ERAN LAS SIETE EN PUNTO cuando Kramer llegó a Azalea Mansions, aparcó junto al Land Rover a rayas de Theo Kennedy y llamó a su puerta. Miró la hora mientras esperaba que le abriesen, y se maravilló de los progresos que estaba realizando Zondi. Hasta entonces, sus propios esfuerzos por conseguir resultados habían sido estériles. Había preguntado en todas las casas de la avenida Sweethaven si alguien sabía a dónde había ido la familia Geldenhuys, del número 24, y había concluido la ronda sin saber nada nuevo.
Estaba a punto de alejarse de otra puerta más y probar una nueva, la de Stilgoe, cuando Theo Kennedy le abrió. Parecía encantado de verle.
—Perdone que haya tardado tanto —le dijo—, pero fui primero hasta la ventana del dormitorio para ver quién era. Pase, pase, estoy seguro de que a Vicki también le…
—Ah… tan sólo quiero hacerle una preguntita, y puedo hacérsela aquí fuera.
—Ni hablar, Tromp —respondió Kennedy, lanzando una mirada hacia atrás y bajando la voz—. Tengo que estarle agradecido por muchas cosas, ¿sabe? Sin Vicki y sin Amanda no creo que hubiera podido aguantar estos últimos días.
—Para eso están los vecinos, ¿no? Probablemente le hubieran ofrecido…
—De todos modos, les estoy agradecido, ¿de acuerdo? Vicki ha estado maravillosa, hasta me animaba a llorar a mis anchas cuando me hacía falta, y eso también me ha venido bien.
Kramer esperó por su bien que hubiera habido algo más que un poco de llanto entre los brazos de una mujer con buenos deseos. Siempre había considerado que lo que mejor compensaba la muerte era su contrario, el acto que iniciaba la vida. Incluso éste lleva intrínsecamente su propia «pequeña muerte», aun cuando no sea antes de haberse producido una gozosa afirmación de lo que significa estar vivo, y hasta de lo que es el alma, aunque, por lo general, esta última visión de las cosas solía dejársela a la viuda Fourie mientras él encendía un Lucky.
—No, todavía no —le dijo Kennedy con una sonrisa, como si hubiera descubierto algo en su expresión—. Vicki me mantiene a raya, dice que todavía soy demasiado vulnerable. Que tenemos todo el tiempo.
—¡Ah, bien! ¿Con que en ésas estamos?
—Es que…, bueno, yo ni siquiera me molesto en pensarlo. Estoy contento de que haya sucedido, y si nos equivocamos, se acabará la cosa sin que nadie sufra.
Amanda no lo verá de igual manera, pensó Kramer, mientras pasaba con Kennedy a la sala de estar. Y a quién se tiene que vigilar es a esa damisela.
—Hola de nuevo —dijo Vicki Stilgoe—. Aunque esta tarde en la piscina apenas si nos vimos, ¿verdad? ¿Estaba muy ocupado?
—Como un búfalo con el culo ardiendo —contestó Kramer, notando con alivio que ella sólo parecía tener ojos para Kennedy—. Volví más tarde para decir «hola», pero ya se habían ido, antes de que empezase el circo de verdad.
—Theo —dijo ella, riéndose—, ¿no fue así como yo te lo describí? ¡Aquel increíble coronel obligando a los buceadores a ensayar una y otra vez para que tú no tuvieras que verte involucrado!
—¡Y porque así no nos lanzarían huevos! —puntualizó Kramer—. Se suponía que la Brigada de uniforme había revisado hasta la última pulgada de la casa. Por eso, cuando Zondi…
—¡Qué hombre tan amable es! Amanda siente adoración por él.
—¡Eso mismo pienso yo! Me ha salvado la vida varias veces.
—¿Cuántas? —le preguntó Kennedy, haciendo un gesto de invitación con la botella de whisky que empuñaba.
—Digamos, una docena… ¿o se refiere a cuántas veces apretó el gatillo Zondi?
Kennedy se rió y sirvió un buen trago.
—No busque evasivas.
—No; de verdad, nueve veces.
—¡Dios mío! ¿Ha matado a nueve personas? —dijo Vicki Stilgoe.
—Debería haber dicho en nueve ocasiones, porque a veces los hijos de puta iban en cuadrilla. Ah, y si quiere que le dé una cifra aproximada, digamos que unos quince.
