XIX

CUANDO ZONDI METIÓ EL MORRO del coche justo detrás del Land Rover a rayas cebra en Azalea Mansions, Simón y Garfunkel andaban de nuevo levantando un puente sobre aguas turbulentas. De Bruce Newbury, lo único que se podía ver era un par de pies que sobresalían por debajo de la camioneta Ford de color gris. No había nadie más por aquellos andurriales.

—¡Aquí tenemos la mitad de nuestro guión! —murmuró Kramer—. Pero, dime, Mickey ¿de dónde has sacado esta idea tan disparatada?

—Del Acto II, Escena II, jefe.

—Ya, me lo imaginaba. ¿Preparado?

—Casi, mi teniente —y mientras respondía, Zondi se sacó un alfiler de la solapa, pasó con fuerza la punta por el dorso de su mano izquierda y luego se dio un manotazo sobre el arañazo que se había hecho—. Un minuto más y verá que es algo serio, muy serio…

—¡Ah!, buen truco…

—Hace mucho tiempo, trabajé tres meses en el Ayuntamiento. Todos los viernes por la noche había estupendos combates de lucha libre. Los luchadores ponían un alfiler en la toalla y se lesionaban la frente antes del último asalto. El otro lo sabía, y le golpeaba ahí. Y entonces brotaba sangre a mansalva y la gente enloquecía.

—Ya tiene un aspecto interesante, Mickey. ¿Vamos?

Salieron del coche y Kramer se acercó a la camioneta gris.

—Bruce, aquí nos tienes, de vuelta… Zondi se ha cortado la mano… Vicki… ¿tendrá tiritas?

—Espere un momento… —Bruce Newbury se deslizó bajo el vehículo y parpadeó frente a la luz, mirando los dedos ensangrentados de Zondi—. Esto… sí, vaya a preguntarle. Está dentro con Amanda, preparando la comida.

—Venga, Mickey, llama a la puerta, ¡hombre!

Zondi les dejó y fue a cumplir las órdenes.

—¿Cómo se ha hecho esto? —preguntó Bruce Newbury, poniéndose de pie y quitándose la grasa de las manos en el mono de trabajo—. ¿Una pelea?

—No, simplemente metiendo una cosa en la maleta del coche. Es una sorpresa; ¿me puede ayudar?

—Si mis manos están lo bastante limpias… ¿Para quién es?

—¡Ah!, para Theo… me gustaría trasladarlo mientras no esté por aquí. ¿Está en su piso?

—Sí, por fin fue a telefonear a la funeraria.

—Abbott trabaja realmente bien…, se lo diré. Sería terrible que diera con uno que quisiera embadurnar la cara de su madre con maquillaje. ¿La vio alguna vez? El sábado pasado, por ejemplo, cuando estuvo aquí…

—No, nunca la vi. Yo también me había cortado en la mano y estaba dentro, en el cuarto de baño, poniéndome algo.

—¿Y en los periódicos?

—Sólo una foto, pero de cuando era joven; todos sacan la misma.

—Ajá… bueno, de todos modos ella nunca se pintaba, ni siquiera los labios, así que quedaría horrible. ¿Me puede echar una mano ahora?

—Vaya adelante, hombre, vaya adelante…

Así que Kramer fue adelante y vio a Zondi entrando en el piso de Stilgoe en el momento en que él se colocaba detrás del vehículo policial. Abrió la maleta, aspiró a fondo en silencio, y dejó que se levantara el capó.

—¡Cristo crucificado! —exclamó Bruce Newbury, contemplando con unos ojos enormes el contenido de la maleta—. ¿Cómo…?

Era la cabeza de Naomi Stride, con rizos y todo, esculpida por Kwakona Mtunsi, a la que le habían dado una mano rápida de cal para que la arcilla se convirtiese en algo parecido a escayola de París.

—¿Por qué se queda con la boca abierta, Bruce? —preguntó Kramer—. No se trata de esa clase de sorpresas, ¿sabe?, sólo algo bonito, para que Theo lo ponga en la sala.

—Bueno, pero no creo que él…

—Pero usted supo quién era, ¿no es cierto?, a pesar de que está mucho más envejecida que en esa vieja foto de los periódicos.

—¿Qué está usted tratando de…?

—¡Chuuut! Cállese un momento —dijo Kramer.

No se oía más sonido que el de Simón y Garfunkel.

Kramer echó un vistazo al radiocasete y añadió:

—Ahora ya sé cómo los oyeron. Ese chisme no sólo reproduce cintas, ¿verdad? Puede fingir que lo apaga y, en cambio, apretar la tecla de grabación.

En ese momento Bruce Newbury sacó a relucir su propia sorpresa.

—Actué con naturalidad —dijo, sonriendo detrás del cañón de una Mágnum 357 envuelta en un trapo aceitoso—. Camine hacia nuestro piso y no intente nada, teniente.

—¡Demonios!, creí que estaba actuando con naturalidad —dijo Kramer, maldiciéndose en su fuero interno por marcarse tantos con lo del magnetófono precisamente en el peor momento—, y en realidad me ha salido de puta pena.

ZONDI SE ESTABA LAVANDO la mano bajo el grifo de agua fría del cuarto de baño de la Stilgoe mientras Vicki preparaba un poco de algodón y buscaba un frasco de antiséptico.

