KRAMER ESTUVO esperando solo, en su coche, al lado de la cabina de teléfonos, casi diez minutos antes de salir por fin a marcar el número que Control le había facilitado. Le hubiera gustado que en la cabina hubiera una guía para mirar el número por sí mismo. Pensar que aquellas seis cifras estarían ahora escritas en alguna parte y serían el registro permanente de una de las sospechas más desagradables que nunca había tenido, le hacía sentirse incómodo.
Era tan desagradable, de hecho, que un mínimo de decencia vulgar y corriente debería haberla borrado al instante de su mente. Marcó.
Tras un par de timbrazos, alguien descolgó del otro lado:
—¿Dígame…?
—Hola.
—¿Tromp?
—El mismo.
—¿Qué pasó anoche?
—Hasta arriba de trabajo.
—Perdona, si esperas un instante, les diré a los niños que bajen ese chisme. Estamos justo a mitad de…
—Sólo quería decir que no podré pasar hasta un poco más tarde. ¿OK?
—No sé si podré esperar, mon chéri…
Kramer colgó, tentado. No podía evitarlo. Mirando las cosas de frente, todo lo demás quedaba apagado por aquellos ojos verdes hechiceros y su firme suavidad, pero, por teléfono, la voz sin cuerpo de la profesora de ballet, Tess Muldoon, había resultado ser una de las más excitantes que jamás había escuchado.
—Control a teniente Kramer…
Y, al fondo, música orquestal.
—Control a teniente Kramer…
—¡A la mierda! —protestó, ya de nuevo en el coche, dispuesto a pensar sin interrupciones—. Dígale al coronel que…
—Control a Kramer, mensaje urgente del SD bantú Zondi.
Cogió el micrófono portátil y apretó el botón de «emisión»:
—Sí, aquí Kramer… vamos a escucharlo. Cambio.
—El mensaje dice: «Arma crimen encontrada Woodhollow».
GAGONK MBOPA TUVO el tiempo justo de cerrar los ojos y agarrarse al salpicadero. Menos de un segundo después, el coche abandonó la calzada, se subió a la acera, chocó contra una boca de incendios y entró otra vez en el asfalto, derrapando en dirección a un vehículo que se acercaba. Un gran bocinazo, chirridos de frenos y otra colisión, que lanzó el coche de nuevo contra la boca: un imponente chorro de agua ascendió por los aires.
—¡Dios mío! —dijo Jones con las manos en el volante y los ojos mirando fijo hacia el frente—. ¿Quién lo iba a pensar?
Mbopa, de rodillas y enroscado entre el asiento delantero y la guantera, vivió un momento de pánico cuando creyó que no podía respirar.
—¡Ese par de hijoputas nos la han jugado otra vez! —dijo Jones—. Engañaron al coronel para que nos mandase a perseguir como tontos a un indio loco y mientras, ellos, a nuestras espaldas, van y…
—¿Está loco? —oyó Mbopa que alguien gritaba—. ¡Maldito idiota! ¿Has visto lo que le has hecho a mi camión roto?
—Todo esto es demasiado —dijo Jones—. Demasiado para el jodido cuerpo. ¿Estás de acuerdo, Gagonk?
—Hum.
—Di algo, hombre.
—Mi teniente, ¿no puede… uf… ayudarme a…, por favor?
—¡Chalado! —tronaba un mecánico fornido de pelo en pecho, que apareció junto a la ventanilla del conductor—. ¿Cómo demonios has podido hacer una cosa así? Salirte de la carretera, de repente, sin una señal ni… —entonces vio a Mbopa en el suelo con la cabeza en el regazo de Jones, y los ojos se le salieron de las órbitas—. ¡Jesucristo bendito, cielo santo! —alcanzó apenas a decir.
—Increíble… —murmuró Jones—. Gagonk, tú y yo tenemos que encontrar un nuevo sistema de hacer las cosas, ¿o no?
En ese momento, los ojos del fornido mecánico casi se le salen de sitio y el guardia municipal de tráfico, que llegó a la escena de los hechos en su moto instantes después, a duras penas podía, al principio, dar crédito a lo que veía.