—¿Quince?
—Se da cuenta de lo que eso significa, ¿verdad, Tromp? —dijo Kennedy, acercándole el whisky—. Hay un viejo dicho que dice que si salvas a un hombre de la muerte eres responsable de él mientras viva. Algo me dice que me horrorizaría tener la responsabilidad de lo que usted…
—En realidad, Mickey y yo estamos en tablas, ¿saben? También yo llevo unos quince.
—¡Eso suma treinta! —dijo Vicki Stilgoe, mirándole—. Treinta personas entre los dos, ¡casi un autobús!
—Sin contar, claro está, los que no nos pillaron por sorpresa, señora Stilgoe.
—¡Más, no! La verdad es que usted sí que me ha pillado por sorpresa, Tromp… y, por favor, llámeme Vicki. —Se levantó y alcanzó el mueble bar antes de que Theo pudiera impedírselo—. ¡No seas bobo, Theo! ¡Odio sentirme como una de esas mujeres que no sirven para nada!
—A mí no me importaría sentirme un…
—¡Bueno, basta! ¡O me parece que tendré que llamar a un guardia!
Pero Kramer sólo la oyó a medias. También él se había sorprendido de sus propias confesiones y se preguntaba qué demonios le habría impulsado a hacerlas. Ni siquiera con Zondi se había puesto a echar cuentas antes, y apenas si había logrado detenerse antes de seguir con la cifra de los que habían mandado a la horca. Entonces, se dio cuenta de que cuando Vicki Stilgoe se volvió a sentar lo hizo más de un metro más lejos, y sonrió. Era muy posible que su instinto procurara asegurarse de que no volvería a atraer las miradas insinuantes de ella, ni ahora ni más adelante, y que pudieran malograr algo bueno para un chaval tan bondadoso como Theo Kennedy.
—Esta visita, ¿es sólo de sociedad? —le preguntó Vicki, algo seca, pero intentando sonar cordial.
Kramer bebió un sorbo de su copa.
—Lo primero de todo —dijo—, déjenme contarles lo que he descubierto esta tarde en la universidad.
—¿TODAVÍA NO HA REGRESADO el teniente Kramer? —preguntó el coronel Muller, entrando en la oficina un instante después de que Zondi deslizase su ejemplar de Hamlet debajo de un sumario—. Ven, quiero mostrarte algo.
Zondi le siguió hasta el patio.
—Mira —le dijo el coronel, señalando con el dedo—. ¿Qué hay en el rosal nuevo?
—¿Una rosa amarilla, mi coronel?
—¡Exacto, una rosa! Y Gagonk Mbopa tuvo la desfachatez de decirme que no se podía comprar un rosal nuevo con una ya crecida. He tenido que tomarme muchas molestias hoy para que me lo cambiasen, y quiero que se lo digas cuando le vayas a ver al hospital.
—¿Al hospital, mi coronel?
—Ha tenido un accidente de tráfico, rasguños y contusiones, más que nada. El que está mal es el teniente Jones. Heridas múltiples.
—¡Jo, qué pena!
—Una verdadera pena —admito el coronel—. ¿De dónde quieren que saque dos vehículos nuevos? No crecen en los árboles, que yo sepa. En todo caso, ¡en los rosales, no!
Zondi se rió del chiste, y aprovechándose del cambio de humor se arriesgó a hacer una pregunta que le tenía intrigado:
—Mi coronel —dijo—, una cuestión de información, ¿puede usted decirme qué clase de nombre es «Rosencrantz»?
—¿Rosencrantz? ¿Rosencrantz? ¿Dónde ha visto eso?
—En un libro que estaba leyendo, mi coronel.
—Ah, pues si es «Rosen» con un «crantz» añadido para darse pisto, será algo judío, sin la menor duda.
KENNEDY SACUDIÓ la cabeza con energía, como para aclarársela.
—Romero, pensamientos, la espada de Laertes… ¡me pierdo! ¿Y qué importancia tiene «Acto II, Escena II», exactamente?
—Tengo al doctor Wilson trabajando en ello, ya que es experto en Hamlet.
—Ahora también me he perdido yo —dijo Vicki Stilgoe—. ¿Por qué precisamente Hamlet?
—Entiendo lo que quieres decir —asintió Kennedy—. Podría haber sido una alusión a cualquier obra que tenga un acto segundo y una escena segunda.
