—ASÍ QUE AQUÍ es dónde estabas, cabrón —gruñó Kramer dando por fin con Piet Baksteen en el Centro de detenciones del Estado—. Este es el tercer lugar en que he tenido que rebuscar.
—¡A la tercera va la vencida! —le dijo Baksteen, que se hallaba solo en medio de la pequeña oficina de Van Rensburg y olía a coñac.
Kramer sonrió. Había que reconocerle que había sabido descubrir el secreto del cajón cerrado de la mesa cuya llave llevaba Van Rensburg colgada del cuello con una cuerdecilla grasienta. Y también, puestos en ello, que no se hubiera percatado de que la cerradura del cajón era más fácil de manejar que las narices de un camello.
—¿Y qué te trae por aquí, además de la bebida gratis, Baksteen?
—El Médico Loco, en otro de esos curiosos arrebatos de entusiasmo suyos.
—¿Strydom? ¡Pfff!, no se tratará otra vez de aquellos caracoles…
—La verdad es que, si se prepara de forma adecuada, el extracto ayuda a distinguir entre sangre negra y blanca, pero él…
—¿No debería dejar estas cosas a los expertos?
Como también tenía algo de experto en materia de análisis bioquímicos, Baksteen se encogió ligeramente de hombros como hacía tantísima gente cuando el tema de conversación era Christian Strydom, doctor en medicina.
—En realidad, esta vez ha sido idea suya, e incluso puede resultamos útil en el laboratorio. Sin ponerme demasiado técnico, procurando no aburrirte, te diré que la hipótesis…
—Un momento, Piet, ya estás yendo demasiado lejos para mí —dijo Kramer, sacando la cajetilla donde había colocado las muestras forenses de Acacia Drive 146—. Y, de todos modos, me interesa más lo que puedas descubrirme de este otro material.
—Hum, ¿podemos…? —Baksteen dio un tironcito a su barbita negra mirando, incómodo, a través de las ventanas que rodeaban la oficina de Van Rensburg—. Mejor me voy a otro sitio… por si…
—¡Oh! ¿Está Van por ahí? Pensé que andaba de mudanza…
—No, está ahí detrás, acusando a Nxumalo de guardar carne en su frigorífico —dijo Baksteen dirigiéndose a la sala de autopsias.
Kramer fue detrás de la figura larguirucha, y se sacó el pliegue de papel higiénico en el que, a pesar de las características absorbentes del papel, brillaba un poco la sustancia que había encontrado en la cortina de la ducha.
—¿Qué es esto? ¡Carajo! Semen no puede ser.
—Menos mal, algo es algo —dijo Kramer—. Pero ¿es que vosotros, golfos del laboratorio, nunca pensáis en otra cosa que…?
Baksteen le había quitado la muestra y la olfateaba.
—Aquí no puedo. Hay demasiada mezcla de olores —dijo—. Creo que será mejor que salgamos afuera.
Llegaron justo a tiempo de ver a Van Rensburg volver la espalda a un guardia bantú de aspecto muy solemne y que, al instante, esgrimió una amplia sonrisa.
—Este maldito Nxumalo… —se quejó el sargento del depósito, que llegaba pisando fuerte—. Es la segunda vez en dos semanas que he encontrado pelos de cabra en una bandeja del refrigerador.
—¿Seguro que son pelos de cabra? —preguntó Baksteen.
—Tan seguro como pueda uno estarlo, señor Baksteen, pero, naturalmente, él lo niega.
—Entonces déme un poquito y haré que lo analicen.
—¿De veras? ¿Haría eso por mí?
—Cualquier cosa para ayudar a un colega, sargento.
Van Rensburg resplandeció, y luego dijo, con mucha intención, mirando de reojo a Kramer:
—Usted es lo que yo llamo un blanco de verdad, señor Baksteen, un auténtico caballero.
—No tiene importancia, ¿de acuerdo? Ahora vamos a oler esto otro para ver si podemos sacar una primera pista.
—¿Puedo unirme a ustedes, señor Baksteen? Siempre he sido muy bueno para los olores —dijo, en tono obsequioso, Van Rensburg.
—Ya, ya lo había notado —terció Kramer.
