22.08 h, martes, 2 de diciembre de 2008, Roma
(16.08 h, Nueva York)
—¡Mantén los ojos cerrados! —susurró Shawn—. ¡No los abras, pase lo que pase! Imagina que estás en una playa al sol, y nubes blancas algodonosas están surcando el cielo azul.
—Hace demasiado frío para imaginar una playa —dijo Sana con desesperación en la voz.
—Entonces, por los clavos de Cristo, imagina que estás tumbada en la nieve en Aspen, contemplando un cielo invernal tan cristalino que experimentas la sensación de poder ver las estrellas más allá de la Vía Láctea.
—No hace tanto frío.
Por un momento, Shawn no contestó. Se le estaba agotando la paciencia y las cosas que podía decir a Sana, a la que había estado consolando todo el rato que habían estado escondidos, acurrucados juntos en el túnel. Hacía casi cinco años que la conocía, y nunca había sospechado la gravedad de su claustrofobia ni el pánico que era capaz de provocar. Ella empezó a quejarse en voz alta desde el momento en que habían apagado los focos para lanzarse de cabeza al túnel, donde terminaron tendidos de costado frente a frente en un abrazo incómodo. Al principio, la había obligado a callar, pues estaba casi tan aterrorizado como ella, aunque su miedo estaba espoleado por el peligro real de ser descubiertos por los agentes de seguridad del Vaticano, no por la claustrofobia.
Por desgracia, el pánico de Sana era de tal calibre que tuvo que esforzarse por calmarla, de lo contrario los habrían descubierto. Cuando la miró a la tenue luz que se filtraba por los dos extremos del túnel, vio que estaba temblando, con la frente perlada de sudor, y sus ojos estaban abiertos de par en par.
—¡Debes calmarte! —había susurrado Shawn con violencia.
—No puedo —había gritado ella, en voz tan baja como el pánico le permitió—. No puedo quedarme aquí. Tengo que salir. ¡Me estoy volviendo loca!
Obligado a mostrarse creativo, Shawn le ordenó que cerrara los ojos y los mantuviera así. Consiguió el efecto deseado, aunque no lo esperaba. Ella se calmó de inmediato, lo bastante para quedarse callada.
—¿Cómo estás? —preguntó por fin Shawn.
Aunque ella no contestó, Shawn estaba más animado. No había abierto los ojos ni proferido quejas sobre su pánico desde hacía varios minutos, lo cual proporcionó a Shawn un momento para serenarse. Cuando las luces se habían encendido de repente veinte minutos antes, también había sido presa del pánico, y había salido corriendo desde dentro del túnel hasta la zona situada bajo la tarima de cristal. Sabía que debía colocar en su sitio el pesado panel de cristal que había dejado apoyado contra la pared. No cabía duda de que, si veían el panel abierto, los habrían descubierto.
Minutos después de haber colocado el panel en su sitio y regresado al túnel, habían oído voces de gente que llegaba y subía a la tarima de cristal mientras conversaba.
Mientras Sana intentaba controlar su ataque de pánico, Shawn tuvo que lidiar con su propio temor de que Sana y él hubieran dejado parte de su equipo a la vista a través de la tarima de cristal. Durante los diez minutos que los miembros de seguridad estuvieron en la zona, Shawn había temido que los descubrieran.
Se preguntó qué habría atraído a los agentes de seguridad. Nunca lo sabría con certeza, pero admitió que Sana había sido muy clarividente. Tenía que haber sido el ruido metálico del martillo contra el cincel, que el durisol y el mármol habían transmitido hasta la basílica.
—¿Puedo abrir los ojos ya? —preguntó Sana de repente, rompiendo el pesado silencio que reinaba en el angosto túnel.
—¡No, mantenlos cerrados! —replicó Shawn. Lidiar de nuevo con la claustrofobia de Sana era algo que no necesitaba en aquel momento.
—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos así? —preguntó Sana con voz trémula. Por lo visto, seguía luchando contra sus temores, pero antes de que Shawn pudiera contestar, las luces de la necrópolis se apagaron y los sumieron en la oscuridad más absoluta.
—¿Se han apagado las luces? —preguntó Sana nerviosa, pero también con una pizca de alivio.
—Sí —contestó Shawn—, pero mantén los ojos cerrados hasta que enciendas tu foco.
Empezó a arrastrarse hacia atrás en un intento de salir del túnel. Cuando estuvo fuera, conectó su foco. Sana se reunió con él un momento después, y también encendió el de ella.
Al principio, se miraron unos segundos. Aunque Shawn estaba preocupado por si se reproducía la reacción de pánico de Sana, cuando abrió los ojos no pasó nada. Salir del estrecho túnel había aportado alivio suficiente para mantener bajo control su claustrofobia.
