otra forma —dijo Jack—. La forma más sencilla.
—¿Cuál es? —preguntó James, ansioso.
—Pedir a un antropólogo que examine los huesos, si es que son huesos, y asegurarse de que son humanos. Si son humanos, asegurarse de que son femeninos, y si son femeninos, investigar si la mujer dio a luz o no. Sabemos que María tuvo un hijo, como mínimo.
—¿Un antropólogo puede demostrar esas cosas?
—Un sí categórico en las dos primeras cosas, si los huesos son humanos y si son femeninos. Cabe alguna duda en que sea capaz de discernir si la mujer parió o no. Si los cambios buscados se hallan presentes, la mujer tuvo hijos, y por regla general, cuanto más importante, más hijos. Sin embargo, si no aparecen, no puedes saber con certeza si la mujer tuvo un hijo, al menos.
—Fascinante —dijo James—. Sobre todo debido a la idea de que los huesos podrían ser de un hombre. Si lo son, la pesadilla habrá terminado.
—¿Has visto los huesos? —preguntó Jack.
—No. Shawn y su mujer solo estaban interesados en comprobar que el osario no se hubiera roto durante el viaje. No querían abrir el osario, puesto que está sellado con cera. Ambos están preocupados, como ya puedes imaginar, por el estado del contenido después de dos mil años, y no querían exponerlo al aire y la humedad sin contar con instalaciones de laboratorio. ¿Conoces a la mujer de Shawn?
—Es posible —dijo Jack—. La última vez que lo vi fue hace dos años, y teniendo en cuenta la velocidad con la que cambia de esposa, no sé si estoy al corriente. He visto solo dos veces a Shawn durante los catorce años que llevo en la ciudad. En ese tiempo, sé que se ha casado y divorciado dos veces, como mínimo.
—Un desvergonzado —comentó James—, pero muy propio de él. ¿Te acuerdas de cuántas novias tenía en la universidad?
—Siempre —contestó Jack—. Recuerdo un fin de semana en que aparecieron dos. Una se suponía que debía ser para el viernes por la noche, y la otra para el sábado, pero la del sábado creyó erróneamente que era para todo el fin de semana. Por suerte, pude ayudarle. Terminé saliendo con la del viernes noche, y ligamos.
—La actual esposa de Shawn se llama Sana.
—Ah, sí —dijo Jack al recordar—. La conozco. Era muy tímida y reservada. Lo único que hizo fue aferrarse a su brazo y mirarle con ojos de cordero degollado. Fue un poco embarazoso.
—Ha cambiado. Es bióloga molecular, con mucho prestigio en su campo. Ahora trabaja como científica en la facultad de medicina de la Universidad de Columbia. Creo que ha madurado desde que se conocieron. Me dio la impresión de que el matrimonio no durará mucho, teniendo en cuenta la debilidad de Shawn por las mujeres dóciles y cariñosas. Desde un punto de vista social, nunca estará satisfecho. No soy un experto, pero creo que es incapaz de ser fiel.
—Es posible —dijo Jack. Nunca había admirado el comportamiento de Shawn con las mujeres, pero jamás había hecho comentarios al respecto. Sin embargo, siempre había sido la manzana de la discordia entre James y Shawn.
—¿Cómo va tu relación con Shawn? —preguntó James.
Jack se encogió de hombros.
—Como ya he dicho, solo lo he visto dos veces desde que me trasladé a Nueva York. Fue tan amable de invitarme a cenar a su casa en esas dos ocasiones. Supongo que tendría que haberle devuelto el gesto, pero últimamente me he convertido en una especie de ermitaño.
—Algo dijiste al respecto por teléfono —dijo James—. ¿Te importa explicarte?
—No. Tal vez en otro momento —respondió Jack, que no deseaba pensar ni en su primera familia ni en la segunda—. ¿Por qué no me dices en qué puedo ayudarte? Supongo que está relacionado con la caja del sótano.
James respiró hondo para serenarse.