CUANDO KRAMER LLEGÓ, había ya aparcados por Woodhollow una docena de vehículos; él, que creyó que establecía un nuevo record de velocidad sobre tierra mientras cruzaba la ciudad desde la cabina de teléfonos. Aquello le molestó, y le hizo rumiar si Zondi no estaría jugando al escondite o a cualquier otro juego, hasta que comprendió que Control habría considerado su deber informar al coronel Muller del contenido del mensaje antes de transmitírselo a él.
—¿Dónde están todos? —le preguntó al guardia bantú que estaba de retén en la puerta principal de la casa.
—Por la piscina, jefe —dijo Zondi apareciendo en ese momento—. Estaba a la escucha, por si oía su coche.
—¿Así que al final ha merecido la pena, eh, Mickey? —dijo Kramer al coger por el sendero del jardín—. ¿O eres tú, personalmente, el responsable de haber dado con…?
—No, no, jefe. Una combinación de jardinero y amo Kennedy.
Le relató la secuencia de los acontecimientos que llevaron al descubrimiento de la espada en la trampilla del filtro de la piscina.
—La mayor ayuda —terminó— fue probablemente no tener el sol danzando sobre el agua.
—Apuesto a que ahora sí danza —gruñó Kramer, mirando al cielo, que recobraba de nuevo, con rapidez, su azul esplendoroso—. ¿Quién ha venido?, ¿el coronel?
Zondi asintió.
—Mucha gente, muchísima. Es como una gran excursión, jefe.
—Hum, más bien un jodido circo —dijo Kramer al ver el jardín de atrás.
Allí estaban el capitán Tiens, «Tickey» Marais —de Huellas Dactilares— con su nariz colorada, los guantes blancos y los pantalones amarillos con bolsas, gateando por el trampolín, aunque no era ése el único número en escena. Estaba también Jaap du Preez, con sus largos brazos peludos colgando, que hacía el mono delante de un grupo de guardias apelotonados y, detrás de él, dos miembros del equipo de buceadores de la policía refulgían como leones marinos dentro de sus trajes de buzo negros, en la zona poco profunda, pasándose de un lado a otro un balón de playa. A la derecha, la pequeña Amanda Stilgoe daba saltitos.
—¡Hola, Tromp! —le saludó el coronel Muller, con un deje de director de pista—. ¿Qué te parece todo esto? ¡Ya sólo me queda esperar a comunicar la gran noticia!
—¿Cómo, mi coronel?
—¡A la prensa y a la televisión! ¡Lo de la espada! Los he invitado a todos.
Kramer, que conocía las pequeñas habilidades del coronel Muller, enarcó una ceja.
—No será la noticia de que acabamos de encontrar el arma del crimen, ¿verdad, señor? Eso le haría…
—No, no, voy a difundir la noticia.
—¡Ah! —dijo Kramer—. Entonces debo interpretar que no hay duda de que…
—Tiens ya lo ha comprobado, y también Piet Baksteen: el extremo roto que encontramos en el cadáver encaja exactamente con el resto de la espada —el coronel Muller bajó la voz y añadió, guiñándole un ojo—: naturalmente, comprenderás por qué traigo a la prensa aquí. Y hasta estoy dispuesto a dejarles sacar fotografías en el solarium y en el estudio. Porque, amigo mío, esto, armará gran barullo y andarán mosconeando por doquier, de manera que…
—El asunto Zuidmeyer quedará completamente a salvo de unas poco deseadas pesquisas, ¿eh, mi coronel? —dijo Kramer sin molestarse en ocultar el cinismo que siempre le salía a flote cuando se hablaba de asesinos.
—Exactamente, Tromp. Me alegro de que tengamos la misma opinión en esto —explicó el coronel Muller, gozosamente—. Creo que ahora lo mejor es que hables con Piet, que estará por la casa, en algún sitio, examinando la espada. Yo, personalmente, considero que lo mejor que cabe esperar es que salgan fotos de ella en los periódicos y en las noticias de la televisión. En este país las espadas son algo poco corriente, y eso quiere decir que, con un poco de suerte, tal vez esta espada en concreto pueda recordarla alguien fácilmente.
Kramer fue en busca de Piet Baksteen y, por un momento, pensó en dirigirse primero a Theo Kennedy para preguntarle qué tal se sentía y si, en el pasado, había tenido alguna relación con Theresa Mary Muldoon, la amiga de su madre. Pero Kennedy parecía muy entretenido con las travesuras de Amanda, y decidió dejarle tan feliz y contento como parecía un rato más.
