20.15 h, martes, 2 de diciembre de 2008, Roma
(14.15 h, Nueva York)
El destello de cien millones de voltios de electricidad fue lo primero, seguido por un siseo chisporroteante cuando hendió el aire húmedo y descargó sobre el antiguo obelisco egipcio que se alzaba en el centro de la piazza de San Pedro. Un parpadeo después llegó el retumbar del trueno, que sacudió literalmente el Fiat.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Sana, antes de que su mente le revelara lo que era.
—Rayos y truenos —dijo Shawn con desdén, aunque se había sobresaltado casi tanto como su esposa. Nunca había visto un rayo tan cerca—. ¡Cálmate, por el amor de Dios! Estás descontrolada.
Sana asintió mientras miraba por la ventanilla del coche alquilado. En la oscuridad había montones de transeúntes camino de casa, inclinados contra el viento y utilizando los paraguas como escudos contra la lluvia casi horizontal.
—No puedo evitarlo. ¿Estás seguro de que vamos a hacer esto? —preguntó—. O sea, vamos a entrar a escondidas en un antiguo cementerio romano, en una noche de lluvia, para robar un osario. Parece más bien el guión de una película de terror que algo correcto. ¿Y si nos cogen?
Shawn tamborileó con los dedos sobre el volante, irritado. Él también estaba tenso, y las ideas de Sana solo conseguían aumentar su angustia.
—No nos van a coger —replicó. No quería escuchar nada negativo. Estaba a punto de llevar a cabo su descubrimiento más espectacular, siempre que Sana colaborara.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Trabajé durante meses ahí abajo, y a menos que fuera acompañado de gente, nunca vi ni un alma.
—Estabas utilizando lápiz, papel y fotografías. Nosotros vamos a utilizar una taladradora, martillo y cincel. Tal como sugeriste, ¿y si alguien nos oye en la basílica?
—La basílica está cerrada a cal y canto de noche —escupió Shawn—. Escucha, no me hagas esto. Ya has aceptado el plan. Es el momento adecuado. Tenemos las herramientas. Sabemos dónde hay que buscar. Y utilizando la taladradora para encontrar el osario de piedra, saldremos dentro de un par de horas. Si quieres preocuparte por algo, preocúpate de sacar el osario de la necrópolis y meterlo en el maletero del coche.
—Lo dices como si fuera muy fácil —comentó Sana. Miró a través del parabrisas la piazza de San Pedro, con las columnas curvas y elípticas de Bernini desfilando a cada lado.
—Te digo que será fácil —contestó Shawn con aparente convicción, aunque los recelos de Sana estaban despertando los de él. En realidad, sabía que existían muchas probabilidades de que las cosas salieran mal. Pese a lo que acababa de decir, era consciente de que podían sorprenderlos. Un problema más probable era que no encontraran el osario. En tal caso, tendría que hablar a las autoridades de la carta de Saturnino y compartir el prestigio si al final encontraban el osario. Por supuesto, eso solo sucedería si el Papa permitía llevar a cabo la búsqueda, algo poco probable, puesto que el descubrimiento del osario pondría en cuestión el dogma de la Iglesia y la infalibilidad del Papa.
—De acuerdo —dijo Sana de repente—. Si vamos a hacerlo, hagámoslo y terminemos de una vez por todas. ¿Por qué seguimos sentados aquí?
—Ya te lo he dicho. Hemos llegado antes de lo que pensaba. La última ronda de los guardias de seguridad en la basílica es a las ocho. Quiero concederles mucho tiempo para terminar y cerrar el recinto.
Sana consultó su reloj. Eran casi las ocho y media.
—¿Y si descubren que falta algo, como la Pietà?
Shawn se volvió para estudiar el perfil de su esposa en la oscuridad. Confiaba en que estuviera bromeando, pero no lo creía. Estaba mirando por las ventanillas del coche como una especie de presa hiperalerta a punto de ser devorada.
—¿Hablas en serio?
—No lo sé —admitió Sana—. Estoy nerviosa y agotada. O sea, hoy hemos viajado desde Egipto. Puede que eso haya sido fácil para ti, pero no para mí.
—No me extraña que estés nerviosa. Yo también lo estoy, joder. Es normal estar un poco nervioso.
