XVIII

LA BOQUILLA DE LA PIPA NUEVA del coronel Muller corría un grave riesgo de ser rota a mordiscos.

—¿Qué diablos quiere usted decir? —bramó a Control tras conseguir extraerse la pipa de entre los dientes justo a tiempo—. ¿Cómo, que el teniente Kramer aún no la ha recibido? ¡He enviado la orden por lo menos tres veces!

—Ya, mi coronel, lo sé —dijo el operador, poniéndose firme junto a la mesa—. Su bantú ha tomado dos veces el mensaje, pero después, nada de nada.

—¿Cuántas veces lo ha intentado?

—Cada dos minutos, mi coronel.

—¡No le creo, Hedge!

—¡Pero si es la verdad!, mi coronel, verifique mi registro.

—Entonces, ¿por qué no contestan?

—Tal vez no estén en el vehículo, mi coronel.

—¡Pero ya han recibido dos mensajes!

Hedge se encogió de hombros.

—Pueden haber tenido un accidente, señor. El DIC siempre…

La pipa se clavó con fuerza en su barriga.

—Hedge —siseó el coronel—, es usted un hombre muy divertido, un verdadero cómico. Considérese propuesto para un traslado a Namibia.

—¡Oh, Dios, mi coronel! Yo sólo…

—Me dicen que las cosas están por allí muy serias, de manera que lo que necesitan es un buen cómico, Hedge. Sí, mire a contarle sus chistes a la SWAPO, seguro que se ríen más que yo, ¿eh?

Acto seguido el coronel Muller dio media vuelta, salió de estampida, agarró a Tims Shabalala por el brazo y le ordenó que fuera inmediatamente al Psiquiátrico de la carretera de la Guarnición y se trajese a Peerswammy Lal para proceder sin más dilaciones a su interrogatorio.

—¡Guau! Será un placer, señor, mi coronel —dijo Shabalala, recorriendo con su robusta muñeca el mango del látigo de piel de rinoceronte que siempre llevaba consigo.

AZALEA MANSIONS, lo que había leído Kramer cuando echó un vistazo al recibo del alquiler de Theo Kennedy, era propiedad de A. K. Coates e Hijo, quienes tenían las oficinas en un edificio nuevo frente al Hospital General de Trekkersburg. Como si quisieran rivalizar con sus vecinos, dando una imagen de eficacia clínica y fría, Coates e Hijo habían optado por paredes blancas, baldosas verdes de goma, muebles metálicos, una recepcionista antipática y una pila de las revistas más pasadas que se pudieran encontrar en las salas de espera para pacientes en ambulatorio.

—No, el señor Coates padre no puede ver a nadie sin cita previa —dijo la recepcionista, que hojeaba un catálogo de novias.

—¿Está impedido? ¿Lleva bastón blanco?

—Esto es bonito —murmuró para sus adentros la recepcionista, deteniéndose ante una foto en color de un négligé para luna de miel.

—¿Pero dónde ha guardado usted el saco que tendrán que pasarle por la cabeza, señora?

La mujer levantó la mirada por primera vez.

—¿Qué ha dicho?

—El señor Coates.

—Muy bien, usted lo habrá querido —se inclinó sobre el interfono y apretó un botón—. Señor Coates, aquí hay un hombre muy grosero. Me parece que necesito ayuda.

—¿Lo ve? —le dijo Kramer mientras la puerta que decía A. K. Coates Sénior se abría de golpe y dejaba salir a toda prisa a un hombre corpulento—. Nunca falla.

ZONDI HABÍA DECIDIDO mantenerse bien apartado del coche y, ciertamente, fuera del alcance de la radio. Cruzó la calle y se detuvo a contemplar el puesto de flores situado a la entrada del hospital. La florista le ignoró; el Hospital General de Trekkersburg no admitía a pacientes bantúes, con lo cual resultaba a todas luces obvio que no se trataba de un cliente.

Zondi sentía curiosidad por ver el interior del edificio, así que volvió un momento al coche para recoger uno de los grandes sobres marrones que había desparramados por la bandeja trasera, y luego pasó delante de la florista y entró en el vestíbulo con aire acondicionado. Un guardia negro de uniforme caqui se interpuso de inmediato en su camino.