—¡Lo he sacado a la primera, señor Baksteen! Esto es DH-136, ¡sí, señor!
—¿DH-136, Van? Yo sólo pesco aroma a pino.
—Ya, pero un aroma a pino DH-136 —insistió Van Rensburg—. Una especie de…, como un detergente, sólo que también es desinfectante, limpia por arte de magia. Tiene que haberlo notado en la sala de autopsias.
Baksteen miró a Kramer y luego otra vez a Van Rensburg:
—Bien, gracias por la sugerencia, aunque hay docenas de detergentes en el mercado, y todos huelen a pino. Y además, incluso puede que no sea…
—No es sólo por el pino, señor Baksteen… ¡jo!, no sé explicarlo. Mire usted, déjeme que le muestre, aunque… —y se fue al depósito y volvió unos instantes después, bufando y resoplando, con un bidón grande de plástico blanco—. De acuerdo, ahora huela también esto y verá como son idénticos.
—Me voy —dijo Kramer, quien sencillamente estaba perdiendo la paciencia—. Llamaré a las cuatro al laboratorio para que me den los resultados, ¿conformes?
—Pero, Tromp, con todas las posibilidades que hay, eso es como pedirle peras al…
—Entonces, deja de hacer el indio con ese sabueso rompehuevos y ponte a ello, ¡hombre!
ZONDI ESTABA SEGURO de que por algún lado tenía el trozo de papel que le había dado el teniente con el número de teléfono al que se podía llamar a Theo Kennedy. Lástima que no se hubiera tomado la molestia de mirarlo para grabárselo en la memoria, porque quería quitarse de en medio a los criados de Naomi Stride, y cuanto antes. Aquel ejercicio perfectamente estúpido de llevarlos a Woodhollow había resultado, como era de esperar, una completa pérdida de tiempo, y hubiera podido estar haciendo otras cosas. Como, por ejemplo, descubrir qué era exactamente toda aquella barahúnda en torno a Ramjut Pillay, el cartero indio, del que había oído rumores, por la mañana, al recoger el coche patrulla. Estaba convencido de que sus conclusiones sobre aquel tipo no podían ser tan erróneas como para que se le escapase, bajo aquella apariencia de inocencia infantil, la mente de un perverso delincuente.
—¡Ajá! —dijo Zondi, y se quitó el sombrero.
El papelito estaba metido detrás de la cinta interior, y a los pocos segundos ya había marcado el número y escuchaba la tonalidad de llamada.
—¿Diga? Habla Vicki Stilgoe.
—Buenos días, señora, le habla el sargento detective Zondi, de la Brigada de Robos y Homicidios. Tengo que darle un mensaje al señor Kennedy.
—Ah, bueno.
—¿Tendría la señora la amabilidad de darle el recado?
—La señora puede hacer algo mejor… —se oyó el ruido del auricular al ser depositado sobre una superficie dura y luego, débilmente—: Theo, amor. Es la policía; un boy que tiene algo que decirte. Vamos, Mandy, ¡sal de las rodillas de tío Theo!
—¿Diga?, ¿qué desea?
Zondi se identificó de nuevo y luego explicó que los criados de la difunta señora habían estado otra vez con él en Woodhollow.
—El problema es, señor, que ahora que ya hemos terminado con ellos, preguntan qué tienen que hacer. ¿Desea el amo que se queden a trabajar para él, o ha terminado su trabajo en Woodhollow? Están muy preocupados, señor, y…
—¡Dios mío, pobres viejos Betty y Ben! Y supongo que también estará Harry, el jardinero, ¿no?
—Sí, señor.
—Mire, lo mejor será que vaya ahí enseguida a ver qué puedo hacer para que se queden tranquilos. La verdad es que no había pensado en esto ni un instante. Le veo enseguida, sargento.
Un hombre poco corriente, pensó Zondi, mientras colgaba el teléfono en el estudio de Naomi Stride, que te habla como si considerase que también eres un ser humano. Tal vez no anduviera equivocado el teniente descartando la idea de que fuera sospechoso.
—¿Detective? —dijo Harry Kani, apareciendo en la ventana.
