AQUELLA NOCHE Zondi soñó muy poco. Durmió tan profundamente que cuando despertó al día siguiente lo primero que le vino a la mente fue pensar dónde demonios estaba. Durante años había tenido sobre él un techo de vigas astilladas y uralita ondulada, paredes de ladrillo rojo sin enlucir por los cuatro costados y un suelo húmedo de tierra batida que, las mañanas de invierno, le arañaba los pies desnudos. Pero ahora, allí tumbado, a solas, en la cama grande que, en otro tiempo, Miriam y él habían compartido con dos de sus hijos, era como estar metido en una caja de tapa lisa recién blanqueada, y cuando se daba la vuelta veía una mullida alfombra verde. La que le había enviado la viuda Fourie la misma semana en que la familia se mudó del Poblado Kwela a Hamilton. Se disculpó alegando que estaba un poco vieja y desgastada, pero Miriam, que nunca antes había tenido alfombra, se emocionó hasta el punto de dejar caer algunas lágrimas.
—¡Mujer! —llamó Zondi, incorporándose sobre la cama—. Mujer, ¿qué hora es?
Miriam asomó la cabeza por la puerta del dormitorio y dijo:
—Todavía es temprano. Te estoy planchando el traje, quédate ahí un momento hasta que termine. ¿Por qué tenías ayer tanta prisa que lo tiraste en el rincón, todo arrugado? ¿Y de quién era la sangre?
—¡Oh, un accidente de tráfico! Y luego tuve que ir corriendo a un encargo del teniente.
Miriam desapareció de nuevo y, al momento, la oyó tararear en voz baja y dar golpes con la plancha. Miró otra vez la alfombra, sonriendo al recordar que, en los viejos tiempos del Poblado Kwela, su mujer trazaba líneas en la tierra pisada para simular las planchas de madera de un parquet. Miriam Zondi era una ama de casa orgullosa, y el mayor placer de su vida era saber que ahora tenía una casa de la que sentirse orgullosa.
Ciertamente, sólo tenía tres habitaciones, en vez de dos, el suelo de cemento y seguía sin haber cuarto de baño o cocina independiente, pero, por lo menos, el retrete exterior disponía de una puerta de verdad en lugar de los batientes de madera que daban en el Poblado Kwela, y todo parecía nuevo, puesto que lo habían arreglado recientemente. ¿Quién sabe? Tal vez en pocos años tendrían incluso electricidad, y entonces también podrían usar alguno de los otros regalos —la plancha de vapor de segunda mano, por ejemplo— de, la viuda Fourie. Se puso a soñar despierto. A imaginar las cosas que podría comprar llegado el momento. Tal vez un televisor pequeño en blanco y negro, como el que ya tenían los vecinos de al lado, que funcionaba con una batería de coche de doce voltios. Pero no, a Miriam le gustaría más una nevera de gas. Iba a ser otro día de mucho calor.
—¡Anda! —la oyó exclamar con gran sorpresa.
—¿Qué ocurre, mujer?
—¡Ven! ¡Ven a ver! Pero prométeme que no te enfadarás conmigo.
Zondi se levantó de un salto y fue a la sala. El traje, limpio y planchado, colgaba bien aprestado del respaldo de una silla. Sobre la tabla de planchar, Miriam tenía una hoja de papel en blanco.
—La he encontrado en el bolsillo de tu chaqueta —dijo—. Pensé que sería para una carta que querrías escribir, así que decidí pasarle la plancha para quitarle los dobleces. Y entonces, enseguida, ¡salió lo escrito! ¡Como en un truco de magia! Como por brujería… —y se estremeció.
—Déjame ver —dijo Zondi, acercándose a su lado y mirando.
Efectivamente, lo que hasta entonces había parecido una hoja de papel en blanco estaba ahora cubierto de una escritura marrón claro, con el encabezamiento: Reflexiones sumamente secretas sobre el fallecimiento muy prematuro de la malograda Naomi Stride (nombre profesional).