—¿Y si me da claustrofobia?
—Haremos lo posible para que no sea así. No te obligaré a entrar en el túnel. Tampoco creo que haya sitio para ti.
Sana miró a su marido a través de la tenue luz del interior del coche. Los faros de la multitud de vehículos que pasaban iluminaban de manera intermitente su rostro.
—¿Estás seguro de que no me vas a necesitar en el túnel?
—Si bajamos y no quieres entrar en el túnel, ya nos las arreglaremos. Pensemos en positivo. ¿Puedo contar contigo?
—Supongo —dijo Sana, con muy poca confianza.
A las nueve menos cuarto, Shawn puso en marcha el coche y se alejó del bordillo. Tuvo que esforzarse por ver, debido a los limpiaparabrisas que pugnaban contra la lluvia. El tráfico que entraba en la piazza los adelantó a toda velocidad. Al entrar en la piazza de San Pedro, siguió en paralelo a la Columnata de Bernini hacia el Arco delle Campane.
—Si la Guardia Suiza pregunta por qué no llevas tarjeta de identificación del Vaticano, déjame hablar a mí —dijo Shawn.
Los dos puestos marrón oscuro de la guardia aparecieron entre la niebla. Los guardias salieron, con impermeables oscuros sobre sus uniformes negros y naranja. No parecían complacidos por estar de guardia en semejante noche. Shawn bajó la ventanilla cuando llegó ante las casetas y paró. Algunas gotas entraron de inmediato por el hueco y bailaron en el aire remolineante.
—Buenas noches, caballeros —dijo Shawn, con un esfuerzo por disimular su nerviosismo. Tal como había esperado, el turno había cambiado. Eran guardias diferentes.
Como había sucedido por la tarde, el guardia tomó la tarjeta de identificación de Shawn sin decir palabra. La examinó con una linterna y comparó la foto con el rostro de Shawn.
—¿Adónde van? —preguntó mientras se la devolvía.
—A la necrópolis —dijo Shawn, mientras entregaba su permiso de acceso—. Vamos a hacer un pequeño trabajo de mantenimiento.
El guardia suizo estudió el permiso y luego se lo devolvió.
—Abra el maletero —ordenó, mientras desaparecía hacia la parte posterior del coche.
Sana se revolvió incómoda en el asiento cuando el segundo guardia suizo dirigió el rayo de la linterna a su cara. Antes de eso, había utilizado la linterna y un espejo sujeto al extremo de un palo largo para inspeccionar la parte inferior del coche en busca de artefactos explosivos.
Shawn oyó que el maletero se cerraba, y un momento después el guardia regresó a la ventanilla bajada de Shawn.
—¿Para qué son las herramientas? —preguntó.
—Para el trabajo de mantenimiento —contestó Shawn.
—¿Van a entrar por la oficina de los Scavi? —Sí.
—¿He de llamar a seguridad para que les abran?
—No es necesario. Tengo llaves.
—De acuerdo —dijo el guardia—. Un momento.
Volvió al diminuto puesto para buscar un permiso de aparcamiento. Un momento después, estaba detrás del coche para copiar el número de la matrícula, antes de regresar a la ventanilla bajada. Tiró el permiso sobre el salpicadero.
—Aparquen allí delante, en la piazza Protomartiri, y dejen el permiso de aparcamiento visible sobre el salpicadero.
Se despidió con un saludo militar.
—Uf —dijo Sana cuando se alejaron—. Tenía miedo de que fueran a detenernos cuando han abierto el maletero y han visto las herramientas.
—Yo también. Durante los meses que trabajé aquí, nunca me dedicaron ese tipo de atención. Han reforzado las medidas de seguridad.
Shawn aparcó donde le habían dicho, pero lo más cerca posible de la oficina de los Scavi.
—Yo cogeré las herramientas. Tú ve a refugiarte en el pórtico. No quiero que te mojes como esta tarde.
—¿Te las podrás arreglar? —preguntó Sana mientras sacaba un paraguas del asiento trasero.
Shawn aferró su brazo.
—La cuestión es si tú podrás.
—Me siento mejor ahora que cuando hemos llegado.
