XI

—¿QUÉ PASA CON ESTE CHAVAL? —preguntó un blanco alto, de bata blanca, cuando, a la mañana siguiente, se detuvo ante el catre de Ramjut Pillay en el pabellón de ingresos del Hospital Psiquiátrico del camino de la Guarnición—. A ver…, Peerswammy Lal, ¿así te llamas, no?

—Así es, doctor —dijo el enfermero indio de servicio, en cuya credencial ponía N. J. Chatterjee—. Se ha pasado toda la noche debajo de la cama.

—Me parecía estar mucho más seguro allí —dijo Ramjut Pillay mirando nerviosamente a los otros pacientes.

—Claro, claro. Le persigue la gente, ¿verdad?

—¡Oh, no! En verdad soy un perfecto desconocido, y perfectamente inocente, doctor —y bajó la voz hasta prácticamente susurrar—. Mi miedo tiene que ver con las personas que duermen conmigo.

—¿Fantasías sexuales, quiere decir?

—¡No me atrevería a pensar tanto, doctor!

—Hum…, empiezo a entender por qué han debido traerlo aquí —el doctor hojeó algunas notas—. ¡Oh, vaya! Parece que hemos causado algunas molestias en la estación de tren…

—¿También usted molestó por ahí? —preguntó Ramjut Pillay, muy sorprendido.

El doctor le sonrió amablemente y le explicó:

—No, me interpreta usted mal. Cuando digo «nosotros» me estoy refiriendo a «usted».

—Pero si…

—¡No discutas con el doctor! —dijo el enfermero Chatterjee, apretándole la cabeza contra la almohada dura y desagradable—. Está aquí para que nos pongamos mejor.

—¿«Nos»…?

Cualquier persona puede volverse loca en un lugar como éste, pensó Ramjut Pillay.

KRAMER DESPERTÓ, se dio la vuelta, observó el techo y vio que no era el de Tess Muldoon ni el de la viuda Fourie. Se alegró. Algunas veces, las raras veces que salía solo y se emborrachaba de lo lindo, acababa haciendo lo contrario de lo que se había propuesto mientras aún estaba sereno. Pero en aquella ocasión había regresado a la intimidad de su dormitorio, pequeño pero sólo suyo, que le brindaba la libertad necesaria para pensar un poco sin que nadie anduviera por ahí atosigando ni tampoco, por cierto, contemplando su cuerpo con la frialdad de una bailarina de ballet.

Se puso las manos detrás de la cabeza y siguió mirando el techo. Se preguntó, ocioso como estaba, si Mickey tendría ahora un cielo raso en su dormitorio, tras su reciente mudanza del poblado Kwela, donde Zondi y su familia habían vivido durante años en dos habitaciones con suelo de tierra batida, a la nueva área bantú de desarrollo urbano, en Hamilton, a doce kilómetros de la ciudad. Después recordó el primer techo que había conocido, combado y con manchas de humedad, en la destartalada granja del Estado Libre, donde nació el día de Nochebuena porque su piadoso padre se había alarmado tanto ante los augurios implícitos de un niño nacido el 25 de diciembre, que forzó un parto prematuro llevando a su mujer, la noche anterior al día de Navidad, en un carro tirado por un burro traqueteante, para que un curandero le diera algún asqueroso brebaje. De un modo un tanto crudo, puede decirse que el plan funcionó, aunque, como tantas veces recordaba el viejo, el precio que hubo de pagar fue ser padre y viudo en una misma noche. El niño, que le escuchaba, siempre había pensado, por su parte, que también a él le habían hecho una buena…

Kramer saltó de la cama rompiendo la cadena de sus pensamientos, estiró los brazos a fondo y se puso de puntillas. Ah, esto está mejor, pensó, y fue a ducharse sintiéndose muy distinto al día anterior, en el que todo había terminado viniéndosele encima.

El agua le trajo inmediatamente la última imagen de Marie Louise Zuidmeyer, que había visto con el costurón que le hizo Strydom cosiéndola de una parte a otra y de arriba a abajo como una raspa de arenque, tras haberle vuelto a meter dentro las tripas y todo lo demás. Una mujer bien rolliza, ciertamente, pero de escasa estatura, de manera que en la báscula, contando kilo a kilo, probablemente no pesaría mucho más que él.