—¿Sabes qué significa? —le preguntó Miriam, volviendo a poner la plancha sobre la cocina para calentarla de nuevo.
LA VIUDA FOURIE le sirvió a Kramer un desayuno de baño, como ella lo llamaba. Los dónuts, en la jabonera, y la cerveza de jengibre, en el jarroncito de los cepillos de dientes. Después, se quedó plantada delante del espejo, cepillándose la melena rubia, tirando fuerte para deshacer todos los enredos. A Kramer le gustaba mirarla mientras se peinaba, porque sus amplios pechos se movían suavemente, como a cámara lenta.
—Qué se le va a hacer… otro día de calor —murmuraba con el prendedor del pelo entre los dientes—. Y de lo contrario, este espejo estaría todo empañado. No sé como puedes resistir el agua tan caliente, se podrían cocer huevos ahí dentro.
—¿Así que has descubierto mi secretillo, eh? —dijo él, cogiendo la jarrita—. Pues déjame que te diga que es mucho más barato y menos molesto que una vasectomía.
La viuda Fourie sonrió y volvió la vista hacia él.
—Este último sueñecito te ha sentado bien… —le dijo—. ¿Te despertó una pesadilla?
—Me has despertado tú, zarandeándome, muchacha, de manera que sobran las coartadas…
—Si ya estabas casi en pie, Trompi. Nunca te había visto tan nervioso. ¿Qué soñabas?
—Eh…, un juicio o algo así.
—Traté de averiguarlo, pero todo lo que decías sin parar era «Ha sido el padre, el padre, ¡no el hijo!», y llamabas a tu mamá.
—Ah, estupideces —dijo Kramer, y se sumergió en el agua.
La viuda Fourie se apartó de las salpicaduras y se colocó el prendedor. Como el jabón disuelto en el agua le escocía los ojos, Kramer volvió a sentarse, se secó la mano con una toalla y cogió un dónut.
—¡Mamá! —llegó una voz desde el pasillo.
—¡Qué sería una vida sin niños…! —gruñó de buen humor la viuda Fourie—. ¿Qué pasa, Piet?
—Mamá, llaman al tío Trompi, de la oficina.
—Yo voy —dijo ella descorriendo el pestillo—. Ve con cuidado y no dejes mermelada en la esponja otra vez, ¿eh?… La pobre Suikie creyó que le venía su primera regla…
Kramer se tumbó nuevamente y se miró los dedos de los pies. Emergían y le devolvían la mirada, con unas uñas tan inexpresivas como las caras en una ronda de identificación. La que se había pulverizado no tenía salvación, desde luego, estaba de un negro feísimo. Se acordó de la uña que le faltaba al pie izquierdo de Naomi Stride, y apretó los puños. Como Tess Muldoon había dicho de ella, era una buena mujer, a pesar de sus defectos. Tess Muldoon, que tenía el especiero más grande que jamás había visto. Romero.
—Ah, era Mickey, sólo eso —dijo la viuda Fourie, entrando en el baño con la boca llena de tostadas—. Debe de haber ofrecido alguna de sus imitaciones en honor de Piet. ¿Cuánto hace que anda con esos juegos por teléfono? ¿Es nuevo, verdad?
—Pero no acostumbra a llamarme aquí. ¿Qué recado dejó?
—Dice que estará aquí dentro de un cuarto de hora para recogerte, Tromp. Dice que tiene un papel que cambia todo el asunto de la Stride.
—¿Ah, sí? Entonces, mejor que pases de nuevo el pestillo.
—¿Para qué?
—Has dicho que el último sueñecito me sentó bien, ¿no? Pues un cuarto de hora es el tiempo justo que necesito para echar otro.
EL ENFERMERO CHATTERJEE le quitó la mordaza y empezó a desatar a Ramjut Pillay, diciéndole:
—Buenos días, Peerswammy, ¡qué hermosa mañana tenemos! ¿Está ya todo perdonado y olvidado?