—Sí, pero con todo lo demás, lo coherente es que sea Hamlet —dijo Kramer.
—No necesariamente —dijo Vicki Stilgoe—. Sea quien sea, parece ser alguien con… digamos, inclinaciones literarias, supongo que pueden calificarse así, y eso podría significar que la relación es con alguna otra… ¿Está seguro de que no tiene nada más que pueda ayudarle a…?
—Nada, que hayamos encontrado hasta ahora. —Kramer se encogió de hombros—. Habríamos tenido la oportunidad de saber algo más si la madre de Theo hubiera guardado unas cartas que recientemente recibía, pero fue y las quemó.
—¡Oh! ¿Qué clase de cartas?
—Todo cuanto sabemos es que estaban escritas en papel azul rayado y barato, Vicki. Tess Muldoon la vio leer una hace dos sábados, y le pareció que estaba un poco nerviosa. La pena es que la madre de Theo no le dijo qué ponía.
—Ah, eso no me sorprende —dijo Kennedy. Kramer se volvió hacia él.
—¿Y por qué? Yo creía que Tess y su madre eran íntimas…, ¿no? —Recordó su teoría del complot sobre la expulsión de Liz Geldenhuys y la mujer de voz sexy, y prosiguió con menos confianza—. De Tess saqué la impresión de que ambas compartían secretos y de que hubieran hecho cualquier cosa por ayudarse mutuamente.
Kennedy echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—Lo de los secretos, quizás, pero el resto no es muy propio de Tess.
—¿Perdón?
—Puedo asegurarle, Tromp, que Tess Muldoon es de esa clase de gente que nunca se ve envuelta en los problemas de los demás. Es como una gata mansa de ojos verdes: bonita para ver y me imagino que deliciosa para acariciar, pero totalmente «ahí te las compongas» frente a los humanos que le piden algo más. Mi madre decía a menudo que, a veces, le gustaría confiarse a Tess, pero que «eso sería como pedirle a un gato siamés que te prestara un kleenex».
Vicki Stilgoe soltó una risita, y Kramer, que necesitaba tiempo para pensar, dijo:
—No sabía que su madre hiciera chistes… como he oído que sus libros eran siempre muy serios…
Kennedy asintió:
—Sí, también teníamos discusiones por culpa de eso…, echaba a perder algunas de sus mejores páginas. Echaba el resto en la escena de un albergue bantú, por ejemplo, y luego se olvidaba de que si no se volvían locos de atar era porque sabían reírse. Eso, al leerlo, me solía inquietar sin saber muy bien por qué, hasta que comprendí dónde estaba el fallo. Y entonces, mamá me respondía: «¿No te das cuenta de que lloro cuando escribo esos pasajes, Theo?». Se guardaba muchas cosas.
—Pero a propósito de Liz Geldenhuys, no se guardó lo que opinaba de sus modales en la mesa y de que empezase todas las frases diciendo «ah».
—¡Mamá no dijo ni una palabra de eso! —Kennedy palideció—. ¿Cómo diablos…? ¡Ah, ya entiendo, otra vez Tess! Bueno, ¡cruz y raya con esa zorra!
—No fue Tess, es de otra fuente —dijo Kramer—. Pero, ya que estamos con el tema, ¿usted cree que su ruptura pudo tener algo que ver con…?
—Mire, Tromp, ya sé que en estos momentos puedo estar demasiado susceptible con todo lo relativo a mi madre, pero de todas formas creo que tengo derecho a molestarme por lo que parece querer dar a entender. Puede que ella tuviera muy mala lengua en privado, igual que en los libros, pero no era una persona que fuese a herir a alguien como a Liz. Y, además, mi madre no trató nunca de interferir directamente en mi vida, por mucho que pudiera…
—Ya…, lo siento, Theo, pero tengo que hacer mi trabajo, ¿entiende? ¡Y no puede negar que hasta hace muy poco alguien ha estado interfiriendo en su vida, amigo! Me refiero a la «voz sexy» que le llamaba por teléfono.
—¡Dios del Cielo, no deja piedra sin remover! ¿Y eso qué tiene que ver con todo lo demás?
—A propósito de esas llamadas, Theo, ¿puede decirme si…?
—Mire, no he oído la voz de esa zorra desde el día antes de marcharse Liz, así que ¿qué importancia…?