Piet Baksteen estaba en el estudio de Naomi Stride y tenía por encima de su cabeza una espada cuya hoja observaba; parecía que se estuviera preparando para salir a escena y tragársela.
—Bueno, Piet, ¿hay algo que puedas añadir a tu declaración de antes? —preguntó Kramer, dejándose caer en la confortable silla giratoria del escritorio—. ¿O todavía piensas que es una torpe imitación?
—Toma, cógela tú mismo, Tromp —le respondió.
La espada tenía una hoja estrecha de cuatro caras, medía como un metro de largo, y se estrechaba hacia donde había perdido la punta. La empuñadura estaba recubierta con cuerda fina pintada de purpurina dorada, y para proteger la mano de quien la usara tenía un trozo de madera, también dorada, con un agujero para fijarla en el ángulo justo donde empezaba la hoja propiamente dicha. Esta cruz, y el extremo de la empuñadura estaban adornados con cuentas grandes de vidrio pegadas y cruzadas por más hilo de oro.
—¿Y esto qué es, una espada para jugar a que montamos un teatrillo? —preguntó Kramer.
—¡Caliente, caliente! —dijo Baksteen levantando un pulgar—. Pero ¿por qué no, sencillamente una espada de teatro?
—¿Perdón?
—Quiero decir, una espada de las que se usan en los teatros. Trae, devuélvemela y te mostraré unas cuantas cosas… ¿Ves estas marcas en la hoja y estas muescas en la madera? Este chisme ha sido usado contra otra espada, lo que demuestra que no se hizo sólo para decorar, para colgarla en una pared o donde fuera. ¿Ves la hoja? Nunca se pretendió que tuviera una empuñadura como ésta, sino más bien una del tipo de las de los Tres Mosqueteros, con una cazoleta de metal para proteger los dedos del actor. Y si miras aquí con atención, verás que quizá la tuvo, antes de que la transformasen. En resumen, Tromp, creo que lo que tenemos aquí es una espada de teatro que se modifica de una obra a otra para ahorrase las fatigas de hacer una nueva cada vez. La espada original costaría una barbaridad, déjame que te lo diga.
—¡Ajá! Y esta teoría concuerda con tu descubrimiento inicial, ya sabes, que el acero no estaba bien templado…
Kramer cogió de nuevo la espada y se puso de pie para probar su equilibrio.
—¡Eh, tengo una pega! —dijo Kramer.
—¿Qué pasa?
—Unos actores nunca pelearían entre sí con la punta que encontramos clavada en el cuerpo de mamá Stride; probablemente le pondrían un tope en el extremo, un corcho, o algo así.
—Si la gente se molestase en leer los informes que les hago en vez de fiarse constantemente de las habladurías de Tickey…, ya sabrías que encontré restos frescos de lima en la punta, y que mi conclusión es que la espada había sido afilada no hacía mucho.
—¡Touché! —dijo Kramer, cortando de un mandoble la cabeza de una flor muerta del jarrón de la mesa—. Ahora, asómbreme de verdad, profesor, y dígame exactamente, con un margen de… un kilómetro, de dónde procede esta espada.
—Pues… hum…, barajo una posibilidad no desdeñable.
—¿Ah, sí?
—De hecho, es tan buena que tengo miedo de que sea cierta. No me fío de las cosas que resultan demasiado sencillas.
—De ésas, deja que me preocupe yo, ¿no? Venga, hombre.
Pero Baksteen se resistía, mordiéndose el labio inferior.
—Entonces, que seas tú quien lo diga. Veamos. ¿Qué cosa es la que tiene este tamaño, es azul y negra, y últimamente ha estado pegada por todo Trekkersburg?
—Un empleado de banca que tropieza sin cesar.
—No, lo digo en serio. Te doy dos pistas más: es alargado y de papel.
—Pegado por todas partes… ¡ah!, ¿cómo un cartel?
—Un cartel con letras y algo dibujado…
Kramer cerró los ojos maldiciendo a Zondi por no estar nunca a su lado cuando lo necesitaba y, de repente, se le apareció un cartel que había visto cerca del aparcamiento de la calle Ackerman.
—Hay un cráneo, que alguien zarandea, y dos tipos practicando esgrima —dijo—. Y arriba…, ah, una palabra.