—Dígame —le preguntó ella—, ¿de qué hablaba antes, en el coche, con Amanda?

—Quería usar la radio, señora, y tuve que explicarle que no era para jugar.

—¡Ah! Por ella, me dio la impresión de que habían tenido toda una charla. Que le había hecho preguntas.

—¿Qué niño no hace preguntas, señora? —respondió Zondi, sonriente.

—No es eso lo que quería decir.

—¿No, señora?

—Está usted acostumbrado a los niños, ¿verdad, sargento Zondi? ¿Tiene usted hijos?

—Tengo gemelos y…

—¿Y cómo se porta? ¿Con los niños…?

—Vicki —dijo Bruce desde el pasillo—. ¿Puedes decirle al sargento Zondi que venga aquí un momento? Tromp quiere verle.

Zondi cerró inmediatamente el grifo y se dirigió a la puerta.

—LO SIENTO, MUCHACHO —dijo Kramer al ver los ojos que ponía Zondi—. Me parece que apreté un poco demasiado las tuercas para que el rey tuviera estúpidos remordimientos.

—¡Cierre el pico! —bramó Brucé Newbury—. Tú, boy, ponte delante de tu jefe, y usted, Kramer, ahí de pie, pegadito a él. Bien. Si alguno de los dos hace algún movimiento, sólo tendré que disparar una vez; esta Mágnum los atravesará a ambos. Y, ahora, despacio, hacia atrás, por el pasillo.

Kramer y Zondi obedecieron. Apareció Vicki Stilgoe en la puerta del baño, con cara de asombro.

—¡Quédate dentro hasta que hayamos salido, Vicki! —dijo su hermano—. No quiero que te metas en esto.

—Pero, Bruce, ¿qué demonios ha pasado?

—Primero vamos a meterlos en la sala. Vete y cierra la puerta de entrada, así Kennedy pensará que nos están interrogando y no querrá meter sus narices…

Kramer la miró recorrer el pasillo y cerrar la puerta sin darse cuenta de que el seguro del cerrojo Yale estaba levantado, lo cual significaba que Kennedy no necesitaría llave para entrar.

—Vosotros seguid hacia atrás, muy despacio —dijo el hermano—. ¿Dónde está Amanda, Vicki?

—En su cuarto, jugando…

—Ciérralo.

Vicki Stilgoe fue detrás de ellos y cerró con llave de la última puerta del pasillo. Kramer caminó hacia atrás, entrechocándose con Zondi, entró en el salón, se vio a sí mismo sobre una alfombra verde. Curiosamente, su mente se concentraba en detalles sin importancia. Se fijó en una talla africana, igual que la del escaparate de Arte Afro, y en una fotografía grande, en color, de Amanda, con marco dorado. Dejó de nuevo la alfombra para pisar el parquet, y entonces notó en el hueco de la espalda el alféizar de la ventana, y oyó el ruido de las contraventanas al cerrarse. La habitación se hallaba en una penumbra fresca y agradable.

—Párese exactamente donde está —ordenó Bruce Newbury—. Vicki: cierra la puerta…

Apartó el trapo aceitado de la Mágnum.

—Pero, Bruce… —dijo Vicki, mientras cerraba la puerta.

—Venían a por nosotros.

—¿Cómo lo sabes? Seguro que…

—El magnetófono, todo. Hizo trampa… tenía una cabeza en el coche.

—¿Una cabeza? ¿Qué cabeza?

—La de esa zorra, la amiga de los terroristas.

—¡Jesús! ¡No me lo puedo creer!

—No, no, una reproducción, una especie de busto. Pero parecía tan real que yo…

—¡Imbécil!

—¿Por qué dice eso de Naomi Stride? —preguntó Kramer—. «Amiga de los terroristas» y…

—¡Lea ese puñetero libro! —bramó Bruce Newbury.

—¿Qué libro?

—El de ella. Sol de invierno, boer ignorante, hijo de puta…

—No puede, aquí está prohibido —dijo Vicki Stilgoe con una risita seca.

—¡Y debería estar prohibido en todo el jodido planeta! Tú, cabrón, venga, saca la pistola cogiéndola por la culata sólo con dos dedos.

—¡Guau!, ¡yo no tengo pistola, amo! No soy más que un bantú y nosotros…

—¡No pretenderás que mi hermano se trague esa patraña, negro de mierda! Sabemos que tienes pistola; ese cretino hijoputa que tienes detrás se jactó de ello anoche.

—¡Oh!, así que por eso somos hoy puro nervio y hemos metido una Mágnum entre las herramientas, ¿eh? —dijo Kramer—. Tienes razón, no debí abrir la boca ayer y…

—¡Entonces, ciérrala ahora, soplapollas! Y tú, boy, será mejor que hagas lo que te he dicho, y ¡rápido!

Zondi metió la mano en el interior de la chaqueta, sacó su Walther PPK y la sujetó, colgante ante su pecho.

—Ahora tírala al suelo, a mis pies.

Zondi obedeció, y Bruce Newbury la metió debajo del sofá de una patada, sin quitarles los ojos de encima ni un segundo.

—¡Válgame Dios!, me parece que esta mañana, al vestirme, me olvidé de algo —dijo Kramer, chasqueando la lengua—. ¿Podréis creer que…?