—¿Ha encontrado algo?
—He pensado algo, detective. ¿Me permite que se lo cuente?
—MUY BIEN —DIJO JONES, llevando el coche junto al aparcamiento público de la calle del Ferrocarril y subiéndose al bordillo—. ¿Debajo de qué banco dijeron que habían encontrado la bolsa de Pillay?
—Ese, junto a la fuente señalizada con «Únicamente No-Blancos» —respondió Mbopa señalándolo satisfecho.
—Ya sé leer… y no sé por qué tienes que seguir con ese aire tan pagado de ti mismo; tampoco fue nada del otro mundo preguntarle a Shabalala si podías echar un vistazo a las cosas que traían esos soguillas. Yo ya había organizado el control, tanto de los objetos perdidos como de los robados, de modo que esa bolsa hubiera aparecido de todas, todas.
Mbopa frunció el ceño, convencido de que en algún punto de aquel argumento había un fallo, y murmuró:
—Brrr…
—De modo que —prosiguió Jones— deben de haber depositado la bolsa aquí en algún momento comprendido entre aquel en que Pillay salió de su casa en Gladstoneville y las once, hora a la que terminan los autobuses. La primera pregunta que hemos de hacernos es: ¿por qué?
—Porque la dejó caer, ¿no, mi teniente? —sugirió Mbopa.
—No hables mientras pienso…
Mbopa notó un movimiento furtivo junto al viejo kiosco de música victoriano plantado en medio del parquecillo triangular con su césped trillado. Poco a poco, como un sol sanguinolento que fuera levantándose sobre el escenario de la música, apareció la cara de un corpulento borracho blanco que observaba, indeciso, el coche de la policía.
—No me lo imagino dejando caer la bolsa sin darse cuenta. Por tanto parece lógico pensar que la tiró para librarse de las dos cosas que podían identificarle: el libro y la gabardina —masculló Jones entre dientes.
El borracho se rascaba un lado de la nariz con una mano envuelta en un pañuelo sucio.
—¡No te quedes ahí sentado! —ordenó James a Mbopa, dándole un codazo en las costillas—. ¡Pon un poco de interés, por todos los demonios! Por ejemplo, dime cómo alguien puede ser tan estúpido como para desprenderse de enseres incriminatorios, a la vista de todo el mundo.
—Puede ser, mi teniente —dijo Mbopa, señalando con la cabeza un cubo de basura que había justo detrás del banco—, que Pillay escondiera su bolsa ahí con la esperanza de que los barrenderos se la llevasen, pero vino un borracho, la abrió, no le gustó lo que contenía y se limitó a dejarla tirada debajo de donde estaba sentado.
—Podría ser —dijo Jones—. Pregunta siguiente: ¿por qué escogió este parque para desprenderse de sus cosas?
—Puede ser, mi teniente —dijo Mbopa—, que no quisiera que le encontrasen objetos incriminatorios en un tren. En el último momento se le ocurriría la idea de dejarlos en Trekkersburg.
—¿Un tren? Pero si la policía de ferrocarriles ya comprobó el libro de incidencias de ayer y juran que no hay nadie que responda a la descripción de Pillay…
—Con todos los respetos, mi teniente, el libro de incidencias sólo registra detenciones y otros asuntos policiales. Suponiendo que tuviera dinero para viajar, ¿hubieran descubierto a un culi entre tantos otros?
—Pero tampoco el vendedor de billetes para No-Blancos recuerda a nadie que responda a su descripción, y me refiero al individuo que cubría ayer el turno de dos a diez.
—Bueno, entonces, hum… —Mbopa se encogió de hombros—. Es todo un gran misterio, mi teniente.
Jones abrió la puerta del coche.
—Voy a ver ese libro de incidencias yo mismo. Tú, date una vuelta por el parque, habla con la gente, intenta averiguar si alguien vio ayer por aquí a Pillay.
Mbopa le siguió de mala gana. Pasear por los parques y hablar con la gente, no eran cosas que, desde siempre, se le dieran demasiado bien; la mayoría se marchaba cuando le veían acercarse, y no podía llegar a colocar ni una palabra. En un mundo de menos pantomima, un par de advertencias con su Walther PPK habrían resuelto fácilmente por descontado el problema, pero ésas eran las cruces que un hombre cabal tenía que saber sobrellevar.