—Hamlet —dijo Baksteen, encogiéndose de hombros—. La última obra de Shakespeare que montaron en la universidad. Bueno, ya sabes, siempre puedes empezar por ir a ver si les falta alguna de sus viejas armas del atrezzo, supongo.
—Tienes razón —dijo Kramer.
EN LA SALA DE INGRESOS, terminado el almuerzo y con la mayoría de los restos del mismo tirados por el suelo, las paredes y el pelo de los demás pacientes, Ramjut Pillay estaba cada vez más decidido a escapar del Hospital Psiquiátrico de la Guarnición antes de que su mente excepcional sufriera algún menoscabo irreparable. Quizá se le notase un poco, porque el enfermero Chatterjee le vigilaba de cerca mientras iba de ventana enrejada en ventana enrejada calculando la altura de las paredes que le rodeaban.
—¿Qué te interesa tanto de ahí fuera, Peerswammy? —le preguntó el enfermero, que acabó viniendo hasta su lado—. Hay pocas cosas que ver, excepto él cielo.
—Yo tengo un gran cariño al cielo, señor.
—Naturalmente, lo había olvidado. Tú eres paracaidista, ¿no es eso?
Ramjut Pillay encogió los dedos de los pies, lamentando profundamente haber dicho aquella tontería.
—Lo que soy, desde luego, es una persona que necesita mucho ejercicio al aire libre. ¿Me estaría permitido dar un corto paseo?
—No, hoy no. Ni hasta que hayamos decidido a qué pabellón hemos de enviarte. ¿Te gustaría hacer alguna otra cosa?, ¿leer una revista edificante? Tengo guardado un Reader’s Digest que te prestaré con mucho gusto.
De modo que Ramjut Pillay se retiró a su camastro y empezó un artículo titulado «Yo soy la vesícula biliar de John». Pero a pesar de que sentía muchísima curiosidad por saber cómo semejante órgano podía verse obligado a hablar —demonios, estos malditos americanos tienen un ingenio inagotable—, no había ido más allá de la primera página cuando se sumió de nuevo en sus cavilaciones.
Lo que tenía que hacer, se dijo, era lograr que lo clasificaran lo antes posible como paciente de poco riesgo, con lo que, presumiblemente, lo trasladarían de detrás de aquellas ventanas enrejadas y aquella gran puerta de barrotes a un pabellón donde la seguridad fuera mínima.
—Sí, eso es… —murmuró Ramjut Pillay, moviendo la cabeza de arriba abajo—. Hemos de tener paciencia, a la manera serena y pasiva del Mahatma.
—¿Qué has dicho? —preguntó el enfermero Chatterjee, levantando la vista de la mesa de guardia.
—¡Oh, nada importante, señor! Estaba hablando solo, simplemente.
—¿Haces eso a menudo, Peerswammy?
—Este artículo sobre la vesícula es una gran iluminación, enfermero Chatterjee. ¿Quizás lo ha leído usted?
—¿Alguna vez oyes voces? En la cabeza, ¿entiendes?
—A veces, otro lado de mí mismo suele…
—¿Suele qué?
—Pues… ¿por qué me lo pregunta enfermero Chatterjee?
Con suma atención, el enfermero Chatterjee anotó algo en una tarjeta.
—Sigue con tu lectura, Peerswammy Lal —le dijo amablemente—. No hay nada por lo que debas preocuparte…
—ACABO DE HACER UNAS CUANTAS LLAMADAS —dijo Kramer al salir de la casa y reunirse con Zondi junto a la piscina—. He quedado con un individuo del departamento de inglés a las tres en punto.
—¿De qué me está hablando, jefe?
—Te lo explicaré enseguida. Primero, coge esto y sujétamelo —le alargó a Zondi un paquete oblongo de papel marrón—. Es el arma del crimen, ¿entendido? Me parece que será más correcto que no la tenga conmigo mientras cambio unas palabras con el joven Kennedy.
—Pero si se ha ido, mi teniente.
—¿Cómo dices?
—No quería estar aquí cuando llegasen los periodistas.
—¡Ah, por supuesto! Tenía que haberlo pensado antes. En realidad, ya es sorprendente que se quedase tanto…
—Ha sido por culpa de esa niña, Amanda, jefe, que quería ver a los buceadores. Al amo Kennedy le hace gracia, y la mima muchísimo.
—La verdad, no es mala niña, —Kramer contempló el árbol bajo el que estaban sentados—. ¿Qué piensas de la madre?