—Déjate de chistes, gorila. Y haz lo mismo, pero da medio paso de lado para que pueda verte.

Kramer sacó su Walther PPK y la echó a los pies del hombre, que la apartó también de una patada, hacia el sofá.

—¿Y ahora qué, Bruce? —preguntó la hermana.

—Tendremos que marcharnos, eso es todo. Olvidémonos del negro, y que el jefe nos lleve en su coche. Será una buena protección.

—Eso es demasiado arriesgado. Mátalos a los dos y…

—No, es nuestra mejor baza. Si Kennedy nos ve marcharnos, podremos decir que…

—Pero, Bruce, ¡de este hijoputa no podemos fiarnos! Ni siquiera llevándolo con una Mágnum en la espalda.

—Sé lo que me hago, Vicki, así que estate callada, ¿eh?

Este tipo miente, pensó Kramer. Su mejor baza para escapar era matar a los dos policías de la forma silenciosa y rápida en que había sido entrenado.

Boy —dijo Bruce Newbury—, mete las manos en los bolsillos del pantalón, bien adentro.

Mientras Zondi lo hacía, Vicki Stilgoe dijo:

—¡Mierda, acabo de darme cuenta de una cosa! Teníamos que haberlo adivinado, Bruce.

—¿Qué?

—Que las cosas iban mal. Kramer estuvo esta mañana en la cocina con Theo, casi media hora, pero Theo no me quiso decir después de qué habían hablado. Por primera vez no me lo ha contado todo.

—¿Y qué? —Bruce Newbury se encogió de hombros—. Ya es demasiado tarde. Toma, acércate por este lado y cógeme la pistola de manera que no deje de apuntar al cretino éste. Y tú, será mejor que no intentes nada, boy. Muévete despacio hacia la derecha.

Vicki Stilgoe cogió la Mágnum, y el hermano se apartó de ella un paso, con los ojos fijos en Zondi.

—Estos cacharros pegan un jodido culatazo —le indicó Kramer, señalando la pistola con la cabeza.

—¿Y por qué piensa que le apunto a…?

—¡Ah!, envidia del pene, señorita —dijo Kramer.

Pero tenía los ojos clavados en Bruce Newbury, que avanzaba lentamente hacia Zondi diciendo:

—Ahora quiero que descanses un poco, boy, siéntate en el sofá. Siéntate bien para atrás y ponte cómodo.

O, en otras palabras, pensó Kramer, no te quedes de pie para que no tengas ni la más puñetera opción de esquivar lo que viene a continuación. Se imponía dar, a toda costa, con una distracción momentánea. Kramer dio un paso adelante y dijo:

—Oiga, escuche…

—¡Quieto! —silbó Vicki Stilgoe, y el hermano se dio la vuelta, en guardia.

—Lo apropiado aquí sería decir «¡alto!», ¿sabe, señorita? Yo sólo quería…

—Ni un movimiento más o disparo. ¡Deprisa, Bruce!

El hermano saltó sobre Zondi. El golpe cortante en el cuello hubiera sido fatal, pero el cuchillo afilado como una navaja de afeitar de Zondi recibió la fuerza del golpe y se llevó de cuajo dos dedos del agresor. Este soltó un grito y giró sobre sí mismo, salpicando de sangre la cara de su hermana, con lo que su primer disparo, casi a ciegas mientras Zondi se tiraba al suelo, dio en el hombro de Newbury, del que salieron despedidas esquirlas de hueso que fueron a dar contra el retrato de Amanda. Kramer se echó también al suelo, agarró la alfombra y le dio un violento tirón. Vicki perdió pie y cayó de espaldas, y su segundo disparo se incrustó en el techo justo en el momento en que su hermano caía derribado entre sus piernas. Kramer dio un notorio pisotón sobre la muñeca derecha de la joven, y Zondi se arrastró por el suelo, con el traje hecho trizas, para desarmarla.

—¿Qué pasa? ¡Santo Cielo! —exclamó Theo Kennedy, que entraba en tromba en el cuarto y se detuvo con un respingo y la boca abierta; sus oídos ensordecidos casi no podían oír su voz debido a los gritos de la niña que lloraba—. ¡Vicki! ¡Esto es alucinante!

—¡Ah! —dijo Kramer, optando por la forma más amable que se le ocurrió de poner al pobre chico en antecedentes—, sólo estábamos demostrándole a su exnovia, aquí presente, que Zondi y yo no siempre acabamos con el personal a tiros.

LA NOTICIA DE LAS DETENCIONES en el caso Stride le llegó al coronel Muller en un descanso que se arbitró durante el interrogatorio del supuesto Peerswammy Lal, para poder echar una ojeada al correo de la mañana. Una carta le causó verdadera impresión.

Era un viejo recorte de periódico, que llegó en un sobre marrón, y que no traía carta adjunta. Trataba del supuesto suicidio de un detenido político hindú, en Johannesburgo; Ahmed Timol, de treinta años.