—¿Olvidado? —dijo Ramjut Pillay esperanzado, todavía grogui por el efecto de la inyección en el trasero.
—Exactamente —dijo Chatterjee—. Incluso tu extraña mención a un tal Ramjut Pillay.
—Ah, bien, bien. Ese es un pájaro de cuenta.
—¿Así que le conoces?
Algo advirtió a Ramjut Pillay que se estaba adentrando en temas que había decidido ignorar, pero su euforia, sin duda producida por una conciencia muy clara, le llevó a añadir:
—Oh, sólo muy poco, de pasada.
—¿Un tipo grande, fuerte, alto, de treinta y un años?
—Cierto, muy cierto.
—¿Y cartero?
—Esto, hum… —Ramjut Pillay se detuvo.
—¿Por qué no confirmarlo o negarlo? ¿Qué estás ocultando?
—Pues… menudo día soleado y espléndido, enfermero Chatterjee. Me recuerda una mañana en que mis pensamientos elevados…
—Bueno, pues, en definitiva, tal vez será mejor que te vea la policía —dijo el enfermero Chatterjee—. Le había dicho al doctor que no sería necesario, pero tal vez tengas alguna información de primera mano y puedas ayudarles en sus pesquisas.
La información no podía ser más de primera mano, reflexionó otro de los lados, auténticamente trascendente, de Ramjut Pillay.
ZONDI DETUVO EL COCHE en la carretera, un kilómetro más abajo de la casa de la viuda Fourie, y le tendió a Kramer el papel que Miriam había planchado.
—Esto lo encontré en el dormitorio del cartero indio, en Gladstoneville, jefe.
—Entonces, vamos a verlo.
—Mi teniente, tal vez debería explicar…
—Es una tinta condenadamente rara, ¿verdad? ¿Qué es? ¿Sangre rebajada con agua?
—Zumo de limón, pero eso no importa, jefe; lea lo que dice.
De modo que Kramer fijó la vista en el papel:
Reflexiones sumamente secretas sobre el fallecimiento muy prematuro de la malograda Naomi Stride (nombre profesional).
1. Golpe criminal asestado desde el lado izquierdo
2. Asesino; individuo ignorante
3. Ningún aviso recibido; con carácter inmediato, de la desgracia
4. Fallecida de religión judía
5.
Kramer frunció el ceño.
—¿Qué ves tú en esto que yo no alcanzo a ver, Mickey?
A mí, esto me parece una pura mierda. O, por lo menos, no es más que lo que vio con sus propios ojos, leyó o dedujo él, chupándose el dedo.
—Mi teniente está completamente en lo cierto, es pura basura —dijo Zondi—. Pero cuando lo leí me acordé de que hay algo que no hemos examinado detenidamente y que podría simplificarnos mucho el caso… —y señaló el encabezamiento escrito sobre el papel.
—Sigo sin entender…
—Las palabras «muy prematuro», jefe.
—¿Y qué?
—Esa frase, jefe, significa en inglés «antes de su hora».
—Eso ya lo sé… y es verdad. Era una mujer bastante joven todavía.
—Eso es lo que yo pensé cuando lo leí primero, mi teniente —prosiguió Zondi—. Luego, cuando lo miré otra vez, por si había olvidado algo, esas palabras me llevaron a recordar que, en cierto otro sentido, la señora Stride murió después de su hora.
—Óyeme bien, carcamal, vas a tener que explicarte mejor, ¿entendido?
—Quiero decir que murió «después de su hora» aquí en Sudáfrica, es decir después del momento en que tenía que haberse marchado a Inglaterra.
Kramer sacó su paquete de Luckys.
—¡Dios! ¡Empiezo a entender a dónde quieres llegar! La pregunta que en realidad estás planteando es: ¿quién sabía que todavía estaba aquí?
Zondi asintió y aceptó el fuego.