—Se comportó muy cordialmente conmigo, mi teniente. Yo… —Zondi le miró un instante y luego apartó otra vez los ojos.
Kramer le lanzó una mirada de curiosidad y le preguntó:
—¿No estás poniéndote colorado debajo del moreno? Porque… será la primera vez que yo lo vea.
—No es nada, mi teniente. Me trataron muy bien. ¿Se ha enterado de que Gagonk y Jones han tenido un accidente de tráfico?
—¿Cómo, otra vez? —dijo Kramer y se echó a reír—. ¿Grave?
—Lo siento, pero las noticias son más bien malas: ambos están vivos y…
—¡Zondi! ¡Un momento, hombre! —dijo el coronel Muller, que venía agitando un bastón largo de bambú que había encontrado por algún lado—. ¿A dónde crees que vas con mi mejor prueba? Los fotógrafos y los de televisión llegarán en cualquier momento.
Con un suspiro de impaciencia Kramer se dio media vuelta.
—Mejor llamo y cambio la cita a las tres y media —dijo.
JONES, al tratar de abrir la puerta del conductor de su coche de reserva, sintió un dolor y se lamentó.
—¡Malditos demonios de todas las raleas! Me he lastimado la muñeca, me duele toda y la tengo rígida. ¿Y ahora, qué voy a hacer?, ¿buscarme a otro boy en Robos o donde sea?
Aguantándose el propio dolor, Mbopa sopesó los pros y los contras de la situación. Si Jones cogía de chófer, por ejemplo, a Tims Shabalala, él, Joseph, tendría que pasar al Departamento de Robos para equilibrar los efectivos. Y por otro lado, si algo había que odiara era conducir mal, como se vería obligado a hacer para su propia reputación con su «chofercito rosa». De cualquiera de las maneras, según todo apuntaba, su orgullo iba a sufrir de lo lindo.
—¿Ninguna idea? —le dijo Jones.
Pero su orgullo, pensó Mbopa, probablemente sufriría aún más si se iba de Robos y Homicidios. Por ejemplo, si ese Pillay resultaba ser clave en el asesinato de Naomi Stride —y su fuerte corazonada había ido subiendo enteros a lo largo del día—; entonces no habría bonitas fotos suyas en los periódicos para que Zsazsa lady Gatumi las pudiera recortar. Todo lo que tuvo que hacer fue imaginársela sentada, mustia como una hoja caída, al lado de un álbum de recortes vacío, con las tijeras empuñadas, y se decidió.
—Mi teniente —dijo con tanto respeto que casi se sintió mal—, he oído que no hace mucho estaba usted en la academia de policía y que era un profesor muy admirado.
—Naturalmente —dijo Jones—. Pero ¿eso qué tiene que ver con…?
—Perdóneme si le interrumpo, mi teniente, pero si sus dotes de maestro son tan grandes, y si Mbopa promete prestar absoluta atención, ¿no podría yo también aprender de usted muy deprisa?
—¿Qué te deje conducir de nuevo, quieres decir?
—Por favor, mi teniente.
Jones lo miró de arriba abajo, consideró la propuesta, y finalmente accedió:
—Tienes bastante razón. Será mejor no cambiarte. Tú no hueles tan mal como Shabalala, por ejemplo. Y no dejes que esto que te acabo de decir se te suba a la cabeza, ¿eh? Simplemente has tenido una suerte poco común con tus glándulas. Y también es verdad, supongo, que así no tendré que volver a explicar otra vez todo lo referente a Pillay a un nuevo zopenco cuando, además, no me interesa perder el tiempo. Pero necesito que me hagas una promesa…
—Lo que sea, mi teniente.
—Que cuando estés al volante, harás todo lo que yo te diga, sin dudas ni preguntas.
Mbopa murmuró algo.
—¡Más fuerte, hombre! ¡Qué se oiga!
—Lo prometo, mi teniente —dijo Mbopa, y cogió las llaves del coche que le tiraban—. ¿Primera parada en la central de Correos?
Jones esperó hasta estar instalado en el asiento de atrás para preguntar.
—¿He dicho yo que íbamos a ir a la central de Correos?
Mbopa meneó la cabeza.
—Es que he estado pensando, mi teniente, ¿se acuerda de cuando ayer estuvimos allí? Estaba aquel otro cartero indostano que entró en el despacho del jefe y nos dijo que Pillay andaba en bicicleta por la ciudad.