El coronel Muller leyó de nuevo lo que el jefe del DIC había declarado al periódico:

Timol estaba sentado en una silla, en silencio. Los policías de seguridad se hallaban con él. En un momento dado, dos de ellos salieron de la sala. Entonces, Timol dio de repente un salto hacia la puerta. Un agente se movilizó y corrió hasta la puerta, deteniéndolo. Pero, entonces, el indio se lanzó hacia la ventana y saltó por ella. Nadie le asustó ni le tocó. La autopsia lo demostrará.

El coronel Muller saltó hasta los comentarios del jefe adjunto de Seguridad, que explicaba que no había barrotes en la ventana del décimo piso porque por allí nadie podía entrar.

Nosotros, que conocemos a los comunistas, sabemos que cuando planean emplear la violencia consiguen que sus adeptos juren suicidarse antes que dar los nombres de sus camaradas. Les enseñan a saltar por la ventana antes de ser interrogados.

A lo que el jefe adjunto de Seguridad añadía:

No amenazamos a nadie ni agredimos a nadie, y por lo tanto consideramos que nadie quería escapar del décimo piso. Era una investigación ordinaria. No se necesitan barrotes Sólo dos agentes veteranos se ocupan de estos casos. No son novatos, de manera que se limitan a sus derechos y a las funciones encomendadas.

Strydom, leyendo por encima del hombro del coronel Muller, señaló:

—Bueno, me parece que no entiendo por qué te has puesto en este estado, Hans. Lo que vengo a decirte es mucho más…

—Pero, doctor, ¿es que no ve la relación con Zuidmeyer?

—Zuidmeyer nunca tuvo nada que ver con el asunto de Timol. Si miras la fecha, verás que estaba…

—¡Ah!, ¡no me seas meticuloso, hombre! ¿Es que el décimo piso no es un denominador común suficiente?

—Sí, de acuerdo, pero…

—¡Pero nada, hombre de Dios! ¿Cómo es que me llega este documento? ¿Se ha caído del cielo? ¿Qué significa? ¿Acaso alguien se ha enterado del caso Zuidmeyer?

Strydom miró el reloj y dijo:

—Puede ser, supongo; aunque, por descontado, yo no le he dicho nada a nadie, y no me imagino quién puede haber sido.

—¿Y qué pasa con Van Rensburg?

—¡Hum, tiene la cabeza en otras cosas! Acabo de convencerle de que de poco serviría sonsacar a un exorcista… o, más bien, a un hechicero que le recomendó Nxumalo. ¿Te han contado lo de esa broma tan pesada que le gastó Piet Baksteen?

—¡Dios del cielo! ¿Bromas, en un momento como éste? Tengo que localizar a Tromp y decirle que…

—Por eso he venido, coronel. Dígale a Tromp que he consultado los resultados de las contusiones de la señora Zuidmeyer, y que, al parecer, tenía razón: se hizo probablemente las marcas cuando Zuidmeyer intentó reanimarla.

—¿Entonces mentía el hijo? —dijo el coronel Muller, alcanzando el teléfono que empezaba a sonar—. Sí, coronel Muller al habla. ¿Tromp? ¿Puedo preguntar qué has estado haciendo toda la mañana? Estoy… ¿Qué has dicho?

Y, por el momento, se olvidó por completo del misterio del viejo recorte de periódico. Nunca antes en su vida había tenido una mañana como aquélla, con el Time y el Newsweek y Der Spiegel merodeando por allí, por no mencionar todos los equipos de televisión. Además, en un intento de recuperar su libertad y seguir cuidando de Amanda, Vicki Stilgoe declaraba que estaba dispuesta a aportar pruebas al fiscal contra su hermano, Bruce Newbury, y a contar a los policías cuanto quisieran saber.

CON ENORME LENTITUD y tan gradualmente que era imposible ver cómo progresaba, el sol iba corriendo un dibujo enrejado sobre el suelo del cuarto en que Ramjut Pillay llevaba sentado desde mucho antes de la hora del almuerzo, esperando a que lo arrastrasen encadenado, lo arrojasen a un profundo y tenebroso calabozo, y lo dejasen allí abandonado para cumplir la penitencia debida a sus muchos pecados.

—¿No te gusta la sopa de zanahoria? —le preguntó el sargento negro que le vigilaba mientras afinaba una guitarra—. Estará ya casi fría.

—Sólo pan y agua para Ramjut Pillay, amable carcelero —le respondió con voz temblorosa, paladeando hasta el fondo su culpa, tal y como el Mahatma debió de gozarla en su estado sagrada iluminación.

La culpa, había descubierto Ramjut Pillay, era una actitud mental para la que tenía extraordinarias aptitudes, y cuanto más se obligaba a sentirse culpable, mayor se hacía la conciencia de su auténtico ser. Y para entonces, otro de sus lados había ido flaqueando y debilitándose en sus intentos por ser oído sobre los latidos de su pecho.

—Entonces, me la tomaré yo —dijo el sargento negro, cogiendo la escudilla de estaño.

Soy culpable —pensó Ramjut Pillay— de hacer, tras estos barrotes, que este pobre hombre sea un prisionero aún más miserable que yo, porque, si no fuera por mí, podría salir de aquí y que le calentasen la sopa de zanahoria.

—¡Puah! —exclamó el sargento negro, volviendo a escupir la sopa en el tazón—. ¡Hay una mosca dentro! ¿Por qué no me lo dijiste, listillo de mierda?