—Recuérdame que no vuelva a llevarte a ninguna excavación —dijo Shawn irritado, como si culpara a Sana del susto.
—¡Recuérdame que no vaya nunca! —replicó Sana.
Continuaron mirándose unos instantes más, los dos jadeando como si hubieran corrido cien metros en lugar de haber estado inmóviles durante media hora.
—Larguémonos de aquí —dijo Sana—. Hasta el momento esta ha sido una de mis experiencias menos favoritas. ¡Entra ahí y coge el maldito osario!
Lo último que deseaba Shawn era que Sana le diera órdenes después de haber tenido que sujetar su mano, al menos de manera figurada, durante toda la odisea. Tener que aguantar sus temores había sido peor que el miedo a ser descubiertos.
—Voy a coger el osario porque es lo que quiero hacer —replicó Shawn—, no porque tú me lo ordenes.
Agarró el cincel y el cubo, y volvió a introducirse en el túnel.
Sana oyó que rascaba la tierra alrededor del osario, pero por desgracia no tenía nada que hacer y su mente volvió a obsesionarse con la situación. Ahora que el panel de cristal estaba encajado en su sitio, se encontraba a merced de Shawn, como si estuviera encarcelada. En consecuencia, su pánico y angustia amenazaban con regresar.
—¡Shawn! —llamó Sana por encima de los ruidos y gruñidos procedentes del túnel—. Necesito que volvamos para levantar el panel de cristal.
—Hazlo tú misma —replicó Shawn, junto con algo más que Sana no oyó pero imaginó.
Como sabía que no podía levantar sola el panel de cristal, y que Shawn también lo sabía, se enfureció, pero había en ello un aspecto positivo: no tardó en darse cuenta de que su ira tranquilizaba su claustrofobia. Cuanto más furiosa estaba con Shawn, menos angustiada se sentía por estar en un espacio angosto. Al recordar que cerrar los ojos le había ido muy bien para calmar el pánico en el túnel, volvió a hacerlo.
—voilâ —gritó Shawn desde dentro del túnel—. ¡Se ha soltado! ¡Está saliendo!
Como si despertara de un trance hipnótico, los ojos de Sana se abrieron. Por lo que ella sabía, era posible que Shawn estuviera hablando de ella. La liberación del osario sería su propia liberación, pues significaba que no tardarían en marcharse. Olvidó por completo su fobia, avanzó a gatas hacia la boca del túnel y vio que Shawn extraía el osario de piedra del nicho de la pared.
—¿Pesa?
—Bastante —dijo Shawn con un gruñido, al tiempo que dejaba el recipiente de piedra caliza sobre el suelo del túnel. Lo sacó a empujones y salió.
Shawn se acuclilló de rodillas y miró con avaricia el osario que había entré ellos. La pareja olvidó al instante su irritación. Shawn extendió con reverencia su mano enguantada y sacudió la tierra que todavía cubría la parte superior. Por un momento, se sintió abrumado ante la posibilidad de que tal vez contuviera las reliquias de una de las personas más veneradas de la historia. La superficie estaba cubierta de lo que parecían rayones indescifrables. Una vez descubrió el sentido, todas las piezas encajaron en su sitio.
—Esperaba ver un nombre —dijo Sana, decepcionada.
—¡Hay un nombre! —exclamó Shawn—. ¡Y una fecha!
Dio la vuelta al osario para que Sana viera lo que él había estado estudiando. Ella los examinó, y solo reconoció los números romanos de una fecha: DCCCXV, que supuso sería 815. Levantó poco a poco los ojos hacia Shawn. Pensaba que su esfuerzo no había servido de nada.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡El maldito trasto es de la Edad Media!
Shawn sonrió con astucia.
—¿Estás segura? —preguntó en tono burlón.
Confusa, Sana volvió a mirar los números romanos y los tradujo de nuevo. Le seguía saliendo 815. Tendría que convencer a Shawn de que habían fracasado. Tal como ella había dicho, el trasto procedía de la Edad Media.
Entonces, Shawn señaló los números romanos.
—¿Ves las letras en latín que siguen a los números romanos?
Sana volvió a mirar la fecha. Después de escudriñar el laberinto de rayones, aparecieron tres letras.
—Sí, las veo. Parece algo así como AUC.
—Es exactamente AUC —dijo Shawn en tono triunfal—. Significa ab urbe condita, que se refiere a la supuesta fundación de Roma en 753 a. C., según el calendario gregoriano, que no fue introducido hasta 1582 d. C.
—Estoy confusa —admitió Sana.
—Enseguida lo entenderás. Los romanos no utilizaban a. C. ni d. C. Utilizaban AUC. Para convertir el antiguo calendario romano a nuestro gregoriano, has de restar setecientos cincuenta y tres años.
Sana restó mentalmente.