—¡Pues faltaría más, hombre, que no me acordara! Y eso y nada, ¿qué tienen que ver?
—Perdimos mucho tiempo buscándole por la ciudad, mi teniente. ¿Y qué pasaba mientras nosotros perdíamos ese tiempo?
—Yo soy el que hace las preguntas —dijo Jones, atravesado.
—Pues ésta es mi respuesta, mi teniente; mientras estábamos allí, Pillay tuvo ocasión de volver a su casa, coger su dinero y escapar por el monte. En muy pocas palabras, mi teniente, que ese otro cartero debe de ser el cómplice de Pillay, el que conoce sus secretos, a lo mejor incluso dónde está escondido ahora…
Jones se quedó en silencio mientras asimilaba todo aquello.
—Hum, francamente interesante —admitió al fin—. Todo eso está muy bien, pero ¿sabes el nombre de ese otro hindú?
—Puedo reconocerlo, mi teniente.
—Entonces, ¿para qué estás dándole más vueltas, Gagonk? Por Dios, hombre, mete esa llave, gírala y pon la primera… yo siempre me acuerdo de cuál es porque es la que queda más cerca del cenicero.
KRAMER ESPERÓ OCULTO en el interior de la casa a que los fotógrafos y las cámaras de televisión hubiesen terminado con la espada y Zondi pudiera regresar a su lado. Volvió a envolverla con cuidado en el papel marrón mientras explicaba a éste la teoría de Piet Baksteen de que el arma podía proceder de la universidad. Después, tendió una nota a Zondi.
—¿Ves esos nombres, Mickey?
—«Srta. Theresa Muldoon, alias “Tess”» —leyó Zondi en voz alta—. «Srta. Liz Geldenhuys, exayudante de Kennedy…».
—Lo que quiero que hagas es que lo intentes de nuevo con Betty, la criada. Enséñale estos nombres y pregúntale qué puede recordar. Lo que me interesa, especialmente, es saber si mamá Stride y la Muldoop hablaron alguna vez de Liz Geldenhuys delante de Betty, y lo que se dijeron. Y también, si Liz Geldenhuys hizo una visita a esa casa que no resultó demasiado bien; descúbreme también algo más sobre eso, si puedes. ¿OK?
—Lo intentaré, jefe, pero… —Zondi sé encogió de hombros.
—Ya, lo siento, es una lata, pero a lo mejor descubres que se acuerda mejor de las cosas si le presentas algo concreto. ¿Nos vemos en la oficina hacia las cinco?
UNOS HOMBRES DE BLANCO entraron en la sala y se llevaron a todo quisque excepto a Ramjut Pillay. Aquello le produjo gran alivio; abandonó su catre, corrió al retrete del otro extremo, a punto de estallar después de casi veinte horas terroríficas en las que no había osado ni darse la vuelta. Después regresó para seguir con un artículo muy gandhiesco del Reader’s Digest («Vivir con la propia conciencia»), que le tenía subyugado desde hacía un buen rato.
El médico blanco alto, seguido de un grupo de jóvenes que llevaban estetoscopios en lugares bien visibles, apareció por allí y habló en voz baja con el enfermero Chatterjee. Dos veces empleó la palabra «alucinación», y una «paracaidista», y ambas produjeron risitas entre los jóvenes. Uno de ellos señaló:
—¿Dónde habrase visto que un no blanco practique saltos acrobáticos? Seguro que se trata de un «esquizo».
Ramjut Pillay no tenía ni idea de lo que quería decir, y además, estaba mucho más preocupado por el efecto que le estaba produciendo el artículo del Reader’s Digest.
—No te sientas desatendido, Peerswammy —le dijo Chatterjee acercándosele después de que el doctor y sus jóvenes edecanes se hubieran marchado—. Sigues conmigo porque el doctor no puede decidir tu caso sobre la marcha. Dice que es un caso con muchas características poco corrientes.
—Pero ¿cuánto tiempo más tengo que…?
—Dos o tres días.
—¿Entonces estaré curado? ¿Me dejarán marchar?
—Primero será necesario tenerte bajo observación un poco más, antes de que… esto… de que lo decidamos. Resígnate a permanecer al menos un mes tras nuestras puertas, Peerswammy.
—¡Un mes!