—Tienes razón, por supuesto —empezó James—. Está relacionado con la caja del sótano. ¿Qué crees que ocurriría si un porcentaje significativo de gente llegara a creer, aunque fuera por un momento, que el osario de abajo contiene los huesos de María, Madre de Dios?
—Supongo que mucha gente se llevaría una decepción —dijo Jack.
—Eso es mucho más diplomático de lo que yo esperaba.
—Y menos sarcástico de lo que acostumbro.
—¿Tiene que ver con el hecho de que yo sea cardenal?
—Es evidente —dijo Jack.
—Siento que pienses así. Los viejos amigos deberían comportarse tal como son.
—Tal vez si esos encuentros se convirtieran en una costumbre. De momento, ¿por qué no me cuentas qué crees que pasaría?
—Creo que sería un desastre para la Iglesia, en el momento en que menos puede permitírselo. Todavía estamos sufriendo las consecuencias del escándalo de los abusos sexuales perpetrados por sacerdotes. Ha sido una verdadera tragedia para la gente implicada, y también para la Iglesia. También lo sería para la creencia de que la Virgen María ascendió a los cielos en cuerpo y alma, tal como promulgó ex cátedra el papa Pío XII con su Munificentissimus Deus en 1950. Esta promulgación ha sido el único uso de la solemne declaración de la infalibilidad papal decretada por el Vaticano el 18 de julio de 1870. La afirmación de Shawn de que ha encontrado los huesos de la Madre de Dios amenazaría y minaría la autoridad de la Iglesia. Sería un desastre sin precedentes.
—Acepto tu palabra —dijo Jack, al ver que la cara de James se iba tiñendo de rojo cada vez más.
—Hablo muy en serio —afirmó James, temeroso de que Jack no estuviera captando el mensaje—. Como descendiente directo religioso del mismísimo San Pedro, cuando el Papa habla ex cátedra sobre fe o moral está haciendo una revelación divina, pues el Espíritu Santo actúa en el conjunto de la Iglesia como sensus fidelium.
—Vale, vale —concedió Jack—. Comprendo que si Shawn anuncia que María no ascendió a los cielos tal como la Iglesia afirmó, sería un duro golpe para la fe católica.
—Sería un golpe igual de desastroso para aquellos que veneran a María casi tanto como a Jesucristo. No tienes ni idea de la posición que ocupa entre los fieles católicos, que se iría al garete si Shawn se saliera con la suya.
—Eso también lo comprendo —dijo Jack, al intuir que James estaba un poco frenético.
—¡No puedo permitir que eso suceda! —gritó James, al tiempo que daba una palmada sobre la mesa, lo bastante fuerte para que los platos saltaran—. ¡No puedo permitir que eso suceda, por el bien de la Iglesia y por el mío!
Jack enarcó las cejas. De repente, vio a su amigo como había sido en la universidad, e intuyó que la bondad y preocupación de James por los huesos del sótano se basaba en algo más que el bienestar de la Iglesia. James también era un avezado político. Aunque Jack había dudado de sus posibilidades, James se presentó para presidente de la clase en la universidad. Jack había subestimado a James. Con su intuición de las necesidades, temores y sensibilidad de la gente, además de su habilidad para halagar, James era un político nato. También era manipulador, pragmático y astuto. Caía bien a todo el mundo, y ante el asombro de Jack y Shawn ganó la elección. Jack tenía todos los motivos para creer que estas mismas cualidades habían contribuido a que James llegara a ser cardenal.
—Un problema añadido —continuó James— es que Shawn me tiene cogido por las pelotas.
La cabeza de Jack se levantó como si le hubieran abofeteado. Tal lenguaje, en labios de un cardenal de la Iglesia católica, era de lo más inesperado. Por supuesto, lo había escuchado una y otra vez en la universidad.
Al ver la reacción de Jack, James se rió a carcajadas.
—¡Oh! ¡Lo siento! —dijo. Entonces, imitó la fórmula de Jack—. Perdona la expresión.
