XIV

LOS EDIFICIOS DE LA UNIVERSIDAD eran bulliciosos y laberínticos, y quedaban desperdigados sobre Trekkersburg por toda la colina, envueltos por una cantidad excesiva de árboles. No era extraño que el periódico local continuase informando de los resultados decepcionantes de los estudiantes de primer curso, pensó Kramer, los pobres chavales se pasarán probablemente los seis primeros meses buscando las aulas.

De modo que ni siquiera trató de localizar el departamento de inglés, y fue directamente al viejo edificio principal, con su cúpula y su torre del reloj, y se sentó fuera hasta que reconoció una cara que le resultaba familiar, de las fotografías secretas de disidentes menores que guardaban en Seguridad Interior. Entonces, todo cuanto se limitó a hacer fue levantar ligeramente un dedo, y el estudiante, después de echar una mirada a la antena del coche, casi dejó caer los libros para acudir corriendo.

—Muy bien —dijo Kramer, regocijado—. ¿Dónde puedo encontrar a un tipo que se hace llamar doctor Wilson?

—¿Jefe adjunto de inglés?

—El mismo. ¿Puedes llevarme hasta él?

—Pero, usted debe ser…

—Sí, ya sé: policía; así que no intentes escaparte, ¿eh?

El estudiante, con el aire de alguien que deseara poder subirse el cuello hacia arriba para que los amigos no le reconocieran, pero que aquella mañana había sido lo bastante tonto como para salir sólo con camiseta y vaqueros, se deslizó todo lo deprisa que pudo, cosa que a Kramer le vino divinamente. Por entonces, ya había empezado a practicar la desconfianza de Piet Baksteen hacia las soluciones simples, y quería eliminar a la universidad de sus investigaciones cuanto antes.

El estudiante le guió hasta un edificio moderno con más cristales que cemento, y luego, por un pasillo largo enmoquetado de gris con puertas numeradas a la derecha. Señaló la tercera puerta y se detuvo.

—Debe de estar ahí dentro —dijo, muy pálido.

—Estupendo —concluyó Kramer—. Ah, y si oyes gritos, sólo será por esta cosita.

Una mirada al paquete de papel marrón que Kramer balanceaba en su mano derecha bastó para que el estudiante saliera corriendo, aún más pálido. Después de dar unos golpeados rápidos a la puerta marcada Dr. W. B. Wilson, Kramer entró sonriente. La buena fe de los estudiantes, en particular de los disidentes, nunca dejaba de resultarle deliciosa.

El despacho, en cierto sentido, estaba vacío. En otro sentido, parecía dudoso que alguien pudiera haber metido dentro mayor cantidad de estanterías de libros, pilas de papeles o colillas en los ceniceros desperdigados por todas partes. Como decoración había un óleo de una mujer desnuda de color morado —con la cabeza tan mal dibujada que no valía ni siquiera para determinar su raza, lo cual hacía difícil decidir si la admiración de Wilson por ella resultaba del todo legal—, y un cráneo humano sin mandíbula inferior, en una esquina de la mesa abarrotada. Detrás de la mesa, que tenía una silla que parecía más bien un trono de madera, casi toda la pared era una ventana corredera.

Abriéndose paso entre una serie de sillas desordenadas, Kramer alcanzó la ventana y miró hacia fuera. Un hombre de unos cuarenta años y rostro anémico, pelo largo cano peinado hacia atrás de las orejas, gafas de abuelita pasadas de moda y un purito colgando de una boca fina y arqueada, se columpiaba en una hamaca con un libro puesto en equilibrio sobre su chaleco de fantasía.

—¿Es usted el doctor Wilson? Soy el teniente Kramer, el oficial del DIC que le ha llamado antes.

—¿Qué? ¡Ah! ¡Arriba! —dijo el jefe adjunto de inglés, levantándose no sin esfuerzo.

—Quédese donde está, si lo prefiere, me acerco yo.

—No, señor, me está dando demasiado el sol…

—Como usted quiera —dijo Kramer, intrigado por saber por qué Wilson le miraba como si esperase de él un aplauso o algo parecido.

—Acto I, Escena primera —dijo Wilson—. Suele amodorrarme.