—Sigue leyendo eso —le dijo alegremente el enfermero, volviendo a su mesa—. Te ayudará muchísimo a pasar el tiempo.
Ni mucho menos, pensó Ramjut Pillay; lo que conseguirá será, sencillamente, poner las cosas mucho, muchísimo peor. Las dos primeras páginas de «Vivir con la propia conciencia» ya habían bastado para que, al reflexionar en lo que ponía, se echara a temblar pensando en todos los actos pecaminosos que había cometido últimamente. No era que en su momento le hubieran parecido malos, por supuesto, pero ahora que había rellenado parcialmente el cuestionario incluido en el artículo, aquellos actos habían cobrado sus verdaderas proporciones monstruosas.
Primer paso, recomendaba el artículo, «identifique el error más grave que haya cometido, y después de los pasos convenientes para repararlo, en lo posible. Probablemente descubrirá que se trata de algo relacionado con otra persona».
¿Con qué otra persona? ¿Con el propio Peerswammy Lal? No, decidió Ramjut Pillay, el tal tenía bien merecido que se dijeran verdades duras y sin piedad sobre él. ¿El hombrecito de gafas al que Cara de Tomate había espantado? No, tampoco él, porque hubiera debido pensárselo mejor antes de mirarle con tanto descaro. ¿El señor Jarman, por haberse marchado con el correo? No, el correo no era suyo, de modo que eso apenas importaba. Pero, entonces, ¿quién más había?
De repente, su conciencia le apresó tan fuerte que casi gritó. Allí, ante él, ante sus ojos mentales, vio el cuerpo desnudo e indefenso de la novelista Naomi Stride, de quien se había aprovechado de manera tan despreciable, colándose en su solarium sin las botas de cartero.
—Malvado, vil canalla —se insultó a sí mismo con un soplo de voz—. ¿Cómo podré enmendarlo nunca jamás? Muerta y desaparecida, muerta y desaparecida…
—Procurando que su muerte sea vengada, idiota —dijo otro de los lados de Ramjut Pillay, que durante la última hora había estado muy callado, pero que ahora hablaba con la misma lógica fría de siempre, aunque un poco de mala gana.
—¿Y cómo voy a hacer eso, mi buen amigo? —ironizó.
—¡La carta, idiota, la carta! Sabes muy bien que ahí hay muchas claves que el DIC necesita urgentemente para avanzar en la dirección correcta y no tomar caminos equivocados. Procura hacérsela llegar.
—¡Claro que sí, naturalmente!
Entonces, Ramjut Pillay se dio cuenta de que estaba hablando en voz alta y miró al enfermero Chatterjee; pero, por suerte, el hombre estaba muy ocupado enredando con un magnetófono pequeño y, al parecer, no se había percatado de nada.
BETTY DUBOZA ERA UNA MUJER muy distinta cuando estaba en su propia casa, aunque ésta fuera parte integrante de Woodhollow, y estuviera situada en una estribación y oculta tras un muro de hibiscos. Seria y amable, servía el té a Zondi y a su marido Ben con un colador de plata sin que se oyera ni el repiqueteo de las tazas en los platos. Y, por añadidura, cuando sacó una fuente de galletitas, tampoco le tembló la mano.
—Sí, recuerdo la noche en que el joven amo trajo a cenar a la señorita Geldenhuys —dijo—. La señora no estaba contenta.
—La señora le llamaba «señorita Geldenhuys», nunca de otro modo —añadió Ben Duboza, guiñándole un ojo a Zondi.
Su esposa le ignoró.
—Nos pareció que sus modales en la mesa, —Betty Duboza se estremeció— eran modales a los que no estábamos acostumbrados, en Woodhollow. ¡Ni una sola vez se sirvió del lavamanos! Y cuando comía la carne, cogía el cuchillo como si fuera un lápiz. ¡Dios mío! ¡Qué apuro más terrible!
—¿También a usted le dio apuro? —preguntó Zondi a Ben Duboza.