—Winny Barnes afirma que la última vez fue aún la semana pasada.
—Sí, pero yo no estaba. Desde que Winny empezó a trabajar conmigo, estuve fuera todas las veces. Pero sigo sin ver a dónde demonios quiere ir a parar, Tromp.
Pero en ese momento, Kramer sí vio algo, súbitamente. Vio a Winny Barnes descolgar el teléfono en la aburrida tienda de fotografía de su padre y ponerse a hacer una serie de llamadas. Vio a Winny Barnes hacerse secretaria de Theo Kennedy, el hombre al que idolatraba, la vio incluso detenerse ante el escaparate de una joyería clavando una mirada en un expositor de anillos de boda…
—Si puedo interrumpir —dijo Vicki Stilgoe—, es hora de ir yendo a la casa de al lado.
PARA SER JUSTOS, hay que reconocer que el enfermero Chatterjee había prolongado su turno en un esfuerzo por aplacar a Ramjut Pillay y porque no era lógico esperar que su sustituto, el enfermero Mooljum, pudiese recomponer fácilmente las cosas. Pero Ramjut Pillay no estaba en condiciones mentales para hacerle justicia a nadie, ni tan siquiera al diablo en persona.
Desde que había recuperado la voz y la capacidad de movimiento, había empezado a clamar a voz en grito que el Hospital Psiquiátrico de la Guarnición era una institución llena de traidores y canallas incalificables, mientras se columpiaba desnudo en lo más alto del armario del pabellón. Nada le hacía entrar en razón. Nada conseguía que se bajara de allí, y los demás pacientes estaban poniéndose más que excitados.
—Escucha, Peerswammy, ten la amabilidad de volver a ponerte el pantalón del pijama y…
—¡Jo, jo! ¡El regreso del gran doctor Loquero!
—Haz el favor de dejar de llamarme…
—¿Nos querrá mostrar por dónde somos judíos? —le preguntó Pillay.
—Peerswammy, te equivocas si crees…
—No nos equivocamos. Mire bien, doctor Loquero, ¡y verá cómo está completamente incircunciso!
El enfermero Chatterjee se acercó un poco más.
—Pero si nadie te ha dicho que fueras judío, Peerswammy Lal, muchacho. Que tú…
—Nadie me ha dicho tampoco —repitió amargamente Ramjut Pillay— que en este sitio no se podía uno fiar ni de una cara honrada. Cuando una carta ha sido cerrada se convierte en…
—Pero no tenías que haberla cerrado, Peerswammy, va contra las normas del hospital. Tenemos que leer toda la correspondencia antes de que salga de aquí para aseguramos de que no haya nada ofensivo y…
—¡Diantre, tienes suerte de que ahora estoy tratando de emascular al Mahatma! Si no, tu cuerpo de perro traidor ya estaría… ¡Otra vez traicionado, ay, mísero Ramjut Pillay!
Unos hombres de blanco habían surgido de no se sabe dónde y le habían cogido completamente de improviso, concentrado como estaba en replicar al traidor Chatterjee.
—¿Ramjut Pillay? —oyó repetir detrás de él al doctor Loquero—. Pillay, Pillay, Pillay… me suena, vagamente… ¿No nos pasaron una nota de la policía o algo así?
—Yo no vi ninguna, doctor —dijo el enfermero Chatterjee—. ¿Y tú, Mooljum?
—Típico de la organización de esta casa —gruñó el doctor Galeno—. Todavía estoy esperando a que vuelvan a aparecer esos cálculos sobre dosificación de medicamentos. En fin, bueno, lo que propongo es que, si no pasa nada nuevo, hablemos otra vez con él por la mañana, cuando el sedante le haya calmado como es debido, y entonces nos pondremos en contacto con ellos, si procede. Tengo curiosidad por saber quién puede ser esta señora Kennedy.
—¡No, no, y no! —suplicó Ramjut Pillay.
Pero sólo pudo hacerlo pestañeando porque, de nuevo, era incapaz de moverse o hablar, y es que, con gran crueldad, le habían amordazado y metido en una camisa de fuerza.
KRAMER OBSERVÓ que, encima del equipo estereofónico, Theo Kennedy tenía un estante completo de libros de Naomi Stride. El de al lado estaba casi vacío, sólo había en él un diccionario, un atlas de carreteras y unos pocos adornos africanos.