—Entiendo, suele ser mejor ponerse un sombrero —dijo Kramer, retrocediendo hacia el despacho—. Fíjese, y hoy que ha amanecido algo nublado…

—Hum. Siéntese —dijo Wilson.

Kramer no lograba ver dónde. Así que mientras Wilson se instalaba en su trono, apartó la calavera de la esquina de la mesa y se sentó allí, como solía hacer en el despacho del coronel Muller.

«¡Ay pobre Yorick!» —dijo Wilson, señalando la calavera.

—Debe de haber sido un estudio tremendo —admitió Kramer, que cuando la ocasión lo exigía también sabía poner su granito de arena a la confusión—. Y a la familia Yorick, ¿no le importa que se lo quede usted?

Wilson echó la cabeza para atrás y emitió un sonido como si estuvieran capando un burro.

—¡Excelente! —dijo—. ¡Soberbio! ¡Tengo que recordar esto!

Kramer dejó la calavera a un lado y sacó la espada de su envoltorio.

—Lo que realmente quiero de usted es que intente recordar si, con anterioridad, ha visto esta arma alguna vez —dijo, y se la tendió con la empuñadura por delante—. ¿Quiere cogerla?

—«Distingo a un halcón de un serrucho…».

—¿De veras? —dijo Kramer.

Pero no consiguió sonar impresionado. Wilson se ponía a presumir de que distinguía un culo de unas témporas. Era como un niño grande, balanceándose en aquel trono y diciendo cosas raras con aquella expresión de alarde en sus ojillos egoístas, y aguardando a que los mayores le dijeran lo listo que era.

—Dios santo —murmuró Wilson por lo bajo—. ¿Dónde la ha encontrado?

—¿Porqué?

—Es de Laertes.

—¿Es… qué? ¿De algún estudiante?

Wilson levantó la vista y dijo:

—Es una espada que utilizamos en nuestra reciente representación de Hamlet. Estas cuentas de cristal las encontró mi esposa en la arquilla de su madre. No tenía ni idea de que se hubiera perdido, ni la menor idea. Esto puede ser grave.

—¡Oh, y lo es, señor! —dijo Kramer, contento de que el hombre hubiera decidido por fin comportarse de acuerdo con su edad.

—Por teléfono no me dijo dónde la habían encontrado.

Dadas las circunstancias, y ya que estaba en el departamento de inglés, Kramer decidió autorizarse una pequeña licencia poética:

—Ah, la encontramos hincada en el costado de Naomi Stride, señor.

—¡Naomi Stride! —Wilson estuvo a punto de dejar caer el objeto antes de ver incrementado su grado de palidez y tragar saliva. Entonces, sujetó la espada a cierta distancia, la contempló y dijo muy ceremonioso—: «De dagas con ella hablaré; mas ninguna usaré…».

—¿Así pues, no le gustaba esa señora? —preguntó Kramer.

—Debo decirle que, en realidad, era otra cita de Hamlet. Usted conoce la obra, ¿no? ¿Sabe de qué trata?

—Imagino que será una aldea, ¿no es «hamlet» una…?[2]

—¿Una aldea, dice usted? ¡Qué original! ¡La vida vista como un macrocosmos…!

Kramer se limitó a mirarle, perfectamente convencido de que ambos estaban hablando en inglés en un sitio que realmente estaba dedicado a la lengua inglesa pero, una vez más, tuvo la extraña sensación de que no lograban comunicar. No obstante, como algo había conseguido al insinuar que a Wilson no le gustaba Naomi Stride, decidió probar con una variación sobre el tema. Y si el hombre se limitaba a dar respuestas del tipo «sí» o «no», la cosa no saldría del todo mal.

—¿Conocía a Naomi Stride?

—Sí y no.

—¿Le importaría explicarlo? —dijo Kramer suspirando y recuperando la espada.

—Sí, es verdad que conocía a la escritora Naomi Stride, igual que conozco a Jane Austen, ya que he leído y estudiado sus libros. Pero no, no conocía a… ¿cómo era su apellido de casada?

—Kennedy.

—A la señora Kennedy en persona, es decir, nunca llegué a conocerla, aunque la vi desde otro lado de la sala en unas cuantas funciones y, en una ocasión, aparecí en el mismo escenario que ella.