—Buah, yo no llegué nunca a ver a la señorita, sargento. Recuerde que yo trabajo en la cocina…
—No, si sólo estábamos yo y la señora —continuó Betty Duboza, instalándose de nuevo en una silla tapizada de terciopelo que iba a juego con la habitación, extraordinariamente bien amueblada—. No podíamos creer lo que oíamos, ni tampoco algunas de las cosas que decía. Nunca decía «¿dispensa?», sino «¿qué?», y no dejaba de poner un «ah» al empezar casi cada frase. Nos dábamos cuenta de que Theo también procuraba no sentirse violento, porque estaba muy absorbido por aquella extraña criatura, pero según fue avanzando la velada también le fue desapareciendo la sonrisa. Lo que más nos intrigaba, naturalmente, era qué podía ver en ella, porque tenía un tipo espantoso y unos rasgos más que vulgares. La única explicación, en definitiva, tenía que ser que él explotaba su talento de escaparatista, mientras ella, muy claramente, le explotaba a él a su manera. En mitad de los postres, nos dimos cuenta de que se había puesto a observar a Theo y que, cuando la cena hubo terminado, ya había aprendido a usar el tenedor y la cucharilla. Decidimos que, sencillamente, aquello no podía ser, y que cuanto antes se acabara, mejor. Sí, ya lo creo, incluso para la chica, porque en algún momento él acabaría por verla con la misma claridad, y la rechazaría, en cuanto se le hubiera pasado el capricho. ¿Le apetece otra gotita?
Zondi, admirado, tardó uno o dos segundos en responder.
—No, no, gracias, señora Duboza —dijo—. ¿Y la señorita Muldoon? Ha dicho que también la conocía…
—La pequeña Tess… un poco chiflada a veces, pero tan deliciosa… —Betty Duboza subrayó el elogio mediante un rápido asentimiento con la cabeza—. ¿Otro poquito para ti, Ben?
En todo el largo interrogatorio de la noche anterior, ni una sola vez aquella mujer había hecho aquel movimiento rápido de cabeza, pensó Zondi. Un movimiento muy peculiar que expresaba una personalidad terriblemente segura de sí misma, enfrascada en sus pensamientos, aun dándose cuenta de lo brusco que podía parecer a los demás. Un gesto que alguna vez tuvo que pertenecer a alguien que no era Betty Duboza.
—Habla zulú, mujer —murmuró Ben Duboza, que parecía de repente muy incómodo—. No hace falta ponerse sin más a hablar inglés; ¿no ha tenido el sargento Zondi la cortesía de dirigirse siempre a nosotros en nuestra lengua?
—Tess —continuó la mujer en inglés— quedó horrorizada cuando se enteró de que Theo estaba vendiendo su alma por aquí y por allá. Al día siguiente apareció, y la señora estuvo hablando con ella del asunto durante horas. Pero, naturalmente, nada podía hacerse sin que pareciera una intromisión. Tess dijo que creía que todo se arreglaría por sí solo muy pronto, y felizmente así fue. La chica resultó una completa histérica, empezó a acusar a Theo de toda clase de asuntos turbios, y… en fin, querido sargento, se separaron y todo acabó, gracias a Dios. La última vez que Tess se quedó a pasar la noche aquí, pudimos incluso reírnos un poco de todo aquello.
—Tú no pudiste «reírte un poco de aquello» —dijo Ben Duboza, dejando la taza a un lado, en el suelo, lo que le valió de inmediato una mirada torva—. Todo lo que tú hiciste fue llevarles el café a las señoras después de la cena, junto a la piscina.
—Me reí cuando volví a la cocina, ¿o no?
—No me acuerdo —gruñó él.
—Bueno, pues me reí —volvió a hacer aquel gesto rápido con la cabeza y cruzó sus gruesos tobillos de un modo que sólo una mujer de tobillos torneados hubiera osado hacer—. Espero que le haya resultado de alguna utilidad, querido sargento. No se me ocurre ninguna cosa más, al menos, por ahora, no.
—Muchas gracias —dijo Zondi, levantándose y poniendo su taza de té en la bandeja.
El cocinero le acompañó cortésmente hasta los hibiscus y, una vez allí, movió otra vez la cabeza, dubitativo, y murmuró, en zulú:
—Malos espíritus, malos…
—Anímese, amigo —le respondió Zondi, también en zulú—. Por lo menos el amo Kennedy le ha prometido que le mantendrá en el empleo, y muy pronto estará él aquí, en Woodhollow, para cambiar los ánimos de las cosas.
—¡Hum! Todo esto no estaba tan mal mientras vivía la señora, pero ahora… ¿Se ha dado cuenta de con quién acaba de hablar hace un momento, «querido» sargento?
—Naturalmente —dijo Zondi—. Con la muerta.