12.53 h, martes, 2 de diciembre de 2008, Roma
(6.53 h, Nueva York)
Shawn miraba por la ventanilla cuando el Boing 737-500 de Egyptair se acercó por fin al aeropuerto de Fiumicino. Solo veía el ala del avión. Era como si estuvieran en un banco de niebla de San Francisco. Habían estado dando vueltas sobre el aeropuerto durante casi media hora.
Aparte de la tensión del momento, el viaje había sido agradable. Habían pasado con facilidad el control de pasaportes egipcio. Shawn estaba un poco preocupado, porque el códice iba en su bolsa de mano, envuelto en una toalla dentro de una funda de almohada del Four Seasons. Si lo hubieran encontrado, Shawn se habría llevado una decepción, si bien no le preocupaban las consecuencias legales. Estaba dispuesto a decir la verdad (que lo había comprado de recuerdo), y a mentir diciendo que estaba seguro de que se trataba de una falsificación, como casi todo lo que vendían en la tienda de antigüedades Khan el-Khalili.
La carta de Saturnino era una historia diferente. Shawn había cubierto con sumo cuidado cada hoja de papiro con envoltorio de plástico transparente que había sacado de la cocina del Four Seasons, y después había pegado cada una en páginas diferentes de un voluminoso libro de fotografías de antiguos monumentos egipcios, comprado a toda prisa en la tienda de regalos del hotel. Shawn había atravesado los controles de seguridad con el libro en las manos, a plena vista. Si hubieran descubierto la carta, el problema habría sido de ordago, pero Shawn creía que no existía un gran peligro. Ante Sana le había quitado importancia, diciendo que lo había hecho en el pasado sin la menor dificultad, cosa que no era cierta.
—Mientras el libro pase el escáner, ningún problema —dijo para tranquilizarla.
Hubo una fuerte sacudida que sobresaltó a Shawn. El avión había descendido por debajo de la capa de nubes. A través de la ventanilla, ahora azotada por la lluvia, Shawn vio campos verdes empapados y carreteras con grandes atascos de tráfico. Pese a ser mediodía, casi todos los vehículos llevaban las luces encendidas. Miró hacia delante y vio entre la bruma el aeropuerto y, lo más importante, la pista. Un momento después, el avión tomó tierra.
Shawn exhaló un leve suspiro de alivio y miró a Sana. Ella sonrió.
—No parece que haga un tiempo espléndido —comentó, y se echó hacia delante para poder ver mejor.
—En invierno lo normal es que llueva.
—Creo que eso no va a importarnos —dijo Sana, y añadió un guiño a su sonrisa.
—Creo que tienes razón —admitió Shawn. Apretó la mano de su mujer, y ella le devolvió el gesto. Los dos estaban tensos a causa de la impaciencia.
—Te propongo algo —dijo Sana—. ¿Qué te parece si voy a recoger el equipaje, y tú te encargas de alquilar un coche? Ahorraremos tiempo.
—Estupenda idea —respondió Shawn. Miró a su mujer. Estaba muy sorprendido y agradecido. Por lo general, ella dejaba la planificación en sus manos. Ahora, se estaba mostrando plena de iniciativa y ofrecía su ayuda. Supuso complacido que estaba tan entusiasmada como él. Le había ametrallado a preguntas acerca de los primitivos cristianos, el judaismo y hasta las religiones paganas de Oriente Próximo durante todo el viaje.
—¿Cuál crees que debería ser nuestro programa una vez salgamos del aeropuerto? —preguntó Sana impaciente.
—Nos registraremos en el hotel, comeremos algo y buscaremos un lugar donde comprar herramientas básicas. Después, creo que deberíamos echar un vistazo a la necrópolis o los Scavi, para que no haya sorpresas cuando volvamos esta noche a buscar el osario. Si no recuerdo mal, los Scavi están abiertos hasta las cinco y media o así.
—¿Qué clase de herramientas?
—Un martillo, un cincel y un par de linternas. Tal vez un aparato de cortar a pilas, solo para asegurarnos.
—¿Para cortar qué?
—Roca blanda y quizá ladrillo. Confío en no necesitarlo. Las herramientas eléctricas fueron prohibidas por el Papa cuando autorizó las excavaciones modernas, con el fin de evitar daños colaterales, pero no vamos a preocuparnos por ese detalle. Donde trabajaremos, lo único que podríamos dañar es el osario en sí.