—Por cierto, Mickey, que el primer día le pregunté esto mismo a Theo Kennedy, pero, desde entonces, con tantas teorías y tantas pistas que seguir, olvidé por completo este elemento…
—Tal vez alguien tenía la esperanza de que eso nos ocurriera. Tal vez por eso hay tantísimas claves.
—Hombre, no —dijo Kramer, moviendo la cabeza—. En realidad no han sido tantas, y si esto quedó olvidado fue sobre todo porque… —dio un puñetazo contra el salpicadero—. ¡Por todos los demonios, si era nuestro enfoque, tal cual! Desde el maldito principio no hemos hecho más que buscar motivos. ¿Por qué, repetíamos, por qué interesaba matar a esa buena señora…? Así fue cómo empezamos, con esa mierda de teoría de Jones de que la mataron por dinero. Encontramos la espada y tiramos del hilo de Hamlet, y seguimos preguntándonos ¿por qué? Pienso en Liz Geldenhuys, y esta vez me parece que sé el porqué, pero ni siquiera entonces me pregunté por la única cuestión práctica de verdad: ¿Cómo? Debo de estar volviéndome…
—Sí, sí que se preguntó el «cómo» con la señora Zuidmeyer, jefe —le indicó Zondi, arrancando el coche.
Kramer soltó una risa amarga.
—¿Quién es el listo que empieza preguntando el porqué de un crimen familiar? Cualquiera podría dar un millón de razones, a cual más aburrida. Pero tratándose de una persona mundialmente famosa, erramos el tiro, ¿eh? ¡Por Cristo crucificado! ¡Con Naomi Stride la respuesta no podía ser aburrida! De modo que lo más importante es el «porqué» o algo así.
—O algo así —asintió Zondi, meneando la cabeza—. ¿Adonde vamos ahora?
—Derechos de nuevo a esa maldita casilla de salida, muchacho.
EL CORONEL MULLER, coordinador del caso, hizo que le pasaran la llamada.
—Sí, doctor, seguimos interesados en el paradero de Ramjut Pillay, muy interesados.
—Bien, pues espero no hacerle perder el tiempo, pero tengo un paciente en la sala de ingresos que pretende conocerlo un poco.
—¿Es indio, también?
—Exactamente. De unos cuarenta años, pretende ser paracaidista…
—¡No me diga! —el coronel Muller se rió y tuvo que cazar al vuelo su pipa—. ¿Se ingresó a sí mismo por la chimenea?
—Estaba tratando de darle a usted los detalles del caso, coronel —dijo con frialdad el doctor—. La enfermedad mental no es precisamente un tema adecuado para jocosidades y…
—Ah, perdone, se lo ruego. Pero si se encuentra en ese estado, dudo de que nos sirva de algo. ¿Ha dado alguna información sobre Pillay?
—Nada más que, de momento, nos indique que le conoce bien.
—Hum. Le diré lo que haremos. Si me da usted el nombre y su número, iré incorporándolo al expediente.
—Cuarenta y cinco mil trescientos. Y el nombre: P-E-E-R-S-W-A-M-M-Y, L-A-L.
—Muy bien. Le estoy muy agradecido por su ayuda. Adiós…
Qué curioso, pensó el coronel Muller, aquel nombre no le resultaba del todo desconocido.
ZONDI ACERCÓ EL COCHE hasta detrás del Land Rover a rayas y se detuvo. El espacio de al lado lo ocupaba, aquella mañana, una camioneta Ford, de color gris; Theo Kennedy estaba delante, con Amanda sentada sobre sus hombros, hablando con un hombre talludo y de articulaciones flexibles, por encima del estruendo de un radio cassette portátil, que atronaba con un Simón and Garfunkel añejo.
—Debe de ser Bruce, el tío de Amanda —dijo Kramer, notando que el hombre tenía el mismo color de pelo y la misma barbilla que ella.
—Pero más joven, ¿no, jefe?