—Los mensajes por la puerta lateral, hermano —le dijo.

Zondi dio la vuelta al sobre y señaló las letras impresas.

—P.S.A —dijo—. Documentos importantes que he de entregar en persona.

—¿A qué persona?

—Teniente Jones.

—¿Algún documento de identificación?

Zondi se abrió la chaqueta para que el guardia pudiera ver su Walther PPK en la sobaquera y el cuchillo a la cintura.

—¡Guau, hermano!, no sé qué hacer. Acompáñame.

Fueron y se quedaron de pie al lado de un gran mostrador detrás del cual cinco mujeres blancas ladraban a la gente que les hacía preguntas. De vez en cuando, recaderos negros con aire torpe y afanoso se acercaban, huidizos, al mostrador, desde la calle, dejaban en un extremo ramos de flores envueltos en celofán y volvían a salir precipitadamente. Por fin, una de las mujeres blancas se acercó al guardia.

—¿Qué quieres?

—Es un policía, señora. Tiene unos papeles importantes para su jefe. Dice que tiene que entregárselos en mano.

—Idioteces. No podemos dejarle pasear por ahí habiendo señoras en camisón. Dile que escriba el nombre de su jefe en el sobre y nos ocuparemos de que le llegue… aquí nunca se pierde nada. Bueno, ¿a qué esperas?

De manera que el guardia le dijo, en zulú:

—Mis disculpas, hermano, por la rudeza de esa persona ignorante. ¿Puedes hacer lo que ha dicho?

Zondi puso el nombre en el sobre vacío y vio cómo se lo arrebataban. Pero al salir tuvo una idea, y le dijo al guardia:

—Hermano, hay otra cosa para el teniente Jones. Si la traigo dentro de diez minutos, ¿querrás ponerla tú sobre el mostrador?

EL SEÑOR COATES SÉNIOR era un hombre al que le gustaba hablar de rugby y, como era un deporte que la policía consideraba tan importante como para que los entrenamientos se celebrasen durante las horas de trabajo, confiaba, no sin lógica, en que también a Kramer le gustase hablar de rugby.

—Veamos, déjeme adivinar en qué puesto jugaba usted —le dijo entrelazando sus peludas y enormes manos y colocándoselas detrás de su brillante calva—. ¿Alero?

—Alero —dijo Kramer para ahorrarse todo debate, puesto que sentía fuerte antipatía por todos los juegos que no eran de verdad—. Pero ¿dice usted que su cuñado jugó con los Leones de Rodesia?

—Exactamente, ¡y convirtió el primer y el último ensayo del partido, por si quiere saberlo! Claro, resultaría un hombre demasiado duro para usted…, era realmente duro. Los nativos de su granja le tenían terror, trabajaban como bestias incluso cuando él no andaba por allí. Un día, ¿sabe?, su induna le dio un golpe, y él agarró al maldito cabrón, lo levantó en el aire y lo dejó caer justo encima de un rastrillo. Por suerte para el burro, no iba arrastrándolo el tractor, así que no tuvo que lamerse tantas heridas. Bueno, pues desde entonces, según me dicen, el induna aquel se volvió casi tan duro como él y hacía ir a los boys bien derechitos, y Denis nunca tuvo problema alguno para sacar la mayor cosecha de tabaco de todo el distrito. Por supuesto, esto era hace algunos años, antes de que Rodesia se convirtiera en Zimbabwe y todo el país se fuera a…

—El listado de los inquilinos, señor Coates —dijo la recepcionista, entrando y mirando a Kramer mientras se lo entregaba—. El señor Jeffery dice que está completamente al día y que cuando haya terminado con él, se lo devuelva, por favor.

Coates le lanzó una mirada intencionada, que devolvió a su rostro un semblante de satisfacción, y un instante después la puerta se cerraba tras ella. Luego, el jefe desplegó un listado de ordenador sobre la mesa.

—Coja usted lo que quiera de ahí —dijo—. Y no se preocupe lo más mínimo de Jeffery, es como una vieja solterona, no ha pasado un balón en su vida. Si quiere quedarse la lista, adelante; no me costará pedir otra.