—Vicki volverá enseguida —dijo Kennedy, regresando a la sala—. Era Amanda. Bruce la está cuidando, pero no se quiere dormir hasta que la madre le dé un beso.
—Y ahora le incluye a usted en el desfile a la hora de irse a la cama, ¿eh?
Kennedy asintió.
—¡Mira por dónde! Como ya le dije, Mandy y yo somos amigos hace tiempo. ¿Tiene niños?
—Mi trabajo no da para eso.
—¿Considera que no estaría bien?
—¿Ha ido alguna vez al funeral de un policía? Al final, disparan al aire.
—¿Salvas de saludo?
—Ajá. ¡Tendría que ver el salto que pegan los críos!
Kennedy le miró, se giró lentamente y se acercó hasta la botella de whisky. Se sirvió otro para él, puso un chorrito más en el vaso de Vicki, fue a sentarse frente a Kramer y le ofreció cacahuetes.
—No, de verdad, Theo, estoy bien así, gracias.
—He estado pensando. Atando cabos —dijo Kennedy—. Y como no me puedo creer lo que he deducido, tengo que preguntarle si estoy en lo cierto. ¿Está elaborando una especie de teoría, según la cual Liz Geldenhuys estaría mezclada en mi… en lo que pasó? Porque si eso es lo que piensa, está usted loco.
—¿No se da cuenta de que hay un posible móvil?
—¿Porque echaba a mi madre la culpa de que hubiéramos roto? O incluso, si mis peores suposiciones fueran ciertas, ¿por estar detrás de aquellas llamadas de la tienda?
—Mire, Theo, me ha convencido de que su madre no tuvo nada que ver, pero desde el punto de vista de Liz, muy bien se podría…
—¡Alto! No siga, por favor. No conoce a Liz, ni nunca la ha visto, si lo hubiera hecho comprendería lo ridícula que es esa idea.
—Entonces, será mejor que la vea con mis propios ojos, ¿no?
—¿Con qué pretexto?
—¡Oh…! Cualquier información sobre su madre que le pueda parecer relevante para la investigación. Le diré que estamos preguntando a todos los que la conocieron, cosa que es verdad.
—Bien —dijo Kennedy tras dar un sorbito a su whisky—. Bueno, pues le sugiero que lo haga cuanto antes. ¿Sabe dónde vive?
—Sí, en la Avenida Sweethaven, aunque en estos momentos está cerca de Dundee.
—Ah, sí, en Mooikop, la casa de su tío. Me llevó allí algunas veces a montar a caballo.
—Bueno, entonces —dijo Kramer—, quizás sería mejor que yo…
—Por fin —dijo Vicki Stilgoe con un suspiro de madre al reunirse con ellos—. Algunas noches estoy a un paso de estrangular a la señorita Caprichos, pero ya se ha dormido. Ah, perdón, he interrumpido…
—No seas boba —dijo Kennedy, levantándose, para acercarle la bebida—. Sólo trataba de convencer a Tromp de que se quitase una idea fija de la cabeza.
—Lo que no puedo entender… —comenzó Vicki.
—No, no, oigámoslo —dijo Kramer—. Suele ser útil oír la opinión de alguien que viene de fuera, y la intuición femenina no suele ir muy desencaminada.
Vicki Stilgoe le sonrió, pese a que sus ojos seguían teniéndole miedo, y se sentó en el sofá.
—Lo que me deja perpleja es la de tiempo que dedican a la vida familiar de la madre de Theo, o la personal, si prefiere. Seguramente, todo eso pasó porque, ante todo y sobre todo, era una escritora famosa.
—Pero hasta ahora, Vicki, no tenemos ninguna prueba que confirme eso.
—¿No?
—Cualquiera pudo ir a la universidad y coger la espada en el foso del escenario. En segundo lugar…
—¡Oh, vamos! ¿Y qué pasa con el simbolismo literario del romero y los pensamientos? ¿Y con esa referencia al Acto II, Escena II? ¿Todo eso no apunta a que el móvil, o como lo llamen, está relacionado con los libros?
Pero Kramer, que en el pasado había tenido metidas en la cabeza algunas buenas ideas fijas, se limitó a darles las gracias a ambos y prosiguió su camino, provisto, para entonces, de la dirección actualizada de Liz Geldenhuys.
