EL PROBLEMA DE ANDAR HUYENDO a todo trapo, decidió Ramjut Pillay, era que, de no tratarse de una persona entrenada, al cabo de un rato resultaba simplemente imposible correr. Con una punzada en el costado y las rodillas que le fallaban, fue pasando a un trote ligero, de ahí a una marcha rápida y, finalmente, a un nervioso arrastrar de pies.
Al poco rato se sentó.
Mecanicémonos, se dijo Ramjut Pillay.
Sacó el calcetín de punto y se puso a deshacer el nudo, confiando en tener dinero suficiente para un prodigioso viaje en tren. Alguien le había dicho en cierta ocasión que Ciudad del Cabo estaba a más de mil millas de distancia; qué suponía exactamente esa cifra en kilómetros modernos no lo sabía muy bien, pero seguía sonándole a una distancia muy adecuada para que estuviera entre él y sus perseguidores.
—Un calcetín muy inteletante —le farfulló alguien junto a la oreja.
Ramjut Pillay se apartó, encogiéndose, al ver a quien había aparecido para compartir su banco en el parque del final de la calle del Ferrocarril. En puridad era un hombre blanco, sólo que tenía la cara del color del tomate, y un tomate bastante podrido, por cierto; y la piel repleta de arrugas y grietas. Parte del rojo se había colado en el blanco de sus ojos acuosos, y los dientes, que mostraba con una sonrisa malévola, eran de un naranja amarillento igual al de las pepitas del tomate.
—¿Qué pacha? —le preguntó el hombre—. ¿Etás cholo?
Abstemio de toda la vida, seguidor de las enseñanzas del Mahatma, Ramjut Pillay estaba mal preparado para resistir los vapores de coñac barato que ahora emanaban tan cerca de él, y sufrió un ligero mareo que le hizo oír la voz profunda de aquel hombre terriblemente lejana.
—¿Quieres que detaga yo el nuto? —dijo el hombre, alargando una mano enorme y roñosa—. No taldo… peldón… ni un mituto.
—Muchas, muchas gracias —respondió Ramjut Pillay— pero ya lo desataré luego. Primero tengo que… —pero al querer levantarse del banco notó el peso de un fuerte brazo que le rodeaba amistosamente por los hombros.
—¡Dame el calchetín! —gruñó el hombre.
—Ese caballero de gafas de allí nos está mirando —dijo el otro «lado» de Ramjut Pillay.
—¡Pues que mile!
—¿Sabes por qué? Por el banco.
—¿El blanco? ¿Qué blanco?
—El banco en el que estás sentado. Un banco que dice claramente en su letrero que es «Sólo para No Blancos». Tal vez esté pensando que nunca ha visto a un gentleman indio de piel tan clara como la tuya, y…
—¿Qué? ¿Te pienza que choy un mesticho? ¡Ezto no te lo abuanto! —bramó el hombre, poniéndose de pie a trompicones—. ¡Eh, tú! ¡Cuatlo ocos! ¿A quién te crees que inchultas, eh?
Y, después de coger una carrerilla tremenda, embistió en dirección de aquel inocente testigo fortuito, permitiendo que Ramjut Pillay saliera zumbando en dirección contraria, abandonando su bolsa pero apretando fuertemente contra sí su calcetín.
Subió corriendo las escaleras de la estación, cruzó el vestíbulo y las taquillas y salió del andén. Allí, detrás de una carretilla repleta de maletas apiladas, desató por fin el calcetín.
—¡Diantre! —se rió entre dientes, hundiendo la mano en el calcetín—. ¡Y con qué maña hemos evitado, servidor y yo solito, una inmensa catástrofe! ¡Uno, de pie, a Ciudad del Cabo, por favor, a nombre de Ramjut Pillay!
Pero, en aquel instante, toda su efervescencia se evaporó. De su calcetín no había sacado un pequeño fajo de billetes de banco, sino un puñado de papeles recortados de idéntico tamaño.
EL TELÉFONO SONÓ y Zondi miró antes que nada qué hora era. ¡Las cuatro! Se había puesto a leer el manuscrito inacabado de Naomi Stride, imaginando que podía perfectamente ser que abordara algún tema relacionado con sus propios problemas personales del momento, y se había enfrascado de tal forma en la lectura que no se había percatado del paso de las horas.
—¿Mickey?
—El mismo, mi teniente. ¿Cómo van las cosas con el Mayor Willem Zuidmeyer?
Se hizo un silencio.
—¡Demonios! ¿Quién te lo dijo? Se supone que es sumamente…
Zondi se rió.
—Lo único que sé es el nombre.
—¡Ah!, ya lo entiendo… —dijo Kramer, riendo también—. Has estado sonsacando a alguna hembra indefensa, otra vez, ¿eh? No te preocupes, te lo contaré todo en cuanto tenga ocasión. Te veré en la oficina esta tarde.
—Jefe, las cartas azules no están aquí.
—Me sorprende. Bueno, lárgate de Woodhollow cuando te parezca y espera a Hopeful Dumela en el DIC para la sesión con los criados. El coronel quiere que los interrogues tú.
—¿Y usted, mi teniente?
—Más tarde, muchachito, ya te lo he dicho.