Aquello le tentó a hacer algunos experimentos en el baño. Primero comprobó lo resbaladizo que resultaba seco, y descubrió que los pies se agarraban a la superficie. Lo probó luego, después de rociarlo con el mejunge para lavarse el pelo de su patrona: apenas había diferencia. Echó una pastilla de jabón y la pisó. Si se colocaba adecuadamente, el pie salía inmediatamente disparado, pero cuando simplemente lo pisaba, lo único que sucedía, una y otra vez, lo quisiera o no, era que el jabón salía catapultado al ser prensado por el pie. De modo que acabó concluyendo que lo de resbalar con el jabón en la ducha no era tanto un accidente como un accidente rarísimo, algo que, por la más estricta de las casualidades, podía ocurrir como mucho una vez cada cien años.

Mala suerte, pues, la de Marie Louise Zuidmeyer, que no había pasado de los cincuenta y cuatro cuando la arrebató esa improbable mala fortuna. Y todavía peor la de los demás que habían sufrido idéntico destino, pues los rumores decían que eran, todos ellos, hombres muy jóvenes.

Agachado junto a la bañera, Kramer pensaba de qué otra manera —aparte de haber sido agarrada y derribada— podía haber perdido pie la señora Zuidmeyer. Se le ocurrió una idea: ¿y si la persona que había usado antes el baño dejó el jabón en el suelo de la ducha? Eso podía haber formado fácilmente una zona resbaladiza, no demasiado perceptible, y si el pie de ella aterrizó sobre esa zona, allá que se fue. Le gustó la teoría, así que hizo una demostración práctica esparciendo champú por la bañera y metiéndose luego en ella sin mirar dónde pisaba. Estuvo a punto de tener una mala caída.

—¡Diana! —murmuró para sí, y alargó la mano hacia el grifo del agua caliente para prepararse un baño—. Esto también explicaría por qué no vi jabón allí. Y si, encima, la ducha estuvo corriendo varias horas, lo que quedaba, si es que quedaba algo, se habría disuelto por completo y escurrido por el desagüe.

Pero recuperó su mano y se rascó con ella detrás de una oreja. A la señora Zuidmeyer —eso nadie lo ponía en duda— le gustaban los baños largos, como a él. Así que lo lógico era que no se metiese debajo de la ducha hasta que el agua saliera caliente; la verdad era que conocía a muy pocas personas dispuestas a meterse bajo la ducha cuando salen las primeras gotas de agua fría de la alcachofa De modo que, ¿qué efecto tendría sobre la superficie deslizante creada por una pastilla de jabón, un minuto, o así, de agua corriente? Empleó de nuevo el utensilio de aclarar el pelo de su patrona y descubrió que el champú del fondo de la bañera se disolvía y dejaba de ser peligroso en cosa de segundos.

—No es tan listo pues —murmuró, y esta vez abrió el agua caliente.

La cañería hizo un ruido y después de que el agua corriera unos segundos, se empapizó y escupió de golpe como medio vaso de agua ferruginosa antes de que volviera a salir normal. Para cuando el baño estuvo lleno, y Kramer tumbado en él, la mayoría de las partículas de óxido se habían ido al fondo y no se veían; pero una acertó a depositase sobre su pecho, y al principio la confundió con una pústula pequeña que no había notado antes. Le dio un golpecito con el dedo, la examinó y la dejó pegada en la pared.

Entonces le vino otra idea, con tanta fuerza, que al sentarse se produjo una ola que se llevó por delante y hundió la jabonera.

—¿Y si es la maldita ducha? —dijo, tanteando el suelo junto a la bañera en busca del chisme para lavarse el pelo—. ¿Qué pasaría si llenamos la alcachofa de champú y sigue saliendo cuando el agua llega caliente?