Sana estaba a punto de bajar del coche, cuando Shawn aumentó la presión.
—Espera que pasen esos coches —dijo.
Sara se volvió y vio una hilera de coches que se acercaban a ellos en la oscuridad. Pasaron de largo sobre los resbaladizos adoquines, sembrados de charcos, y arrojaron un torrente de agua contra el Fiat. Shawn y Sana siguieron con la mirada las luces traseras rojas que se alejaban y atravesaban el Arco delle Campane sin aminorar la velocidad.
—Debía de ser uno de los peces gordos, tal vez incluso el pez más gordo —comentó Shawn.
—Gracias por no dejarme abrir la puerta —dijo Sana—. Me habrían duchado.
Pocos minutos después se encontraban en el interior de la oficina a oscuras de los Scavi. Shawn había cargado con dos cubos llenos de herramientas y demás parafernalia. Ahora que estaba tan cerca, su nerviosismo y angustia habían aumentado varios grados.
—¿Qué debo hacer con el paraguas? —preguntó Sana con inocencia.
—¡Joder! —estalló Shawn—. ¿Tengo que decírtelo todo?
Había perdido la paciencia. Primero, amenazaba con no seguir su plan, y ahora, hacía preguntas estúpidas.
—No hace falta que me hables así. Es una pregunta razonable. Si lo dejamos aquí, puede que venga alguien y sospeche que un intruso ha bajado a las excavaciones.
—¿Por qué demonios llegaría alguien a la conclusión de que un intruso ha bajado a las excavaciones? ¿Por el hecho de que se hayan dejado un paraguas en las oficinas de los Scavi? Eso es ridículo.
—¡Vale! —replicó Sana. Extendió el brazo y dejó caer al suelo el paraguas del hotel Hassler. Pensó que la preocupación de Shawn por sus sentimientos había descendido a un nuevo nivel.
Shawn se sentía igualmente descontento. Durante el último año, a medida que la carrera de ella progresaba, en un momento dado se comportaba como una revoltosa independiente y se dejaba el pelo muy corto en contra de los deseos de Shawn, y al instante siguiente se mostraba irascible como una niña pequeña y tiraba el paraguas al suelo.
Durante varios segundos se fulminaron mutuamente con la mirada. Sana fue la primera en ceder.
—Nos estamos portando como unos idiotas —dijo. Recogió el paraguas y lo apoyó contra un banco de madera.
—Tienes razón. Lo siento —se disculpó Shawn, pero sin mucha convicción—. Estoy tenso porque tenía miedo de que no fueras a acceder a esto, que es de vital importancia para mí.
En la mente de Sana, el beneficio obtenido de la tibia disculpa de Shawn se derritió como una bola de nieve en los trópicos.
En lugar de aceptar la responsabilidad de su comportamiento, la culpaba a ella. En otras palabras, la razón de que él la hubiera ofendido era culpa de ella, no de él.
—Acabemos de una vez —dijo Sana. En aquel momento, lo último que deseaba era enzarzarse en una discusión. Lo que le apetecía de veras era volver al hotel y acostarse.
—Así me gusta.
Cada uno cogió un cubo y atravesaron la puerta de cristal de la oficina. El pasillo que había al otro lado estaba iluminado tan solo por una serie de luces nocturnas de baja intensidad situadas en los rodapiés de mármol.
Cuando llegaron al tramo de escaleras que descendía a la entrada de la necrópolis, Shawn hizo una pausa para mirar el pasillo que conducía a la cripta. No vio a nadie.
—Muy bien —dijo—. Vamos a ello.
Bajaron las escaleras. Al final, Shawn abrió la rejilla con la llave correspondiente, dejó pasar a Sana, entró y cerró la barrera metálica a su espalda.
Sin más iluminación que la de las luces nocturnas del pasillo de arriba, la pareja se colocó de inmediato los cascos de construcción y encendió los focos.
—No está mal —comentó Sana, mientras utilizaba el foco para mirar el estrecho pasadizo de piedra, y después la sólida puerta a prueba de humedad de la necrópolis. Tan solo un momento antes, había experimentado una leve claustrofobia. El foco lo cambiaba todo.
—Coge esto con una mano y el cubo con la otra —dijo Shawn, después de encender una linterna.