ZONDI CONTESTÓ al teléfono.
—Oficina del teniente Kramer. Sí, doctor Wilson, un momento, por favor, el teniente acaba de llegar —tapó el micrófono con la mano y preguntó a Kramer—: ¿Ha habido suerte, jefe?
Este asintió con la cabeza.
—¿Y tú?
—Dos veces. El padre pudo coger todo el DH-136 que quiso de la basura del matadero, y el teléfono y la dirección de Marlene Thomas están ahí encima de la mesa.
—Sí, pero ¿dónde está mi té?
Zondi sonrió y le alargó el auricular.
—Caballero, ¿tendrá por casualidad algo para mí?
—¡Mi teniente! ¡Menudo golpe, y eficaz!
—Eso parece, ¿no?
—Pero antes de que abordemos el Acto II, Escena II —dijo Wilson jadeando feliz—, tengo un mensaje de inteligencia que comunicarle.
—¿Acaso considera, estimado doctor, que mi coeficiente mental no es suficientemente elevado?
Rebuznos estentóreos.
—¡Magnífico! ¡Tendré que acordarme de esto! Pero, en todo caso, lo que pretendía decirle es que uno de mis colaboradores me ha soplado que Naomi Stride estuvo entre el público la noche del estreno. Y otro, cuyo nombre tampoco quiero dar, me ha informado de que Aaron Sariff, al que vio usted un instante, ¿recuerda?, había enviado una comedia suya a la Stride para que le diera su opinión, y no quedó demasiado satisfecho con la respuesta. Y otro colega…
—¡Demonios! Sí que ha estado usted entretenido…
—«No espías solitarios, sino en batallones», ¿no le parece?
—Si usted lo dice… ¿Y qué dijo aquel otro individuo?
—Al parecer, Aaron Sariff se enteró, por un estudiante, de quién era usted, y armó una escándalo memorable a la voz de que había policías secretos por todas partes registrando hasta el último rincón de la universidad y amenazando las libertades democráticas. Y quiso que yo le confirmara si tenía usted orden de registro para husmear bajo del escenario. Todo ello, sumamente divertido.
—Lo que no entiendo es por qué me cuenta todo esto a mí.
—¿No? Pensé que le haría gracia… Y que la Stride asistiera al estreno, ¿no establece un nexo más sólido con la obra?
—Sí y no —disfrutó contestando Kramer—. Por lo que yo he leído sobre ella, Naomi Stride apoyaba todas las actividades artísticas en el distrito, y ello puede incluir el ir a ver las obras que se representen, ¿no? Pero…, bueno, ¿podemos volver al Acto II, Escena II?
—Claro, por supuesto… —se oyó ruido de papeles—. He pasado varias horas con el material, remachando posibles significados de las escenas dentro de la escena. Me parece que lo de la «muchacha loca» resulta un tanto excesivo. En ese punto Ofelia está perfectamente cuerda, es Hamlet el que hace un poco de teatro, simulando un estado de memez. ¡Oh!, y referente a la significación del romero y los pensamientos, recordemos que suele ser arriesgado hacer interpretaciones demasiado literales. El hecho de que Ofelia pronuncie las palabras «recuerdos» y «pensamientos» no justifica que nadie deba dejar de emplearlas para sus propios fines. «Muéstrame el empinado y espinoso camino del cielo»…, esta frase podría decirla hasta usted mismo, ¿o me equivoco? Y son también palabras de Ofelia, ¡ya ve! Así que…
—Así que… ¿qué? —le apremió Kramer, mientras garabateaba una especie de habichuela en su bloc.
—Temas, temas, y más temas, y ninguno de ellos cuadra por entero… no hay individuo malvado, etc., nada a lo que hincarle el diente. Terminé por recorrer el texto línea a línea, olvidando el contexto y buscando sólo lo que tuviera un sentido inmediato, una relevancia incuestionable. Quedé pasmado.
—¿Pasmado, señor?
—Estupefacto, sí, al darme cuenta de que no reparé desde el principio en el único verso auténticamente significativo para al caso. El verso que tiene que ser… el que salta a la vista.
—Continúe, por favor. Estoy listo para anotarlo.
—Ahí va, pues, teniente: «Muchos son quienes llevan estoque y temen a las plumas de ganso».
—¿Y?