Desenroscó la regadera, embutió en ella lo que quedaba de champú y se tumbó en la bañera para completar debidamente el experimento. El éxito fue sólo parcial. El champú estuvo saliendo por la regadera durante un minuto entero o algo más, pero la mezcla que formaba con el agua cubría el fondo de la bañera de una bonita alfombra de espuma que no resultaba nada resbaladiza. Y además, a menos que uno fuera muy corto de vista, aquellas burbujas se veían al instante e inducían a la prudencia y a la perplejidad.

—¿Va a estar ahí dentro aún mucho rato, señor Kramer? —preguntó angustiado el patrono dando golpecitos en la puerta del cuarto de baño—. Tengo a la mujer sobre ascuas. Creemos que hemos dado con la solución.

—Dos minutos, como máximo —le tranquilizó Kramer mientras cogía una toalla.

Además, ellos llevaban años y años usando el cuarto de baño del laboratorio, lo que, ciertamente, les confería un derecho de prioridad. Incluso habían colocado estantes suplementarios para alojar la amplia selección de laxantes y purgantes con los que experimentaban incansablemente diversas combinaciones con escaso o nulo resultado, pasándose horas sentados en el banco de pruebas del rincón. Una vez, Kramer le había comentado a la viuda Fourie que había estado pensando que «si se pudieran juntar con un grupo de gente similar, en California u otro lugar por el estilo, podrían fundar un Movimiento pro Vientre».

Ya en su habitación, Kramer se secó por entero y cogió camisa, calcetines y calzoncillos limpios de una de las tres cajas de cartón que asomaban debajo del diván. La segunda caja contenía sus declaraciones de renta, la póliza del seguro del coche y otros documentos personales, y la tercera, la empleaba para objetos diversos de compra, como botes de café instantáneo vacíos. Había dejado el traje bien colocado en la única silla del cuarto, que no tenía otros muebles, y cogió los zapatos, que el boy había limpiado, de detrás de la puerta, en el pasillo. En un abrir y cerrar de ojos se vistió, se pasó el peine por el pelo y se puso en marcha, mientras iba afeitándose con una maquinilla de pilas.

Quizás el experimento con el champú dentro de la ducha no había funcionado demasiado bien, pero, aun así, estaba bastante convencido de que, por esa vía, se acercaba a la solución. Lo bastante, en todo caso, como para efectuar la primera parada en casa de Willem Martinus Zuidmeyer.

—ESTAS ESCOBILLAS de ahora son igual que ciertos tenientes de homicidios, cuyos nombres podría mencionar, y ya no aguantan lo que aguantaban cuando yo era joven —iba cavilando el coronel Muller mientras luchaba por desatascar su pipa nueva de brezo.

—Pero, mi coronel, no iba a pasarme toda la noche buscando —gemía Jones—. Conseguí la orden de búsqueda, di la alerta y además una descripción detallada. ¿Qué más podía hacer? No es culpa mía —ni siquiera de Gagonk— que nadie haya informado todavía haberlo visto.

—Hubiera debido quedarse toda la noche ahí fuera, como usted mismo dice… Tromp lo habría hecho.

—¡Ja! ¿Sabe dónde estuvo anoche? En el bar de Albert…

—Jones, eso no es asunto suyo. Creí haber dejado bien claro que necesitaba algo nuevo que contarle a la prensa hoy, y que lo necesitaba de veras, por razones que, por cierto, no son de su incumbencia. Así que, si usted hubiera detenido a ese cartero para que él pudiera…

—¿Y por qué no soltarles a los periódicos lo de la espada, mi coronel?

La escobilla se atascó de lo lindo y se dobló.

—Dios del cielo, se me está acabando la paciencia, Jones…

—La noticia de la espada causará sin duda auténtica sensación, mi coronel.

—¡Precisamente! Maldito tontaina… también nos hará quedar como unos idiotas de remate. ¿O ha olvidado ya que todo lo que tenemos de esa espada es la punta? ¿Qué pasaría si luego resultara que es una daga larga? ¿Y si…?