—Entonces ¿no vamos a excavar en tierra normal y corriente? —preguntó Sana. En su opinión, la idea de cortar roca conseguía que el proyecto fuera mucho más sobrecogedor.
—No, será algo más parecido a durisol, una capa similar a la arcilla mezclada con grava, pero muy compacta, para que parezca piedra muy blanda. Como ya he dicho, la tumba que los seguidores de Pedro le prepararon en la colina del Vaticano, junto al circo de Nerón, era una cámara subterránea con bóveda de cañón. Excavaron un agujero grande, y después construyeron dos muros de contención paralelos orientados de este a oeste. La carta de Saturnino dice que el osario estaba situado en mitad de la base del muro norte, y oculto antes de que llenaran el hueco excavado fuera de los muros.
—¿Y vamos a encontrar el osario en la base del muro norte?
—Exacto. Durante la última excavación importante, hace más de cincuenta años, los arqueólogos abrieron un túnel bajo el muro norte para llegar hasta la cámara original y evitar destruir el laberinto de tumbas, altares y trofeos acumulados sobre la tumba subterránea de Pedro. Desde poco después de su muerte hasta no hace mucho, la gente se emperraba en que la enterraran lo más cerca posible de él. En cualquier caso, es en el techo de ese túnel donde vamos a encontrar el osario.
—Me cuesta imaginar todo esto.
—Por buenos motivos. Poco después de la muerte de Pedro, toda la colina se convirtió no solo en el lugar donde serían enterrados los futuros papas, sino en una popular necrópolis romana llena de tumbas y mausoleos. Hoy, debido a su emplazamiento bajo la basílica de San Pedro, tan solo una pequeña parte ha sido excavada. Y en el interior de una zona de unos seis metros cúbicos aproximadamente, alrededor de la tumba de Pedro, hay tal batiburrillo de construcciones antiguas que no podrás creerlo. Para complicar todavía más las cosas, en el siglo I, un monumento llamado el Tropaion de Pedro fue construido justo encima de su tumba. Después, en el siglo IV, Constantino construyó una basílica alrededor de este monumento, que utilizó como altar. Durante el Renacimiento, la basílica de San Pedro fue construida sobre la de Constantino, y el altar mayor se emplazó justo encima del de Constantino, que ahora se halla a unos doce metros sobre el suelo de la tumba original de Pedro.
—Parece una tarta —dijo Sana.
—Una buena analogía —concedió Shawn.
Una vez dentro de la terminal, y tras pasar el control de pasaportes, Shawn y Sana se separaron, ella fue a la zona de recogida de equipajes, y Shawn a los puestos de alquiler de coches. Al cabo de media hora estaban en camino.
El recorrido hasta Roma fue bien hasta que entraron en los límites de la ciudad. La lluvia, el tráfico y la ausencia de un plano decente los llevaron a rezar para toparse con algún monumento que pudieran reconocer.
Después de quince tensos minutos, divisaron el Coliseo. Shawn se desvió al instante, y desde allí se dirigieron hacia la piazza de España y el hotel Hassler.
La ruta elegida los condujo a lo largo del Foro Romano hasta el monumento a Vittorio Emanuele, en forma de pastel de bodas. Desde allí, se desviaron hacia el norte por la bulliciosa via del Corso.
—Caramba, qué diferencia de cuando hace sol —comentó Sana, mientras veía correr a los transeúntes, acurrucados bajo paraguas negros—. Las nubes oscuras, la lluvia y todas las ruinas le dan un aspecto siniestro. No es la típica imagen de Hollywood de la ciudad del amor.
Después de varios giros más, se encontraron en la via Sistina y delante del hotel. El portero se acercó de inmediato al lado de Shawn.
—¿Van a registrarse? —preguntó con amabilidad.
Cuando Shawn dijo que sí, el portero hizo un ademán a un compañero, quien al momento salió con un segundo paraguas para proteger a Sana, al tiempo que un mozo se encargaba del equipaje.
Una vez dentro, se registraron. A Shawn le satisfizo que el paquete enviado por su ayudante del Metropolitan Museum ya le estuviera esperando.
Shawn se puso a departir de inmediato con la atractiva recepcionista.
—Creo que usted no es italiana —dijo—. Tiene un acento de lo más encantador.