—¡Me confieso culpable de no haberlo sabido! —exclamó Ramjut Pillay, rasgándose un poco más las vestiduras—. Soy también culpable de la muerte de ese infortunado insecto, que no se habría ahogado si yo me hubiera tomado mi sopa de zanahorias. ¡Pégame, golpéame en la cabeza, muele mis huesos bajo tus venerados pies!

Pero el sargento negro se echó a reír y dijo:

—Todos son culpables cuando están en comisaría, y eso es bueno, pero no tienes que preocuparte por la mosca… a lo mejor le dio un ataque al corazón.

Ramjut Pillay le miró, desconcertado.

—No, de lo que tienes que preocuparte —continuó el sargento negro— es de cuando el teniente Kramer mande a por ti. Pero ahora trata de estar callado, que esta mañana ha habido un arresto importante y tengo que componer una canción sobre el particular.

Y cogió su guitarra. Pero antes de que pudiera pulsar la primera nota, la puerta se abrió de un golpazo y apareció, sonriente, el sargento Zondi, con la camisa salpicada de sangre.

Estoy salvado, consideró otro de los lados de Ramjut Pillay.

KRAMER ESTABA JUGANDO con el viejo recorte sobre su mesa y notó que tenía rastros de pegamento por detrás; cogió el teléfono, sacudió el auricular, y volvió a colocárselo en el pámpano de la oreja.

—Así está mejor, este teléfono necesita un poco de marcha. Bueno… ¿Qué me estaba diciendo, mayor Zuidmeyer?

—Le confirmaba que Ahmed Timol nunca ha estado a mi cargo… y de todos modos, eso fue después de mi época. ¿Por qué lo pregunta?

—¡Ah!, el coronel y yo estábamos comentado hace un momento lo difícil que lo tuvo usted, y encima, ahora, la tragedia de su esposa… y salió el nombre; eso es todo.

Se produjo un silencio.

—¿Sigue usted ahí, mayor?

—Anoche…

—¿Sí?

—Bueno, admito que anduve en unos cuantos líos. Anoche me puse a mirar viejos álbumes de fotos, recordando los buenos tiempos con Marie, cuando los dos éramos jóvenes y estábamos en la sabana. La vida sencilla, unas pocas peleas entre bandas, robos de ganado; una puñalada de tanto en cuando, algún incendio de pajares, y así. Y mis álbumes de recortes, porque me dedicaron muchas notas agradables de los tribunales desde que ingresé en el DIC. Marie era la que tenía tiempo para tenerlos al día, y vi que había unos cuantos que yo personalmente no habría incluido. Había dos sobre Ahmed Timol, y en la misma página quedaba un hueco, del que habían arrancado otro recorte. No le puedo decir si se refería a Timol o no, pero me ha parecido muy extraño que ese nombre surgiera de nuevo en una conversación como la que mantuvieron ustedes.

—No sabía que hubiera estado en el servicio rural —dijo Kramer, saludando con la cabeza a Zondi, que acababa de aparecer en la puerta con un hindú pequeño y asustado. Luego cubrió el micrófono con la mano y le dijo—: No tardaré mucho, Mickey. Pon agua para el té.

—¡Ya lo creo! Anduve cuatro años a caballo —dijo Zuidmeyer—. El mejor trabajo que hay en la policía para un joven.

—Eso me recuerda…, ¿está todavía en casa Jannie, mayor?

—Volvió anoche, sobre las once; no hablamos, pero eso lo respeto. Necesita tiempo para adaptarse.

—¿Y hoy?

—Es curioso, acaba de llamarme. Quiere que vaya a las cuatro al despacho de unos abogados, Grant & Boyd-Smith; ¿sabe dónde están?

—¿Grant & Boyd-Smith? No, mayor.

—¡Ah, bueno, lo encontraré en el listín telefónico! Dice que tienen el testamento de su madre, aunque a mí me pilla de nuevas, no sabía que lo hubiera hecho. Yo estaba siempre trabajando, y con los años, ellos… ellos estuvieron muy unidos, desde luego, así que…

—Mayor, perdone que le interrumpa… Es que acaba de llegar el coronel y quiere que interrogue al detenido del caso Stride.

—Ya, he oído lo de los arrestos por la radio, en un avance. Un trabajo excelente, joven. Pero no quiero entretenerle; hasta la vista, de momento.

—Adiós, mayor.

—¿Jefe? —preguntó Zondi en cuanto vio que había colgado—. ¿El recorte, lo mandó el hijo?

Kramer asintió.

—Estoy casi seguro de que sí, Mickey. Probablemente era demasiado joven cuando ocurrió todo aquello para saber que en la época del asunto Timol su padre ya no estaba en Seguridad. Pero no me preguntes qué pensará sacar dándole ese susto al coronel esta mañana.

Después, volviéndose al detenido, dijo:

—Muy bien, Ramjut, ¿qué vamos a hacer contigo, eh?

El pequeño hindú levantó sus muñecas esposadas hasta taparse las gafas redondas borrosas, dobló las piernas por las rodillas, y se hubiera caído de bruces ante Kramer si Zondi no le hubiera vuelto a poner en pie.

—Compórtate —le dijo—. Esto no es el templo.