—¡Eh, tú! —rugió Mbopa, apuntando con el dedo a un viejo de color que se escurría hacia un banco al lado de kiosco—. Quiero conversación… ven aquí.
El borracho blanco desapareció del campo de visión, lo cual no dejaba de resultar interesante, y el viejo de color, después de dar una media vuelta titubeante para ver quién le había llamado, salió disparado, tan ágil como una gacela, saltando de un brinco sobre tres borrachos negros.
—Hijo de puta —gruñó Mbopa.
Otra vez apareció la cabeza del borracho blanco mostrando sólo los ojos sanguinolentos. A aquel idiota le preocupaba algo, pensó Mbopa, y deseó poder acercarse a él, agarrarle por el cogote, y descubrir qué era.
—Mi teniente —le dijo a Jones, cuando éste hubo regresado, cariacontecido, de la estación—, tal vez debería usted interrogar a ese blanco que está allí escondido. Se comporta de una manera extraña y sospechosa…
—¡Irrelevante!
—¿Cómo dice, mi teniente?
—¿Todavía no has entendido por qué no hay rastros de él en la estación? —le espetó Jones, dirigiéndose al coche.
—¿Acaso Pillay se cambió el nombre, jefe?
—¡No me hagas reír! ¿Crees tú que eso bastaría para engañarme, a mí? No, mentecato, Pillay no estuvo ayer en la estación. Dejar la bolsa aquí no fue más que un simple truco para hacernos creer que se había largado en tren a cualquier parte, y mientras, probablemente esté todavía en Trekkersburg, riéndose de nosotros y de nuestros muertos.
NO HABÍA TENIDO UNA MALA IDEA, ese Harry Kani, el jardinero de la difunta Naomi Stride, admitió Zondi. Hasta ahora, todo se había centrado en suponer que el asesino había llegado a la finca por Jan Smuts Close, pero, como indicó Kani, podía haber usado el camino de los criados subiendo por la cuesta bordeada de árboles, desde la carretera principal del fondo.
Sin embargo, una vez quedó todo expuesto, y ahora que Zondi había explorado el sendero hasta la verja situada al pie de la cuesta sin encontrar nada, el único beneficio neto era, tan sólo, una mera hipótesis más. Desde luego, la prensa podía preguntar a los automovilistas si habían visto un coche ahí aparcado, la noche de autos, pero el resultado de aquella mañana, en términos de rédito inmediato, seguía siendo igual a cero.
Zondi regresó subiendo lentamente el sendero hacia el prado trasero de Woodhollow, deteniéndose sólo una vez para comprobar de nuevo una huella que podía ser la de un pie grande. Cuando llegó a lo alto se sorprendió agradablemente al ver a Theo Kennedy junto a la piscina, con Kani y los Duboza, todos ellos con un aspecto mucho más alegre.
—¿Sargento Zondi? —preguntó Kennedy, tendiéndole la mano y yendo hacia él.
Zondi le estrechó la mano a la manera blanca y dijo:
—Muchas gracias por venir hasta aquí, señor. ¿Le parecería oportuno que les dejase a ellos con usted y…?
—¡Atiza y atiza!
—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Kennedy.
—¡Todos estos restos y basura que han tirado! —protestó Kani—. ¿Quién puede hacer algo así?
Sin duda, pensó Zondi, los paquetes de cigarrillos, envoltorios de dulces y bolsas de cacahuetes habían sido arrojados a la piscina por mirones de uniforme, el martes, antes del traslado del cuerpo.
—Está bien, Kani, haré que los…
—¡Y es que la señora es muy estricta en estas cosas por miedo a que puedan bloquear el filtro! ¿Ve allí abajo? —y señaló una pequeña rejilla en una esquina de la parte profunda de la piscina, un par de metros más allá de donde se encontraban—. Hay basura por todas partes. ¿Qué es ese objeto?
—¿Objeto? —repitió Zondi, agachándose para tratar de ver mejor.
—Un reflejo naranja —dijo Kani—. Como una joya.