—Entonces, la fecha es 62 d. C.
—Correcto. Deduzco que Simón el Mago creía que la Virgen María murió en 62 d. C.
—Supongo que es una posibilidad razonable —dijo Sana, al tiempo que asentía y pensaba en su catecismo.
—Yo diría que sí —continuó Shawn—. Suponiendo que María tuviera su primogénito, Jesús, en 4 a. C., y que contara unos quince años de edad, habría muerto a los ochenta y cuatro años, aproximadamente. Una vida demasiado longeva para el siglo I, pero es posible. Mira, también hay un nombre.
—Yo no veo ninguno —dijo Sana, al tiempo que desviaba la vista hacia el batiburrillo de rayones que rodeaban la fecha.
—Aquí. Está en arameo, justo encima de los números romanos.
—La verdad es que no veo ninguna letra.
—Te las dibujaré cuando volvamos al hotel.
—¡Fantástico! Pero ¿cuál es el nombre?
—Maryam.
—¡Santo Dios! —susurró Sana. Por lo visto, algo que nunca había creído posible estaba sucediendo.
—Una elección de palabras muy adecuada —dijo alborozado Shawn—. Vamos al hotel con este trasto para celebrarlo.
Trasladó poco a poco el recipiente hacia la zona situada bajo la tarima de cristal. Era difícil porque no podía andar erguido.
—¿Y las herramientas y los cubos? —preguntó Sana—. Si los cargo, no podré ayudarte a transportar el osario.
Shawn se rascó la cabeiza y asintió. El osario pesaría entre quince y veinte kilos, un peso con el que podría cargar, pero necesitaría descansar, sobre todo cuando subiera los múltiples tramos de escaleras.
—Lo sé —repuso—. Vamos a dejar que algún futuro arqueólogo encuentre algo. Lo enterraremos todo, excepto nuestros cascos, en el antiguo emplazamiento del osario. Al fin y al cabo, hemos de deshacernos de la tierra.
—Buena idea —dijo Sana, pero cuando Shawn empezó a alejarse a gatas hacia el túnel, le agarró del brazo para detenerlo—. Antes de que lo hagas, ¿puedo pedirte un gran favor?
—¿Qué? —preguntó Shawn. Pese a su aparente éxito, no estaba de humor para ser generoso.
—¿Podemos subir el panel de cristal? Conseguirá que me sienta menos asustada. Después, mientras tú entierras las herramientas, yo dejaré el osario en el rincón, debajo del panel de acceso.
Shawn paseó la vista entre el túnel y el osario. Incluso consultó un momento su reloj, pues sabía que debían estar fuera de los Scavi a las once.
—De acuerdo —dijo, como si hiciera una gran concesión. Pocos minutos después, se hallaba de vuelta en el túnel para enterrar su equipo en el agujero donde había estado el osario, a base de recoger tierra con las manos y allanarla. No consiguió devolver por completo la pared del túnel a su estado original, pero hizo lo que pudo, y cuando terminó, tenía mejor aspecto de lo que esperaba.
Después de alisar, el suelo de tierra y asegurarse de que no había dejado nada a la vista, retrocedió a toda prisa hacia donde Sana le estaba esperando, en el extremo de la tarima de cristal. Trabajando en equipo, levantaron el osario hasta la altura del pecho de Shawn, y después lo dejaron sobre la superficie de la tarima.
Con muchos esfuerzos, recorrieron el largo trayecto a través de la necrópolis hasta la salida, y se detuvieron en repetidas ocasiones para recuperar el aliento, mientras Shawn insistía en continuar adelante. En una de sus paradas, cerca de la puerta de entrada de la necrópolis, Sana dijo:
—¿Sabes qué es lo que más me emociona?
—¡Dímelo! —contestó Shawn, mientras se masajeaba los músculos doloridos de los brazos.
—El hecho de que la tapa del osario continúe sellada.
Shawn se agachó y miró.
—Creo que tienes razón.
—Si hubieran sellado el recipiente en Qumran, y Qumran fuera tan seco como dices, creo que tenemos bastantes probabilidades de encontrar algo de ADN mitocondrial del siglo I.
—Y una muestra de ADN bastante especial. Vamos a llevar esta cosa al maletero del coche.
El último tramo del recorrido fue el más angustioso. Como eran casi las once, existía un riesgo pequeño pero real de toparse con guardias de seguridad entre la oficina de los Scavi y la piazza dei Protomartiri Romani, donde esperaba el coche. Por suerte, eso no ocurrió. Una vez en el exterior, Shawn cargó con el osario para que Sana pudiera sostener el paraguas. Ella no quería correr el peligro de que el exterior del osario se mojara.