—¡Oh, poderoso teniente vengador, haz conmigo lo que desees! ¡Grandes son mis pecados contra los correos y las personas, y nunca negaré que soy muy culpable!

—Ya lo creo que lo eres, sólo con que sea verdad la cuarta parte de lo que dices aquí —dijo Kramer golpeando con un dedo las notas del coronel—. Pero cuanta verdad me interesa, Ramjut, es saber si esa carta azul está escondida en un agujero, debajo de un árbol, cerca de tu casa.

—¡En verdad, verdad, en una bolsa de plástico, como prueba número cinco!

—Ah, sí… ya veo, para que las hormigas no se la lleven, ¿eh? Eso ha sido cosa inteligente.

—¿De veras? —dijo Ramjut Pillay.

—Mientras lo subías aquí, Mickey —dijo Kramer a Zondi— he hablado con el coronel. Vicki Stilgoe lo está cantando todo, incluido lo de la carta azul. Dice que nunca pudo entender por qué no hicimos nada al respecto, porque parece hecha para demostrar claramente que algún judío de la universidad podía ser el asesino de mamá Stride.

—Pero no era al caso, jefe. Me pregunto pues ¿cómo, ella…?

—¡Ah!, hombre, no es tonta. Lo planeó para que descubriésemos que el tipo era inocente y luego nos dedicásemos a intentar descubrir quién había tratado de inculparle.

—¿Y así una y otra vez, jefe?

—Ni más ni menos, hasta que nos cansásemos y renunciásemos a ello, pero dándonos siempre a entender que tenía que ser algún intelectual que Naomi Stride hubiera metido en alguno de sus libros.

—¡Guau! ¡Un buen plan, jefe!

—Que quizá hubiera funcionado estupendamente si este cuatro ojos no hubiera andado guardándosela. Y, por cierto, ¿sabes lo de las otras cartas azules de antes? ¿Las que usó para crear la idea de una serie, si todo hubiera ido como había planeado?

—¿Las que pusieron tan nerviosa a la señora Stride que ni siquiera las enseñó a sus amigos? ¿Eran amenazas?

Kramer no pudo evitar una sonrisa.

—No, simplemente críticas a sus libros, que mordían ahí donde dolía. De modo que poco hubiera importado si se las hubiera mostrado a sus amigos… sólo que, como esperaba la Stilgoe, ella… —sonó el teléfono—. Sí, aquí Kramer, coronel. Estoy ahí en dos minutos.

—En dos minutos se decidirá el destino de Ramjut Pillay… —dijo el pequeño hindú, poniéndose otra vez de rodillas.

—Un minuto —dijo Kramer—. Quítale las esposas, Mickey.

—Pero ¡oh, poderoso…!

—Escucha, Pillay, puede que te debamos un favor, ¿eh? Pero es más importante que te des cuenta de cuánto maldito papeleo nos llevaría procesarte por ocultar esa prueba. Declaraciones de la policía de ferrocarriles, del vagabundo, los doctores, enfermeros, tus compañeros de trabajo, y Dios sabe cuántos más. Por no mencionar a todos los mandos que la administración de Correos querría que añadiésemos. Así que sugiero lo siguiente: que volvamos a recoger las cosas que están debajo del árbol y que cambiemos tu historia, y que digamos que se las entregaste al sargento Zondi el martes, cuando te interrogó por primera vez en Jan Smuts Close. ¿Lo has entendido?

—Sólo que si usted estuviera en posesión de esos documentos, señor, entonces usted habría…

—¿Y qué diferencia hay? La carta azul no nos engañó, eso es todo, y por eso no le seguimos la pista. ¿Lo entiendes ahora? ¿Y te importaría borrarte esa expresión de culpabilidad de la cara?

—¡Ahora mismo, por Brahma! —gritó, complacido, Ramjut Pillay.

VICKI STILGOE OBSERVABA todos los movimientos del coronel Muller, pero eso no era, ni mucho menos, lo que le hacía sentirse incómodo por tenerla en su despacho. Jamás, en toda su vida, había encontrado a una mujer tan fría, con tal dominio de sí misma, completamente desprovista de cualquier remordimiento aparente.

Cogió el teléfono y marcó el número de Kramer. Encendió otro de los cigarrillos que guardaba en un cajón, para casos de emergencia, y puso mala cara ante el sabor punzante y fino de aquella cosa, comparada con su tabaco de pipa. Estaba rabioso con quienquiera que, aquella mañana, hubiera sido el comprador de una rosa amarilla y una tarjeta de felicitación. Hubiera querido conocer su identidad porque, al muy cerdo, aquello le iba a costar, sin la menor duda, el precio de una pipa de brezo nueva. ¡O de una de espuma de mar!

—¡Tromp, Tromp, Tromp, contesta, condenado! —dijo entre dientes, porque hacia cinco minutos que le había llamado por última vez y no podía imaginar dónde podía estar metido todo ese rato.

—¿Y se supone que yo tengo que seguir aquí sentada? —preguntó Vicki Stilgoe.

—Exactamente, usted seguirá ahí sentada —dijo el coronel Muller, marcando el número del oficial de servicio—. Pero no se preocupe, ya no quiero hacerle más preguntas.

—¿Ninguna más?

Miró sus apuntes.

