4.20 h, lunes, 1 de diciembre de 2008, Nueva York
La transición de Jack Stapleton de un sueño inquieto al despertar total fue instantánea. Iba en un coche a toda velocidad, bajando por una calle de la ciudad en pendiente, en dirección a una fila de niños en edad preescolar que cruzaban en parejas y cogidos de la mano, ignorantes de la calamidad que se precipitaba sobre ellos. Jack tenía el pedal del freno aplastado contra el suelo, pero sin éxito. En todo caso, la velocidad del coche iba en aumento. Chilló a los niños que se apartaran, pero se contuvo al caer en la cuenta de que estaba mirando el techo del dormitorio, bañado por la luz de una farola, de su casa de la calle Ciento seis Oeste de Nueva York. No había coche, ni pendiente, ni niños. Había sufrido otra de sus pesadillas.
Sin saber si había gritado o no, Jack se volvió hacia su esposa, Laurie. A la tenue luz que entraba por la ventana desprovista de cortina vio que estaba profundamente dormida, lo cual sugería que había logrado reprimir su grito de horror. Cuando devolvió su atención al techo, se estremeció al pensar en el sueño, una pesadilla recurrente que siempre le había aterrorizado. Había empezado a principios de los noventa, poco después de que la primera esposa y las dos hijas pequeñas de Jack, de diez y once años, murieran en un accidente de avión después de ir a visitarlo a Chicago, donde él estaba siguiendo un curso de reciclaje en patología forense. En sus comienzos era cirujano ocular, pero Jack había decidido cambiar de especialidad con el fin de escapar de lo que consideraba la progresiva intrusión de los cuatro jinetes del Apocalipsis médico: los seguros de enfermedad privados, la atención médica dirigida, un gobierno iletrado y un público al parecer indiferente. Había confiado en que, al huir de la medicina clínica, aunque pareciera paradójico, podría recuperar el sentido de altruismo y compromiso que le había atraído hacia el estudio de la medicina. Si bien lo consiguió a la larga, durante el proceso se había sentido despojado de su amada familia, lo cual le había sumido en una espiral de culpa, depresión y cinismo. La pesadilla del coche lanzado a toda velocidad había sido uno de los síntomas. Aunque los sueños habían desaparecido por completo varios años antes, habían regresado de nuevo recrudecidos durante los últimos meses.
Jack se concentró en el juego de la luz, procedente de la farola situada delante de su edificio, sobre el techo, y volvió a estremecerse. Al entrar, los rayos atravesaban las ramas desprovistas de hojas del árbol solitario plantado entre su casa y la farola. Cuando la brisa nocturna movía las ramas, provocaba que la luz parpadeara y proyectara una serie de dibujos ondulantes tipo Rorschach. Como consecuencia, se sentía solo en un mundo frío e implacable.
Jack se palpó la cabeza. No estaba sudando, pero después se tomó el pulso. Estaba acelerado, unas ciento cincuenta pulsaciones por minuto, señal de que su sistema nervioso simpático se hallaba dominado por el instinto de luchar o huir, típico después de experimentar la pesadilla del coche sin frenos.
Lo específico de este sueño en particular eran los niños. Por lo general, el temido motivo central era puramente personal, como una barandilla endeble que corría a lo largo de un precipicio, una sólida pared de ladrillo, o una corriente de agua insondable plagada de tiburones.
Volvió la cabeza hacia el reloj. Pasaban unos minutos de las cuatro de la mañana. Con el corazón acelerado, supo que no podría volver a dormirse. Retiró las sábanas con cuidado para no molestar a Laurie y salió de la cama. El suelo de roble estaba tan frío como el mármol.
Se levantó y estiró sus músculos entumecidos. Pese a haber rebasado ya los cincuenta años, Jack todavía jugaba al baloncesto siempre que el tiempo y sus horarios se lo permitían. La noche anterior, en un intento de calmar sus angustias actuales, jugó hasta quedar casi exhausto. Sabía que pagaría el precio por la mañana, y tenía razón. Superó el dolor y la incomodidad a base de flexiones, hasta apoyar las palmas de las manos en el suelo. Después, se encaminó al cuarto de baño, mientras meditaba sobre los niños de su pesadilla. No estaba sorprendido por este tormento reciente. El origen de su angustia actual, el sentimiento de culpa resucitado y la depresión en ciernes era un niño: su propio hijo, de hecho, John Júnior, J. J., como Laurie y él lo llamaban. El niño había llegado en agosto, unas semanas antes de lo previsto, pero estaban preparados para la eventualidad, sobre todo Laurie. Se había tomado toda la experiencia con calma. En contraste, cuando el parto finalizó, unas diez horas después, Jack estaba tan agotado como si hubiera sido él quien hubiera dado a luz. Si bien había colaborado en el nacimiento de sus dos hijas, había olvidado la dificultad emocional de la experiencia. Se quedó aliviado al saber que madre e hijo se encontraban bien y descansaban sin problemas.