—Creo que con el foco no será necesario.
—Cógelo —insistió él.
Shawn se adelantó y empezó a bajar hacia la puerta. A cada paso que daba aumentaba su nerviosismo. No podía evitar sentirse optimista. Estaba convencido de que el osario estaría donde Saturnino lo había ubicado hacía casi dos mil años.
Después de abrir la puerta, se apartó de nuevo para dejar que Sana le precediera. Después de volver a cerrarla, adelantó a su mujer para bajar a toda prisa hacia el nivel del cementerio de la era romana. Estaba a punto de desviarse al oeste, cuando intuyó que Sana no estaba detrás de él.
—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó cuando miró hacia atrás y vio que bajaba poco a poco, mientras el foco y la linterna describían arcos erráticos.
—Esto no me gusta —dijo Sana.
—¿Qué es lo que no te gusta? —preguntó Shawn—. ¿Qué coño pasa ahora? —masculló.
Solo acababan de empezar, y ya estaba descubriendo que su mujer era un estorbo cada vez más frustrante. Por un momento, pensó en pedirle que esperara en el coche, pero después recordó que la necesitaba. Lo que había planeado era un trabajo para dos personas.
—Parece que mis luces no llegan al techo. Me produce una sensación extraña.
—El cielo está oscurecido a propósito para que los visitantes no vean los soportes de acero. Sirve para crear ambiente.
—¿Es por eso? —preguntó Sana. Llegó al nivel del cementerio antiguo y dejó que sus luces resbalaran sobre las entradas sombrías de los mausoleos.
Shawn puso los ojos en blanco.
—Este lugar es todavía más siniestro de noche que de día —comentó Sana.
—Porque las putas luces están apagadas, joder —gruñó Shawn.
—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Sana desesperada.
—¿Qué ruido? —preguntó Shawn con idéntica preocupación.
Durante unos momentos de pánico, se esforzaron por percibir el sonido, cualquier sonido. El silencio era ensordecedor.
—Yo no he oído nada —dijo Shawn al fin—. ¿Tú qué has oído?
—Me ha parecido que era una voz aguda.
—¡Santo Dios! Ahora te pones a imaginar cosas.
—¿Estás seguro?
—Lo estoy, pero no estoy convencido de que puedas hacer esto. Nos encontramos muy cerca.
—Si estás seguro de que no he oído nada, acabemos de una vez y salgamos de aquí.
—¿Puedes calmarte?
—Lo intentaré.
—De acuerdo, vamos, pero no te alejes.
Shawn la guió en dirección oeste, hacia la tumba de Pedro. Sana le seguía a un paso de distancia, y evitaba mirar los mausoleos cuando pasaba ante sus entradas oscuras y lóbregas.
De pronto, Shawn se detuvo y Sana tropezó con él.
—Lo siento —dijo Sana—. Avísame cuando te pares.
—Intentaré recordarlo —dijo Shawn, mientras indicaba a la izquierda con su linterna—. Ahí está el sarcófago romano que te he enseñado esta tarde. En él meteremos los cascotes de la excavación. ¿Crees que podrás traerlos hasta aquí mientras yo cavo?
—¿Sola?
Shawn contó en silencio hasta diez.
—Si yo estoy cavando, pues claro que lo harás sola —dijo impaciente.
—Ya veremos —respondió Sana.
La idea de vagar por la necrópolis sola era desalentadora, y muy poco atrayente. Solo podía confiar en adaptarse.
Shawn se mordió la lengua. Continuó adelante y rodeó el extremo sur de la pared roja. Pese a la subida, Sana le seguía de cerca. Unos momentos después, se encontraban en la cámara grande del lado este del complejo de la tumba de Pedro, cerca del monumento llamado el Tropaion de Pedro. Shawn apuntó la linterna a través de uno de los numerosos cristales de la tarima, la cual había sido construida para permitir que los turistas modernos pudieran ver el interior de la tumba.
—Casi hemos llegado —comentó Shawn con voz emocionada—. Pronto estaremos en el nivel del suelo de la tumba de Pedro.
—Te creo a pies juntillas —dijo Sana con presteza—. Acabemos de una vez.