—Soy holandesa.
—Vaya —dijo Shawn—. Amsterdam es una de mis ciudades favoritas.
«¡Oh, por favor!», pensó Sana. Impaciente, trasladó su peso de una cadera a otra. Tenía miedo de que Shawn se lanzara a contar la historia de su vida. Por suerte, la avezada recepcionista manejó la situación saliendo de detrás del mostrador para acompañarlos hasta su habitación, al tiempo que mantenía una fluida conversación y describía los servicios del hotel, incluido el restaurante y su espectacular vista.
La habitación estaba en la tercera planta. Shawn se acercó a la ventana, que daba a la piazza de España.
—Ven a ver esto —dijo a Sana, quien había entrado en el cuarto de baño para ver si era tan lujoso como todo lo demás—. Asombroso, ¿no crees? —comentó Shawn cuando Sana se reunió con él, y ambos contemplaron la piazza de España. Pese a la lluvia, los turistas se estaban haciendo fotos—. Aunque no podemos verla bien, delante tenemos la cúpula de San Pedro. Si no despeja por la mañana, tendremos que volver un día que no llueva para que puedas disfrutarla.
Sana volvió adentro, deshizo las maletas, y Shawn abrió su paquete. Dejó caer el contenido sobre el escritorio.
—¡Gracias, Claire! —dijo, mientras inspeccionaba los objetos.
Sana se colocó detrás de él y miró por encima de su hombro.
—¿Tienes todo lo que necesitas?
—Sí. Aquí está mi identificación del Vaticano —dijo Shawn, al tiempo que le enseñaba la tarjeta plastificada.
—Parece una foto de archivo policial —bromeó Sana.
—De acuerdo, basta de bromas —respondió risueño Shawn, y le arrebató la foto de las manos. Le tendió el permiso de acceso a la necrópolis del Vaticano, los Scavi, que significa «excavaciones» en italiano. Era un documento muy formal, con sello oficial de la Comisión Pontificia para la Arqueología Sagrada y todo—. Esto conseguirá que pasemos el control de la Guardia Suiza.
—Estoy impresionada —dijo Sana, al tiempo que le devolvía el papel—. Da la impresión de que todas las piezas van encajando. ¿Y las llaves?
Shawn las levantó y las agitó sonoramente antes de guardarlas en el bolsillo, junto con la tarjeta de identificación y el permiso de acceso.
—Por lo visto, vamos a poner manos a la obra.
Unos minutos después, Shawn y Sana bajaron al mostrador del conserje y preguntaron dónde podían picar algo rápido.
—Caffé Greco —dijo uno de los dos conserjes sin la menor vacilación, mientras el otro asentía para mostrar su acuerdo—. Está bajando la escalinata, en la via Condotti, a la derecha.
—¿Puede indicarme dónde podríamos encontrar una ferretería? —preguntó Shawn.
Los conserjes intercambiaron una mirada de desconcierto. Era la primera vez. Después de un tira y afloja y una rápida consulta al diccionario, dirigieron a Sana y a Shawn a una ferramerita cercana llamada Gino, en la via del Babuino.
Con el plano en la mano y dos paraguas del hotel, la pareja fue primero al Caffé Greco, donde tomaron algo rápido. A continuación, utilizaron el plano del hotel para buscar la ferramenta de Gino, que estaba, tal como habían asegurado los conserjes, a escasa distancia, en la via del Babuino. Cuando se acercaron a la tienda, el polvoriento escaparate, donde se exhibían herramientas y menaje del hogar, daba la impresión de no haber cambiado en años. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, se vieron envueltos al instante en un silencio palpable. El interior estaba tan polvoriento como el escaparate. Media docena de clientes esperaban con paciencia y en silencio ante la caja registradora, ala espera de que los atendieran. Un solitario empleado examinaba un grueso catálogo.
Shawn y Sana se quedaron impresionados por el silencio. Era pesado, como el de una iglesia. Daba la impresión de que hasta los sonidos más ínfimos quedaban apagados por la plétora de mercancías, muchas de las cuales estaban apiladas en cajas de cartón de diversos tamaños. Un gato blanco y negro dormía aovillado sobre un cartón humidificador. La atmósfera no tenía nada que ver con las ferreterías que Shawn recordaba de su juventud en el Medio Oeste de Estados Unidos. Allí, estos establecimientos siempre estaban atestados de ruidosos clientes, y servían tanto para pasar el rato como para comprar artículos de ferretería.