—Sí, ahora también lo veo yo —asintió Kennedy situándose al lado de Zondi.
—Enganchado entre la segunda y la tercera lámina de la rejilla. Muy raro, ¿no? ¿Por qué nadie lo ha visto hasta ahora?
—Podría ser, señor, —apuntó Zondi—, que se deba a que hoy es el primer día de cielo cubierto desde que empezó la investigación y no hay reflejos brillantes sobre el agua.
—Tienes razón ¿No deberíamos tratar de descubrir qué es?
—¡Córcholis, yo no sé nadar, mi amito! —dijo Kani—. Nunca me he metido en el agua.
Kennedy miró a Zondi, que se encogió de hombros y admitió:
—Yo sólo he nadado en un río poco profundo cuando era niño, señor. Sé mantenerme a flote, pero no sé bucear…
—Pero no hay otro modo de llegar hasta ahí, ¿verdad? —dijo Kennedy, poniéndose en pie—. Les diré lo que voy a hacer; tengo un traje viejo en casa: de modo que, si la policía no tiene inconveniente, iré y me lo pondré.
A Zondi le llevó uno o dos segundos comprender que le estaban pidiendo permiso en serio, y entonces asintió, agradecido, con la cabeza. Kennedy se marchó rápidamente.
—¿Quiénes son esa gente? —susurró Betty Duboza, ladeando ligeramente la cabeza hacia la izquierda.
Zondi miró en aquella dirección y vio a una niña blanca, preciosa, con hoyuelos en las mejillas, que cruzaba el césped en dirección a ellos seguida de una mujer de aspecto tímido con ropa muy sencilla y pañuelo en la cabeza.
—Unos nuevos amigos de su señorito —informó—; son vecinos de la casa de al lado. Pero, dígame, Betty Duboza, ¿ese ceño que pone es el mismo ceño que ponía su señora siempre que el amo Kennedy traía extraños a la casa?
Y supo que había acertado porque Ben Duboza sonrió de oreja a oreja.
DEBIENDO AFRONTAR un parón indefinido en el frente Zuidmeyer en tanto que Baksteen no analizase las muestras extraídas de la cortina de la ducha, Kramer decidió dejar de dar vueltas sin objeto en coche y, en su lugar, hacer una visita a las oficinas de Arte Afro. Tenía curiosidad por saber exactamente qué había producido la ruptura de los amoríos de Theo Kennedy un mes antes, y las secretarias, igual que los criados, solían ser una buena quinta columna en relación a las actividades de sus jefes o amos.
Arte Afro era la tienda central de una hilera de pequeños comercios en una galería adyacente a la calle principal de Trekkersburg. A un lado tenía un vendedor de sellos, y al otro, Camera Mart desplegaba estantes y más estantes de material fotográfico de segunda mano. El escaparate de Arte Afro era negro, con un agujero ovalado en el medio por el que se podía ver una cabeza de arcilla iluminada por un pequeño foco. Abrió la puerta que tenía escrito «Al por mayor y al detalle», en letras doradas, y se adentró en una penumbra agradable. Aquí y allá, otros pequeños reflectores iluminaban muestras selectas de alfarería, cabezas de arcilla, cestería de junco, tallas de madera y abalorios zulúes, dejando el resto del local en una mezcolanza de incontables objetos dispares, medio a oscuras, como en una especie de cueva del tesoro.
—Si es usted otro periodista…
Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, Kramer vio detrás de la caja, de pie, al fondo de la tienda, a una joven morena con los brazos cruzados sobre dos pechos enormes. Era una lástima que todo el resto fuera igual de enorme.
—Los periodistas, me los como para desayunar, señora. Tromp Kramer, DIC de Trekkersburg.
—¡Gracias a Dios! —sonrió, enseñando unos dientes perfectos, y se pasó cortésmente a un afrikáans fluido—. Sí, Theo me habló de usted… dijo que había sido muy amable con él, pobrecillo. Pero esta mañana no va a venir, ¿sabe usted?
—¿No está?