Kramer, parcialmente distraído pensando en que se sentía satisfecho de no haber pasado tampoco nunca un balón, por más terrible que a algunos les pudiera parecer, recorrió con la mirada los encabezamientos de las columnas. Número de piso, nombre, estado civil, profesión, ingresos, depósito, rentas, número de ocupantes, periodo de alquiler, gastos administrativos, atrasos, número de garaje —si procedía—. No podía desear más.

—Hay unos pocos estudiantes, como le dije, ¿recuerda? —le preguntó Coates, saliendo de detrás del escritorio para practicar su swing—. Imaginará usted que mantengo una política muy estricta en lo referente a los chicos, según está la enseñanza. Sólo cojo a los deportistas, ya sabe, los de montes, agrónomos, químicos… desde luego, no acepto en mis propiedades a ninguno de esos artistas de mierda con pelos largos y cara de niña fumando Dios sabe qué y organizando orgías multirraciales. Si me dicen que son de Bellas Artes o de Inglés, se van derechitos a la calle. Incluso los de Historia pueden traer problemas.

—Ya veo; hay unos cuantos estudiantes, muy pocos —murmuró Kramer, decepcionado, y son todo mujeres.

—¡Sin embargo, todas practican algún deporte!

—¿Rugby de sofá?

Coates soltó una risotada.

—¡Eso también, no me extrañaría! Por cierto, ¿sabe?, eso me recuerda que, una vez, después de jugar contra East Griqualand…

—Un segundo, señor —dijo Kramer, descubriendo algo—. Hay un inquilino que parece que no paga el alquiler, no tiene profesión ni ingresos, ni ha pagado depósito…, en realidad, lo único que está apuntado es el nombre.

—Ah, si, ya sé a cuál se refiere —dijo Coates, que de pronto pareció desconcertado, casi confundido—. Pero por ésa puedo responder personalmente. Es… esto…, podríamos decir, un asunto más bien privado.

Kramer enarcó una ceja tratando al mismo tiempo de imaginarse a aquella montaña de músculos largos dejándose caer sobre las discretas protuberancias de Vicki Stilgoe, tendida de espaldas con los ojos cerrados y pensando en el alquiler. Pero por algún motivo, siendo como era adepto a revolverse las tripas con pensamientos de ese tipo, esta vez el truco no funcionó.

—¡No es nada de lo que imagina! —exclamó Coates, volviendo a adoptar a toda prisa la dignidad que el gran sillón giratorio de cuero le confería—. Es la hija de Denis.

—¿El tipo que jugaba con Rodesia?

—Denis Newbury, para ser precisos, el difunto marido de la hermana de mi mujer. Ella también nos dejó, naturalmente; me refiero a la hermana de mi mujer. Los muy cabrones los machacaron a todos. Vicki y la pequeña Amanda fueron las únicas que escaparon. Aquel induna del que le he hablado las escondió como pudo en el depósito de agua del tejado antes de que los terroristas pasaran sobre los cadáveres de Denis y Gary, el marido de Vicki, el joven que llevaba la granja. La policía las encontró al día siguiente allí metidas, con un agua sangrienta hasta el cuello y el induna, muerto, flotando junto a ellas… Denis lo descubrió allá arriba y le metió un balazo entre los ojos, pensando naturalmente que estaba cumpliendo con… y, bueno, eso fue todo. Debió de ser un espectáculo aterrador, con todos aquellos almacenes de tabaco ardiendo…, típica ocurrencia de unos terroristas.

—¿Y qué sucedió con Bruce?, ya que, según dice, sólo ellas dos…

—Estaba en el Norte, con los exploradores, luchando contra los terroristas. Pero ¿cómo sabe su nombre?

—Ah, es que los conozco, a él y a Vicki, señor Coates. Son los vecinos de al lado de…

—¡Naturalmente! Ese pobre muchacho Kennedy… un poco blando de aspecto, pero una buena cabeza para los negocios. ¿Cómo lo lleva?

—No muy mal, teniendo en cuenta…, ejem, así que Vicki es su…

—Ya sé lo que está pensando —dijo Coates desafiante, bajando la vista para ajustarse sin necesidad su aguja de corbata de oro—. Se estará usted preguntando por qué Madge y yo no nos la hemos llevado a vivir con nosotros y con las chicas a Riverbend. Me imagino que ella ya le habrá ido con el cuento de que «le dieron la patada» y todo lo demás que ha contado a nuestros conocidos, incluyendo a unos cuantos, bastante numerosos, del Country Club donde Madge juega al bridge. Casi tuvo que dejar de ir.

