XV

ZONDI ENTRÓ EN SU CASA nueva corriendo y desvistiéndose. Hizo un barullo con el traje manchado de sangre, que tiró en un rincón del dormitorio, y se apartó la camisa de la espalda.

—¡Mujer! —llamó, mientras abría el armario—. ¿Dónde está el otro traje? ¿El viejo, de rayas plateadas?

Pero, al parecer, Miriam había salido a pesar de que la puerta estaba abierta. Desde que se habían mudado a Hamilton, le había dado por hacer vida social a una escala hasta entonces desconocida, y una y otra vez se la encontraba cotilleando en casa de alguna vecina. Su excusa, naturalmente, era que ahora que los gemelos habían crecido y que los demás niños eran también mayores, ya no tenía la misma necesidad de estar siempre a las órdenes de todos, encorvada sobre la tabla de planchar de la cocina.

—¿Dónde estará, dónde lo habrá metido? —farfullaba Zondi apartando la escasa selección de prendas colgadas de la barra de metal y haciendo chirriar las perchas de alambre—. Si lo ha vendido, se armará una gorda…

Pero como el mensaje del teniente por radio era que apareciese lo antes posible por el cuartel general del DIC, aquello tendría que esperar. Agarró su otro único par de pantalones y la chaqueta de sport marrón, cogió una camisa blanca de la pila de tres limpias, y se fue cambiando tras la puerta de la calle, impaciente por estar de nuevo en la carretera.

Por el tono de la llamada parecía que, por fin, habían encontrado algo importante.

KRAMER SE PARÓ en «Buchan y Layne - Mayoristas», de camino de vuelta al DIC. Tal y como Piet Baksteen había anunciado, el personal era de lo más amable y servicial. Sí, suministraban DH-136 al matadero municipal de la calle Lawrence, y sí, estaban completamente seguros de ello. Le enseñaron facturas.

En el coche siguió con la idea de ver al coronel antes de reunirse con Zondi, pero luego cambió de planes. Había que ser muy precavido antes de sacar conclusiones. Torció a la izquierda y aparcó junto al depósito de cadáveres estatal.

Apartó el mosquitero, abrió la puerta de un empujón y gritó:

—¡Hey… Van!

De la cámara refrigerada llegó una sonora exclamación, y cuando miró adentro, Van Rensburg estaba apoyado contra la pared con una mano apretada sobre el corazón.

—¡Por favor, mi teniente, no vuelva a hacer eso nunca más! —le rogó muy alterado—. Mis nervios no pueden resistirlo.

—¿Tus nervios? Demonios, es la primera vez que me dices que tienes nervios, hombre.

—Bueno, pues ahora los tengo, mi teniente, y no me importa nada decirle que de punta… ¿Sabe lo que está pasando en el refrigerador? ¿Sabe qué tengo dentro?

Kramer miró el interior de aquella cámara oscura y fétida, y movió la cabeza.

—No, no lo sé. Y en este momento no me interesa demasiado. Lo que quiero saber es qué más me puedes contar del DH-136.

—¡Faltaría más! —dijo Van Rensburg, iluminándosele la cara—. ¿Sabe que yo tenía razón la primera vez? —emergió de la cámara frigorífica y le dijo a Nxumalo—: Prueba a golpear las bandejas con un palo, a ver si eso los espanta, ¿eh?

Nxumalo obedeció con una sonrisa.

—En realidad, cuanto quiero saber del DH-136 —dijo Kramer dirigiéndose hacia la sala de autopsias para alejarse del ruido—, es si al pisarlo se puede resbalar.

—¿Resbalar? ¡Jo…!

—¿Mucho?

—Tanto, mi teniente —dijo Van Rensburg imitando algo así como una pirueta de hipopótamo sobre hielo—, que la fábrica te advierte de ello cada vez que te lo sirven. Ya lo creo, hay que tener muchísimo cuidado con él, siempre se lo estoy diciendo a Nxumalo…

—Ya entiendo, así que…

—Aunque no se puede evitar que gente menos sensata que yo haga estupideces con él —prosiguió Van Rensburg, entusiasmándose con el tema—. Por ejemplo, el último día de los Inocentes, algún jovenzuelo descerebrado derramó DH-136 en la rampa del matadero por donde sube el ganado desde los camiones hasta el tipo que les da en la cabeza. Fue un desastre tremendo, las pobres vacas resbalando cuesta abajo una y otra vez, de culo, cagándose y echándoselo todo a espuertas a los camioneros… incluso un buen montón de cabezas quedaron por ahí. El representante que me lo contó me dijo que la calle Lawrence parecía un maldito rodeo.