—¿A qué se debió? ¿Acaso no era una escritora de fama mundial que vivía, por decirlo de algún modo, muy cerca de usted? ¿No le interesó conocerla y quizá, sencillamente en lugar teorizar, obtener un conocimiento de primera mano de cómo sacaba libros con sólo chuparse el dedo?

Wilson sonrió levemente y luego buscó las cerillas para encender de nuevo su purito.

—Dejando temporalmente de lado la cuestión académica que acaba de plantearme, y que invita a que uno defina qué entiende por crítica literaria, y si…

—Señor Wilson, ¿y no podríamos dejarla de lado con carácter permanente? —inquirió Kramer.

—Si así lo prefiere… —dijo Wilson, dispersando con la mano la nube de humo que le envolvía—. Su pregunta era: por qué no quise conocer a la persona. La respuesta es, teniente, que era ella la que no quería conocerme a mí. Me temo que algunas de mis críticas, en particular las dirigidas a sus obras más recientes, no le sentaron excesivamente bien.

—¿Quiere decir que dijo que eran una porquería? ¿Por qué, qué era lo que no le gustaba de sus últimas obras?

—«La dama en demasía protestaba, y pienso yo…».

—Ya veo; los de Seguridad Interior estarán de acuerdo con usted, pero…

—No, no es por esa vena de feminismo que se cuela en sus escritos, acentuando una falta de humor ya de por sí bastante…

—Señor —dijo Kramer—, la espada. He venido por este motivo. ¿Tiene alguna idea de por qué no sigue estando donde usted creía que estaba?

Wilson se levantó.

—Vamos, pues; empezaremos haciendo algunas indagaciones.

Por fin, pensó Kramer, alguien que habla mi idioma.

ZONDI REGRESÓ A LA CENTRAL del DIC y se sintió en un callejón sin salida. Había reunido, sin duda, algunas valiosas informaciones durante su breve visita a los Duboza, pero no tenía ni idea de qué hacer con ellas, aparte de guardarlas en su memoria hasta que apareciese el teniente.

De manera que fue hasta la oficina de los sargentos detectives bantúes a preguntar a Tims Shabalala algunos gratificantes detalles más sobre el accidente de Gagonk y Jones. Tims no estaba, pero sí Wilfred Mkosi, rasgueando su guitarra.

Y allí estaba, el buen perrito de Gagonk, a cuatro patas, con su fiel hocico en el regazo del amo —cantaba Mkosi—. Nadie, ¡ay!, había muerto, pero cuando el guardia de tráfico llegó, todo el mundo se ruborizó. ¡Oh! ¡Oh! ¿Qué andarían haciendo?

Zondi detuvo con una a mano las cuerdas de la guitarra y preguntó:

—Exacto, ¿qué estaban haciendo? ¿Qué son esas tonterías que he oído de que piensan que ese tipo, Ramjut Pillay, es un sospechoso importante?

Mkosi dejó la guitarra y se puso a liar un pitillo.

—Hoy no he visto a Gagonk, Mickey, así que no puedo contarte la última. Sólo sé que andaban como locos por ahí, buscándolo por todas partes.

—¿Y por qué?

—Ayer el cartero se escapó de su casa después de pasarse toda la noche en su habitación, enfrascado en alguna actividad misteriosa. Agarró todo su dinero y se esfumó.

—¿Y qué más?

—Gagonk dice que en su cuarto encontraron muchas pruebas que apuntan a que ese tipo es de conducta altamente delictiva. Dice que tenía muchos disfraces, muchísimos.

¿Disfraces? ¿Y no tienen idea de a dónde se ha ido?

—Ayer por la noche, no, pero dieron una descripción a todos los puestos de la policía sudafricana, a la de ferrocarriles, a la municipal, y a todas. ¿Quieres verla?

—Desde luego. No consigo imaginar por qué todavía nadie ha encontrado a ese pobre idiota.

—Si quieres, creo que encontrarás una copia del télex en la bandeja metálica de la mesa de Gagonk —dijo Mkosi, humedeciendo el papel de liar.

La copia estaba encima de todo. Zondi no había leído ni siquiera dos líneas y ya se estaba riendo.