—La verdad es que no me parece que nos perjudicásemos mucho sólo con…

—Ah, ¿no le parece? ¿Titulares así de grandes…?, diciendo: «La policía de Sudáfrica no logra descubrir el arma del crimen», o bien «La policía sudafricana cree que una espada mató a la escritora». ¿Es ésta, según usted, la publicidad que anhelamos en el cuerpo de policía de Sudáfrica? Como dice el brigadier, Dios nos ha enviado una oportunidad (y ya sabe usted que es un hombre muy religioso, así que lo dice en serio) para mostrar al mundo que no somos unos gansos incompetentes que sólo saben matar cafres, tal y como suelen pintarnos en el extranjero. Esta es la ocasión de llevar a cabo una investigación muy profesional, que impresione, a los ojos de todos los medios de comunicación, de encontrar al verdadero culpable, hacerle un juicio justo y después, partirle el cuello en la horca al muy hijo de puta. ¿Lo entiende ahora?

Jones se sonrojó, produciendo el desagradable efecto de un cadáver que recupera el color mientras lo embalsaman.

—Esto…, ya, sí, mi coronel, lo siento. Es que yo…

—Por supuesto que si prefiere usted traerme hoy mismo el arma del crimen en vez de a ese pájaro —añadió alegremente el coronel tras haber conseguido desatascar de repente la boquilla de su pipa—, estoy dispuesto a olvidar el disgusto.

—¿Y cómo podría yo… mi coronel? ¡Creía que Jaap y su gente habían registrado Woodhollow y sus alrededores de arriba abajo!

El coronel Muller suspiró y lanzó la escobilla usada a la papelera.

—Era una broma, Jones, sólo una broma… Dirá que soy un viejo tonto y sentimental, pero tuve la esperanza de que sonreiría. ¿En serio, se ha enterado de alguna cosa, del resto de esta pequeña conversación nuestra? ¿Sabe qué debe hacer ahora?

—¡No pararé hasta que atrape a ese culi, mi coronel!

—Muchas gracias, Jones —dijo el coronel Muller.

ZUIDMEYER ESTABA EN EL GARAJE, sentado en el suelo, y contemplaba embobado una pila de Mecánica Popular. Tardó dos o tres segundos en procesar que Kramer le había dado los buenos días, y aproximadamente otro tanto en girarse y mirar hacia arriba. Tenía una expresión ida, un bigotito estirado casi ridículo, y sus ojos no habían perdido aquella expresión acosada; si acaso, nuevos fantasmas los habían visitado.

—Mi hijo se ha marchado —dijo.

—¿Qué quiere usted decir, Mayor?

—Se ha marchado. Salí anoche a comprar cigarrillos y, cuando volví, el chico se había ido.

—¿Se llevó algo consigo? Ropa, dinero; ya sabe…

—No estoy seguro.

—¿Ha mirado en su cuarto?

—Eché una ojeada desde la puerta, pero…

—Entonces, ¿no le importa que entre yo en la casa, Mayor?

Zuidmeyer hizo un gesto con una mano decaída.

—Vaya usted, joven. El cuarto del chico es el pequeño del fondo. ¿Cree usted que traerán al perro?

—¿El perro, Mayor?

—El que se escapó ayer. No era más que un cachorro.

Kramer se encogió de hombros.

—Por eso estoy aquí esperando, vigilando por si vienen.

Puede que seas un hombre muy listo, Willem Martinus Zuidmeyer, pensó Kramer en el sendero hacia la casa, o quizás tus entrañas sean más perversas de lo que imagino… Por cierto, ¿no mencionaría nunca el nombre del perro, al igual que nunca mencionaba el del hijo?

¿Siempre se habría mantenido a una notable distancia del mundo? La casa estaba hecha un desastre. Era lo malo de abordar una muerte como accidental: no se tomaban las precauciones habituales para preservar el lugar del revuelo y la cochambre. Uno u otro de los varones Zuidmeyer, tal vez ambos, habían atiborrado las dependencias más usadas de la casa de latas de cerveza vacías y colillas, desperdigadas por todas partes. En cambio, en el cuarto de baño, que tenía un retrete anexo, parecía que no había entrado nadie desde el traslado del cuerpo, y las cerdas de los cepillos de dientes sobre el lavabo estaban completamente secas.