Las cosas habían ido razonablemente bien durante el primer mes. Laurie estaba de baja por maternidad y disfrutaba con su recién adquirida condición de madre, pese a los berrinches de J. J. Los temores de Jack de que el niño hubiera nacido con un problema genético o congénito se disiparon. Nunca había admitido ante Laurie que, después del parto y la confirmación de que se encontraba bien, se había precipitado a mirar por encima del hombro del pediatra.
Jack, presa del pánico, había examinado el rostro del niño y contado los dedos de manos y pies. No estaba seguro de poder apechugar con un niño discapacitado, tan culpable se sentía por el destino de sus dos hijas. Le había costado asumir la idea de tener otro hijo, así como la vulnerabilidad y responsabilidad de la paternidad, sobre todo en el caso de que el niño tuviera alguna discapacidad. Se había mostrado reticente a volver a contraer matrimonio. De no ser por la paciencia infinita y el apoyo incondicional de Laurie, no habría dado el paso. En el fondo, Jack no podía desprenderse de la sensación de que estaba condenado a arrastrar al desastre a los seres que amaba.
Cogió el albornoz de la percha que había detrás de la puerta del cuarto de baño y se dirigió a la habitación de J. J. Aún en la oscuridad, Jack admiró la soberbia decoración del cuarto, cortesía de su suegra, Dorothy Montgomery, que había tirado la casa por la ventana para el nieto que ya temía no tener jamás.
El cuarto estaba tenuemente iluminado por varias luces nocturnas situadas a la altura del zócalo. Jack, vacilante, se acercó a la cuna blanca. Lo último que deseaba era despertar al bebé. Conseguir que se durmiera después del último biberón había sido una lucha. Como llegaba muy poca luz a las profundidades de la cuna, Jack no podía ver gran cosa. El bebé estaba tendido de espaldas, con las manos extendidas a los lados en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Escondía el pulgar en el puño cerrado. Un poco de luz se reflejaba en la frente del niño. Sus ojos estaban ocultos en las sombras, pero Jack sabía que debajo había círculos oscuros, solo uno de los primeros síntomas del problema.
La piel oscura había aparecido paulatinamente al cabo de unas semanas, y ni Jack ni Laurie se habían dado cuenta. Fue Dorothy quien llamó la atención sobre esta anomalía. Poco a poco, otros síntomas dieron a conocer su presencia. Lo que al principio había sido calificado de «berrinches» por un pediatra despistado, dio paso con rapidez a noches de insomnio en el hogar de los Stapleton.
Cuando emitieron el diagnóstico, Jack experimentó una sensación de haberse quedado sin aire, como si le hubieran golpeado en la boca del estómago con un bate de béisbol. La sangre abandonó su cerebro de una forma tan drástica, que tuvo que sujetarse a los brazos de la silla en la que estaba sentado para no caer al suelo. Todas sus peores angustias habían cobrado realidad. El temor a que una maldición hubiera recaído sobre sus seres queridos, en especial los hijos, revivió en toda su magnitud. A John Júnior le habían diagnosticado un neuroblastoma, una enfermedad responsable del quince por ciento de las muertes por cáncer infantil. Todavía peor, el cáncer había hecho metástasis e invadido todo el cuerpo de J. J., hasta llegar a los huesos y el sistema nervioso central. John Júnior padecía lo que llamaban «neuroblastoma de alto riesgo», el peor de todos.
Los siguientes meses habían sido un auténtico infierno para los nuevos padres, a medida que el diagnóstico adquiría tintes más sombríos y se decidía el tratamiento. Por suerte para John Júnior, Laurie había conservado la serenidad durante todo este tiempo, sobre todo durante los cruciales primeros días, mientras Jack se esforzaba por no precipitarse en el mismo abismo mental y emocional que había conocido años antes. Saber que John Júnior y Laurie le necesitaban había sido determinante. Con un gran esfuerzo, Jack se sacudió de encima la culpa y la rabia abrumadoras, y fue capaz de convertirse en una fuerza razonablemente positiva.