Levantar el panel de cristal de dos centímetros de grosor de la esquina más alejada, que permitía acceder al nivel inferior, requirió un trabajo más considerable del que Sana esperaba. Después de muchos esfuerzos, dejaron el panel apoyado contra la pared.
—Yo iré primero —dijo Shawn. Sana asintió. Descender bajo el nivel de la tarima de cristal era la parte que menos le apetecía, y si iba a tener problemas de claustrofobia, empezarían allí.
Shawn se ajustó los protectores a las rodillas y se enfundó los guantes de trabajo, al tiempo que aconsejaba a Sana hacer lo mismo. A partir de aquel momento tendrían que ir a cuatro patas, pues la altura desde el suelo excavado hasta la tarima de cristal no permitía a ninguno de los dos caminar erguidos. Sentado en el borde de la tarima con los pies colgando en el espacio, Shawn avanzó hacia delante poco a poco, y luego se quedó de pie sobre el suelo de tierra. Después de que se agachara y apartara de la abertura, Sana imitó sus movimientos, y pronto estuvieron reptando, empujando sus respectivos cubos delante de ellos.
El suelo era tal como lo había descrito Shawn, una especie de tierra arcillosa comprimida mezclada con grava. Aunque Sana se sentía cada vez más angustiada a medida que iban alejándose de la abertura, una cosa la alentaba. La tierra, al contrario que otras zonas de la necrópolis, estaba muy reseca, lo cual sugería que el osario, si lo encontraban, también lo estaría.
Después de avanzar en diagonal bajo la tarima de cristal, llegaron a la sección del espacio excavado que se extendía bajo el nivel de arriba. Ahora, el techo era como el durisol del suelo. Sana observó que no había soportes y dejó de arrastrarse, al tiempo que miraba el techo con desconfianza.
Shawn continuó hacia delante unos tres metros más y se detuvo para apuntar la linterna al túnel de su izquierda.
—Es aquí —dijo. Se volvió y vio que Sana se había detenido a unos dos metros y medio de distancia. Le indicó por señas que le siguiera. Quería enseñarle dónde creía que se encontraba el osario.
—¿Es seguro? —preguntó Sana, al tiempo que miraba el techo.
—Totalmente —contestó Shawn, siguiendo su mirada—. En este nivel, la tierra es como cemento. ¡Confía en mí! Has llegado hasta aquí. Quiero enseñarte dónde cavaremos.
Sana avanzó a regañadientes y se encontró mirando un angosto túnel de un metro veinte de ancho, uno de altura y metro y medio de profundidad. En la boca y el final del túnel había soportes de madera vulgar, consistentes cada uno en dos recias vigas verticales y una viga transversal, que formaban un soporte de puntales.
—¿Por qué hay soportes allí y aquí no? —preguntó Sana. No podía evitar preocuparse por el hecho de que nada sujetara el techo del lugar donde Shawn y ella estaban acuclillados.
—El primer soporte que hay aquí en el borde es el que sostiene la pared de los graffiti, mientras que el de dentro sostiene el muro de contención de la bóveda de la tumba de Pedro. El espacio que se encuentra más allá del soporte de puntales interior corresponde a la tumba. Si quieres entrar reptando, verás un nicho con muescas en la base de la pared roja, si miras a la derecha. En él se encontraron los huesos que el Papa afirmó pertenecían a San Pedro, los que guardan en el nivel de arriba en cajas de plexiglás.
—Creo que paso —dijo Sana.
La idea de reptar sobre el estómago a través del túnel para entrar en la tumba de Pedro le produjo escalofríos y despertó el temor a la claustrofobia que había intentado reprimir. Tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no salir huyendo a la zona situada bajo la tarima de cristal, y después por la abertura hasta la galería de arriba.
—Deja que te enseñe otra cosa —dijo Shawn, mientras se internaba en el túnel, y después rodaba sobre su espalda. Apuntó la linterna al techo y dio un golpecito en él entre los dos soportes de puntales—. El osario estará aquí, si no fue descubierto por accidente cuando erigieron la pared roja, o bien la pared de los graffiti. Dame la taladradora y las gafas. Voy a ver si establezco contacto con la piedra.