Kramer se encogió de hombros y luego improvisó:

—Bueno, me dio a entender algo sobre unos parientes a los que ella no les importaba nada, y he de admitir que tuve la impresión de que eran una pandilla de remamahuevos. Pero, claro, sin saber nada de nada, no podía…

—¿Remamahuevos? ¿Nosotros? —explotó Coates, poniéndose del color de la camiseta que debía de llevar en el partido contra East Griqualand—. ¡Esto es el colmo, el colmo absoluto! Si no fuera por la niña, echaría a esa zorra del piso mañana mismo, la pondría de culo en mitad de la calle. Dice que no sabía nada de nada, pues no puede imaginarse lo que tuvimos que aguantar durante el primer año que pasó con nosotros. Sí, un año entero, ¿y sabe cuántos criados se largaron? ¡Cinco! Madge casi agotó su capacidad para encontrar a nuevos y tratar de enseñarles, y sólo para que esa putilla consentida los cabreara tanto que agarraban el petate y salían por piernas. Es cierto que yo sentía una gran admiración por el Denis jugador de rugby, eso nadie podrá negárselo, pero en cuanto a esa hija suya, tiene que haber sido tan blando con ella que parece imposible. Madge dice que tal vez trataba así a los nativos porque los terroristas habían matado a su marido y a toda su familia, pero ¿y el modo en que trataba a Sheryl y Jacky? ¡Consideraba también que nuestras hijas eran sus sirvientas! Estaba siempre mandándolas a buscar cosas, a hacer esto y aquello, a cuidar a Amanda porque ella quería leer. Eso es lo único que hacía, leer, estar tumbada junto a la piscina y comer bombones, y hacer comentarios de que si Sheryl se comía dos, engordaba dos kilos. Nunca un comentario agradable a las chicas, cuando se vestían para ir a una fiesta, y si invitábamos a algún joven a casa, lo monopolizaba todo el tiempo. Me acuerdo que, una vez, Jacky vino a verme, llorando, y me dijo: «Papaíto, eso no es justo. Vicki tiene el brazo puesto encima de Tony, ¡y está prometido conmigo!». Mis hijas son sólo un poco más jóvenes que ella, ¿comprende?

Kramer asintió y se imaginó a ambas, con tipo de delanteros profesionales.

—De todas formas, señor Coates, me sorprende que no procuraran casarla con alguien, ¿eh? Se la hubiera quitado usted de encima y…

—¡Ánimas del purgatorio! ¿Cree que no lo intentamos? Quiero decirle que hacía dos años que Gary había fallecido…

—¡Oh!, así pues, ¿no vino directamente de Zimbabwe?

—No, después de que pasara aquello, se quedó con unos amigos. Gary no tenía familia, y esperó a que Bruce recibiera la indemnización del gobierno por la granja. Denis había dejado dicho en su testamento que la granja pasaría a sus dos hijos indistintamente, ¿comprende?, con lo que ambos hubieran quedado condenadamente bien situados. No le puedo explicar el cómo, por qué y dónde, pero esos cabrones nunca les pagaron ni un céntimo, ni un maldito céntimo. Está claro que la gente de Mugabe ganó la partida, y adjudicaron los terrenos a una cooperativa o alguna mierda de ésas para que los nativos la destrozasen y arruinasen. Bueno, supongo que los amigos de Vicki acabaron hartos, igual que nosotros, y por eso ella nos pidió si podía venirse con nosotros, puesto que éramos sus únicos parientes. Bruce se quedó por allí intentando que le hicieran justicia. Pero, como usted sabe, los Exploradores se habían ganado una reputación más que notoria por lo que hacían con el primer terrorista que pillaban, de manera que, a decir verdad, jamás abrigó esperanzas. Al final, tuvo que renunciar, simplemente, y le conseguimos un trabajo en una fábrica de zapatos, aquí en la ciudad. Es un escándalo lo que está pasando en Zimbabwe con las indemnizaciones: algunos las reciben, pero otros ya pueden clamar al cielo, que nada. Pero, le estaba diciendo que…

—Lo de casarla.