Pero Kramer fue primero a inspeccionar el pequeño dormitorio de atrás. Estaba tan desordenado que hubiera podido tratarse de la cabina de una nave espacial. Aparte de unos pocos objetos escogidos, sobre la mesa debajo de la ventana —un globo terráqueo, un chisme con cinco bolas de metal colgadas de finos alambres, un despertador de cuarzo—, parecía como si lo hubieran quitado todo de la vista y guardado en unidades de almacenaje ordenadas junto a las paredes. Incluso la cama, que en realidad era más bien una cama-nido, era parte de una de esas unidades, y a su lado había un panel de mandos que, al parecer, lo controlaba todo, desde las luces hasta un equipo de música escondido en algún rincón. Los cajones se deslizaban uno tras otro mostrando su contenido bien ordenado; ninguno de los que contenían ropa daba muestras de que haber sido revuelto con prisas, ni parecía que faltase gran cosa, si es que faltaba alguna. Hasta arriba del todo del armario, una vez corridas las puertas de color añil mate, Kramer encontró, casi como si se lo esperara, hileras y más hileras de novelas de ciencia ficción, la mayoría de bolsillo, que ocupaban hasta el último espacio. Interesante contraste el del padre y el hijo, el cual parecía haber optado por huir definitivamente a otros mundos.

Y entonces Kramer vio el mensaje, garabateado con rotulador azul en el espejo de cuerpo entero que recubría todo el envés de la puerta del dormitorio.

MÍRATE BIEN

A TI MISMO, PAPÁ

(si los polis me buscan

estoy en casa

de Marlene)

Resuelto aquel pequeño misterio, Kramer se aseguró de que Zuidmeyer no había entrado en la casa y regresó al cuarto de baño.

WOODHOLLOW ESTABA DESIERTO, a no ser por dos guardias bantúes apostados para vigilar la propiedad, cuando Zondi se bajó del coche frente a la escalera principal. Era una mañana gris, cubierta por un cielo cargado que amenazaba lluvia, y las flores del jardín, tan cuidadosamente atendido, habían perdido vivacidad y brillo.

—Vamos —les dijo a los criados de Naomi Stride—, salgan ustedes también del coche; no hay nada que temer.

—¡Uh!, ¡pero en este sitio hay malos espíritus! —gimió Betty Duboza, la doncella, acurrucada en un rincón del Ford.

Llevaba todo el trayecto desde el aparcamiento preparándose para aquello, y su marido, Ben Duboza, el cocinero, había estado casi igual de pesado. Resultaba sorprendente que a una pareja de negros de cincuenta y tantos años, que adoptaban modales sofisticados de blanco e incluso hablaban inglés casi con acento blanco, no les diera vergüenza comportarse como un par de toscos campesinos recién salidos de la selva.

—He dicho «vamos» —repitió Zondi—. Sus obligaciones con su ama no han terminado. Si pueden ayudarnos a encontrar a su asesino, ya verán…

—Yo iré —dijo Harry Kani, el robusto jardinero, abriendo la puerta frontal—. Soy presbiteriano y eso me protege de supersticiones de ignorantes.

—¡Y yo anglicano! —le replicó Ben Duboza.

—Estupendo —dijo Zondi—, entonces, ¿viene usted también?

El cocinero estuvo a punto de abrir su puerta, pero luego meneó la cabeza.

—Harry, ¿qué sabe usted del interior de la casa? —preguntó Zondi al jardinero.

—Sólo conozco la cocina, detective, no me corresponde entrar en ningún otro cuarto. Conozco la cocina porque es donde voy a buscar la comida.

—Pero ¿nunca ha mirado en otras habitaciones desde fuera? ¿Nunca ha escuchado algo de lo que se decía?

—¿Quién, yo, detective? Harry Kani es el más digno de confianza de…

—Escuche, yo fui jardinero hace tiempo, y también fui boy —dijo Zondi—, así que no me monte más teatro del que me pueda creer, ¿entendido?

El jardinero sonrió e hizo chascar los nudillos.