Shawn indicó con un gesto a Sana que le siguiera a las profundidades de la tienda.
—Vamos a comprar sin ayuda —susurró.
—¿Por qué hablas tan bajito?
—No lo sé —susurró de nuevo Shawn, pero luego adoptó un tono de voz normal—. Es ridículo susurrar. Supongo que estaba siguiendo el viejo adagio: donde fueres haz lo que vieres.
Shawn se dirigió en primer lugar a la zona de los productos y utensilios de limpieza, seguido de Sana. Le entregó dos cubos apilables, y después fue en busca de linternas y pilas. Eligió dos linternas grandes con varios juegos de pilas para cada una. Mientras los iba poniendo en el cubo, se fijó en algo que le había pasado por alto: cascos de construcción amarillos de plástico con focos a pilas.
—No había pensado en los focos —admitió—, pero nos podrían ir muy bien.
Se probó un casco, y Sana le imitó.
Se rieron con tono conspiratorio.
—Los compramos —dijo Shawn.
Sana asintió, y los dos avanzaron hacia la sección de herramientas. Shawn cogió un martillo y varios cinceles de albañilería. Entonces, vio tres cosas más en las que no había pensado, pero que les serían de innegable ayuda: gafas protectoras de plástico, guantes de trabajo y protectores para las rodillas. El último objeto que eligió fue una taladradora Black & Decker, con una batería de acumuladores y cierto número de piezas para taladrar y cortar intercambiables. Pagaron el material y regresaron al hotel, donde lo guardaron. Shawn también enchufó la batería de acumuladores para cargarla.
—Fíjate qué tarde se ha hecho —lamentó Sana—. Solo nos queda una hora.
—Nos irá de un pelo —dijo Shawn, al tiempo que consultaba el reloj.
—Tal vez deberíamos pensar en quedarnos en Roma un día más. Puede que los Scavi hayan cerrado antes de que lleguemos.
Shawn miró sorprendido a su mujer. Tan solo el día anterior, se había mostrado ansiosa por volver a casa de inmediato. Ahora, era ella la que sugería quedarse un día más.
—¿Y el experimento que tanto te preocupaba?
—Me has convencido de lo importante que podría ser esto.
—Me siento muy complacido —dijo Shawn—, pero vamos a ver si podemos entrar en los Scavi hoy. Si quieres que te diga la verdad, estoy tan entusiasmado que no puedo retrasarlo más. Puede que insista en que intentemos apoderarnos del osario esta noche, tanto si podemos echar un vistazo esta tarde como si no.
—Vale, de acuerdo —dijo Sana—. Probemos.
Pese a que era hora punta, el portero del Hassler paró un taxi al cabo de pocos minutos. Mientras atravesaban la ciudad, Shawn y Sana estaban demasiado tensos para entablar conversación.
El taxista, tal vez al reparar en que sus pasajeros no paraban de consultar el reloj, conducía como si fuera un corredor de Fórmula Uno. A base de deslizarse con pericia entre el tráfico, consiguió dejarlos al cabo de veinte minutos ante el Arco delle Campane, a la sombra de San Pedro. La lluvia era torrencial ahora. Shawn y Sana se acurrucaron bajo un solo paraguas y corrieron hacia la relativa protección del arco. En cuanto salieron de la lluvia, dos miembros de la Guardia Suiza se interpusieron en su camino, vestidos con sus uniformes negro y naranja a rayas verticales, adornados con gorgneras blancas y boinas negras blandas. Uno de los guardias tomó la identificación de Shawn, comparó su cara —empapada por la lluvia— con la de la foto, se la devolvió, saludó y les indicó con un gesto que entraran. No hubo intercambio de palabras.
Salieron de nuevo a la lluvia y atravesaron corriendo la piazza adoquinada colindante con el lado sur de la basílica de San Pedro. Ahora, no solo combatían contra la lluvia, sino también contra los torrentes de agua que caían de las gárgolas de la iglesia, así como el agua que arrojaba el veloz tráfico que salía de la Ciudad del Vaticano.
Shawn hizo un gesto con la mano.
—¿Ves esa piedra negra y lisa, con cenefa blanca, empotrada en el suelo que estamos cruzando?