—¿Y quién perpetró semejante hazaña con el DH-136?

—¡Ahí es nadie…! Uno de esos jovenzuelos de la oficina.

—¿Y sigue allí?

—¡No, demonios! ¡Lo despacharon tan deprisa que, cuando la primera vaca de aquéllas mordió el polvo, él ya andaba de camino hacia su casa!

—Ya —dijo Kramer, y se echó a reír—. Por cierto, ¿te dio Piet Baksteen los resultados de aquellos pelos de cabra? ¿Te mintió Nxumalo?

La cara de Van Rensburg se ensombreció de inmediato, y en sus ojos reapareció la mirada de profunda preocupación:

—Esto…, al parecer no, mi teniente. La verdad es que no podemos hacer responsable a Nxumalo de lo que encontró el señor Baksteen, ni en un millón de años.

—Entonces, ¿de qué eran?

Van Rensburg echó una mirada furtiva por encima de su hombro y susurró:

—Pelos de jirafa, mi teniente…

—¿De jirafa? —Kramer empezó a sonreír—. ¿Cómo es posible que se metan pelos de jirafa en tu refrigerador, por todos los demonios?

—¡Chuuut…, no tan alto, mi teniente! Esa misma pregunta le hice yo al señor Baksteen, y ¿sabe lo que me contestó y sabe por qué tengo los nervios así? Pues me dijo: «Van, la única explicación científica que te puedo dar de este fenómeno es que tienes un poltergeist ahí dentro».

EL ENFERMERO CHATTERJEE se detuvo junto al camastro de Ramjut Pillay, escondiendo éste apresuradamente, bajo la almohada, un papel barato de rayas azul.

—¿Qué es eso, Peerswammy? —le dijo, recogiendo el almohadón—. ¿Todavía no has escrito ni una bendita palabra?

—«Hay que componerse a uno mismo —dijo Ramjut Pillay recordando un pensamiento elevado sobre el que estuvo meditando una mañana— antes de componer una carta», un consejo que encuentro de mucha ayuda.

—No lo dejarás para muy tarde, ¿verdad? Mi turno sólo dura doce horas, así que a las siete me iré y el enfermero Mooljum quedará de guardia.

—No, si mi redacción está ya casi entera. Le estoy muy agradecido por lo mucho que me ha facilitado las cosas.

—¡No hay de qué, Peerswammy! ¡Ay, Dios, un nuevo paciente!

Salió corriendo y Ramjut Pillay recuperó el papel escondido, lo puso del derecho y reanudó el trabajo. ¡Cómo se reía —muy bajito, naturalmente—, al ver fructificar ante sí el fruto de su última y más grande inspiración! La obra de un genio absoluto.

Su plan de enviar un mapa al sargento Zondi se había borrado. Se había borrado la idea de establecer contado directo con él, cosa que hubiera implicado admitir que en algún momento se había apropiado parte del correo de aquel día aciago.

No, lo que ahora estaba haciendo tendría un único efecto: dar al DIC otra oportunidad de abrir el correo que llegase a Woodhollow y encontrar entre él una carta de amenaza casi idéntica, escrita en papel idéntico y letra por letra.

O casi letra por letra.

Santo cielo, pensó Ramjut Pillay. Debo de haber leído esa carta infinidad de veces, aquella noche atormentada, y sin embargo no puedo recordar bien el nombre que empezaba por «Riche…». ¿Era antes del Acto II, Escena II y «la pluma es más fuerte que la espada»? ¿Sería Richelieu? No, aquello seguía sin pintar nada bien. Pero, por lo menos, «JUDÍA» estaba escrito igual.

—Y FINALMENTE —dijo Kramer, cambiando la posición de sus pies sobre la mesa— le escribí a ese doctor Wilson la línea entrecomillada que estaba mecanografiada al final de la última página de Naomi Stride. Aquel «dos coma dos» que nos estaba volviendo locos, ya sabes…

Zondi asintió y anotó «II, II» en el informe.

—¡Pues toma castaña! ¡Ni tan sólo parpadeó! ¡Me dio la respuesta en el acto! Quiere decir «Acto II, Escena segunda», cuando la cosa va sobre obras de teatro.