—Un par de años menos, quizá —admitió Kramer, abriendo la puerta—. Con un poco de suerte, esto no nos llevará demasiado rato.
—¡Tromp! —dijo Kennedy, y Amanda se sumó también a los saludos—. ¿Cómo le fue con Liz? Estaba a punto de llamarle a usted. ¡Ah!, perdón, éste es el hermano de Vicki, Bruce Newbury… Tromp Kramer.
—Encantado de conocerle…, pero mejor no le doy la mano —dijo Bruce Newbury, enseñándole una mano derecha pringada de grasa—. Ahora mismo estaba ahí debajo comprobando las juntas de la caja de cambios.
—¿Están jodidas?
—Completamente. Así que adiós a mi día libre. Iba a ir a pescar.
—Llévate el Land Rover, como te dije —le ofreció Kennedy.
—No, puedes necesitarlo, y de todos modos, prefiero tener mi medio de transporte arreglado; si no, estaré realmente preocupado.
—Bruce, ¿podría llevarse a Amanda? —preguntó Kramer—. Es que…
—Bruce está ocupado; puede irse a charlar con Zondi —dijo Kennedy bajándola—. ¿De acuerdo, Amanda? ¡Buena chica!
La niña salió corriendo. Kramer entró con Kennedy en el piso, hasta la cocina:
—¿Café, Tromp?
—Ahora no, pero tómelo usted. No seguí la pista aquélla de Liz Geldenhuys…
—¿No? —preguntó Kennedy, bajando cuatro tazas—. ¿Y eso? ¿Tal vez porque Vicki y yo le guiamos hacia una dirección más prometedora, las conexiones literarias y tal?
—No, fue porque comprendí lo estúpido que soy, amigo. Quienquiera que haya hecho lo de su madre, tiene que ser alguien que sabía que todavía estaba en casa el lunes por la noche; borre eso; mejor dicho, el martes.
—Naturalmente.
—Y nunca le he pedido una lista de quiénes podrían ser esas personas.
—¡Oh! Pero…
—¿Pero qué, Theo?
—¿Por dónde se empieza? La agencia de viajes sabía que había cambiado de planes, la gente de seguridad, probablemente el lechero, y esto antes de que lleguemos a la lista de sus amigos. No, espere un momento…
—¿Sí? —preguntó Kramer, conectando el hornillo eléctrico.
—Cuando estuvo aquí el sábado pasado me acuerdo de que nos reímos, porque no era frecuente que disimulara las cosas, cuando dijo que sólo permitiría que un puñado de amigos se enterase de que había aplazado el viaje a Londres. Y que si querían llamarla por teléfono, tendrían que hacer una señal dejándolo sonar primero tres veces. Sí… y por eso dejó que Betty y Ben se marcharan, como tenían previsto, de manera que no estuvieran en casa para abrir la puerta. Dijo que era una oportunidad caída del cielo para trabajar sin molestias, especialmente porque, por fin, había roto el maleficio que tenía con el libro, y quería avanzar cuanto pudiera. ¿Sabe que esto casi se me había borrado por completo? Sólo cuando usted preguntó…
—Es consecuencia del golpe, hombre. ¿No se siente todavía, un poco, como en un mundo imaginario?
Kennedy asintió y siguió sirviendo café en polvo en las cuatro tazas, mientras decía:
—Nada me resulta muy real. Pero ¿cuál es su excusa?
—¿Perdón?
—Para no encender el hornillo…
Se rieron y Kramer apretó el interruptor.
—Acaba de hacerme entender una cosa más —gruñó—. He estado muy obsesionado con la idea de que a su madre la amenazaban con esas cartas azules que le mencioné. En efecto, puede que tuviera razón, la habían amenazado, pero lo que no comprendí fue que las cartas azules, alguien tuvo que apartárselas para que no tuviera miedo a quedarse sola en la casa, sin criados ni amigos por allí, incluso esos pocos días.