—¿Cómo que «y»? Ahí está… ¡Estoques, estoques, teniente! ¡A Naomi Stride la mataron con un estoque! La palabra exacta, ¿entiende?; no simplemente algo más vago como «hierro» que incluiría espadas y floretes y…
—Eso ya lo entiendo, muy señor mío, pero ¿qué tiene que ver con esto las plumas de ganso?
—Plumas de ganso, es decir cálamos, mi teniente. ¿Nunca oyó hablar de ellos? ¡Por Dios, seguro que sí! Aún hoy sigue siendo un símbolo notorio de la escritura, de manera que ese verso significa que…
—Que la pluma es más hija de mala madre que la espada, ¿no, caballero? —dijo Kramer, apartándose, al oír que otro asno se sumaba al coro celestial.
—¡Por fin lo ha captado, teniente! «Bajo el gobierno de hombres realmente grandes la pluma es más fuerte que la espada», Edward Bulwer-Lytton, acabo de comprobarlo. Y, ¿me creerá si se lo digo? Por alguna extraña coincidencia, estos versos aparecen en el Acto II, Escena II, de su Richelieu.
Se produjo una de esas pausas en las que a Kramer le daba la impresión de que esperaban a que se pusiese a aplaudir, pero en vez de hacerlo, esperó, pintándole un gran puro en la boca al judión que había dibujado en su cuaderno.
—Ve usted la diferencia entre ambas citas ¿verdad? —dijo Wilson, y se oyó un chasquido al encenderse una cerilla—. «Muchos que llevan estoque» conduce inmediatamente a una asociación con los actores, y las «plumas de ganso», con…
—¿Los críticos teatrales de La Gaceta de Trekkersburg? —apuntó Kramer—. Mire, doctor, aunque agradezco mucho sus esfuerzos, sigo sin ver que eso evidencie un móvil que…
—¿No estará usted precipitándose un poco?
—Sí, quizá —gruñó Kramer—. Bueno, pues lo consultaré con la almohada. ¿OK?
—Consultar ¿qué, jefe? —preguntó Zondi, acercándole la taza de té mientras colgaba el teléfono.
—El maldito Acto II, Escena II…
—¡Toma, menuda escena más graciosa, teniente! Ese señorito Hamlet…
—¿Tú también? ¡No! ¿Vale? La broma nos va a…
—Es que he encontrado ahí una frase que podría haberla dicho la señora Stride, refiriéndose a Liz Geldenhuys.
Kramer dio primero un sorbo al té.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dice?
—«El señor Hamlet es un príncipe, lejano a vuestra estrella», jefe…, le dice su padre a la señorita Ofelia para que no piense en casarse con él. ¿Y sabe otra cosa, jefe? El último libro que estaba escribiendo la señora Stride contaba una historia igual a ésta. Sale un profesor de universidad que tiene una hija…
—¡Basta, Mickey! —protestó Kramer—. La cabeza me da vueltas y no quiero oír ni una puta clave más, ninguna teoría fantástica, ni nada que se le parezca, ¿entendido? Y por si no ha quedado claro: no quiero saber nada de nada más.
Zondi asintió en silencio, volvió a su mesa, señaló la página de Hamlet por la que iba, se guardó el libro en el bolsillo de la chaqueta y se puso a sacar punta a los lápices.
—Hum…, esto sí parece bastante claro —murmuró Kramer, cogiendo el papel con la dirección de Marlene Thomas—, y tu té está asqueroso, así que será mejor que nos larguemos de aquí ¿eh?
A LA LUZ BRILLANTE de su linterna con pilas nuevas, Zondi continuó abriéndose camino a través de aquella historia extraña y cautivadora; aun teniendo que saltarse muchos trozos. Otros, no eran más difíciles que la Biblia que le regalaron las monjas cuando dejó la escuela de la misión, y por eso conocía palabras como «ramera» o «ahoyar», que había buscado en un diccionario hacía muchísimo tiempo. Había también algo vagamente zulú en los complicados saludos que aquella gente se cruzaba sin cesar, y disfrutaba tratando de suplir los verbos que faltaban, como en: «Yo, a Inglaterra».
—¿«Ir» a Inglaterra? ¿«Navegar»? ¿«Viajar»?
Alzó la vista. Pero no era el teniente quien había salido al porche situado en la parte anterior del bungalow.