—¡Arrea! ¿Y ese doctor Wilson le explicó por qué razón el asesino decidió poner esa referencia, jefe? ¿Le explicó el motivo?

Kramer sacó la libreta y la abrió por una página marcada con un punto: el último recibo del supermercado.

—Wilson dice que toda la escena está resumida en las últimas palabras que dice Hamlet: «La comedia está allí donde atraparé la conciencia del rey».

—¿Cómo dice, jefe?

—Al parecer, Hamlet sospecha que el rey fue el pájaro que asesinó a su padre, de modo que representa una comedia sobre un asesinato para avergonzarle y ponerle nervioso, y hacer que se delate. Yo le dije a Wilson: «Un momento, recuerde que es una señora, no un rey, la que ha sido asesinada en la vida real. ¿Cómo encaja eso?», y me dijo: «Bien, ningún problema, también la dama, la madre de Hamlet, es culpable». Entonces nos pusimos a debatir, ya que yo no podía entender que todo aquello tuviera algo que ver con el móvil en el caso Stride. Al final me dijo que lo pensaría mejor, y que mientras tanto nos daría un ejemplar para que pudiéramos echarle una ojeada, pero yo sigo creyendo en la teoría de la jovencita loca.

—¿La señorita Liz Geldenhuys, quiere decir? Pero, jefe, si…

—Mira, Mickey, escúchame. Por fin sabemos una cosa segura de este asesino: es alguien que conoce el Hamlet, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, jefe.

—También tenemos razones para pensar que es una persona del sexo femenino, porque utilizó lo de los pensamientos y el romero para simbolizar las palabras de una mujer. Una mujer joven, desequilibrada por «pensamientos» y «recuerdos», que ha perdido el amor de su vida. ¿OK? Alguien tan iracundo que ni siquiera le parece que emplear una espada pueda ser…

—Pero, jefe, ¿por qué iba a volver su rabia contra…?

—Espérate a que termine, ¿quieres? Tenemos datos que apuntan a que Liz Geldenhuys responde a este perfil. La muerta la trató mal, no la juzgaba adecuada para su hijo, e incluso pudo haber tramado con Tess Muldoon lo de la voz sexy para apartarla del joven Kennedy. Digamos simplemente que, después de dejar Arte Afro, Liz Geldenhuys descubrió la cosa y entonces, ¿no tendría ahí motivos más que suficientes para vengarse? O digamos, también, que primero escribió un montón de cartas a mamá Stride en ese papel azul barato que alguien como ella compraba, pero que mamá Stride se limitó a ignorarlas y nunca contestó. Esa puede haber sido la gota fatal, Mickey… Y otra cosa, acuérdate de que Liz Geldenhuys estuvo en la casa aquella noche y que eso le dio una oportunidad de ver cómo era y cerciorarse por dónde debía moverse.

—¿Y esa joven que se vuelve loca está también en el Acto II, Escena II, mi teniente?

—Naturalmente, hombre. Pero compruébalo por ti mismo, si quieres. —Kramer le lanzó a través de la mesa un ejemplar de la obra usado en los ensayos—. Se llama O… algo. ¿Ofelia?

—Esta obra, ¿es una poesía larga? —preguntó Zondi después de abrirla—. Todas estas líneas cortas…

—No, no, es más bien culpa de las malas imprentas de entonces. También verás que tampoco saben ortografía.

—Guau… «Kwa Hamlet, por William Gagonk»…

Entró el coronel Muller y dijo:

—Me sorprende que encontréis cosas de qué reíros. —Zondi, al oírle, se levantó de golpe—. Tromp, ¿qué es eso que has estado contándole a Piet Baksteen, de que la espada es de la universidad?

—Mi coronel, estaba justo por ir a verle —dijo Kramer levantándose a su vez—. Primero quería que Zondi fuera en bicicleta a hacer algunas comprobaciones urgentes. ¿Cómo les va a Jones y a Mbopa? ¿Ya han cogido a ese Ramjut Pillay?

Al coronel se le ensombreció el entrecejo.

—No me hables de… —y mirando a Zondi, dijo—: muy bien, de acuerdo, termina de dar tus órdenes, pero quiero que estés en mi oficina dentro de dos minutos exactamente.

—¿Y cuáles son mis órdenes? —preguntó Zondi en cuanto hubo desaparecido el coronel.

—¿Te haces una idea general de lo que hay hasta ahora, Mickey?