—Me ha llamado no hace mucho y me ha dicho que tenía que ir a casa de su madre para ocuparse de los criados. Francamente, estoy asombrada de lo bien que se las está arreglando… es un hombre tan sensible…, aunque supongo que todavía estará bajo los efectos del shock. Mi abuela era así, aguantó todo el funeral del abuelo y ni siquiera estrenó su pañuelo de encaje, pero luego, tres semanas después, a mitad de Sudáfrica hoy en la televisión, se echó a llorar y llorar y más llorar.
—Tremendo, ¿verdad? —dijo Kramer sacando sus Lucky—. ¿Le importa si…?
—¡No, por favor, fume! No estoy de acuerdo con todo el barullo que se arma ahora sobre lo de fumar, ¿sabe? A mí me parece tan varonil… Pero ¿por dónde iba?
—Me contaba lo de su abuela, señorita… Hum…
—Winny, Winny Barnes. ¡Hay que ver lo rápido que se ha percatado de que no llevo anillo! Supongo que eso es ser detective, entrenarse para…
—¿Ah, sí? Estoy seguro de que no soy el primero que mira a ver si la señorita sigue sin prometerse ¿verdad? Pero ¿qué decía de su abuela?
—Mire, será mejor que le traiga un cenicero… ¡Oh!, y ya puestos, ¿qué me dice de un café?
—Winny, me muero de ganas, pero sólo si no es demasiado…
—¡No sea tonto! —le dijo con una risita juvenil, y desapareció de perfil tras una cortina de cuentas, sin dejar de mirarle; Kramer la observó salir, movió la cabeza y murmuró:
—Tromp, chaval, hay veces en que deberías sentirte realmente avergonzado de ti mismo.
Pero no permitió que aquello le influyera indebidamente cuando la chica volvió con el café, el cenicero y un aroma renovado de colonia.
—Debería haberle preguntado si le gusta con leche —dijo—. Theo lo toma así, de modo que le he preparado casi automáticamente.
—Exactamente así, con leche, Winny. No, azúcar no, gracias.
—¿Ya es usted bastante dulce?
—Eso mismo me decía mi madre…, pero claro, ella era poco objetiva.
—Pues no sé qué decirle…
Kramer le sonrió, y ella se rió para sus adentros y cruzó las piernas provocando un sonoro frufrú de nylon.
—¿Y qué me dice de Theo, es hombre azucarado?
—Dos cucharaditas; en el té, una.
—Lo tiene bien aprendido, ¿verdad? ¿Cuánto hace que trabaja para él?
—¿Podrá creerlo? Sólo un mes, o casi, aunque conozco a Theo desde hace mucho más, por supuesto, porque solía venir a la tienda de mi padre, Camera Mart, a charlar cuando había poco negocio, y así nos conocimos, ya sabe. Entonces su secretaria era todavía Liz; montaron juntos Arte Afro, y yo no era la única que creía que la cosa acabaría en boda y todo lo demás, aunque ella era un poco demasiado altiva, tan artista… que a veces tenían discusiones tremendas que papá y yo oíamos desde el otro lado de la pared. Pero no eran peleas serias, ya me entiende, al menos no las de más de seis semanas atrás. Era por cosas como que Theo había pintado el Land Rover de cebra y a Liz le dio un berrinche, y decía que eso chocaba con la «imagen» que quería darle, a él y a la decoración de la tienda, las luces y demás. La verdad, como pintó el Land Rover en agosto, pensamos que seguían teniendo la misma pelea la primera mañana que ella salió dando un portazo justo enfrente de nuestro escaparate. Theo vino a ver a mi padre, muy nervioso, y estuvieron hablando la intemerata, y después papá cogió a Liz aparte, en cuanto vio que volvía, y la hizo pasar adentro. Pero, para entonces, estaba ya tan alterada, con todas aquellas llamadas telefónicas que no paraban, que no quiso escucharle ni tampoco darle a Theo una verdadera oportunidad. Dijo que sencillamente ya no confiaba en él, y que ¡ya estaba bien! Creo que hubo otras dos peleas sonadas más, y luego, lo primero que hizo fue anunciarnos que se iba a Ciudad del Cabo para dedicarse allí al diseño, y entonces Theo vino y me preguntó si quería ayudarle. Sabía que papá no tenía en verdad mucho trabajo para mí, y además soy un desastre con todo lo mecánico, como las cámaras y cosas así, y bueno, pues aquí estoy. Mire por dónde, soy también como una especie de secretaria, llevo las cuentas, verifico los impresos de aduanas y…
—¡Dios mío, no me extraña que hable tan bien de usted! —dijo Kramer posando la taza—. ¿Qué clase de llamadas eran ésas?