Con la reliquia a salvo en el maletero del coche, la preocupación no los abandonó mientras se dirigían hacia los puestos de la Guardia Suiza bajo el Arco delle Campane. Pero la preocupación era innecesaria. Tal vez debido a la lluvia, los guardias ni siquiera salieron de sus puestos cuando Shawn y Sana pasaron de largo, en dirección a la ciudad oscura y mojada.
—Bien, ha sido fácil —dijo Shawn, mientras se reclinaba en su asiento. Sana llevaba puesto el casco de construcción con el foco iluminado. Sobre su regazo descansaba un plano de la ciudad con el que esperaba guiarlos de vuelta al hotel.
—Yo no me atrevería a decir que ha sido fácil —puntualizó Sana, sin darse cuenta de que Shawn bromeaba. Se estremeció al recordar su ataque de pánico. Nunca había experimentado tanta angustia.
—Solo me arrepiento de haberme dejado convencer de abandonar el martillo y el cincel —añadió Shawn, perseverando en su intento humorístico. Sabía muy bien que había sido idea de él abandonar las herramientas.
Sana miró la silueta de su marido y lanzó chispas, pues no se había dado cuenta de que intentaba ser gracioso. ¿Cómo podía ser tan insensible?, se maravilló. ¿Por qué corría el riesgo de herir sus sentimientos así? Era absurdo, sobre todo porque habían encontrado lo que buscaban y habían conseguido apoderarse de ello ante las narices de todo el mundo.
—Sería muy útil abrir el osario.
La irritación de Sana con Shawn se convirtió en preocupación acerca de sus intenciones.
—¿Cuándo piensas abrirlo? —preguntó, temerosa de su respuesta.
—No lo sé con exactitud —contestó Shawn. Miró a su mujer, sorprendido por su tono y el hecho de que le estuviera mirando tan fijamente—. Antes me gustaría tomar una copa, pero quiero saber si contiene documentos, y cuanto antes mejor.
Sana no rió, ni siquiera intentó sonreír, de lo que percibió como un débil intento de ser gracioso. No era divertido abrir el osario antes de tiempo. De hecho, tenía miedo de que la impaciencia de Shawn pusiera en peligro su interés en el osario.
—¿A qué viene esa cara tan larga? —preguntó él, mientras se protegía los ojos del foco de Sana.
—No puedes abrir el osario hasta que yo pueda estabilizar las reliquias con métodos biológicos —soltó Sana, al tiempo que apagaba el foco y tiraba el casco en el asiento trasero—. De lo contrario, correríamos el riesgo de disminuir las posibilidades de aislar algo de ADN mitocondrial.
—¿De veras? —preguntó Shawn con sorna. Le asombraba que su esposa fuera capaz de pensar que podía imponerle su voluntad, teniendo en cuenta que era su primer hallazgo arqueológico—. ¡Voy a abrir el maldito osario esta noche! Ya nos preocuparemos de tu ADN cuando llegue el momento.
—Serías capaz de tirar piedras sobre tu propio tejado —replicó Sana—. Tu impaciencia podría costarnos muy cara. Recuerda que este trasto ha estado sellado durante casi dos mil años. Si contiene documentos, será mejor que estés preparado para conservarlos de inmediato, de lo contrario podrías perderlos, junto con el material biológico.
—De acuerdo, puede que tengas razón —admitió Shawn de mala gana—, al menos en lo tocante a los documentos. Pero, a excepción de un vago interés científico, ¿de qué serviría conocer la secuencia del ADN mitocondrial de la Virgen María?
—No estoy segura de qué contestar a eso. Podríamos rastrear su genealogía hasta muy atrás, porque ya nos encontraríamos dos mil años atrás antes de empezar. Pero lo más importante, debido a que el ADN mitocondrial solo se hereda de la madre, sin que se produzcan nuevas combinaciones, al final serás el responsable de averiguar la secuencia del ADN mitocondrial de Jesucristo.
—¡Vaya! —dijo Shawn, boquiabierto.
—¡Vaya! —coreó Sana—. Te incluirían en ese selecto grupo de científicos que han hecho extraordinarias contribuciones al conocimiento, más que cualquier documento.
—Dios mío —dijo Shawn, imaginando los elogios.
—¿Me das tu palabra de que no abriremos el osario hasta llegar a Nueva York? Solo tendrás que esperar unos días.
—Te doy mi palabra.
Sana respiró hondo y expulsó el aire. Se sentía aliviada. También estaba algo avergonzada por caer tan bajo, hasta el punto de manipular a Shawn con su propia vanidad. Con todo, no estaba lo bastante avergonzada para admitirlo. Se hallaba concentrada en maximizar las probabilidades de aislar el ADN de María, porque ella, como bióloga molecular, antes que Shawn, como arqueólogo, recibiría al final el mérito de haber descifrado la secuencia del ADN mitocondrial de Jesucristo.