—Eso creo, mi teniente. Lo primero de la lista es encontrar a la señorita Liz Geldenhuys, y después hemos de ver si…

—Sólo que ahora nada de eso es asunto tuyo.

—¿Cómo, jefe?

—Quedas adscrito al asunto Zuidmeyer.

—¡Guau!

—Extraoficialmente, desde luego, muchacho. En el caso Zuidmeyer lo que sabemos seguro por ahora es cómo hicieron resbalar a la señora para que se matara. Quién ideara la cosa es ya otra cuestión, pero creo que podemos decir con seguridad, por lo menos, que fue uno de los dos sospechosos identificados, el padre o el hijo. De momento el hijo es más sospechoso según lo que el doctor Strydom opina de las contusiones, pero tenemos que estar dispuestos a cualquier otra…

—¡A probar que fue el padre!… porque eso es lo que nosotros creemos, jefe.

Kramer le quitó el sombrero de un manotazo, pero lo atrapó antes de que llegase al suelo, y le dijo, guiñándole un ojo:

—¡Oye, canalla, a ver si estás atento! Bueno, quiero que compruebes un par de cosas que nos interesan. ¿Entendido?

SÓLO CUANDO hubo doblado su magistral imitación de la carta anónima de amenazas enviada a Naomi Stride y sellado el sobre, Ramjut Pillay se dio cuenta de que algo le hacía sentirse muy mal.

Era el enfermero Chatterjee, absorto en la primera edición del periódico de la tarde, cuya primera página estaba cruzada de lado a lado por un titular que decía: NAOMI STRIDE DEGOLLADA CON UNA ESPADA; ¡y allí estaba él, Ramjut Pillay, a punto de enviarle una carta a la difunta! Una carta que, además, tendría que entregar al enfermero Chatterjee para que la echase al buzón. Hemos cometido un terrible desliz, pensó Ramjut Pillay.

—Habla por ti —dijo otro lado suyo—, Naomi Stride no era su único nombre, aunque poca gente lo sabía.

—¡Eúfrates! —exclamó Ramjut Pillay.

—¡Salud! —murmuró Chatterjee, enfrascado en el relato del crimen.

Sra. Kennedy, escribió Ramjut Pillay con letras de imprenta en el sobre azul, deseando que la solapa tuviera una goma con buen sabor. Después dudó y volvió a mirar el periódico del enfermero Chatterjee.

Las fotos de Woodhollow en el interior, rezaba, en letras rojas otro titular. Y ahora, ¿qué haremos —se preguntó Ramjut Pillay—, si Woodhollow debe de ser una de las direcciones más famosas del país, reconocible al instante por un cuervo tan astuto como el enfermero Chatterjee?

Así que otro de sus lados tomó, sin más, la iniciativa y escribió: Jan Smuts Close 30, Morningside, Trekkersburg, la dirección correcta, aunque poca gente lo supiera.

—Hecho —dijo Ramjut Pillay.

Después sólo experimentó un momento malo más cuando, habiendo alcanzado la mesa del enfermero Chatterjee, se percató de la fecha del periódico. Aquello le sirvió de recordatorio para percatarse de que la carta anónima llegaría pues a Woodhollow días —y no meramente horas— después del fallecimiento de la difunta. Pero otro lado suyo, no obstante, argumentó que si la primera carta había llegado tarde, la segunda podía hacerlo también.

—¿Has terminado tu epístola? —preguntó el enfermero Chatterjee en tono amistoso, pero sin molestarse en levantar la vista del periódico—. Echala en mi cajón, Peerswammy, buen chico. ¿Y por qué querría alguien matar a aquella pobre señora con una espada vieja, un objeto tan mal esterilizado?

—Hum —se dijo Ramjut Pillay, para quien las dramáticas revelaciones que hacía la prensa aquel día, dejando de lado cualquier tipo de falsa modestia, no constituían sorpresa alguna.

A LO LEJOS, muy a lo lejos, Mbopa oía a gente que hablaba empleando palabras complicadas; y luego, entre una bruma blanca que parecía pivotar creyó ver la mano de Zsazsa Lady Gatumi alargándose hacia él. Aquella mano descansó un instante en su frente, y no donde, por lo general, solía descansar, cosa que le sorprendió. Trató de agarrarla de las nalgas, pero fue rechazado.

—En cualquier caso, son señales de vida, enfermera —comentó un blanco.