—¿Qué es eso tan divertido, Mickey? —preguntó Mkosi, cruzando sus largas piernas delgadas bajo su cuerpo. No he pillado ninguna de esas faltas ortográficas tan gagonescas

Zondi cogió la copia, volvió junto a él y le dijo:

—¿De dónde ha salido esta increíble descripción? ¿De dónde? Pillay tiene cuarenta años, como poco, por no mencionar que usa gafas… y la clase de gafas que usa. Pero eso no es nada comparado con lo de la estatura y el peso: ¡un metro setenta y seis, y ochenta y un kilos! Pue sí que les parece alto y musculoso, de verdad, pero con suerte pesará la mitad de eso y desde luego no medirá más de…

—¿Están equivocados los números? —se asombró Mkosi, que empezaba a entender el chiste.

—¿Equivocados? —dijo Zondi, comprendiendo de pronto que estaba poniendo en peligro una oportunidad de oro para ajustar otras pocas cuentas pendientes—. ¡Bah!, tampoco es eso, amigo; haz como que yo no he dicho eso.

—Nunca dijiste eso —dijo, encantado, Wilfred Mkosi, volviendo a coger su guitarra—. Y, de todos modos, si lo dijiste fue una lástima que yo estuviera cantando mi última canción demasiado alto y no pudiera oírte…

Kramer casi tuvo que doblarse en dos para meterse debajo del escenario del salón de actos de la universidad. Wilson avanzaba delante de él, apartando las cestas de trajes y las cajas de atrezzo que se le atravesaban todo el rato; por fin llegó ante un cubo de basura viejo, de plástico, en el que había, puestas de pie, un surtido de armas de guardarropía con la punta hacia abajo.

—Como puede ver, teniente, es endemoniado llegar hasta ellas.

—Ya, pero lo que también veo es que este local de debajo del escenario no está cerrado, ni siquiera tiene cerrojo, hay un cartel en la puerta que dice «Almacén del club teatral», y el vestíbulo también estaba abierto del todo.

—Sí, pero es que uno, sencillamente, no piensa que nadie quiera…

—¿No tienen ustedes trabajadores bantúes por aquí? ¿Y si uno de ellos se enfada con su jefe y viene aquí a buscar una…?

—¡Nuestros africanos no son de ésos! —dijo Wilson, molesto.

—Ah, bueno… ¿Así que todos tienen estudios, también?

—Francamente, no creo que esta conversación sea en verdad procedente.

—Tiene razón —admitió Kramer, cogiendo las otras espadas del cubo—. Ya hemos determinado que aquí puede entrar cualquiera, con muchísimas probabilidades de que nadie se entere de que se lleva lo que le venga en gana.

—Hum…, el edificio se cierra por las noches.

—¿Siempre?

—Bueno, cuando hay función, no, ya sea aquí, en la sala principal, o en alguna de las salas laterales.

—Y esto, ¿cuántas veces sucede?

—¿Durante el curso?

—Cuando la obra se estrenó, estábamos en época de clases, ¿no?

—Creo que, por lo menos, una noche sí y otra no —dijo Wilson con retraso.

Kramer sacó una espada con empuñadura de cazoleta.

—¿Y por qué Laer…, o como se llame, no usó ésta?

—¿Laertes? Lo curioso es que ensayó con ella, pero nuestro figurinista quería algo que pegase más con los oropeles…

—Entonces, ¿quién retocó el arma del crimen?

—Pues… yo; con otra hoja que estaba un poco machacada. Yo opino que los productores, como yo, deben tener siempre una flexibilidad infinita para suministrar…

—¿Así que por eso conoce la espada vista del revés, y todavía le anda rondando por la cabeza?

—«Estas no son sino palabras absurdas y zumbidos», como ya reconocí antes, me quedo aturdido, ofuscado, y además Hamlet es una de las obras para el examen de este año, y Shakespeare, mi especialidad…

—¿Cómo se examina a alguien viendo una comedia?

—Oh, no tienen que verla, sino más bien leerla y releerla.

—Pero lo que se lee, ¿no son los libros? Yo pensaba que, en el teatro, la idea esencial es que consiste en sentarse a mirar y…

—Las ideas pueden dar sus resultados… coja, por ejemplo, la trama desnuda de la obra: un hijo que descubre que su padre fue asesinado para que su madre pueda casarse con…

—¿Una historia policiaca?