Jack rió, al darse cuenta de que era culpable de haber convertido a su amigo en un estereotipo. A pesar de las apariencias, era la misma persona de siempre.
—Touché —dijo, sin dejar de sonreír.
—Deja que lo exprese así —prosiguió James—. Al enviar el osario desde el Vaticano con mi nombre como remitente, esquivó las aduanas y se aprovechó de mi avaricia, pues enseguida imaginé que era un regalo de cumpleaños, Al aceptar la caja y firmar el recibo, me he convertido, si quieres, en su cómplice. Tendría que haber rechazado la caja, que habría terminado de vuelta en el Vaticano. Tal como están las cosas, y sea cual sea la magnitud del escándalo, yo estaré implicado, pues fue mi intervención lo que le permitió el acceso a la tumba de Pedro. Estoy atrapado.
—¿Por qué no llamas a los medios y confiesas que no tenías ni idea de lo que estabas aceptando?
—Porque el daño ya está hecho. Soy, como ya he dicho, cómplice. Además, Shawn acudiría a los medios y me acusaría a mí y a la Iglesia de intentar impedir que el objeto salga a la luz del día, diciendo que le habíamos negado el permiso para examinar el contenido. Eso sonaría a conspiración, y mucha gente se sentiría ansiosa por demostrar la autenticidad de la reliquia. ¡No, no puedo hacer eso! Tengo que permitir que Shawn haga lo que va a hacer, que, según él, tardará un mes, si no hay documentos, o hasta tres meses si hay documentos con los huesos, si es que hay huesos. Espero que no. Todo sería más fácil así.
—¿Suele haber documentos en los osarios? —preguntó Jack. Descubrió que su interés por el contenido del recipiente estaba aumentando.
—Por lo general, no; pero, según la carta de Saturnino a Basílides, este osario contiene la única copia conocida del Evangelio de Simón el Mago, además de los huesos.
—Debe de ser un manuscrito interesante, por lo que me has contado de ese individuo —dijo Jack—. Los malos siempre son más interesantes que los buenos.
—Me veré obligado a llevarte la contraria.
—Bien, ¿qué vas a hacer y cuál es mi papel?
—Shawn y Sana quieren mantener en secreto el osario hasta que finalicen su trabajo. He olvidado decirte que Sana alberga la intención de recoger algo de ADN.
—Supongo que es posible. Unos biólogos fueron capaces de extraer ADN del hombre de hielo, mucho más antiguo, encontrado en los Alpes en 1991. Se ha calculado que la momia contaba más de cinco mil años de antigüedad.
—Bien, con el fin de mantener a sus laboratorios en la inopia de lo que están haciendo, necesitan un lugar donde trabajar y hacerlo en secreto. Es una idea con la que estoy plenamente de acuerdo. Sugerí las nuevas instalaciones forenses de ADN del IML. Se me ocurrió porque fui a su grandiosa inauguración con el alcalde y otras autoridades de la ciudad. ¿Crees que es posible, y podrías arreglarlo?
Jack reflexionó unos instantes. El edificio había sido construido con más espacio del que se necesitaba, un raro ejemplo de previsión por parte de los planificadores municipales. Jack sabía que el jefe había apoyado otros proyectos de investigación de la Universidad de Nueva York y del hospital Bellevue, así que ¿por qué no aquel? También sería un buen ejercicio de relaciones públicas, cosa que complacería sobremanera a Bingham.
—Creo que es muy posible —dijo—. Hablaré con el jefe en cuanto vuelva al IML. ¿Es lo único que quieres que haga?
—No. Me gustaría que intentaras cambiar la opinión de Shawn y Sana sobre publicar su trabajo. Quiero que se den cuenta del daño que harían, apelando a su sensatez. Sé que Shawn es un buen hombre, aunque un poco presumido y demasiado indulgente consigo mismo.
Jack sacudió la cabeza.