—Tiene una constitución como un tanque —dijo otro—. Al parecer se llevó por delante medio poste señalizador cuando salió por el parabrisas. Lo encontraron así, sentado en la carretera, haciendo brum-brum y moviendo el volante para un lado y para el otro.

—Esto es exactamente lo que a mí me contaron —dijo la primera voz, haciéndose cada vez más débil—. El equipo de la ambulancia dijo que estaba haciendo brum-brum sentado sobre la cabeza de su jefe y que usaba las narices del pobre tipo por bocina, y que decía: «¿Por dónde voy ahora, maldito chacal idiota?».

EL CORONEL CONTEMPLABA desconsolado la boquilla mordisqueada de su pipa nueva.

—Es increíble, la compré el martes pasado —dijo—. He tenido una presión terrible, y ahora… y ahora… bueno, ya lo has oído por ti mismo, Tromp, dos vehículos del DIC desaparecidos en un día, y Jones teniendo que recibir sangre a cubos.

—¡Demonios!, piense en las vacaciones tan agradables que va a tener el tío, mi coronel, sin tener que salir esta noche con su capa negra a ver si tiene la suerte de que alguna se haya dejado la ventana abierta…

—Tromp —dijo, perdido, el coronel Muller—. ¿De qué estás hablando?

—Pregunte a la señora Muller, mi coronel. Estuvimos charlando sobre esto en el último baile de la policía. Pero ¿qué me estaba diciendo antes de…?

—Decía que… eh… Ah, sí, Jones pidió papel y pluma mientras iba todavía en la ambulancia y escribió algo que parece un nombre. Toma, míralo tú mismo. A lo mejor merece la pena seguir la pista; él parecía creer que era importante.

Perswami Lall, decía la nota.

Kramer lo pensó un momento y luego decidió que la manera más rápida de librarse de aquella lata sería metérsela en el bolsillo.

—Muy bien, mi coronel —dijo—, ¿y qué le parece lo que hemos averiguado hoy Zondi y yo?

—Es… esto, bueno, no es fácil de coordinar; Tromp.

—¿Querría tener más información antes, mi coronel?

—Sí, por favor.

—Entonces, me marcho, ¿eh?

—Por cierto, ¿qué te parece esta foto? —le preguntó el coronel, señalando algo debajo del titular Buceadores de la policía que encontraron la espada. He quedado estupendamente, ¿verdad?

—Está haciendo un gran trabajo con la publicidad, mi coronel.

—Hablando de eso, ¿algo nuevo de lo de Zuidmeyer?

—No, mi coronel, nada que merezca la pena ser contado —dijo Kramer, que había decidido guardárselo todo hasta después del arresto, cuando fuera demasiado tarde para que alguien interfiriera—. En realidad, creo que todavía están los dos en estado de choque y tienden a decir tonterías, así que iba a dejar las preguntas para mañana. Con que uno de ellos cambie su historia, resultará que, al final, no habrá sido más que un accidente.

El coronel Muller pareció complacido, y al momento, tras sacudir la pipa, preguntó:

—Pero ¿y qué pasa con las pruebas de Strydom referentes a las contusiones?

—Nunca fueron cien por cien seguras, mi coronel.

—Ya, es cierto. Creo que ha mandado a Durban unas diapositivas para que le den una opinión. OK, muy bien, entonces, ¿andas ahora tras esa Liz Geldenhuys?

—En cuanto encuentre dónde ponerme en contacto con ella, mi coronel.

—¡Pero bueno!, hombre de Dios, si está aquí el teléfono… llama a tu amiga rechoncha de Arte Afro; existe la posibilidad de que esté todavía en el local, aunque sean ya más de las cinco.

De modo que Kramer marcó el número y esperó.

Arte Afro, pero ya hemos cerrado a estas horas. ¿Puede llamar mañana por la mañana?

—Oiga, aquí el DIC. ¿Está por ahí todavía Winny Barnes?

—¡Eso me ha gustado! —respondió Winny pasándose al afrikáans.

—¡Ah! ¿Es usted? Dígame, Winny, ¿tiene alguna idea de dónde puedo encontrar a Liz Geldenhuys?

—Sí, tengo una dirección por alguna parte, metida entre esas cosas de los impuestos que tengo que mandarle todavía. Un momen… Avenida Sweethaven, 24; está cerca de la fábrica de aluminio y del autocine. ¿Puedo hacer algo más por usted, Tromp?