Wilson soltó una carcajada.

—Bueno, en cierto modo, sí… también es una historia de fantasmas, si se quiere, y, además, es una historia triste de amor en la que la novia de Hamlet se vuelve loca y él la pierde.

«¡Dios de los cielos!» —dijo Kramer.

LOS HOMBRES DE BLANCO trajeron a un viejo hindú bizco que se había quemado un pie tratando dé rememorar la ceremonia de caminar sobre el fuego —que se celebra todos los Viernes Santo en el templo de la avenida Harber— y que consiste en pisar con un pie el curry y con el otro el arroz que esté sobre la cocina eléctrica de la nuera. Gritaba y gemía muchísimo, no porque le doliera —negaba que hubiera sentido algo—, sino porque se había enfadado al verse interrumpido en medio de un ejercicio espiritual.

Pero Ramjut Pillay apenas se dio cuenta de su presencia. Estaba luchando con su conciencia, que le tenía de espaldas contra la lona, exigiéndole encontrar el modo de hacer llegar la carta anónima de papel azul barato rayado a manos del DIC, sin más dilación. Tarea imposible, desde luego, para un pobre individuo encerrado entre rejas y con unas altas paredes a su alrededor.

Barruntó un instante la idea de acudir al enfermero Chatterjee y decirle que, para ser franco, estaba tan cuerdo como cualquiera, y que sólo había fingido que era paracaidista para poder escabullirse de un buen lío. Pero el problema radicaba en que, sin duda, Chatterjee querría saber algo más de aquel lío antes de dejarle marchar, y eso podía llevarle a otras complicaciones aún más lamentables.

Si por lo menos, pensaba con amargura Ramjut Pillay, hubiera seguido aquel curso de Telepatía Mental que había visto de oferta, podría enviar sus pensamientos a través de los barrotes para que le llegasen a aquel sargento Zondi, tan amable y comprensivo, y le explicasen dónde podía encontrar la carta. Estaba seguro de que el sargento Zondi se alegraría tanto de que le pusieran en el buen camino en la búsqueda criminal, que lo arreglaría todo para que le soltaran del hospital psiquiátrico sin hacer preguntas. Pero, como había dejado estúpidamente de lado aquel cursillo, igual que había hecho cierta vez con otro de Auto Hipnosis, antes de que le sacasen una muela, sólo podía culparse a sí mismo, de nuevo, ante tanto sufrimiento innecesario.

Ramjut Pillay se sentó en el catre de un brinco, rebosando alegría ante una maravillosa inspiración que sólo su no poco privilegiada mente podía haber sido capaz de alumbrar. Quizá el pensar en los cursos por correspondencia había sido la clave, porque de pronto cayó en la cuenta de que había un modo de hacer salir sus pensamientos de entre rejas, sin necesidad de acompañarlos. Enviaría por correo un mapa al sargento Zondi, con la localización de la carta clave, indicando el agujero debajo del árbol, adjuntándole una breve nota que explicara su significado. ¿Una breve nota anónima, tal vez? ¡Sí, sí, mucho mejor! Más adelante, cuando cogieran al asesino y la policía estuviera encantada, revelaría la identidad del autor de la nota; pero, mientras tanto, permanecería a salvo donde estaba, con una conciencia tan limpia y hermosa que podría ser digna —¿osaría pensarlo?— del mismo Mahatma.

Ramjut Pillay saltó del catre y buscó una pluma. Pero no tenía pluma y tampoco se había percatado de que no tenía ni papel ni sobre ni sello.

—Ve entonces de visita al enfermero Chatterjee, que tiene cuanto quieres en el cajón de su escritorio —le musitó otro lado de sí mismo—. Ve deprisa, mientras está distraído con ese viejo tonto que anda alborotando en una esquina.

Ramjut Pillay fue hasta el escritorio a toda prisa, pero luego titubeó. ¿Qué bien podía reportarle a su conciencia aquel hurto?

—Mira —le gruñó otro de sus lados—, ya estoy harto de tus escrúpulos cobardes.

—¡Peerswammy!