—Sí —dijo Sana sin mucho entusiasmo. Estaba concentrada en huir de la tormenta.
—Recuérdame que te hable de ella cuando entremos.
Por suerte, no tuvieron que ir muy lejos, y unos momentos después estaban a salvo debajo de un pórtico. Se sacudieron el agua como pudieron y patearon el suelo.
—Se supone que esa piedra negra de la piazza señala el centro del circo de Nerón, donde muchos cristianos primitivos, incluido San Pedro, sufrieron martirio. Durante muchos años, el obelisco egipcio que ahora se halla en el centro de la piazza de San Pedro estuvo allí.
—Entremos —dijo Sana. No le interesaban los detalles turísticos. Estaba mojada y helada, y la noche había caído.
A unos pasos de distancia, entraron en la oficina de la Necropoli Vaticana. Pese a que a Sana le pareció un poco destartalada, hasta el punto de recordarle la oficina de un director de escuela, se alegró de librarse de la lluvia. Ante ellos había un mostrador y, delante, un baqueteado escritorio. Un hombre levantó la cabeza. Su expresión sugería que la interrupción le molestaba.
—Los Scavi ya han cerrado —dijo con fuerte acento—. El último grupo ha bajado hace media hora.
Sin decir palabra, Shawn le enseñó su identificación del Vaticano y el permiso de acceso. El hombre examinó el documento con detenimiento. Cuando leyó el nombre de Shawn, sus ojos se iluminaron. Levantó la cabeza y sonrió.
—¡Profesor Daughtry! Buona sera.
El hombre había reconocido el nombre de Shawn por sus trabajos en el lugar de hacía cinco años. Se presentó como Luigi Romani.
Shawn reconoció vagamente el nombre.
—¿Van a bajar a los Scavi? —preguntó Luigi.
—Sí, una visita breve. Hemos llegado a Roma esta tarde, y nos vamos mañana. Quería enseñarle a mi esposa algunos de los detalles más interesantes. No tardaremos mucho.
—¿Saldrán por aquí o por la basílica? Yo me iré dentro de poco.
—En ese caso, nos iremos por la basílica con el grupo que está ahí abajo.
—¿Me necesitan para entrar?
—No, tengo mis llaves, a menos que hayan cambiado las cerraduras.
—¿Cambiado? —Luigi rió—. Esas cosas nunca cambian.
Shawn salió de la oficina de los Scavi y guió a Sana por un pasillo de mármol algo inclinado, completamente desierto.
—Estamos a unos tres metros más o menos por debajo del nivel del suelo de la basílica.
—El hecho de que el señor Romani te reconociera, ¿tiene importancia?
—No imagino por qué —replicó Shawn en voz baja—. Como nadie más que nosotros sabe lo del osario, si lo encontramos y nos lo llevamos nadie se enterará.
Llegaron a un tramo de escaleras de mármol que descendía más de un piso completo. Shawn empezó a bajar.
Sana vaciló y señaló delante.
—¿Adónde conduce este pasillo?
—Se interna en la cripta más reciente que hay debajo de San Pedro.
En la base de las escaleras había un estrecho pasadizo de piedra bloqueado por una rejilla metálica cerrada con llave.
—¡Aquí viene la prueba de fuego! —dijo Shawn, al tiempo que sacaba las llaves. Recordó la llave correcta y la introdujo con facilidad—. Todo bien hasta el momento —dijo. Al cabo de un momento más de vacilación para armarse de valor, intentó girar la llave, y comprobó complacido que lo hacía con facilidad.
Después de atravesar una puerta de control de humedad y bajar más escaleras, llegaron a lo que había sido la planta baja en la Roma antigua.
—Hay mucha humedad —comentó Sana. Eso no le gustaba.
—¿Te molesta?
—Solo si el sello del osario está roto.
—¡Exacto! —dijo Shawn, al darse cuenta de que el principal interés de Sana consistía en encontrar el ADN antiguo.
—¿Por qué no hay más luz aquí abajo? —se quejó Sana—. Me da claustrofobia.
La iluminación era muy escasa, y casi toda procedía de luces hundidas en el suelo. El techo se perdía en las sombras.
—Para recrear el ambiente de la época, supongo. Si quieres que te diga la verdad, no lo sé. Se hace más claustrofóbico todavía en los alrededores de la tumba de Pedro. ¿Podrás resistirlo?