—Ah, de momento no. Pero gracias, ya nos veremos, ¿eh?

El coronel le observó mientras colgaba el auricular.

—¿Qué pasa, Tromp? ¿Por qué esa cara tan rara? Ya tienes la dirección, ¿qué más necesitas?

—No hay «cara rara» mi coronel; y como dice usted, estoy preparado para marchar, así que me marcho. Gracias por todo, señor.

Es la segunda mentira que le suelto al viejo esta noche, pensó Kramer mientras bajaba las escaleras. Una, lo de los Zuidmeyer, y la otra, cuando debió de cruzar por su cara una expresión extraña. Había descubierto de pronto que, sin cuerpo, la obesa Winny Barnes tenía una voz muy sexy cuando hablaba inglés por teléfono.

ZONDI TOMÓ A LA IZQUIERDA por la calle Lawrence y pasó despacio junto al matadero municipal. Lo habían reconstruido dos o tres años antes, pero no resultaba más vistoso que su predecesor, de ladrillo rojo. El matadero en sí no tenía ventanas propiamente dichas, sino unos tragaluces estrechos muy altos, y no parecía tener más acceso que la enorme entrada de coches, cerrada en aquel momento, al final de la rampa de carga. En el patio estaban aparcados tres gigantescos camiones de ganado junto a un bloque de pequeñas oficinas pero, pasada la nueva barrera de eslabones que lo cerraba, el aparcamiento de coches estaba vacío. Al pasar por el lado más distante, vio que había una entrada de coches.

Por encima se proyectaba una especie de grúa provista de polea y gancho, y debajo de ella, una plataforma de carga. Zondi abandonó la calle y se metió por la pista de tierra. Lo que le interesaba era una media docena de enormes cubos de basura, rebosantes de moscas, aun a aquella hora del día, y rodeados por otras bazofias embutidas en grandes bolsas de plástico negro.

El hedor era espeluznante. Dejó de respirar por la nariz y se bajó del coche. Detrás de la hilera de bolsas de basura encontró cuatro recipientes vacíos de DH-136, atados entre sí por el asa, sin mucha fuerza, con un cordel. Destapó los cuatro bidones y fue echando su contenido en una lata vieja de judías guisadas. El líquido era lento y viscoso, pero no tardó mucho en llenar como una taza; más que suficiente, calculó, para que el piso de una ducha pequeña resultara mortal.

—¿Y esto qué demuestra, teniente? —murmuró.

Sencillamente, que una persona no tenía por qué trabajar en el degolladero para disponer de un poco de DH-136, al menos mientras los desechos fueran accesibles para cualquiera que quisiera aventurarse a salir de una calle que, generalmente, estaba desierta después de las cinco.

LA LUZ SE DESVANECÍA rápidamente, y un hombre con la cabeza bajo el capó de un Buick achacoso se alumbraba con un encendedor.

—¿Busca alguna fuga de gasolina? —preguntó Kramer—. Dicen que ese método nunca falla.

El hombre volvió la cabeza, ceñudo, y sus ojos empapados se quedaron muy abiertos.

—Caramba, si es el gran ladrón de trenes en persona —dijo Kramer ajustándose los pantalones—. ¿Cómo va eso, Bippy? ¿Sigues tranquilo, eh?

Aquello le permitió recobrar el gesto ceñudo. Hacía algunos años, Bippy Unwin se había subido al tren correo nocturno de Johannesburgo, había obligado a punta de pistola al guardia a tirar fuera del furgón una pila de sacas de lienzo precintadas mientras el tren ascendía lentamente por encima de Trekkersburg; y luego, saltó él detrás, en plena noche. Allí empezaron a irle mal las cosas a Bippy Unwin. Se partió la nariz contra un tronco y se retorció un tobillo al aterrizar. Regresó renqueando por la vía, resollando tan fuerte que dos pastores que buscaban un becerro enfermo lo siguieron; y luego, pudo descubrir y hacer la demostración de que viajar ensancha de verdad de la mente. Como nunca había, hasta entonces, subido a un tren nocturno, Bippy Unwin no sabía que los ferrocarriles sudafricanos ponían siempre sellos de plomo en las grandes sacas de lienzo de la ropa de cama, para garantizar que nadie más la había usado.

—¿Está aquí pala toltulal a un hombe? —le preguntó—. Su nariz nunca se había recuperado del todo.