—¡Enfermero Chatterjee! No le había visto…

—¿Qué se te ofrece? ¿Quieres algo?

—Yo… esto… me preguntaba en parte, esto…, si estaría bien que yo, si no le causa molestias, ¿eh?…, querría escribir una carta.

—Claro, naturalmente, una carta —dijo el enfermero Chatterjee sonriendo amablemente como si hubiera estado esperando la petición—. Sólo tengo el humilde papel de que dispone la tienda del hospital, pero puedes usarlo cuanto quieras. ¿Un sobre también?

—Muchísimas gracias —dijo Ramjut Pillay.

Y se quedó boquiabierto cuando el enfermero Chatterjee le tendió un mazo de papel de cartas azul, con rayas.

—«AUNQUE ESTO ES LOCURA, su método tiene…».

—Me ha quitado usted las palabras de la boca —dijo Kramer, mientras regresaba con Wilson cruzando el campus en dirección al departamento de inglés—. No sé qué opinará, pero no podemos pretender que haya una relación entre el asesinato y ese chaval, el tal Hamlet.

—Creí que había dicho que el marido de Naomi Stride había muerto y que la chica…

—En efecto, pero no hay ninguna prueba de que anduviera por ahí con ningún tío y que eso pusiera nervioso al hijo.

—¿Qué sabe usted sobre las circunstancias de la muerte del marido?

—Un cirujano cardíaco que tuvo un ataque al corazón.

—¡Poética ironía!

Kramer frunció el ceño porque no le parecía que hubiera dicho nada que rimase, pero ya iba estando más acostumbrado al lenguaje de Wilson, y lo dejó pasar.

—No, realmente, lo disparatado del asunto es que haya un tipo que use una espada tan fácil de localizar.

—¿Y qué pasa si el culpable está loco y no le importan las consecuencias?

—Hum, en eso tal vez tenga razón, aunque sólo tal vez… ¿Quién llevaba esa espada en la obra?

—Murray James era el que hacía de Laertes, y parece el chico más agradable e inofensivo del mundo.

—¿Conocía a Naomi Stride?

—¡Lo dudo mucho! De todos modos, está en el hospital desde la última representación. El muy mastuerzo se rompió una pierna en la fiesta que se dio después.

Entraron en el edificio del departamento de inglés y llegaron hasta la torre de marfil de Wilson. Un hombre de pelo oscuro, feroces ojos castaños y nutrida barba estaba de pie junto a la ventana, fumando una pipa.

—¡Ah, Aaron! —dijo Wilson parándose en seco—. ¿Vienes por lo de los ensayos?

—Estate seguro de que sí. No creo que puedan acusarme de que exijo demasiado cuando lo único que pasa es que he conseguido que esos malnacidos aprendan algo de verdad. Lo cual es más de lo que…

—Pero, ejem…, ¿eso no puede esperar hasta un poco más tarde? Tengo a alguien conmigo.

—Ya lo veo, ¿quién es?

—¿Digamos sobre las cuatro y media?

—¿Un instructor de esgrima? —dijo el hombre, sonriendo con cara de pocos amigos mientras se retiraba apartando a un lado a Kramer y su espada—. ¿O tu nuevo guardaespaldas, Wilson? Muy sensato, porque cuando vuelvas a necesitar uno…

—Vamos, Aaron, no hay que…

—Por cierto, acabo de leer tu artículo sobre Coetzee. Es una mierda.

Se oyó un portazo.

Wilson tomó asiento en su trono y recuperó el aplomo.

«¡Tan llena de torpes celos está la culpa!». Ese era Aaron Sariff… y no se lo presenté porque ya está bastante paranoico como para decirle que tengo aquí a un policía ¿Ha oído hablar del Judío Errante perseguido a través de los siglos?

—Ajá.

—Bueno, pues éste es el susodicho judío, ¡acaba usted de conocerlo!

Y Wilson le obsequió con otra de sus imitaciones del burro castrado, que sonó como si tan delicada operación hubiera sido realizada entrechocando dos ladrillos macizos; Kramer encendió un Lucky Strike.

Si no tuviera una fuerte corazonada de que aquel hombre podía serle útil, haría tiempo que se habría largado para quitarse al pelmazo de encima.