—Ni una posibilidad, con su actitud, ni una. Para ella nadie era lo bastante bueno. No sé cuántas veces Madge intentó hacerle ver con sumo tacto, que una mujer con un hijo no encuentra otro marido tan fácilmente, y que tenía que moderar un poco sus pretensiones. Una vez, sólo una, creímos haber acertado. Un divorciado, de buena posición, con estudios, al que le gustaban los libros y el teatro igual que a ella, un tipo que añoraba a sus propios hijos y que procuró gustarle a Amanda por todos los medios. Pero no, la señorita ponía el gesto torcido cada vez que se le acercaba, ¡y a otra cosa, mariposa! Además, en el caso de Vicki, ¡la que escogía era Amanda! Madge tuvo que hablarle también a ella de esto, y advertirle por su propio bien, de que la niña estaba siendo demasiado mimada. ¿Y sabe lo que le dijo a mi mujer? «No te preocupes por nosotras, tía Madge. Cuando Amanda y yo veamos el padre adecuado para ella, ya nos ocuparemos de cazarlo». «Entonces, ¡será mejor que sea rico!», le dijo Madge, y ella le respondió: «Oh, de eso ya me encargo yo». Porque ¡ésa era otra! Vicki me había dicho que recibiría una compensación por la granja, de modo que le presté dinero para comprar ropa, a ojo, y además del que ya le daba para sus gastos, sin preguntarle nada. Nunca era suficiente, jamás. Por eso llegó mi turno de hablar con ella, y lo que me dijo me dejó sin respiración… Realmente…, será jodida… me dijo: «Tío Arthur, yo nací con dinero, crecí con dinero y me casaré con mucho dinero… Y entonces, te devolveré esas menudencias por las que armas tanto revuelo». ¿Casarse? ¡Por ahora no ha tenido ni una maldita oportunidad! Su reputación se basa en ser una snob caprichosa, una pequeña zorra ya demasiado conocida, y todos los chicos se mantienen a una buena distancia de ella, se lo aseguro. Encima, si aún me queda algo por añadir, le diré que, por lo menos exterior-mente, sus andares eran tan sexys, se comportaba con tanto descaro que hasta mi hermano, que es cristiano renovado, no vino por casa tres noches seguidas desde que llegó.

—¿Y cómo fue que se marchó? —preguntó Kramer, doblando el listado y guardándoselo en la chaqueta—. ¿Le dijo sencillamente que estaba hasta las narices de ella?

Coates miró hacia el interfono y después otra vez a Kramer.

—¿Me da su palabra de que esto no saldrá de aquí, y de que no interpondrá usted acción legal ninguna?

—¡Demonios!, eso sería como hacer trampas en el solitario, ¿no le parece, señor Coates?

EL SARGENTO NEGRO se golpeó la mano izquierda con la empuñadura de su látigo de piel de rinoceronte, danto todos las muestras posibles de impaciencia ante el desarrollo del interrogatorio.

—¿Quieres dejar de hacer ese ruido, carajo? —se quejó el hombre de la pipa igual a la de Sir Sherlock Holmes—. Estás interrumpiendo mi coordinación.

—Perdón, mi coronel, pero si quiere usted que este hombre…

—¿Es que no has hablado ya bastante? ¡Me da vueltas la cabeza! Así que ahora, como te he dicho, déjame que pueda repasar todas estas notas que he tomado.

Ramjut Pillay le quedó muy agradecido por su intervención, porque saltaba a la vista y al oído que aquel látigo parecía una temible distracción para un individuo dispuesto a obtener una confesión total y absoluta. Algo que había temido, pero que ya había terminado, y parecía como si le hubieran quitado un gran peso de sus pobres espaldas.

—¿Sabes una cosa, Shabalala?

—¿De qué se trata, mi coronel?

—No sé si podemos creer algo de lo que nos ha contado este chalado. ¿Sabes, hace un momento, cuando llamé a Correos? Pues me dijeron que este hombre tiene que ser un impostor. Un tal Jarman, de esa administración, admite que tienen a un cartero que se llama Peerswammy Lal, pero también dice que ese cartero está haciendo el reparto en este preciso instante.