Sana se concentró en las peticiones de Shawn para evitar pensar en toda la masa de la basílica de San Pedro acumulada encima de ella.
—Si no te importa —dijo, cuando Shawn ya estaba preparado para empezar—, voy a desplazarme hasta la zona más abierta que hay debajo de la tarima de cristal. Aquí me cuesta respirar.
—Haz lo que quieras —respondió Shawn distraído.
La perspectiva de volver a la arqueología de campo le emocionaba. Después de dejar el balde al lado de su cuerpo, probó la taladradora. Su zumbido se le antojó muy alto en el espacio confinado. Satisfecho con las prestaciones de la taladradora, apoyó el extremo de la broca contra el techo. La broca atravesó el durisol como un cuchillo la mantequilla. Al cabo de pocos segundos, hundió por completo la broca de diez centímetros de longitud. Cayó tierra seca sobre su pecho, aunque una parte fue a parar al cubo. Algo decepcionado por no tocar piedra en este primer intento, sacó la broca, se desplazó quince centímetros a la izquierda y probó de nuevo.
Al cabo de media hora todavía no había tocado piedra, pese a practicar docenas de agujeros de prueba por todo el techo. Estaba dispuesto a cambiar la taladradora por el martillo y el cincel, cuando observó algo: los excavadores no habían cavado bajo la pared de sujeción de la bóveda, como él había pensado, sino que habían horadado directamente su base. Cuando miró con detenimiento, Shawn vio extremos del enladrillado de la pared fuera de los soportes verticales del entramado de puntales interior.
—¡Dios mío! —exclamó Shawn para que Sana le oyera. No la veía, pero sabía que estaba debajo de la tarima de cristal. Sabía dónde se hallaba a causa de sus preguntas impacientes cada cinco minutos acerca de sus progresos. A juzgar por el sonido de su voz, sabía que estaba cada vez más angustiada, pero no podía hacer nada al respecto, aparte de mantenerla informada sobre sus progresos.
—¿Lo has encontrado? —contestó Sana esperanzada.
—No, todavía no, pero he descubierto otra cosa. Los cimientos de la bóveda se hunden más abajo. El osario debía de estar también más abajo. Si sigue ahí, ha de encontrarse a la derecha del túnel, en dirección a la pared roja.
Después de levantar la taladradora y apoyarse sobre su costado izquierdo, Shawn empezó a practicar agujeros en la pared derecha del túnel. El primero estaba a mitad de camino entre el suelo y el techo, y en mitad del túnel, con el mismo resultado de los agujeros del techo. Liberó la broca y atacó un segundo agujero a la misma altura, pero internándose más en el túnel. A unos siete centímetros de profundidad, tocó algo lo bastante duro para conseguir que la taladradora saltara de su mano. Animado, empezó otro agujero a siete centímetros por encima del primero. Contuvo el aliento cuando la broca cortó el durisol. Una vez más, tocó una superficie dura.
Shawn sentía el pulso latir en sus sienes. De nuevo, taladró un agujero a pocos centímetros del último, y notó resistencia a la misma profundidad. Su entusiasmo se intensificó, pero aún no estaba dispuesto a celebrarlo. Practicó a toda prisa una docena más de agujeros, hasta dibujar el perfil de una piedra plana de unos cuarenta centímetros cuadrados, empotrada siete centímetros en la pared del túnel. En aquel momento llamó a Sana.
—¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! —repitió muy entusiasmado.
—¿Estás seguro? —gritó Sana.
—Yo diría que en un noventa por ciento —contestó Shawn.
Con una noticia tan alentadora, Sana venció su reticencia y volvió para echar un vistazo al túnel.
—¿Dónde está?
—Justo aquí —dijo Shawn. Dio un golpe con los nudillos en la pared del túnel, en el centro preciso del conjunto de agujeros que había practicado.
—No lo veo —dijo Sana, decepcionada.
—Pues claro que no lo ves —bramó Shawn—. Aún no lo he sacado. Solo lo he localizado.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Escucha, dame el martillo y el cincel. Te lo enseñaré, incrédula.
No era que Sana no creyera a Shawn, pero, al igual que él, no quería hacerse vanas esperanzas. Sana cogió las herramientas y se las dio a su marido.