—Una mujer, que nunca dice quién es, pero yo siempre sé de inmediato cuando…
—¿Quiere decir que a usted también la llaman?
Winny Barnes asintió, doblando la papada.
—Suena cada vez una voz muy sexy de mujer, que sólo dice «¿Está Theo…?».
—¿Y?
—Bueno, en realidad no hay «y». Theo habló una vez con ella, al principio, pero desde entonces cuelga el teléfono de golpe o le dice a quienquiera que contesta que haga lo mismo. La primera vez, según dijo, la chica habló sin parar diciéndole cuánto le quería, aunque él no había oído su voz en la vida. Tiene su teoría propia, cree que es la secretaria de algún compañero de colegio o alguien de la competencia… Pero Liz empezó a imaginarse cosas. Le preguntó a papá cómo podía estar segura de que Theo no hablaba con esa mujer cuando ella no estaba en la tienda, y cada vez que él se iba de viaje, Liz empezaba a llamarle al hotel y a dar la lata preguntando a la recepción si tenía reservada una habitación doble. Y al final, llegó hasta el punto de interrogarle sobre los motivos de cada uno de los viajes que él hacía, y después, sin más, le dejó plantado, pobre chico.
—¿Hace cosa de un mes?
—Exacto. Yo nunca pude entender a Liz, ni por qué enseguida pensaba en lo peor. Es verdad que no podía decirse que fuera guapa, era demasiado plana, con una nariz rara, pero a Theo eso no le importaba, se veía que la adoraba, ya sabe, como John Lennon y Yoko, ¿no? Bueno, qué más da, lo único que digo es que, en mi opinión, era bastante tonta, y así se lo dije: «A caballo regalado… Liz Geldenhuys…», le dije, y entonces se puso a llorar y a decir que siempre había sabido que no podría conservarlo mucho tiempo, siendo ella tan vulgar y viniendo de él una familia tan distinta… su padre no es más que un conductor de excavadoras, y terriblemente basto. ¡Oh, sí!, esto lo descubrí a mi pesar una vez que el hombre vino aquí, después de aquello, para darle una buena paliza al pobre de Theo, ¡ni se lo imagina! Y ella seguía con la murga de que si la madre de Theo los había tratado mal la única vez que la invitaron a Woodhollow, y que habían discutido sobre lo que hacían aquí en la tienda, y así, sin parar. ¡Dios mío! La verdad, empecé a pensar que quiso romper la relación sólo porque no podía soportar la tensión de esperar que ello ocurriera de todas formas. ¿Me entiende?
—Ya, creo que me lo ha resumido perfectamente —dijo Kramer, apagando la colilla del Lucky—. Por cierto, Winny, ¿cuándo fue la última vez que esa mujer misteriosa llamó a Theo?
—¡Oh!, hacía finales de la semana pasada… el jueves, tal vez.
—¿Y desde entonces no ha habido más llamadas?
—¡Por suerte, no! ¡Estoy segura de que, quienquiera que sea, ha comprendido que después de lo que ha pasado, sería una crueldad!
—Las bromas, en otro momento, ¿no? ¿Qué recuerda de las llamadas que contestó usted? ¿Había ruidos de fondo? ¿Máquinas de escribir? ¿Tráfico?
Winny Barnes se chupó el pulgar y pensó.
—Una o dos veces —dijo— creo que oí música.
—¿Qué música?
—¿Qué pieza? ¡Oh!, fue demasiado rápido para recordarlo.
—No, quiero decir, ¿era pop o qué?
—Clásica.
—¿Ópera? ¿Cuatro violines y un timbal?
—Una orquesta grande, como en el ballet o los domingos por la radio.