—Creo que sí. ¿Dónde estamos ahora?
—Estamos en mitad de la necrópolis romana que Constantino rellenó por completo en el siglo IV para formar los cimientos de su basílica. Lo que han excavado es este único sendero de dirección este-oeste entre dos hileras de tumbas. La mayoría eran mausoleos paganos de entre los siglos I y IV, aunque también se han encontrado algunas imágenes mosaicas cristianas.
—Este lugar me da escalofríos. ¿Dónde está la tumba de Pedro, para poder examinarla y salir corriendo?
Shawn señaló hacia su izquierda, hacia la antigua colina vaticana. Después de recorrer unos quince metros, indicó un sarcófago romano en un rincón a oscuras.
—Si hemos de guardar cascotes, creo que los esconderemos ahí, ¿de acuerdo?
—Claro —dijo Sana, intrigada por la pregunta.
—¿Te interesa echar un vistazo más detenido a alguna de estas tumbas romanas antiguas? —preguntó Shawn—. Algunas tienen adornos muy interesantes.
—Quiero ver la tumba de Pedro y el lugar en el que trabajaremos —contestó Sana. Notaba húmedos los pantalones y tenía todo el cuerpo helado.
—Esta es la «pared roja» —explicó Shawn cuando doblaron el extremo derrumbado de una pared de ladrillo—. Nos estamos acercando. La pared se considera parte del complejo de la tumba de Pedro.
A Sana no le pareció nada especial. Más adelante, oyeron las explicaciones del guía del grupo.
—Para un momento —dijo Shawn, al llegar a una brecha en la pared roja—. Echa un vistazo a este agujero. ¿Ves una columna de mármol blanco?
Sana obedeció. Vio con facilidad la columna a la que se refería Shawn al otro lado de la pared roja, porque estaba iluminada. Daba la impresión de medir unos quince centímetros de diámetro.
—Forma parte del Tropaion de Pedro que fue construido sobre la tumba de San Pedro. Por lo tanto, el lugar que pisamos es el nivel del suelo de la basílica de Constantino.
—De manera que la tumba de Pedro está debajo de nosotros.
—Exacto. Debajo de nosotros y a nuestra izquierda.
—¿Dónde buscaremos el osario?
—Ahora estamos en el lado sur del edificio. Debemos ir hacia el lado norte.
—Vamos —dijo Sana.
Cuando dieron la vuelta al complejo y llegaron al lado norte, se toparon con el grupo de turistas, que incluía una docena de adultos de diversas edades. El único aspecto común era que todo el mundo hablaba inglés. Algunos escuchaban al guía, otros tenían la mirada clavada en la lejanía, mientras otros conversaban en voz baja. No era el tipo de grupo que Sana hubiera imaginado.
Shawn esperó a que el guía hiciera una pausa en sus explicaciones para animar a Sana a seguir al grupo. Al cabo de tres metros, llegaron a lo que el guía había estado describiendo, situado a su derecha. Era una pared de yeso blanco azulado con una profusión de epígrafes grabados uno encima de otro, de tal modo que era difícil discernir algún epígrafe en particular.
—Se llama la pared de los graffiti —explicó Shawn en voz baja—. Como ya te dije, durante la última excavación, con el fin de llegar hasta la tumba de Pedro sin tocar nada, en particular esta pared de graffiti, tuvieron que hacer un túnel debajo de la pared, y después por debajo de la pared que sostiene la bóveda original que hay encima de la tumba de San Pedro. El osario tiene que estar entre ambas paredes, cerca de la pared roja, que cruza estas dos en ángulo recto.
—Dios mío —exclamó Sana. Sacudió la cabeza exasperada. Todo era demasiado confuso.
—Lo sé —se compadeció Shawn—. Es muy complicado. El lugar ha sido ampliado y alterado continuamente a lo largo de casi dos mil años. Tal vez no me haya explicado bien, pero sé de qué estoy hablando. Mi única preocupación es que, cuando los romanos estaban construyendo la pared roja a finales del siglo I, hubieran tropezado sin querer con el osario y lo hubieran trasladado de lugar o destruido. No me cabe la menor duda de que su emplazamiento original tiene que estar cerca de la pared roja, que está justo detrás de nosotros.