COMO NO SABÍA de ningún otro sitio donde poder hallar el rastro del cartero desaparecido, Zondi se fue a Gladstoneville. Sólo que su mala suerte le hizo tropezarse con un grave accidente en el cruce con el camino de tierra, lo que significó tener que parar y prestar ayuda hasta que llegaron las ambulancias.

Pero ahora, por fin, seguía otra vez su camino con el traje manchado de sangre y sin corbata, que había quedado puesta de torniquete en alguien. Nunca hubiera pensado que alguna vez tendría en sus brazos a una hermosa joven india, y peor aún, que se le moriría entre ellos.

La casa de Ramjut Pillay no tenía número y tuvo que preguntar dos veces antes de encontrarla al pie de una colina cubierta de zarzas. Una vieja con cara de malas pulgas y un lunar escarlata brillando entre las cejas estaba sentada en una silla de caña bajo un porche arqueado. Lo observó bajarse del coche y cogió un espantamoscas.

—Policía, madrecita…

—No hombres, aquí no hombres —graznó—. Usted no hará daño a vieja mujer…

—¿Dónde están los hombres, mamita?

—Mi hijo, escapado, y mi pobre marido anciano anda buscando.

—¿Y por dónde busca?

La vieja hizo un gesto con el espantamoscas que hubiera podido casi abarcar la mayor parte del hemisferio sur.

—Demasiado cansado, mamita —dijo Zondi—. Me limitaré a echar una mirada por la casa para poder decirle al jefe que he estado aquí, y luego la dejaré otra vez en paz.

—¿Paz? ¿Qué paz puede haber —gimió, matando hábilmente una mosca— para la madre de Ramjut Pillay?

SONÓ EL TELÉFONO. Kramer se sorprendió cuando el doctor Wilson se lo tendió, diciendo:

—Es para usted, teniente… un tal Baksteen, o algo así, ¿no?

—Aquí Kramer.

—Tromp, soy Piet, te llamo desde el laboratorio. Pensé que podía encontrarte ahí, y la telefonista…

—Piet, tenías razón: la espada salió de ahí. Pero la próxima vez, espera a que yo pueda llamarte. Estoy en medio de…

—¿Tenía razón? ¡Cielo santo, ahora no podré dormir en toda la noche! Pero no te llamaba por la espada. Creí que tenías prisa por saber los resultados de esas muestras con olor a pino que me diste esta mañana en el depósito, y ya son más de las cuatro.

Kramer necesitó un momento para cambiar de canal de pensamiento.

—¡Ah, sí, claro! Lo de Zuid…, ¿esa viscosidad, que estabas tan contento de que no fuera semen?

—Pues no lo creerás, Tromp, pero Van Rensburg dio en la diana… Es DH-136, el detergente que él decía. Por algún sitio había que empezar, y cuadra a la perfección. Y aún más, he hablado con los distribuidores y me aseguraron que no hay ningún otro detergente en el mercado que tenga exactamente la misma composición, porque está patentado.

—¡Bueno, que me aspen! ¿Cómo se llaman esos distribuidores?

—Buchan y Layne, mayoristas. Gente muy amable. Colaboran. Y, ya que hablaba con ellos, pensé que también podía sacarles algún que otro detalle sobre los canales de distribución. Dicen que el DH-136 no se encuentra en los puntos normales de venta al por menor, y que ellos son los únicos distribuidores en Natal.

—¿Será que es venenoso y por eso no se vende al público?

—No, no es nada mortal ni cosas de ese tipo, Tromp. Simplemente, que no hay demanda. El DH-136 es de acción biológica y está destinado a un uso específico, normalmente industrial, es decir, para desinfectar y limpiar áreas con mucha sangre derramada. La sangre es una sustancia muy curiosa, ¿sabes?, no es tan fácil…

—¿Uso industrial, dices?, ¿como qué?

—Los habituales —dijo Baksteen, que sonaba algo sorprendido por la pregunta—. No sé, me imagino para limpiar carnicerías, mataderos, granjas de pollos…

—¿El matadero municipal?

—¡Eso mismo! Oye, no me digas que esto encaja con algo que ya sabías. ¡Y yo que pensaba que iba a darte una sorpresa de verdad!