TRAS UN EXAMEN DETENIDO, parecía fuera de toda duda que la alcachofa de la ducha de los Zuidmeyer no había sido manipulada. Si hubieran intentado desenroscarla de la tubería del agua, hubieran saltado las tres o cuatro capas de esmalte blanco que cubrían la rosca. Pero era obvio que la pintura estaba intacta…, y que llevaba allí un tiempo muy considerable.

Por tanto, ¿de qué otra manera podía alguien haber llenado la alcachofa de la ducha con una sustancia, digamos, viscosa y resbaladiza?

Inyectándola con una jeringa, pensó Kramer. Pero una vez más, tras un detenido examen, la teoría se derrumbaba: los orificios de la regadera eran demasiado pequeños para que cupiera ni siquiera una aguja fina.

Sin embargo, la sensación de «caliente, caliente» permanecía en su fuero interno. Algo tenían que haber metido en la ducha para que la señora Zuidmeyer se diera semejante trompazo (salvo que, por supuesto, los accidentes extraños ocurrieran con mucha más frecuencia de lo que autoriza la ley de probabilidades).

KRAMER SE PUSO A CUATRO PATAS y observó de cerca el plato poco profundo de la ducha. Tocó la superficie de cerámica con los dedos. No estaba más escurridiza que la bañera de la casa donde tenía él alquilada su habitación. Fue palpando entonces el borde de la base de porcelana. Detrás de la cortina de plástico, al fondo a la derecha, donde uno de los extremos colgaba sujeto del gancho de arriba, los dedos le resbalaron un poco. Retiró la mano, se frotó el pulgar contra el índice y notó entre ellos una sustancia viscosa y, por cierto, muy deslizante. Era incolora, pero olía ligeramente a pino.

Entonces se quitó los zapatos y se metió dentro de la bañera vacía con la esperanza de poder mirar detrás de aquella zona de la cortina sin necesidad de tocarla. Pero estaba demasiado pegada a los azulejos amarillos de la pared, y tuvo que levantarla ligeramente. Allí, en la parte exterior de la cortina de la ducha, había una pringue reluciente que olía exactamente igual. Quedaba como a un metro del suelo. Había un segundo chorretón como a la altura del pecho, pero no había nada más arriba.

—Ajá, muy astuto… —murmuró—. ¿Cómo llegó esto hasta ahí, con un espacio tan exiguo entre la cortina y la pared?

Se acercó de puntillas para echar un vistazo al alféizar del ventanuco basculante, que estaba algo alejado para ventilar bien el cuarto. Allí, en el alféizar, había otra gota, pequeña, del mismo producto.

¿Lo habría echado alguien desde fuera? No; eso habría supuesto dejar una marca de arriba abajo por toda la parte exterior de la cortina. Y además, ese método no habría ofrecido casi ninguna seguridad de que llegara suficiente cantidad de líquido al plato; para ello habría que haber tenido algo que lo dirigiese directamente hacia allí.

Al momento Kramer comprendió lo que debía de haber sucedido exactamente: alguien había metido un tubo de plástico de escaso diámetro a través del espacio libre que quedaba debajo de la ventana, y lo había ido deslizando hacia abajo, contra la pared, por detrás de la cortina, hasta el suelo de porcelana. Había esperado a que la señora Zuidmeyer se situara bajo la ducha, y entonces había inyectado el líquido deslizante a través del tubo. Una vez que el líquido hubo cumplido su cometido, se recuperó el tubo y éste, al salir, goteó dos veces, una sobre la cortina y otra en el alféizar.

¡Y UNA MIERDA!, pensó. Pura fantasía.

Pero la idea no se le iba de la cabeza. Permitía encajar todos los datos comprobados. Era lo lógico. Tenía que ser verdad.