—¡Arrea!, mi coronel…

—Y más aún…

—Perdone, con todos mis respetos, señor, eso se explica elementalmente… Yo soy Ramjut Pillay, ¡en ningún caso, Peerswammy Lal!

—Atiende, ¿cuántas veces hay que decirte lo mismo? Tú no puedes ser Ramjut Pillay, tampoco, porque no respondes a su maldita descripción…

—Entonces es que la descripción está equivocada, querido señor. Hay un modo muy simple de comprobarlo.

—¿Cómo?

—Simplemente presentando ante mí al sargento detective Zondi. Siente una gran admiración por mi persona y por mis muchos títulos de formación, que él se dignará atestiguar en cuanto llegue.

—Sí, claro. ¿Y te crees tú que es sencillo encontrar a Zondi con esta puta radio? —gruñó el hombre que, según había deducido Ramjut Pillay, respondía al nombre de coronel Mula.

TODAVÍA UN TANTO IMPRESIONADO, Kramer le contó a Zondi todo lo que le había dicho Arthur Coates, el tío de Vicki Stilgoe y Bruce Newbury, los amigos de Theo Kennedy recién conocidos, los de la puerta contigua.

—Y hay algo más, Mickey —le dijo—. Después de que Coates descubriese que había estado usando las tarjetas de crédito de su hija y se había librado de ella instalándola en Azalea Mansions, volvió a presentársele con una queja. Le dijo que vivir en uno de los pisos de arriba era poco seguro para Amanda y que quería cambiarse con un inquilino de la planta baja. Le dijo exactamente el piso que era, es en el que está ahora, y le obligó a echar a la gente y meterla a ella.

—¡Diantre, jefe! —dijo Zondi, dejando que el coche anduviera por el camino que quisiera—. ¡Esa señorita tiene mucha, pero muchísima cara! ¿Y por qué ese amo Coates tenía que hacer lo que ella decía? Es como si tuviera en su mano algún tipo de chantaje.

Kramer asintió, al tiempo que encendía un Lucky para cada uno.

—Lo mismo pensé yo, exactamente —dijo—, y luego recordé el comentario que había hecho de «sus andares muy sexys, al menos exteriormente», y entonces caí en la cuenta. Era evidente que ella se le había insinuado, y que se la había tirado, donde fuera. Aunque no creo que lo admitiera, ¡por Cristo resucitado!, creí que tenía que hacerle el boca a boca…

—Cosa nada agradable, teniente —admitió Zondi, imitando su expresión de asco y aceptando el Lucky entre los labios—. ¿Y entonces?

—Bueno, ¿acaso no cuadra todo, eh? Despachan a Vicki, que se muda a Azalea Mansions, y Amanda se encuentra a ese joven del piso de abajo que está casi siempre arreglando su maldito «coche cebra». Vicki se entera de quién es hijo y empieza a pergeñar un plan. Consigue que la cambien a la vivienda de al lado, pero no se deja ver. Sabe que lo que dice su tía es cierto, que con una niña no es una pieza codiciada, y tal vez haya visto a Liz Geldenhuys con Theo. Probable. De manera que lo primero que hace es librarse de Liz. Acude a la tienda, se mide con ella…

—¿Pero cómo sabe que la encontrará en la tienda, jefe?

—Ah, porque les habrá escuchado, o tal vez Amanda conoció a Liz y ella se lo dijo. Esta parte no es difícil. Prueba suerte con el jueguecillo del teléfono, empleando su auténtico modo de hablar «super sexy», y al poco tiempo Liz deja de aparecer por el piso, de modo que sabe que esa parte del plan ha resultado. Luego, no tiene que darle tiempo a Theo para que encuentre otra mujer en su vida, así que ha de trabajar rápido. Yo apuesto a que lo que hace es llamar a Bruce para que corra con el trabajo sucio. ¡Por Dios, no me dirás que no has oído decir que esos Exploradores Selous son un atajo de psicópatas homicidas!; y ¡zas!, le clava la espada a mamá Stride, que estira la pata, y Vicki se queda con el hijo, extremadamente vulnerable.

Kramer dio un puñetazo contra el salpicadero, provocando que Zondi lanzara una rápida mirada de través.

—Joder, ¿qué…?