ZONDI SE SENTÓ con las piernas cruzadas sobre el colchón de crines del chamizo de Ramjut Pillay, y examinó una pluma de ganso que encontró metida debajo de una viga de madera junto con una botella de zumo de limón. Lo primero que dedujo fue que el zumo era alguna medicina y la pluma la había empleado para removerlo. Pero ¿por qué meter en el zumo la punta cuando el otro extremo hubiera servido igual de bien? Era obvio que después tendría que lavar la punta antes de mojarla en tinta.

¿O habría estado en realidad Pillay escribiendo con zumo de limón? No, eso era absurdo porque el líquido no hubiera dejado marca alguna.

Zondi apartó la pluma y la botella y contempló a su alrededor el desastre que habían dejado por el suelo Jones y Mbopa; luego, observó el despliegue de uniformes que había en un rincón. ¡Disfraces! La mayoría, ni en cien años hubieran podido servirle a Pillay; tal vez, como mucho, el de boy scout. En cierta manera le entristeció comprobar que cada uno se correspondía con uno de aquellos cursos absurdos que el pobre diablo hacía sin parar, sin percatarse de que la firma del doctor Gideon de Bruin, director de la Academia de Estudios Básicos, no había sido trazada por la misma mano ni siquiera dos veces.

En aquel momento Zondi descubrió un álbum de sellos, encajado entre dos tebeos de Superman, y lo cogió. Pasó las páginas hasta llegar a la que decía «Gran Bretaña», y allí vio pegado un sello que parecía muy nuevo. Se levantó dando un brinco. Pero al comprobar el matasellos con la lupa de Pillay descubrió que había sido expedido en Londres hacía más de seis meses. Y mientras lo colocaba de nuevo en su sitio, empezó a deslizarse del álbum una hoja de papel; pero estaba en blanco y no tenía ningún interés.

—Un momento —se susurró Zondi a sí mismo, y olió el papel sin interés—. ¡Madre mía! ¡Limón!

Así que le aplicó la lupa y descubrió unas rasguñaduras minúsculas como las que haría la punta de una pluma, aunque no pudo encontrar una auténtica escritura. Quizá Baksteen pudiera arrojar alguna luz sobre el particular, pensó. Y se guardó el papel en el bolsillo e intensificó la búsqueda, menos irritado por la peste que exhalaban las crines que por las moscas que no dejaban de posársele en la ropa manchada de sangre.

—¿EN QUÉ ESTÁ PENSANDO? —le preguntó Wilson, mientras encendía otro purito.

—¿Qué? —Kramer se había quedado embobado pensando qué sentido dar al descubrimiento del DH-136, y miraba a lo lejos, más allá del patio—. Ah… perdón… ¿qué decía?

—Estaba usted hablando con uno de sus especialistas, ¿verdad? Un trabajo fascinante, ¿no le parece? Hay que ver cómo desentrañan los secretos más allá de la tumba. «¡Un cuerpo amortajado; que chilla y balbucea!», y cosas por el estilo. ¿Han conseguido darle muchas pistas, hasta el momento?

—Unas pocas, pero todavía no tienen mucho sentido.

—¿Por ejemplo?

—Cosas; que había salpicaduras alrededor del cuerpo, y que hacen que el asesinato parezca más extraño y ritual, si cabe, que con la mera espada.

—¡Qué intrigante!

Kramer le miró, y notó que otra vez se comportaba de acuerdo con su edad, y decidió que no haría nada malo dándole al hombre un poco más de confianza, máxime cuando más adelante podía resultarle útil si alguna vez se confirmaba la conexión con Hamlet.

—Entre usted y yo, Wilson, a Naomi Stride la dejaron rodeada de florecillas llamadas pensamientos, y de una hierba que se llama… ah, es un nombre como muy del campo…

—¿Romero?

—¡Qué rapidez!

—Admito que probablemente le llevaba ventaja desde que oí la palabra «pensamientos», teniente —y regresaron a su mirada destellos de actor—. ¿Me permite una última cita?

—Ya lo creo, adelante…

«El romero, que sirve a la memoria, y los pensamientos, que son para pensar»… Hamlet, Acto IV, Escena V, y lo dice, puedo añadir, Ofelia.

—¿Quién?

—La enamorada.