—Claro que no, Bip, ni mucho menos. Estaba tratando de dar con alguien, ahí enfrente, en el número 24. Pero parece que no hay nadie en casa, y veo todas las ventanas cerradas.

—Ze han malchalo.

—¿Ah, sí?

—El Zábado pazado. Geldentuys ze llevó a tolos a la granea de zu hemano. La chica no eztaba muy bien.

—¿Te refieres a Liz? ¿También se fue con ellos?

Bippy Unwin asintió.

—¿Cómo está de lejos la granja del hermano?

—No ché, chelca de Dundee.

—¿Así que siguen en Natal? ¿No sabrás el nombre de la granja, verdad?

—Pué no.

—Bien hecho —dijo Kramer—, siempre lo has hecho bien.

EL SEGUNDO DE LOS ENCARGOS que el teniente había hecho a Zondi estaba resultando una difícil papeleta. Le había dicho: «Mickey, encuéntrame dónde vive esa novia del joven Jannie Zuidmeyer. Se llama Marlene».

No eran muchos los datos, y todavía era más difícil porque Zondi no tenía ni la más remota idea del aspecto de ninguno de ellos dos.

Se aventuró a ir a Acacia Drive, a sabiendas de lo llamativo que resultaría en ese barrio un negro conduciendo un coche, pero no vio a nadie por las cercanías del bungalow de Zuidmeyer, y mucho menos a Jannie y Marlene sentados frente a él mirando el crepúsculo, como fantaseó por un instante.

Sin embargo, sus ojos vieron algo que le animó. Aparcado detrás del Datsun rojo brillante, en el camino de entrada del número 146, había un scooter que parecía pertenecer a un chico joven, a juzgar por el número de retrovisores innecesarios que salían del manillar. Aquello indicaba que Jannie Zuidmeyer, o bien estaba en casa o bien andaba de visita en casa de alguien que viviera a pocos pasos. Sabía por experiencia que los jóvenes blancos nunca iban andando a ninguna parte que estuviese a más de cinco minutos, a pesar de que si les enseñabas un campo de rugby, podías tenerlos varias horas corriendo arriba y abajo.

Localizar el paradero de Jannie Zuidmeyer era algo que podía hacerse por teléfono, desde luego, y si Zondi se limitaba a decir un par de palabras en afrikáans con acento gutural, estaba seguro de que saldría airoso. Pero ¡no más de unas pocas palabras!, pues, de lo contrario, el mayor Zuidmeyer, que con independencia de su reputación no era tonto, se le echaría encima en un abrir y cerrar de ojos.

De manera que Zondi permaneció en su coche hasta alejarse un poco del vecindario, encontró una cabina de teléfono cerca de una pequeña galería de tiendas, y probó a marcar el número de Zuidmeyer. El teléfono sonó y sonó. Paseó la mirada por un muro empapelado de carteles viejos y la detuvo en uno azul, descolorido, con letras negras. HAMLET, decía, y debajo, daba otros detalles, incluido el nombre del actor protagonista, Aaron Sariff. La obra llevaba tres semanas fuera de cártel, notó Zondi.

—¡Diga! —dijo una voz algo cazallera.

—¿Jannie?

—Está con Marlene.

—¿Dónde?

—¡Pues con Marlene! ¡Marlene Thomas! Debes de ser Adrián, otra vez. ¿No te dije que dijeras «Dónde, por favor, mayor»? La próxima vez no olvides los buenos modales, o no te contestaré, ¿me oyes?

Y colgó el auricular, dejando a Zondi más contento de lo que esperaba y con un atisbo del patético estado mental del pobre hombre.

POR DOS VECES, mientras luchaba con «Mejore su vocabulario» en el ejemplar del Reader’s Digest del enfermero Chatterjee, Ramjut Pillay se había sentido muy tentado de hacer trampa y mirar las respuestas correctas. Pero resistió con decisión, porque sabía que ello pondría en peligro el estado de ánimo más preciado a que puede aspirar un hombre: una conciencia absolutamente clara. Su conciencia llevaba ya casi dos horas clara, y ya podía notar un poco de ese aura considerable que los demás detectarían muy pronto en él, y que les haría desear venir a sentarse a sus pies.

El enfermero Chatterjee le echó una mirada de reojo.

—Cielo santo, eres un valiente, acometiendo esos imponderables. Mi propio conocimiento del inglés —dijo con admiración— nunca estará a ese nivel. ¿Has recibido adiestramiento especial?