—¿Qué fue lo que arrojó a ese pobre mamón en brazos de esa zorra?, ¿eh? ¿Quién se lo puso a ella tan fácil que debe de haberse meado de risa a sus espaldas? —Kramer dio otro puñetazo, más fuerte aún, al salpicadero—. No sabes tú bien lo que yo…

—Pero si toda esa teoría es verdad, jefe, habría cazado al amo Theo sin ayuda, sólo con que la niña fuera a verle y con invitarle a tomar café alguna vez, como haría cualquier vecina en un momento así.

—¿Qué quieres decir con lo de «esa teoría»? ¿No te das cuenta de cómo encaja todo, incluso la forma de copiar la timidez de Liz Geldenhuys, suponiendo que las chicas calladas y tímidas fueran el tipo de Kennedy? Más adelante, desde luego, cuando tuviera el anillo de boda en el dedo, las cosas cambiarían, pero…

—Y también encaja —admitió Zondi— que, como le gustaba el teatro y los libros, sabría usar el truco de Hamlet para que pareciera que en la autoría del crimen había implicado algún universitario. Pero lo que no entiendo, jefe, es ¿por qué el hermano iba a querer ayudarla en…?

—¡Pero, hombre, Mickey, me dejas pasmado! —dijo Kramer chupándose los nudillos—. Tenía un montón de pasta, pero si hacía lo que le pedía su hermana, ¡estaría muy pronto casada con un millonario! Conseguirían que Kennedy le ayudase, tal vez que le diese una participación en Arte Afro, si seguía con el negocio…, cualquier cosa.

Zondi tomó por una autovía que salía de la ciudad y dijo con un largo suspiro:

—Así que, aunque nos duela, y mucho, tenemos que admitir que el teniente Jones tenía razón desde el principio. A la señora Stride la mataron por su dinero.

—¡Serás mal nacido! También por su hijo… que era tanto como una herencia, ¿estamos? Un tipo completamente trastornado, agarrándose como en una pesadilla a una cría con preciosos hoyuelos y de paso a la zorra de su madre, y pensando que Dios quería pedirle perdón por lo que…

—Jefe, jefe, jefe… —le replicó con suavidad Zondi—, está dándose golpes con una rama que todavía no ha crecido del árbol.

—¿Y qué nos queda por encajar? Todo está tan…

—Todavía no sabemos el «cómo», que no es poco, saber cómo pudieron oír lo que hablaban el amo Kennedy y su madre.

—Bruce estaría arriba en el balcón.

—No, jefe, dijo que estaba adentro, poniéndose un esparadrapo.

—Vicki los oyó cuando salió a…

—No, jefe, hablaron de que iban a trabajar hasta tarde.

—Pues entonces no lo sé, muchacho. Pero si sé quién y por qué, ¡qué demonios!, y voy a agarrar a esos dos hijoputas, de un modo u otro, y rápido.

—Rápido, si…

—Condenado Jones —gruñó Kramer, arrojando su cigarrillo a medio fumar por la ventanilla del coche—. Lo peor de todo es que si hubiera usado la cabeza, habría comprendido todo esto muchísimo antes. ¡Maldigo mis huesos!, si lo tenía delante de los ojos… ¡literalmente!

—¿Cómo dice, jefe?

—La mirada de sus ojos, Mickey. Se la crucé dos veces, y me dio un sacudida hasta los… ¡Dios! Una mirada de espanto, te lo puedo asegurar. Mi error fue confundirla con un coqueteo, con esas miradas especiales y lozanas que te hacen sentir cazador, y que la mujer es tu presa. ¿Tienes idea de lo que quiero decir?

Zondi, que parecía innecesariamente concentrado en un tramo abierto de carretera, asintió levemente.

—Pero, claro está, la mirada significaba que yo era el cazador con el que la presa real jugaba dando vueltas a su alrededor, ¡sólo que yo no me di cuenta! ¿Por qué te ríes?

—¡Oh!, por nada, mi teniente —dij o Zondi—. Para cambiar un poco de tema, jefe, ¿cómo vamos a atrapar rápido a esos dos? De momento todo son teorías que hay que demostrar antes de que podamos detener a alguien.

—Entonces tendremos que pensar en alguna prueba rápida, ¿no te parece?

—Puede que yo ya la tenga, jefe…

—Entonces, ¿por qué demonios estamos…?