—En otras palabras, los sobres azules eran una falsa pista, creada por usted mismo.
—¡Ajá…! Se ha perdido mucho tiempo.
Kennedy sacó la leche del refrigerador, se quedó de pie un momento mirando por la ventana a Vicki Stilgoe y a su hermano, que charlaban mientras empezaba la reparación de la caja de cambios. Pero probablemente no los veía; sus ojos tenían un destello de mirar hacia la lejanía.
—A menos —dijo suavemente— de que mamá se equivocase al pensar que lo de las cartas azules se había resuelto. Ya sabe lo que quiero decir, algún maníaco peligroso, que estuviera encerrado y se hubiera vuelto a escapar.
—Hum… es poco probable —dijo Kramer, que se descubrió a sí mismo mirando a hurtadillas, por puro hábito, el recibo del alquiler recién abierto; incomodado por si Kennedy lo había notado, añadió—: ¡Eh, nos hemos desviado un poco del tema! Estábamos hablando de quiénes sabían que su madre seguía en casa. ¿Puede darme una lista de nombres?
—Puedo intentarlo. —Kennedy descolgó una libreta de cocina y aceptó el bolígrafo de Kramer para anotar.
Estaba a punto de empezar a escribir cuando se detuvo y se rascó detrás de una oreja.
—Hay algo equivocado en todo esto; no es lógico —dijo.
—¿Equivocado, qué quiere decir?
—Completamente. Déjeme un minuto y veré si consigo aclararlo.
AMANDA JUGABA con el micrófono de la radio y gritaba de contento cada vez que sonaba un mensaje de Control.
—Boy —decía, en los intervalos de silencio— boy, hazlo hablar o se lo digo a la señora…
—No debemos hablar por aquí, Amanda; es sólo para el teniente Kramer.
—¿El hombre que está allí sentado?
—Sí, ése es el teniente.
—A mamá no le gusta.
—Y eso, ¿por qué?
—Mamá dice que es horrible y que mata gente.
—Sólo mata a la gente muy, muy mala.
—El tío Bruce es malo, pero sólo a veces. ¡Hazlo hablar! —Volverá a hablar enseguida.
—Y el tío Theo, ¿puede hablar?
—No, el señor Kennedy no es policía.
—Es muy bueno, y mamá también dice que es bueno. —¿Y qué dice el tío Bruce?
—¡Qué Theo es un blandengue!
—Control a teniente Kramer…
Zondi cogió el micrófono.
—Sargento Detective Bantú Zondi recibiendo para teniente Kramer, cambio.
—¡Dámelo a mí! ¡Dámelo, boy!
—Control. El mensaje dice: «Sospechoso Peerswammy Lal se encuentra en hospital del camino de la Guarnición, interrogatorio inmediato, coronel Muller». Cambio.
—¡Dámelo!, ¡dámelo!, ¡por favor! ¡Tío Bruce!
—Mensaje recibido, Control. Cambio y cierro.
—¡Pillina! ¿Qué estás haciendo, eh? —dijo el tío, apareciendo junto a la puerta abierta de Zondi.
Sus ojos se posaron sobre la niña y sonrió.
—Amanda, te estoy hablando a ti. Ya veo que estás molestando, será mejor que vayas dentro con mamá.
—¡Este boy me ha empujado! ¡Pégale, tío Bruce! ¡Pégale!
—Amanda, ¡te estás ganando un buen cachete!
—No hay problema, amo. La niña está…
—Se ha pasado toda la mañana haciendo comedia, déjele que se lo diga. Y perdone.
Zondi vio cómo se llevaba a Amanda gritando y pateando como sólo un niño muy mimado puede hacerlo, fuera de sí de rabia. Entonces se dio cuenta de que seguía sintiéndose helado después de ver la mirada de Bruce Newbury cuando llegó junto al coche.
VICKI STILGOE entró en la cocina de Kennedy.