Era, probablemente, el señor Thomas, el padre de la chica, Marlene. El hombre encendió un pitillo, miró su reloj y se puso a pasear de un lado para el otro, deteniéndose de vez en cuando a escuchar junto a una ventana escasamente iluminada.
Tras otros diez minutos dedicados a Hamlet, Zondi notó que no se concentraba. Realmente, era demasiado difícil. Así que empezó a saltarse fragmentos más grandes, deteniéndose sólo cuando había frases breves. Soltó un gruñido. En numerosas ocasiones, los versos sueltos tenían un contenido poderoso, cabal: «Habré de ser cruel para resultar benévolo…». ¡Qué bien comprendía aquello!, y de repente creyó recordar, presa de un sobresalto, que una de las ancianas monjas le había dicho aquellas mismas palabras una vez que le habían dado de bastonazos por no haber hecho los deberes. Un puente a través de los años que temía cruzar.
Se oyó un chasquido en el porche. El hombre había vuelto a entrar. Momentos después, salía el teniente, acercándose despacio y como entristecido.
Zondi se guardó Hamlet en el bolsillo y arrancó el coche. Le había cogido gustillo a aquello de buscar versos sueltos, y si la noche no se alargaba demasiado, buscaría más.
KRAMER SUSPIRÓ y sacó los Lucky, encendió dos, le puso uno a Zondi en la boca, dado que conducía, y le dijo:
—Sí, Mickey, debe de ser algo terrible enterarte de que has sido la causa de la muerte de tu propia madre.
—¿Cómo dice, jefe? —Zondi le miró—. ¿Jannie estaba allí? ¿Acaso él…?
—Hablé sólo con su novia, Marlene —dijo Kramer, volviendo a verla en su imaginación sentada en el sofá raído de la sala de estar, encorvada, con los ojos henchidos de llorar—. Jannie le ha estado hablando casi sin descanso, contándole lo mucho que odia a su padre, cuán terriblemente sufría la madre cada vez que tenía uno de sus «deslices» y luego la emprendía con ella porque no aguantaba las reprimendas que le echaban sus superiores. Pero lo que Marlene, que no es una chica guapa pero sí cariñosa y evidentemente inteligente, no puede entender es por qué, si Jannie le dijo cientos de veces que su padre hizo resbalar a su madre, cuando fue a verla la primera vez, le dijo: «¡Ay, Dios mío, Marlene! ¡Ha sido un accidente! Un accidente terrible, terrible…», y después, cuando lo vio muy agitado y llorando a solas, oyó que profería la palabra «accidente» tres veces. Marlene no me lo ha dicho, claro está, pero he comprendido qué es lo que le preocupa. Ella escucha, Jannie llega corriendo y dice: «Ay, Dios mío, Marlene, ha habido un accidente, un accidente terrible, terrible». Hasta aquí, perfecto, nada que ver con él. Pero si dice: «¡Ha sido un accidente terrible…!».
—Entiendo, mi teniente. Joder… ¿quiere decir que mató a su madre por accidente?
—Eso no puedes saberlo Mickey porque, si no recuerdo mal, no te he contado todos los detalles, pero yo he sabido todo el tiempo que Zuidmeyer era el primero todas las mañanas en entrar en el cuarto de baño. Y aquella vez, sólo ésa, no lo hace, sale y se encierra en el garaje, y es su mujer la que se mete en la ducha. Una ducha que Jannie, según yo lo veo, convirtió en mortífera antes de salir con el perro. Regresa esperando ver a su padre muerto, pero ¿a quién encuentra tendida en el baño?
—Mi teniente, está seguro de que…
—Hasta aquí, los hechos encajan, y en cuanto haya tenido una pequeña conversación con él, creo que encontrarás que encajan todavía mejor.
Zondi redujo la velocidad.
—Perdón, no lo había pensado, jefe… ¿quiere ir a hablar con Jannie ahora? ¿A Acacia Drive?
—En realidad estaba en casa de Marlene, metido en el cuarto de invitados. Y yo… ah, mañana, Mickey, mañana. Tiene edad suficiente para bailar en la cuerda floja, así que una noche más con la joven Marlene…
Como si subrayara esa idea, Zondi apretó el acelerador.
—Hay una cosa buena, de todos modos, Mickey.
—¿Y qué es, teniente?
—La cara que pondrá Zuidmeyer cuando se lo cuente.