Empezaron a ocurrírsele modos de perfeccionar el sistema, como por ejemplo que hubieran empleado un tubo de plástico transparente para que fuera más difícil descubrirlo. Por cierto, ¿dónde había visto un tubo de plástico así? ¿No los usaban a veces para la gasolina, en los garajes? Para los carburadores, para poder ver si les llega el carburante…

Su reacción inmediata fue querer ir directamente a ver qué tenía Zuidmeyer entre los repuestos de su taller. No obstante se contuvo y se obligó a considerar la situación más detenidamente, y decidió, en cambio, ocuparse de otras dos cuestiones. La primera, coger una mínima muestra de la sustancia brillante de la cortina de la ducha, empapando una esquina de un trozo de papel higiénico, y guardarla para su examen forense, y la segunda, deslizarse hasta la parte de atrás de la casa a través de la puerta de la cocina e inspeccionar la zona situada directamente debajo de la ventana del cuarto de baño.

Consistía en un macizo de flores, de casi un metro de ancho, plantado de margaritas. Aquella anchura significaba que, si su teoría era correcta, la persona con el tubo de plástico había debido, casi con toda seguridad, pisar el macizo en algún momento de la operación. Pero la superficie del mismo, formada sobre todo por pequeños terrones secos, estaba intacta. Kramer se agachó y levantó la capa externa de tierra seca. Debajo no descubrió ninguna otra capa inferior que hubiera sido pisoteada y vuelta a cubrir después, pero encontró una curiosa mancha mojada en uno de los terrones, y lo apartó. Uno que olía levemente a pino.

Claro, naturalmente, pensó, el tubo tuvieron que colocarlo desde dentro del cuarto de baño, dejando un extremo colgando, que fuera fácil de alcanzar desde el bordillo del césped exterior; por eso no había huellas de pies en el macizo de flores.

Dio media vuelta para ver si su ubicación era muy visible. La finca terminaba, por detrás, en un gran patio para leña cerrado por una valla de chapa ondulada más alta que un hombre. A la izquierda, la prolongación de la cocina tapaba la vista de los vecinos. Por la derecha tampoco lo podían ver porque había una celosía alta de madera, cubierta por una densa enredadera de granadilla. En otras palabras, cualquiera que se apostase allí quedaba oculto desde todas partes, incluso desde el baño, provisto de un ventanal alto de cristal translúcido y rugoso.

PARA GRAN FASTIDIO de Gagonk Mbopa, en el segundo capítulo de La última magnolia no se mencionaba para nada a los adúlteros que tanto juego daban en el capítulo primero; en su lugar, venían descripciones interminables de un zulú medio tarado que tenía la ridícula ambición de llegar a ser parlamentario. Aquel idiota, no sólo renegaba sin cesar de su trabajo de jardinero, de su título de bachiller y de las flores muertas que tenía que barrer debajo de un magnolio sino que, además, parecía no tener vida sexual alguna, con la salvedad de un extraño embeleso por las presidentas de gobierno.

De manera que decidió no empezar el capítulo tercero, echó La última magnolia al cajón de su mesa y salió al patio. El recluso prestado por la cárcel se afanaba en cavar un hoyo para el nuevo rosal, que tenía a su lado, en el suelo, envuelto en una enorme hoja de papel marrón. Mbopa estaba a punto de acercarse a observar sus progresos cuando oyó el teléfono y tuvo que apurarse para volver a las oficinas de los sargentos detectives bantúes.

—¿Todavía sin resultados de la inspección ocular? —le preguntó Jones.

—Así es, mi teniente, todo sigue como muerto. Tan sólo que llamó la policía municipal para preguntar si anoche lo habíamos detenido y así hoy no tendrían que perder el tiempo buscándolo…

—Muy bien, muy bien, me hago cargo. Yo sigo aquí, en la estación de autobuses, comprobando lo que sea, pero pasaré a recogerte dentro de unos veinte minutos para echar otro vistazo en Gladstoneville. Para entonces el agente de servicio ya habrá organizado algo para atender al teléfono y dejarte libre… ¿OK?

—OK, mi teniente.

Tims Shabalala entró golpeando con su látigo de cuero de rinoceronte las nalgas semidesnudas de dos pequeños golfos aterrados que iban esposados juntos y que llevaban sus hatillos.

—Oye —le dijo Mbopa en afrikáans para que los chavales no le entendieran—, hoy no quiero muchos gritos ni chillidos por aquí, Shabalala…, no, al menos, mientras hable de cosas importantes por teléfono.