—¿Dónde empieza el túnel? —preguntó Sana, mientras paseaba la vista alrededor de la cámara en que se encontraban.
—El túnel se halla directamente debajo de nuestros pies. En este momento nos encontramos en el nivel del suelo de la basílica de Constantino. Hemos de descender al nivel del suelo de la tumba de Pedro. Para ello, debemos ir a la siguiente cámara. ¿Preparada para continuar?
—Más que preparada —dijo Sana. Debido a su incomodidad, quería ver dónde iban a trabajar por la noche, para después marchar. Teniendo en cuenta las circunstancias, los detalles tridimensionales de lo que Shawn estaba describiendo con paciencia no se habían quedado grabados en su cerebro.
Shawn bajó el primero unos cuantos peldaños metálicos hasta entrar en una estancia relativamente grande, donde se había congregado el grupo de turistas. El guía estaba explicando que las cajas de plexiglás que se veían a través de una pequeña abertura en la pared de la tumba de Pedro contenían los huesos del santo.
—¿Es eso cierto? —susurró Sana a Shawn.
—Eso fue lo que dijo el papa Pío XII —contestó Shawn en voz baja—. Fueron encontrados diseminados en la tumba, dentro de un nicho en forma de «V» de la pared roja. Creo que lo que decidió al Papa fue la falta de cráneo. Se supone que la cabeza de San Pedro ha estado siempre en la basílica de San Juan de Letrán.
—Vale, pero ¿dónde está el túnel? —preguntó Sana impaciente. Ya tenía bastante de historia por el momento.
—¡Sígueme! —dijo Shawn.
Pasaron por detrás del grupo de turistas y se acercaron a una estructura grande similar a una tarima, a la que se accedía bajando unos peldaños. Tenía un armazón metálico tipo rejilla y barandillas. La superficie se componía de grandes cuadrados de cristal transparente de unos dos centímetros de grosor. Desde la tarima se podía ver el sector inferior de las excavaciones, metro y medio más abajo.
—Ese es el nivel del suelo de la tumba de Pedro —explicó Shawn—. Para llegar al túnel, tenemos que bajar ahí, y después volver bajo el punto en el que nos encontramos, delante de la pared de graffiti.
—¿Cómo vamos a bajar ahí? —preguntó Sana, mientras sus ojos recorrían la tarima transparente. No parecía existir ninguna abertura.
—El panel de cristal del extremo se levanta. Pesa una tonelada, pero juntos podremos hacerlo. ¿Qué te parece? ¿Te las podrás arreglar?
La idea de reptar a través de un túnel despertó la leve claustrofobia de Sana. Saber que ya se encontraba a unos doce o quince metros bajo tierra no le sirvió de consuelo.
—¿Vas a pensártelo mejor? —preguntó Shawn cuando Sana no contestó.
—¿Estas luces van a estar encendidas? —inquirió Sana con un hilo de voz. Se pasó la lengua por los labios y trató de encontrar un poco de saliva. Se le había quedado la garganta seca de repente.
—No podemos tener las luces encendidas —dijo Shawn—, funcionan con un temporizador automático, y si alguien abriera una puerta de la necrópolis y viera luces, sabría que algo estaba pasando. Además, necesitamos que las luces estén apagadas a modo de sistema de alarma. Si alguien atraviesa la basílica mientras estamos utilizando los cinceles, puede oírlos, pese a estar a doce o quince metros de distancia. Recuerda que el mármol es un gran transmisor de sonido. Si vienen a investigar, encenderán las luces, lo cual nos avisará de que alguien se acerca. ¿Te parece sensato?
Sana asintió de mala gana. Era de lo más sensato, pero no le gustaba.
—Háblame —dijo Shawn—. ¿Podrás apañártelas?
Sana volvió a asentir.
—¡Dime algo! —exigió Shawn, al tiempo que alzaba la voz en tono colérico—. ¡Tengo que estar seguro!
—¡Vale, vale! —dijo Sana—. Estoy contigo hasta el final.
Miró con timidez a los miembros más cercanos del grupo, algunos de los cuales los estaban mirando con curiosidad. Sana miró a Shawn.
—Estaré bien. ¡No te preocupes! —le aseguró en un susurro, pero de haber sabido lo que la esperaba unas horas más tarde, tal vez no se habría sentido tan segura.