—Si lo que recuerdo sobre el deseo de Shawn de fama y fortuna sigue siendo cierto, va a ser difícil. Hacerle cambiar de opinión será casi imposible. Es el tipo de historia que le sacará de las estériles revistas de arqueología y le catapultará a las páginas de Newsweek, Times y People.
—Sé que será difícil, pero debemos lograrlo. Tenemos que intentarlo.
Jack no era optimista sobre el cambio de opinión de Shawn, que imaginaba grabada en piedra, ni tampoco el de Sana.
—Hay otra cosa —añadió James—. Tanto si te prestas a colaborar como si no, debo pedirte que mantengas esto en el más absoluto secreto. No puedes decírselo a nadie, ni siquiera a tu esposa. De momento, las únicas personas que conocen la existencia del supuesto contenido del osario son los Daughtry, tú y yo. Y así ha de continuar. ¿Me das tu palabra?
—Por supuesto —respondió Jack, aunque sabía que sería difícil no contárselo a Laurie. Era una historia de lo más fascinante.
—Oh, santo Dios —dijo James tras consultar su reloj—. Debo irme al instante a Gracie Mansion.
Se levantaron, y James envolvió a Jack en un rápido abrazo. Cuando Jack le devolvió el gesto, se dio cuenta de lo rollizo que estaba su amigo. Jack juró leerle la cartilla en un momento más oportuno. Jack también percibió un leve resuello cuando James respiraba.
—¿Vas a ayudarme con este desafortunado episodio? —preguntó James, al tiempo que se encasquetaba el solideo que había dejado en la silla de la izquierda.
—Por supuesto —dijo Jack—, pero ¿me das permiso para decírselo a mi mujer? Es la discreción personificada.
James paró en seco.
—De ninguna manera —atajó, y miró a Jack a los ojos—. No conozco a tu mujer, aunque espero conocerla, pero estoy seguro de que tiene una amiga en la que confía tanto como tú en ella. Debo insistir en que no se sepa ni una palabra de esto. ¿Me lo prometes?
—Tienes mi palabra —se apresuró a contestar Jack. Se sentía traspasado por la mirada de su amigo.
—Bien —se limitó a responder James. Se volvió y salió de la habitación.
Como por arte de magia, el padre Maloney se materializó cerca del vestíbulo y entregó a su Eminencia el abrigo y una pila de mensajes telefónicos. Mientras James se ponía el abrigo, Jack dijo que su chaqueta de cuero se había quedado en el estudio. Sin decir palabra, el sacerdote desapareció con presteza.
—¿Tendré noticias tuyas pronto? —preguntó James.
—Hablaré con el jefe en cuanto llegue a la oficina del IML —le tranquilizó Jack.
—¡Excelente! Aquí tienes los números de mi móvil y de mi línea privada de la residencia —dijo James, y entregó a Jack su tarjeta—. Llámame o envíame un correo electrónico en cuanto tengas la respuesta del doctor Bingham. Si es necesario, tendré mucho gusto en hablar con él en persona.
Aferró el brazo de Jack y le dio un apretón que Jack consideró patético.
El padre Maloney regresó con la chaqueta de Jack, y se inclinó cuando este le dio las gracias.
Salieron por la puerta al cabo de un instante. Una reluciente limusina negra esperaba en la calle, y el chófer con librea tenía abierta la puerta trasera. El arzobispo subió y la puerta se cerró detrás de él. El coche se alejó hacia el tráfico de la ciudad.
Lo siguiente que oyó Jack sobre el ruido del tráfico fue el retumbar de la formidable puerta de la residencia al cerrarse, y el chasquido metálico final de sus cerrojos de latón. Jack miró hacia atrás. El padre Maloney había desaparecido. Jack devolvió la mirada a la limusina que se alejaba, y se preguntó cómo resultaría ser el arzobispo y contar con una recua de ayudantes prestos a satisfacer todas tus necesidades. Al principio se le antojó tentador, pues la vida sería más eficiente así, pero pronto se dio cuenta de que no querría sentirse responsable del bienestar emocional y espiritual de millones de personas, pues ya le costaba bastante con una.