—¿Fue su hermano el que hizo perder el tiempo al señor Kennedy, teniéndole en un hotel de Durban la noche del crimen?

—Sí, queríamos facilitarle una coartada blindada para que la policía le dejase en paz. ¡A él y a mí!

—¿Por qué escogieron la noche del pasado lunes para matar a la difunta?

—Tenía que ser después de un fin de semana, para que pareciera que la carta anónima la habían echado al correo para que llegase el lunes.

—Pero ¿por qué no el lunes anterior?

—Era el cumpleaños de Amanda.

—¿O el martes anterior a ése?

—No estábamos preparados. Bruce estaba todavía estudiando el terreno.

—¿Se da cuenta, ahora, de que, en cierto sentido, lo dejaron para demasiado tarde?

—Fue un error, que no podíamos prever.

—Pues por eso los hemos atrapado.

—No, se ha debido a un error distinto.

—¿Qué error?

Vicki apartó la mirada y no contestó.

El coronel Muller marcó otra vez el número de Kramer, pero siguió sin haber respuesta. Decidió darle un minuto más antes de que se armara la gorda.

—Señora Stilgoe, ¿cuál fue su…?

—¿Error fatal?

—Si usted quiere.

—No darnos cuenta…

—¿De qué?

—De que a cualquier sitio que va María su corderito va detrás.

—¡No me ande con adivinanzas, señora!

—Son canciones infantiles, coronel. Las que dicen los niños.

—¡Cuidado, ya le advertí! —dijo el coronel Muller, y se volvió hacia dos policías femeninas que estaban sentadas en silencio en un rincón—. Vigílenla de cerca. Voy al despacho del teniente. No me imagino qué más preguntas se le podrán ocurrir, pero tengo que darle la oportunidad de hacerlas si lo desea.

—Coronel Muller —dijo Vicki Stilgoe, mostrando por primera vez un signo de emoción al apretar los puños que tenía cerrados—, ¿puedo yo hacerle una pregunta a usted?

—Que sea rápido, Stilgoe. Ya ha oído que voy a…

—¿Fue él, verdad? —le dijo con súbita vehemencia, casi escupiendo las palabras—. Ese bastardo del negrito ése, Zondi…

—¿Que hizo el qué?

—Se dio cuenta.

—¿Más acertijos?

—Amanda le llamaba boy todo el rato, y eso no resulta muy progresista, ¿no le parece? Estropeaba completamente la imagen que yo intentaba por todos los medios de …

—¡Ah, bueno!, yo no creo que un bantú mestizo se dé cuenta siquiera de cuándo…

—De manera que, a la primera de cambio, en cuanto tuvo ocasión de coger a mi hija a solas, empezó a hacerle preguntas sobre Bruce, sobre lo que Bruce pensaba de Theo… ¡oh, sí!, consiguió sacarle eso a la niña. Pero ¿qué más le preguntaría?

El coronel Muller se encogió de hombros.

—Yo no he sabido ni una palabra de esa conversación.

—¡No me mienta! Eso fue lo que…

—Vigilen que no se mueva de esa silla, ¿de acuerdo, chicas?

El coronel Muller cerró la puerta tras de sí, echó una mirada a su rosal, para consolarse, y avanzó por la balconada. El despacho de Kramer se hallaba vacío. Sobre la mesa habían quedado un par de grilletes; de la tetera eléctrica, se había evaporado casi todo el agua.

Entonces, cogió el bloc de notas de Kramer y contempló atónito lo que allí estaba garabateado: G & B-S/habs. 1019/1023.

ZONDI TENÍA el pie a fondo.

—¡Rápido —le urgía Kramer—, tira, hombre!

Se saltaron un semáforo, evitaron un autobús por el canto de un duro y pisaron la línea blanca central dando bocinazos.

—¿A qué se debe todo esto, jefe? —le preguntó Zondi, pasándose otro semáforo en rojo—. ¿Qué ha sido esa llamada repentina a Grant & Boyd-Smith? Yo le estaba diciéndole, a Ramjut, dónde tenía que esperar y no pude oír…

—Un par de buenos apellidos boer.

—¿Grant & Boyd-Smith? —rió Zondi—. Son tan ingleses que…

—Exacto, Mickey. Así que ¿qué hacía una mujer tan rematadamente afrikaaner como Marie Zuidmeyer encargándoles a ellos un asunto cuando la ciudad está llena de abogados que se llaman Brandsma y Duplessis, Van der Merwe y Kros? Les llamé para preguntar dónde tienen el bufete…

—¿Y?

—Ya te he dado la dirección, Chadlington House, justo enfrente de la Gaceta de Trekkersburg, donde la mitad de toda la jodida prensa del mundo está metida para usar sus télex.

—Pero eso sigue sin ser una respuesta, jefe.

—Pues lo es, ¡y bien jodida, hijo mío! ¿A que no adivinas en qué planta están las oficinas de Grant & Boyd-Smith?

—¿En qué planta? —repitió Zondi, saltándose otro semáforo en rojo y dejando atrás dos coches, a que se desempotraran ellos solitos…— ¡Guau! ¿No será la…?

—Acertaste —dijo Kramer—. Y acaban de dar las cuatro, hora a la que están citados Jannie y Zuidmeyer.