—Theo —le regañó—, no deberías haber dejado a Amanda con el pobre sargento Zondi; se disculpará en mi nombre con él, ¿verdad, Tromp? Esta mañana, desde que se ha levantado, se está portando pero que muy mal.
—Conmigo se ha comportado deliciosamente bien —dijo Kennedy—. Toma, éste es para ti, Vicki.
—Estupendo, gracias —dijo, y cogió la taza—. ¿Y éste es para Bruce? Se lo llevaré.
Kennedy contempló cómo se alejaba con una sombra de preocupación en el rostro.
—Me parece que están otra vez discutiendo con Bruce —confesó, hablando bajo—. No se parecen demasiado, y ella está impaciente por que encuentre su propia casa. Lleva aquí unas seis semanas, mientras la busca. Se vino de Zimbabwe cuando…
—Pero ¿qué me estaba diciendo? —Kramer le apremió porque no soportaba demasiada charla doméstica.
—Sí, lo tenía en la punta de la lengua, ¿verdad? —dijo Kennedy levantando la taza—. Ya sé, simplemente esto: si mi madre quería que sólo unos pocos estuvieran enterados de que había retrasado el viaje, parece lógico que les dijera quiénes eran los demás, para pedirles que no se lo contaran.
—Ya, de acuerdo.
—De manera que esto nos da un grupo pequeño de personas, tres o cuatro como mucho, y una de ellas decide cometer un asesinato usando una información que sólo ellas tienen. Pero, si fue así, los demás no tardarían en averiguar que tenía que ser uno de ellos y la policía o ellos sabrían quién es el culpable por un proceso de eliminación relativamente sencillo.
—Demonios infernales, tiene razón —dijo Kramer, y deseó haber tenido esa conversación con Kennedy antes—. Y por lo tanto no puede haber sido ninguna de las personas a las que avisó, porque se habría puesto de manifiesto el riesgo que corría. Entonces, ¿quién no correría ese riesgo?
—Lógicamente, —Kennedy se encogió de hombros—, sólo puede haber sido alguien que no se dio cuenta, en primer lugar, de que existía ese riesgo. Alguien, por ejemplo, que no supiera que ella mantenía en secreto que todavía estaba aquí.
—¡Ahora llegamos a alguna parte! —dijo Kramer, encendiendo un Lucky—. Alguien de fuera que la vio después de que se suponía que se había marchado.
—Tuvo que haber sido rápido. Ella me dijo que no había salido de casa excepto para verme a mí el sábado por la mañana; vino y volvió a su casa directamente. Eso lo sé porque me llamó por teléfono pues había olvidado añadir algo a la lista de cosas que yo tenía que hacerle.
—Muy bien, pero de algún modo la vieron, supieron que todavía estaba por aquí, que trabajaría hasta tarde con la casa aún sin cerrar…
—Bien, ése es un buen punto de partida —le interrumpió Kennedy—. Mi madre sólo «se quemaba las pestañas» cuando estaba apurada de verdad, cuando tenía una fecha de entrega o algo así. Y sin embargo, llevaba semanas sin trabajar por culpa de aquel bloqueo que sufría, de manera que, ¿cómo alguien de fuera podía descubrirlo?
—Imagino que lo de ir a Inglaterra aquella semana era como una fecha límite, ¿verdad?
—Pero ¿cómo podía saber eso también alguien de fuera? Dios mío, si yo no lo supe hasta que me lo dijo cuando vino… que tenía intención de trabajar en el libro todas las horas posibles hasta el último minuto.
—Y usted, ¿se lo dijo a alguien? —preguntó Kramer antes de poder pensar en una forma menos brusca de plantearlo. Kennedy se echó un poco para atrás.
—No, seguro que no. Normalmente nunca hablo de mi madre ni de su trabajo. De hecho, la única vez hasta ahora que he hablado de este particular fue con ella fue el sábado por la mañana, ahí afuera, junto a mi Land Rover.