—Eso es lo que esperas, ¿eh? Gagonk. Pues déjame que te diga que el culi ése andará ya lejos, muy lejos, y que mañana el coronel os va a trasladar, a ti y al chacal, a Namibia, ¡para que vayáis a pelear con la SWAPO!

—¡Ja! ¡Eso será a Zondi y al Radios! Espera y verás, yo y Jones…

Shabalala se rió con ganas y les dijo en zulú a los presos:

—¡A ver, vosotros, cachorros de puta! ¡A vaciar esos bultos para que pueda ver bien lo que lleváis ahí dentro! Tú, tranquilo —añadió, volviendo al afrikáans—, gran elefante, que estos dos ya confesaron cuando los pillé con las manos en la masa. Y si quisiera saber algo más, por un mendrugo de pan les haría cantar hasta el trino de un pez… tienen tanta hambre que les apesta el aliento. ¿Lo hueles?

Sonó el teléfono y Mbopa lo descolgó corriendo.

—Gagonk —dijo el coronel Muller—, ¿por qué no hay rosas en el rosal nuevo que me has comprado?

—¿Perdón, mi coronel?

—Acabo de mirar desde el balcón y no veo ninguna rosa.

—Es que la cosa va así, mi coronel. El amo de la tienda de jardinería me dijo que primero hay que plantarlo y luego esperar. Dice el amo que nunca los venden con flores ya crecidas.

—¡Eso son sandeces, hombre! ¡Quería un rosal nuevo para empezar el día con algo bonito! ¿Dónde lo has comprado?

Mbopa buscó la factura, que guardaba para hacerle pagar a ese escurridizo cabrón de Zondi su mitad correspondiente, y leyó en voz alta el nombre del comercio, su dirección y el teléfono.

—Pues que vaya preparándose el mamón, pues ¡está a punto de recibir una llamada mía! —dijo el coronel Muller en un tono de voz tal que Mbopa tuvo ganas de salir corriendo—. ¡Por Dios santo, como si no hubiera tenido ya bastante por hoy! —y colgó el teléfono de un porrazo.

—¡Ufff! —suspiró Mbopa, con gran alivio porque todo había terminado.

—¿Ramjut Pillay? —le preguntó Shabalala.

—No, no hablábamos de eso; era el coronel que…

—¿No se llama Ramjut Pillay tu cartero hindú? —le interrumpió Shabalala levantando con una mano una papelera desvencijada.

—¿Por qué?, ¿qué pasa?

—Es el nombre que está escrito en este libro —dijo Shabalala—, en el renglón anterior al de una dirección en Gladstoneville.

Los dos golfillos se echaron para atrás, como estrujados, cuando Mbopa cargó a través de la habitación con la mano dispuesta a agarrarlos.

—¿De dónde habéis sacado esto? —bramó.

—Estaba en esa bolsa grande, con un impermeable de plástico —dijo Shabalala, sonriéndole.

—¡Eso no lo robamos! —chilló uno de los rufianes, que aparentaba unos nueve años y era el mayor de los dos—. De verdad de verdad que la encontramos tirada… no había nadie cerca y…

Shabalala dejó caer su fusta entre los hombros del otro chico, que dio un grito, rompió a llorar y sollozó:

—¡Es verdad, es la pura verdad! ¡La bolsa grande no la robamos! ¡La dejaron olvidada!

—Déjame el látigo —pidió Mbopa—. ¡Vamos, venga, Shabalala!

—No hace falta, yo les creo. El otro se ha meado encima. ¿Por qué no les preguntas dónde encontraron la bolsa, señor detective de homicidios? ¿O es que un humilde sargento de hurtos con violencia en las cosas tendrá que hacerte todo el trabajo?

Mbopa se acaloró, pero logró contenerse y formular la pregunta.

—A… ayer por la noche —dijo uno de los pilletes.

—Después de que se acabaron los autobuses —logró soltar el otro.

—¡Os he preguntado dónde, no cuándo, ratas callejeras! Contestad o si no…

—¡En la estación!

—¡En el parque de la estación!

—¿En la calle del Ferrocarril?

Ambos asintieron a dúo con la cabeza.