Zondi sonrió.

—Todo en orden, estamos yendo en la buena dirección. ¿Se ha fijado en qué carretera es ésta?

TIMS SHABALALA detuvo el coche a la entrada del Hospital General de Trekkersburg y el coronel Muller se bajó, llevando consigo el fajo de notas confusas que había tomado en su entrevista con el enfermo mental conocido, a efectos administrativos, como Peerswammy Lal.

Su humor no mejoró gran cosa al tener que esperar ante el mostrador de la recepción a que alguien se fijara en él, y se dirigió con acritud a la mujer, que al fin apareció a preguntarle «¿qué hay?».

Pero las cosas mejoraron, y mucho, casi inmediatamente después cuando una enfermera joven y guapa apareció al instante para conducirle a la sala del teniente Jones, en la planta sexta.

—Dígame, señorita, ¿cómo está el teniente Jones esta mañana? —le preguntó en el ascensor el coronel Muller—. ¿Tiene ya sangre suficiente?

—Todavía está un poco pálido y no muy alegre, me temo, coronel.

—Bueno, ¿sabe usted? Jones es así normalmente. Tal vez debería informarse de ello a los médicos.

—Me ocuparé de comunicárselo. Por cierto, espero que no le importe que se lo diga, pero la hermana insiste en que no esté demasiado rato con él. Porque, al parecer, lleva usted un montón tremendo de cosas para enseñarle.

—¡Ah!, no, todo esto no tiene nada que ver. Sólo pretendo descubrir qué esperaba sacarle a un tal Peerswammy Lal. Puede que haya una confusión de identidades entre unos sospechosos, ¿sabe?, y tal vez, en realidad, tenga que hablar con un cartero.

La enfermera miró los indicadores de planta.

—Casi estamos —dijo—. Cuando salga del ascensor, encontrará al teniente Jones en una habitación a la derecha, segunda puerta.

—Bien, y muchas gracias, ¿eh? —dijo el coronel Muller, saludándola galantemente con la gorra mientras salía del ascensor de espaldas y tropezaba con un carrito de comida.

—¡Uf, por poco se le rompe la pipa! —le dijo la chica recogiéndola del suelo—. ¿No irá fumar aquí, verdad? En esto la hermana es muy estricta.

—No, le prometo que no la encenderé. Muchas gracias de nuevo… —dijo el coronel Muller.

Y después se aproximó a la segunda puerta del pasillo, y echó un vistazo. Algo parecido a una momia egipcia se giró para mirarle desde la cama. Al coronel, aquello le recordó una película muy mala que había visto una vez, llena de mujeres que gritaban y de inspectores de policía por los que no hubiera dado ni un céntimo para tenerlos a sus órdenes.

—Buenos días, Jacob. ¿Puedo pasar?

Jones asintió sin pronunciar ni media palabra.

—Bueno, por lo menos resulta reconfortante verte despierto —dijo el coronel, acercando una silla a la cama—. Me he enterado de que a Mbopa le dieron ayer noche el alta; supongo que te alegrará saberlo. Lo que he venido a preguntarte será breve. ¡Caramba! ¡Hermosos lirios…! ¿Quién te los ha mandado?

—Mamá, mi coronel.

—¿Y también los bombones?

—Mi patrona, mi coronel; pero dicen que todavía no puedo comerlos. ¿Quiere uno?

El coronel Muller los miró, recordando la opinión de la señora Muller sobre los hombres ya crecidos que estropean su silueta ingiriendo demasiado dulce, y movió la cabeza. Entonces descubrió otro regalo, justo detrás de la caja de chocolates.

—¡Pero, bueno! ¡Qué preciosidad! ¿Quién te ha enviado esta rosa amarilla?

—Llegó hace un momento, antes de despertarme.

—Pero ¿quién la manda?

—No alcanzo a…, mi coronel.

—¡Ah, sí! Te leo yo la tarjeta… un segundo.

Se produjo un chasquido que dejó la pipa nueva del coronel Muller partida en dos, justo por donde la boquilla negra de pasta se unía con la madera de brezo de la caña.

—¡Coronel! ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que pone?

La tarjeta no tenía más que dos palabras escritas: Cariño, Gagonk.