—¿Quién estaba con ustedes?
—Nadie. Bruce había estado trabajando junto a mí, pero se había ido dentro a buscar una tirita antes de que llegase mamá. Luego, salió Vicki a llamar a Amanda, y apagó la radio de Bruce, y entonces nos quedamos completamente a solas. Fue entonces cuando se produjo la conversación sobre el hecho de trabajar hasta reventar…, me acuerdo de que me sentí aliviado de que estuviésemos solos porque las discusiones entre mi madre y yo siempre terminaban… bueno, a veces, con palabras bastante fuertes. Yo empecé a decirle que estaba exagerando la nota y que cuando llegase a Londres estaría hecha un guiñapo. Ahora lamento no haber tenido la oportunidad de presentarle a Vicki, pero en aquellos días apenas si le decía poco más que «hola», y… oh, bueno…
—Ya, así es la vida…
—O la muerte —dijo Kennedy, musitando su comentario.
—Theo, no debe deprimirse —le advirtió Kramer—. Sigamos con lo que decíamos; si no había nadie en el aparcamiento, excepto su madre y usted, ¿podrían haber estado arriba?
—Perdón, no sé muy bien a qué se ref…
—Hay un balcón corrido justo encima de esta ventana, ¿no? ¿Por el que los del piso de arriba entran en sus casas?
—¡Ah, ya le entiendo! ¿Quiere decir que alguien podría habernos escuchado desde allí?
—Correcto. ¿Recuerda haber visto a alguien?
—No, creo que no. Podrían haberse agazapado detrás del balcón, supongo, pero eso suena un poco teatral.
—De todos modos, ¿quién vive encima de usted?
—No tengo ni idea. En estos pisos la gente va y viene mucho; generalmente no son más que una etapa en su vida. Hemos tenido a obreros de la construcción, intelectuales bohemios de diversas clases, matrimonios jóvenes, estudiantes de universidad, divorciadas… Dios mío, ¿se ha dado cuenta de lo que acabo de decir?
Kramer asintió.
—¿Conoce el nombre de alguno de los estudiantes?
—No, pero tal vez Vicki sí; o podemos probar si…
—Esto, déjemelo a mí, Theo. ¿OK? —dijo Kramer, que empezaba a marcharse—. Y por ahora no diga nada a los demás. No quiero que las cosas se estropeen porque un sospechoso piense que le están observando o algo parecido, ¿está de acuerdo conmigo?
—Completamente, Tromp. Yo también preferiría que los demás no se vieran envueltos.
Salieron juntos y Zondi se les acercó.
—Sí, Mickey, ¿qué pasa?
—Un mensaje por radio del coronel, mi teniente. Quiere que vayamos a buscar a un sospechoso, Peerswammy Lal, en el Hospital Psiquiátrico de la carretera de la Guarnición, referencia Ramjut Pillay. El asunto es muy urgente: una carta en papel azul a rayas.
—¿Una carta en papel azul? —dijo Kennedy conteniendo la voz porque Vicki Stilgoe avanzaba hacia él con aire protector.
—Ah, ni caso —dijo Kramer—. Eso no tiene nada que ver con este asunto, se lo prometo.
—Pero seguramente… —empezó Vicki Stilgoe.
—No conoce usted al oficial que está detrás de eso, Vicki, pues de lo contrario me daría la razón, ¿sabe? Bueno, quizá les vea a todos más tarde.
—Pero, jefe —susurró Zondi cuando llegaban al coche—, la señora tiene razón. Una carta azul y el cartero que…
—Entierra a Ramjut Pillay, Mickey, acabo de encontrar por mi cuenta una pista condenadamente buena que…
—Mi teniente, ya ha cometido esta clase de equivocaciones antes y nos hemos encontrado con muchos…
—¿Qué quieres hacer? ¿No querrás cambiar tu puesto con Gagonk?
—Pfff —dijo Zondi, y le lanzó las llaves del coche.