Treinta segundos después, Zondi frenó con un gran chirrido frente a la Gaceta de Trekkersburg, y ambos salieron corriendo. El vestíbulo de Chadlington estaba desierto y el ascensor, abierto.

—¡Bendito sea el Señor, estamos de suerte! —dijo Kramer, y se precipitaron hacia el ascensor antes de que las puertas pudieran volver a cerrarse—. Dale al diez y no pierdas la esperanza.

Las puertas del ascensor tardaron media vida en cerrarse, pero el cacharro era rápido. Subía con velocidad creciente, de modo que cuando se detuvo en el décimo piso Kramer notó que su estómago seguía subiendo y, luego, volvía a su sitio. Considerando todas las demás actividades que se concitaban en aquel momento en su estómago, aquello era lo de menos. Las puertas se abrieron con un suspiro de cauchos.

—Habitaciones 1019 a…

—¡A la derecha, mi teniente! —dijo Zondi, saliendo de avanzadilla.

Kramer le alcanzó, y corrieron por el ancho pasillo hacia una zona de oficinas tras una puerta acristalada en la que se leía Grant Se Boyd-Smith escrito con letras de un dorado discreto. Detrás del mostrador de recepción, una mujer de pelo gris se empolvaba la nariz. Debía de ser un poco sorda, porque cuando entraron, en tromba, por la puerta dio tal salto que se empolvó el cristal izquierdo de las bifocales.

—¡Dios mío! ¿Qué pasa?

—¡Los Zuidmeyer! —dijo Kramer—. ¡Rápido! ¿Dónde están?

Estaba demasiado asustada y no entendía nada.

—¡El padre y el hijo! ¡Tenían hora a las cuatro!

—¡Ah, sí! Para ver al señor Boyd-Smith. Llegará un poco tarde como de costumbre, me temo; así que están en la sala de espera. Pero ¿puedo preguntarle…?

Se oyó un grito bronco y luego, cristales rotos.

Kramer casi hizo saltar, con el hombro, la puerta de la sala de espera de sus goznes. Lo primero que vio fue un agujero abierto en la ventana, y a través de él, las letras del neón que iban escribiendo Gaceta de Trekkersburg sobre el tejado. Luego, cuando Zondi llegó a su altura, percibió un movimiento a la izquierda, detrás de él. Zuidmeyer se arrastraba hacia atrás, a cuatro patas, con la boca abierta y los ojos clavados en la ventana.

—¡Jannie! —dijo, al descubrir a Kramer—. ¡Jannie, Jannie, mi chico! —Y levantó un dedo tembloroso hacia la ventana.

Chirridos débiles y el eco de un frenazo ascendieron desde la calle.

—Ve a ver, Mickey —dijo Kramer.

Zondi cruzó hasta la ventana, se asomó, palideció hasta el gris, y volvió a meter la cabeza con un escalofrío.

—¡Jannie, Jannie, Jannie! —gemía Zuidmeyer, acurrucándose en una esquina como si fuera una saca—. ¡Ni una palabra!

—¿Pero qué…?

Kramer se volvió. Un hombre de aspecto elegante, con canas en las sienes, impecablemente vestido y de uñas cuidadas, apareció junto a la puerta.

—¿Señor Boyd-Smith? No entre, es asunto de la policía. Pero quisiera hacerle una pregunta —le dijo Kramer y sacó su placa.

—Sí, claro, ¿cuál?

—¿Se encargan ustedes del testamento de una tal Marie Zuidmeyer?

—No, no llevamos testamentarías; nos dedicamos exclusivamente a…

—Gracias, caballero. Saldré en un minuto a explicarlo lo que hay —le dijo Kramer, y le cerró la puerta en las narices—. Todo era un montaje, Mickey.

Zondi asintió y volvió a asomarse a la ventana.

—Ya hay fotógrafos, jefe —dijo—. Y un hombre con una cámara de cine, allí enfrente, en aquella ventana.

—¡Jannniiieee…! —aullaba Zuidmeyer—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué razón?

—Mayor, soy Tromp Kramer. ¿Puede decirme qué ha pasado aquí?

Zuidmeyer se puso de rodillas y levantó la mirada. Su mirada ya no era la de un hombre acosado, sino que estaba iluminada por un destello terrible.

—¡Nada! ¡Nada! He entrado aquí. Y yo…

—Siga, mayor.

—Le dije al chico: «Bien, aquí estoy. ¿Qué es todo esto?». Me miró. No dijo nada. Y luego…

—¡No se detenga, mayor!

—El chico me miró. No dijo palabra. Yo le dije: «¡Jannie, te he hecho una pregunta!». Entonces me sonrió. Sonrió, ¡eso fue todo! Luego, se dio media vuelta, dio tres zancadas y… —Zuidmeyer dejó caer la cara hacia adelante y golpeó el suelo con los puños—. ¿Por qué? ¿Por qué, por qué, por qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?

—Es una lástima que estuviera usted a solas con él, en la habitación; no tenemos más que su palabra.

—¿Qué? —dijo Zuidmeyer, incorporándose tambaleando—. ¿Qué pretende…?

—Como demostrará la investigación sobre su esposa —dijo Kramer lanzando una mirada a Zondi—, su hijo tenía algo que no quería confesarle a usted, Mayor Zuidmeyer.

— FIN —