No había sido fácil, pero los Stapleton tuvieron la suerte de ser derivados a un programa de neuroblastoma en el Memorial Sloan-Kettering Cáncer Centre, donde enseguida se pusieron en manos de la profesionalidad, experiencia y empatia del prestigioso equipo. Durante un período de varios meses, J. J. fue sometido a varias sesiones de quimioterapia personalizada, cada una de las cuales exigió su ingreso en el hospital por si aparecían secuelas preocupantes. Cuando la quimioterapia alcanzó el resultado que se consideraba deseable, J. J. fue sometido a un tratamiento nuevo y prometedor que implicaba la inyección intravenosa de anticuerpos monoclonales de ratón, dirigidos contra las células neuroblastómicas. El anticuerpo, llamado 3F8, buscaba las células cancerígenas y ayudaba al sistema inmunitario del cuerpo a destruirlas. Al menos, en teoría.
El protocolo del tratamiento consistía en continuar ciclos de dos semanas de inyecciones diarias durante un número determinado de meses, o quizá un año, en caso necesario. Por desgracia, al cabo de unos pocos ciclos hubo que detener el tratamiento. El sistema inmunitario de John Júnior, pese a la quimioterapia anterior, había desarrollado una alergia a la proteína del ratón, lo cual provocó un efecto secundario peligroso. El nuevo plan consistía en esperar uno o dos meses, para después volver a examinar la sensibilidad de John Júnior a la proteína de ratón. Si descendía lo suficiente, el tratamiento empezaría de nuevo. No había alternativa. La enfermedad de John Júnior estaba demasiado extendida para recibir terapia con células madre, cirugía o radioterapia.
—Es tan adorable cuando duerme y no llora —dijo una voz en la oscuridad.
Jack se sobresaltó. Sumido en sus pensamientos, no se había dado cuenta de que Laurie estaba a su lado.
—Siento haberte asustado —añadió Laurie, con la mirada fija en su marido.
—Y yo siento haberte despertado —dijo Jack compadecido. Teniendo en cuenta las exigentes circunstancias relativas al cuidado de J. J., sabía que Laurie siempre estaba agotada.
—Ya no dormía cuando has pegado un bote y te has despertado. Tenía miedo de que estuvieras sufriendo otra pesadilla, debido a tu respiración agitada.
—Era una pesadilla. Era mi viejo sueño del coche sin frenos, solo que esta vez me precipitaba hacia un grupo de niños de preescolar. Ha sido terrible.
—Ya me lo imagino. Al menos, no es difícil interpretarlo.
—Eso crees tú —dijo Jack con cierto sarcasmo. Detestaba que lo psicoanalizaran.
—No te alteres —añadió ella. Tocó el brazo de Jack—. Por enésima vez: la enfermedad de J. J. no es culpa tuya. Debes dejar de torturarte por ello.
Jack respiró hondo y exhaló el aire ruidosamente. Sacudió la cabeza.
—Es fácil decirlo.
—Pero ¡es verdad! —insistió Laurie, al tiempo que apretaba con la mano el brazo de Jack—. Ya sabes lo que dijeron los médicos del Memorial cuando insistimos en conocer la etiología. Joder, lo más probable es que haya sido yo, teniendo en cuenta los productos químicos a que estamos expuestos los patólogos forenses. Cuando estaba embarazada, intenté evitar todos los disolventes, pero fue imposible.
—No se ha demostrado que los disolventes sean la causa del neuroblastoma.
—No está demostrado, pero es muchísimo más probable que la maldición sobrenatural con la que no paras de atormentarte.
Jack asintió de mala gana. Tenía miedo del camino que estaba tomando la conversación. No le gustaba hablar de su maldición, del mismo modo que no creía en lo sobrenatural, ni tampoco era muy religioso, dos ideas que creía relacionadas. Prefería ceñirse a la realidad inmediata, cosas que podía tocar y palpar, y reconocer con sus propios sentidos.
—¿Y cuando tomé fármacos para la fertilidad? —dijo Laurie—. Fue otra de las sugerencias del médico. ¿Te acuerdas?
—Pues claro que me acuerdo —admitió Jack irritado. No le gustaba hablar del tema.
—¡La verdad es que no se conoce la causa del neuroblastoma, punto! Escucha, vuelve a la cama.