Shawn atacó la pared del túnel. El trabajo era más difícil de lo que había esperado, e hicieron falta muchos golpes para hundir el cincel varios centímetros en la tierra dura como el cemento, después de lo cual extrajo el cincel. El ruido del martillo de acero contra el cincel también de acero era agudo y penetrante, casi doloroso en los angostos confines. En un intento de acelerar el proceso, Shawn casi hundió el cincel, antes de golpearlo lateralmente para soltar la tierra circundante. Necesitó un montón de golpes, y cada uno retumbó con un sonido similar al de un disparo, de modo que los oídos de ambos zumbaron. Sana tuvo que tapárselos con las manos para protegerse del ruido, casi doloroso.
Al cabo de media hora de golpear el martillo apoyado sobre su costado, Shawn estaba sudando y le dolía el hombro. Como necesitaba un descanso después del esfuerzo continuado, dejó las herramientas y se masajeó sus músculos doloridos. Un momento después, el rayo del foco de Sana se fundió con el suyo. Ante su sorpresa, Sana había asomado la cabeza por el túnel.
—¿Cómo va? —preguntó.
—¡Lento! —admitió Shawn.
Secó con la mano enguantada la superficie de piedra caliza que había dejado al descubierto. Pese a que había intentado no golpear la piedra con el cincel, la había astillado media docena de veces. Los cortes destacaban como máculas de tono cremoso en un campo de color marrón pardusco. Como arqueólogo, lamentaba haber empleado una técnica tan poco precisa, pero pocas alternativas le quedaban. Sabía que los agentes de seguridad efectuaban rondas a las once, cuando cambiaba el turno, y quería marcharse cuanto antes. Ya eran cerca de las diez.
—¿Aún crees que lo has encontrado? —preguntó Sana.
—Bien, digámoslo así: es una pieza de piedra caliza labrada que seguramente no es de la zona, en el punto exacto donde Saturnino la emplazó. ¿Cómo lo ves?
Sana se ofendió por el tono condescendiente de Shawn. Estaba haciendo una pregunta válida, porque lo único que se veía era una pieza lisa de piedra, y teniendo en cuenta todas las construcciones y modificaciones sucedidas alrededor de la tumba de Pedro a lo largo de milenios, habrían surgido múltiples oportunidades de que una losa de piedra fuera enterrada de manera accidental donde esta se encontraba. Sana verbalizó sus pensamientos con tono irritado.
—Así que ahora eres tú la experta —replicó Shawn con sarcasmo—. Deja que te enseñe algo. —A continuación, dirigió el rayo de su foco al borde inferior de la piedra caliza, donde había empezado el trabajo más difícil de liberar el objeto. En aquel momento, todo el borde inferior estaba al descubierto—. Observa algo curioso —dijo, con el mismo tono condescendiente que había utilizado un momento antes—. La «losa», como tú la llamas, es perfectamente horizontal y vertical. Si fueran restos de cualquier otro proyecto, es muy probable que no hubiera acabado tan lisa y perpendicular. Esta pieza de piedra caliza fue depositada con sumo cuidado. No fue fruto del azar.
—¿Falta mucho? —preguntó Sana con voz cansada. No cabía la menor duda en su mente de que el sacrificio de luchar contra su claustrofobia no había sido agradecido. De haberse sentido capaz de marchar sola, lo habría hecho en aquel momento.
Sin hacer caso de la pregunta de Sana, y con la circulación restablecida en los músculos del hombro, Shawn volvió al trabajo. Llenó a toda prisa el primer cubo con tierra. Pidió, a continuación, el segundo. Veinte minutos después, tenía una abertura de unos diez centímetros de profundidad y diez de anchura, la cual dejaba al descubierto lo que era, sin duda, un recipiente de piedra caliza. La cubierta mediría dos centímetros y medio de grosor, y estaba sellada con cera color caramelo. Renunció al martillo a causa del confinado espacio y utilizó el cincel para rascar, antes de eliminar los restos a mano.
De pronto, Shawn se quedó paralizado. Aspiró una profunda bocanada de aire y su corazón se aceleró un poco. Las luces de la necrópolis se habían encendido, acompañadas por el retumbar sordo de los transformadores eléctricos al ser activados.