POSTFACIO

El huevo con truco es la primera novela de James Howe McClure que se publica póstumamente. Es una de sus mejores obras, la de un escritor en pleno uso de sus facultades. Tal vez por ello sea oportuno reservar un pequeño espacio aquí para la memoria de su autor, para decir, como en un susurro, que la muerte de James McClure, Jim para sus amigos, causó un enorme dolor entre cuantos tuvimos ocasión de frecuentarle durante el que, a la postre, sería el último verano de su vida. El reencuentro vino propiciado por la publicación de El leopardo de la medianoche, que tuve el honor de traducir para Editorial Funambulista, cuando Jim aún estaba vivo, y ninguno de los que le conocimos podía imaginar siquiera que la muerte rondase tan cercana. Apenas un año después, recibíamos un desolador correo electrónico de Lorly McClure, su esposa. La leucemia había vencido a Jim, después de un largo combate, el 16 de junio de 2006. Dos semanas después, cumplido al fin un tramite laboral que había arruinado mi ultima posibilidad de verle con vida (se encontraba ya muy enfermo en la Semana Santa de 2006), tomé un ferry en Dunkerque. Sentía una profunda necesidad de atravesar el Canal para llevarle mi adiós, para expresarle a su familia mi más sentido pésame, unido al de otros lectores y amigos de lengua española.

Recuerdo que el ferry abandonó la rada de Dunkerque hacia las dos de la madrugada, una madrugada fría y húmeda que dio paso, sin embargo, a un radiante, interminable día de verano: Inglaterra entera parecía hechizada bajo la tórrida luz estival. ¡Qué mal casa la luz del verano con la evidencia de la muerte, y a la vez, como bien analizara De Quincey, de qué manera tan extraña la potencia! Circulé, durante horas, por la circunvalación londinense, hasta dar al fin con la conexión hacia Oxford, y una vez en Oxford, con la mágica comarcal que lleva a Wallingford. No bajaba de los 42 grados, el estío exhalaba todo su esplendor sobre la campiña inglesa, sobre la torre normanda, sobre las viejas callejuelas y plazas, y la voz de Lorly McClure sonaba calmada y serena al otro lado del teléfono. Me citó a las cinco de la tarde en la cafetería del hotel George. Durante las horas siguientes, hasta el final de un apoteósico día de verano, Lorly y sus hijos me guiaron por los escenarios que habían conformado la vida habitual de Jim: el sendero junto al Támesis que recorría cada atardecer, el pub que frecuentaba y que había terminado por convertirse para él en un pequeño remedo de la Comedia Humana. El pub había abierto una terraza al aire libre y allí, sobre tres Lagers, compartí junto a Lorly, Alastair y John McClure mi tributo de despedida en honor a su memoria. Rehicimos el camino que el féretro seguiría tres días después, en dirección al viejo cementerio normando. Compartimos una pizza en el apartamento que Jim había abandonado tan repentinamente, tan bruscamente, cuando sobre su mesa de trabajo aún se apilaban, vibrantes, los cuatro primeros capítulos de la novela sobre Oxford que ajetreaba su cabeza y que ahora ya no tendrá continuación. En la sala de estar, Jim nos miraba desde las fotos que su hija había distribuido por las paredes del cuarto. En Batusolandia, hacia finales de los años 50, su época de fotógrafo y reportero, Jim aparecía como un Kipling tardío, con sus blancos bombachos coloniales, su sombrero requintado, sus ojos escrutadores. Pero la que más me impresionó fue una foto suya de comienzos de los años 70, dos años después de ganar el Golden Dagger Award en 1971 con El cerdo de vapor, y aún fresco de imprenta su vasto trabajo de investigación sobre el trabajo de la policía británica, que había despertado ronchas entre los estratos mas altos del ministerio británico de Interior. My father was so cool, dijo Kirsty McClure, y en verdad, en ese hombre que nos miraba satisfecho, empuñando su Dagger Award, había algo de Michael Caine, el Michel Caine de Get Carter.

El calor empezaba a amainar, la tarde declinaba hacia un lento anochecer, y en un momento dado sentí en aquella sala la presencia de una vida entera que se coagulaba en el rojo atardecer sobre el Támesis. Había algo de Sudáfrica en aquel cielo desgarrado.

James McClure nunca fue sentimental en su literatura: fue sarcástico y sincero y certero hasta la última línea de esa novela incompleta cuyos folios aún reposaban sobre su mesa de trabajo, y en la que había seguido trabajando hasta hacía sólo dos semanas. Pero no es el momento de hablar del escritor, sino de la persona, y ni yo ni sus amigos españoles hemos conocido a muchas personas que se hicieran querer más, que atrajesen de una manera tan inmediata la amistad y la cordialidad. Nunca se blindó ni se acorazó detrás de su condición de escritor, nunca la paseó como un emblema, porque escribir para él era una un hecho natural de su existencia, nada de lo que debiera enorgullecerse especialmente. Lo cual le granjeó muchos amigos, pero a su vez, en cierto modo, le alejó del reconocimiento merecido. Nunca fue maniqueo, no recurrió a un solo estereotipo, nunca predicó para los ya conversos: su obra no fue un reflejo sino una emanación de la Sudáfrica que abandonó en 1965 junto a Lorly McClure, con apenas 40 dólares en el bolsillo. A lo largo de los 30 años posteriores creó una extraña saga que pasará a incorporarse al mejor corpus legado a la novela negra de todos los tiempos.

Lo más duro al trazar una breve despedida de James McClure es utilizar todos los verbos en pasado. Hacia las once de la noche, John y Alastair me devolvían a mi hotel. Antes de despedirnos, compartimos una última cerveza frente a un televisor en el que un delantero británico fallaba el último penalti de un partido contra Portugal. La breve noche veraniega trazaba estrías azuladas por las calles de Wallingford, y estaba llena de vida. Un gran narrador nunca muere del todo: las líneas de alta tensión de su obra siguen iluminando nuestra noche. Pero los amigos sí se van, y dejan un enorme vacío detrás. Entrechoqué la mano de John y de Alastair, con una profunda melancolía enfilé escaleras arriba, hacia mi cuarto. Tres días después, un coro zulú acompañaría a Jim McClure en su último viaje. La desgarradora melancolía de sus cánticos se elevaría hacia el cielo inmaculadamente azul del verano inglés. Imposible imaginar mejor homenaje.

Ramón García

Luxemburgo, enero de 2007