—De modo que sus orejas no son sólo una hermosura —dijo Kramer levantándose con un guiño—. Hasta pronto, Winny…
—Tromp… hum, ¿quiere que le avise si esa mujer vuelve a llamar?
—Sería estupendo.
—¡Oh!, y perdone si he hablado demasiado. Siempre hago lo mismo, y estropeo las cosas.
—¡Ha sido un placer, de verdad!
—¿De verdad? —dijo ella, soñadora, y parecía que su felicidad era absoluta. Que Dios la perdone.
LA PEQUEÑA AMANDA GRITÓ de placer cuando Theo emergió de nuevo, subiendo desde el fondo de la piscina con un enorme chapoteo, en busca de aire.
—¿A que es divertido, mami, tío Theo? —inquirió la niña dando saltos—. ¡Igual que Danny y Dalila! ¡Venga, tío Theo, hazlo otra vez!
—Me parece… que… tendré que hacerlo —dijo Kennedy moviendo el agua—. Este maldito chisme… no se mueve.
—¡Danny y Dalila! ¡Danny y Dalila!
—¿Sabe usted quiénes son, verdad, sargento Zondi? —dijo la madre de Amanda volviéndose hacia él—. Los delfines que actúan en el acuario de Durban. ¡Huy, cariño, casi te caes! Coge también de la mano al sargento Zondi, que es muy amable, y estarás mucho más segura si los dos te sujetamos.
Como sus hijos eran ya bastante mayores, había transcurrido mucho tiempo desde que Zondi había tenido por última vez en su mano otra tan pequeña, y le gustó. Devolvió la sonrisa a la señora Stilgoe y, para su sorpresa, vio en sus ojos algo que le produjo un respingo de excitación.
—Harry —dijo Kennedy en zulú, braceando todavía en el agua—, ahora que he recuperado el aliento, ¿qué posibilidades hay de que quite esa rejilla?; ¿se puede quitar? ¿Cómo funciona exactamente?
—Es un agujero profundo, como de una pierna de largo, con una bifurcación que lleva hasta el filtro y la bomba, señor. La rejilla va encima encajada, de modo que si tira primero hacia la izquierda, la podrá levantar fácilmente y meterse debajo.
—Lo intentaré, tal y como dices, porque tirar de la joya ésa no nos lleva a ninguna parte.
—¿Sigue pareciendo una joya, señor? —preguntó Zondi en inglés.
—Muy parecida.
—¿Podría ser algo de tu madre? —sugirió la señora Stilgoe.
—¡Oh, no! Nunca le interesaron las joyas, las piedras ni nada por el estilo… las consideraba profundamente inmorales.
—Pero ¿no compra mucha gente brillantes y cosas de ésas cuando salen de viaje? Ya sabes, para burlar las restricciones a las divisas y…
—¡Peor me lo pones! —dijo Kennedy riéndose, y luego, con una sonrisa triste añadió—: está claro que nunca la conociste, Vicki. Mamá se enfadaba ante la menor posibilidad de hacer contrabando, del que fuera. Y a decir verdad, esa cosa parece casi demasiado grande para ser auténtica, incluso teniendo en cuenta lo que aumenta el agua, y podría ser simplemente cristal, un enorme abalorio tallado o algo así. En fin…, ¡allá vamos otra vez!
Kennedy se sumergió y Amanda daba saltos y reía, devolviendo a la madre la atención que le prestaba Zondi. Pero ésta sólo miraba al buceador, así que él miró a la niña preguntándose si no le estaría dando vueltas un poco la cabeza al estar en compañía de unos blancos tan extraordinariamente naturales en su comportamiento amistoso. De hecho, pensándolo bien, jamás antes en la vida —ni siquiera en el servicio doméstico— le habían dado una confianza tal como para coger de la mano a una niñita blanca, aunque probablemente sí si se trataba de sus hermanos.
—¿Mami, seguro que este boy es un boy bueno? —dijo Amanda, dubitativa—. Me está mirando fijo.
—¡El sargento Zondi no es un boy, Amanda! ¿De dónde has sacado tú…? ¡Dios santo: Excalibur!
Y Zondi levantó la vista justo a tiempo de ver un brazo que emergía del agua con una espada en la mano.