Jack negó con la cabeza.
—No podría volver a dormirme. Además, son casi las cinco. Lo mejor será que me dé una ducha y me afeite. Me iré al trabajo temprano. Necesito mantener la cabeza ocupada.
—Una idea excelente —dijo Laurie—. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo.
—Ya hemos hablado de eso, Laurie. Podrías volver al trabajo. Contrataríamos enfermeras. Tal vez sería mejor para ti.
Laurie sacudió la cabeza.
—Ya me conoces, Jack. No podría. He de ocuparme de esto en persona, pase lo que pase. Nunca me lo perdonaría.
Laurie miró al niño, que parecía dormir plácidamente, sus ojos algo saltones ocultos en las sombras. Contuvo el aliento cuando una oleada de emoción la inundó, como le ocurría de vez en cuando sin previo aviso. Había deseado muchísimo ser madre. Nunca había imaginado que tendría un hijo que sufriría tanto como J. J., y solo contaba cuatro meses de edad. Ella también había forcejeado con la culpa, pero al contrario que Jack, había encontrado cierto consuelo en la religión.
Había sido educada en la religión católica, pero no era practicante. De todos modos, deseaba creer en Dios, aunque lo hacía de una manera vaga, y conseguía considerarse cristiana. Rezaba en secreto por J. J., pero al mismo tiempo no podía comprender que un ser supremo permitiera que existieran abominaciones como el cáncer infantil, sobre todo el neuroblastoma.
Jack detectó el cambio en el estado de ánimo de Laurie por el sonido de su respiración. Mientras reprimía las lágrimas, pasó el brazo sobre la espalda de su esposa y siguió su mirada hasta John Júnior.
—Lo más difícil para mí en estos días —logró articular Laurie, al tiempo que se secaba las lágrimas— es la sensación de que estamos en un punto muerto. En este preciso momento, mientras esperamos a que se apacigüe su alergia a la proteína de ratón, no lo estamos tratando. En cierta manera, la medicina ortodoxa nos ha abandonado. ¡Es tan frustrante! Me sentía muy esperanzada cuando empezamos con los anticuerpos monoclonales. Era mucho más lógico para mí que el tratamiento con inyecciones de quimioterapia, sobre todo en un niño tan pequeño. La quimio mata todas las células, mientras que los anticuerpos solo matan las células cancerígenas.
Jack quiso responder, pero fue incapaz. Solo pudo mostrarse de acuerdo con Laurie asintiendo con la cabeza. Además, sabía que si intentaba hablar en aquel momento, las palabras se estrangularían en su garganta.
—La ironía es que este es uno de los fracasos de la medicina convencional —continuó Laurie, mientras iba recuperando el control de sus emociones—. Cuando la medicina basada en la evidencia tropieza con un obstáculo, el paciente sufre, al igual que la familia, cuando lo dejan en la estacada.
Jack asintió de nuevo. Lo que Laurie estaba diciendo era desafortunadamente cierto.
—¿Has pensado en alguna medicina alternativa o complementaria para J. J.? —preguntó Laurie—. Quiero decir, mientras tengamos atadas las manos con relación al tratamiento de anticuerpos monoclonales.
Jack enarcó las cejas y miró a Laurie con estupefacta sorpresa.
—¿Hablas en serio?
Laurie se encogió de hombros.
—No sé gran cosa al respecto, si quieres que sea sincera. Nunca lo he intentado, a menos que cuentes los complementos vitamínicos. Tampoco he leído mucho sobre el tema. Por lo que yo sé, todo es vudú, excepto algunas plantas activas desde el punto de vista farmacológico.
—Eso tengo entendido yo también. Todo se basa en el efecto placebo, por lo que yo sé. Tampoco me ha interesado nunca leer nada al respecto, ni mucho menos probarlo. Creo que es para personas con más esperanza que sentido común, o para gente que arde en deseos de ser estafada. Además, creo que es para la gente desesperada.
—Estamos desesperados —dijo Laurie.
Jack escudriñó la cara de su mujer en la oscuridad. Ignoraba si hablaba en serio o no. Pero sí, estaban desesperados. No cabía la menor duda. Pero ¿estaban tan desesperados?
—No espero una respuesta —añadió Laurie—. Solo estaba pensando en voz alta. Me gustaría hacer algo por nuestro hijo. Odio pensar que esas células del neuroblastoma campen a sus anchas.