—Muchísimo —dijo Ramjut Pillay—. Pregúnteme cualquier cosa de Álgebra, Primera parte, Zoología, Segunda parte.

—¿También de literatura inglesa?

—He estudiado con atención las obras del doctor Watson concernientes al gran Sir Sherlock Holmes, muchas del señor Michael Spillane y, naturalmente, me sumerjo diariamente en los Aforismos y dichos reunidos, de Oxford, en busca de un pensamiento elevado…

—Ajá —dijo el enfermero Chatterjee y al punto se fue.

Qué grosero, pensó Ramjut Pillay, y entonces se dio cuenta de que tal vez había llegado un nuevo paciente, y levantó la vista angustiado porque pudiera ser alguien demasiado ruidoso o temible. Con ligera sorpresa vio que el médico alto de bata blanca, cuyo nombre supuso sería Loquero, había retornado a la sala y estaba sentado tras el escritorio leyendo algo con sumo interés.

—Notable, muy notable —pudo oír Ramjut Pillay que éste le susurraba al enfermero Chatterjee—. Esto confirma por completo mi interpretación. A primera vista parece, por supuesto, obra de un analfabeto casi total. Todas esas mayúsculas de imprenta sin ton ni son, la ortografía, la gramática o más bien la falta de ella. Pero, como dije en cuanto le puse el ojo, los hábitos formados no desaparecen, aunque puedan pasar inadvertidos. ¿O cree que fue vanidad lo que le llevó a dar la fuente exacta de la cita «la pluma es más fuerte que la espada»? Es probable que la mayoría de la gente la atribuya a la Biblia o a Shakespeare, erróneamente. Y sin embargo, él no puede permitirse a sí mismo, simplemente, ser contado entre esa gente, se supone que de manera inconsciente. Hace una ligera concesión a lo que supongo es su analfabetismo fingido, indicando la fuente debajo de la cita, en vez de a continuación, pero la arrogancia irreflexiva endémica está ahí. Todo el episodio ha sido desencadenado por ese «degollada con una espada» del periódico de su mesa, ¿no cree usted?

—Es exactamente mi misma conclusión, doctor —dijo el enfermero Chatterjee.

—Podemos darle gracias a Dios, enfermero. Si me hubieran dado esta nota sin más, sin conocimiento de su procedencia, habría informado de inmediato a la policía. Porque, sencillamente, está repleta de delirios paranoides, y en cuanto a la fantasía que la espada de la cita representa, me temo mucho que podría darse algún intento de llevarla a la práctica. Lo que de verdad me alarma, debo admitirlo, es que dudo mucho de que hayamos orientado a la policía en la dirección correcta. Sin la menor duda, no en dirección hada un… eh… ¿un miembro de su raza, podríamos decir?

—Entonces, ¿cuál sería su consejo, doctor? —le preguntó el enfermero Chatterjee—. Quiero decir, ¿a quién habría sugerido a la policía que investigase?

—A algún intelectual, más que probablemente relacionado con algún centro de enseñanza, a alguien que muestra ya tendencias paranoides, a ese nivel ya no pueden eliminarse por completo, y alguien, no sé si me atreveré a decirlo, alguien de origen semítico. La ortografía de «judío» es, sin ni un asomo de duda, inequívoca para el menos culto de nosotros, y negar tan vigorosamente este hecho irrefutable y, al mismo tiempo, no tener ningún problema con una palabra complicada como es «Richelieu», equivale a negar demasiadas cosas, según lo entiendo yo. ¿Anda usted perdido?

—¡No, en absoluto, doctor! Dice usted que pretendiendo no saber nada, el hombre espera que nadie sospeche qué es exactamente aquello de lo que nada sabe, ¿no?

—Exactamente. Tiene usted buena cabeza, enfermero; procure no desperdiciar ninguna oportunidad para usarla. Pero volvamos al asunto más mundano que tenemos entre manos. Veo, por estas notas, que ha confirmado usted prácticamente al paranoide-esquizofrénico, con todas esas voces, etc. ¿Algo más que añadir?

Ramjut Pillay seguía mirándolos fijamente, oyendo hasta la última palabra de lo que decían, pero se encontraba tan destrozado que no podía ni moverse, proferir sonido alguno o siquiera parpadear.

—¡Dios mío, mire, por favor, enfermero Chatterjee! Ahora, según parece, ¡nos hemos quedado… catatónicos!