Zondi oyó cómo la línea se cortaba mientras colgaba el auricular. Volvió a mirar el reloj, consideró que tenía tiempo para, al menos, dos o tres capítulos más, y retomó el manuscrito. Era una historia completa, el relato de un joven estudiante negro enamorado de la hija del jefe blanco de su padre. Con cambiar los sexos de los amantes ilícitos y convertir al jefe, en vez de un profesor de universidad barbudo, en una mujer inteligente de clase media, resultaba de lo más evidente que Naomi Stride podía haberse visto en idéntica situación. Que un hijo de ella estuviese violando la ley carecía de pertinencia; su preocupación podía más bien cifrarse en averiguar hasta qué punto el chico explotaba la enorme diferencia social que existía entre él y su amante, apareciendo como el hijo del amo ante la terrateniente.
—TROMP —LE SUSURRÓ el coronel Muller al salir de la sala de estar del 146 de Acacia Drive—, quiero hablarte a solas.
Kramer asintió y se fue con él al jardín. Vio que un perro había visitado la finca y había levantado la pata en una de las pilas de ejemplares de Mecánica Popular, buena demostración de que la campaña de prevención contra el crimen estaba en lo cierto al aconsejar que nunca se dejasen abiertas las puertas de los garajes.
—¿A qué se debe esta sonrisa? —le preguntó el coronel—. ¡Dios del Cielo, no sé de ningún motivo para sonreír! Tengo la cabeza completamente abotargada y confusa. Parece como si no pudiera ni pensar.
—Eso tiene un motivo, mi coronel.
—¿Ah, sí?
—No puede usted pensar, porque está usted impidiéndose pensar.
—¿Yo? ¿A mí mismo?
—Por lo menos, señor, a pensar según el método que muchos años en la policía le han enseñado.
—No te entiendo.
—Entonces, se lo diré de otro modo, mi coronel —añadió Kramer, sentándose en el guardabarros del Datsun rojo—. Digamos, para progresar en el debate, que nos han llamado a casa de cierto venerable caballero con dedos como salchichas de acero. ¿Sabe a qué hijo de puta me refiero?
—¡Diablos! ¡Eso espero! Ese cernícalo que sigue cometiendo abusos deshonestos con niñas de teta.
—Presuntos abusos deshonestos —le corrigió Kramer—. Ha habido una docena de denuncias, o más, pero nunca hemos podido llevarlo ajuicio, ¿verdad?
—Ya, hombre de Dios, pero eso se debe a su posición. Porque siempre ha sido su palabra contra la de una niña de tres años, y siempre se las ha arreglado para no dejar ningún rastro forense. Pero ¿esto qué tiene que ver con…?
—Si, por ejemplo —continuó Kramer—, fuéramos a su casa justamente ahora y hubiera allí una niña que nos dijera que le había estado metiendo la mano en las bragas, ¿la creería?
—¡Por supuesto, hombre! ¡Naturalmente!
—¿Por qué?
—¡Por todo lo que ya sabemos de él!
—¿De manera que se permitiría discurrir así, mi coronel? Permitiría que eso manchase su…
—¡Eh, Tromp! —dijo Muller, amenazándole con la boquilla de su pipa—. Ya sé a dónde quieres ir a parar, y no quiero oír ni una palabra más del asunto. Nunca se pudo demostrar ninguno de los cargos contra Willem Zuidmeyer.
Es un hombre que nunca me ha gustado, lo admito, pero en estos asuntos hay que jugar limpio.
—¡Ah!, mi coronel, usted sabe tan bien como yo que…
—Lo que yo sé, teniente Kramer, es que si pretende usted insinuar que Zuidmeyer ha repetido…, ¿cómo deberíamos llamarlo?, ¿una artimaña que ya empleó en el pasado?, le diré que no tiene ningún sentido, ni el más mínimo. ¿Por qué razón haría algo que atraería de inmediato las sospechas sobre sí?
—¡Ah! ¿Así que no admite usted que…?
—No admito nada. Le hago a usted una pregunta.
—Bueno —le respondió Kramer mirando hacia el garaje—, ¿podría ser porque no se pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo?
Se produjo un silencio prolongado que el coronel Muller empleó en escarbar cuidadosamente con una cerilla su pipa de brezo nueva, y en colocar otra vez como es debido el tabaco.
—Confiaba —acabó por decir— en que me ayudarías a formarme una composición de lugar sobre el caso, limpio, bonito e imparcial. Me hace mucha falta, Tromp, pues se supone que tengo que llevar los asuntos del DIC, en Trekkersburg y distrito, con la discreción que se espera de mí —su voz sonaba a soledad.
Kramer se apeó del Datsun, herido al ver a un viejo amigo reducido a un ser casi humano.
—Tiene razón, mi coronel —le dijo—. No debemos prejuzgar, sino atenernos estrictamente a los hechos conocidos. ¿Quién sabe? Podemos estar ante otra bromita de Dios Nuestro Señor. Aunque, menudo sentido del humor más negro…
—¿Y cuáles son los hechos conocidos? —preguntó el coronel Muller recuperando la sonrisa.
—Que el padre y el hijo dan testimonios diametralmente contradictorios. Uno dice que la difunta estaba viva cuando la sacó a rastras de la ducha; el otro, que estaba muerta al moverla y que no hubo violencia que pudiera causar las contusiones, lo cual indica que tuvieron que producirse antes. Ahora hay que confiar en que el médico forense confirme una u otra de estas dos versiones, y nos ha invitado a que asistamos a la autopsia dentro de una hora. Cuando sepamos qué versión hay que creer, si la del padre o la del hijo, sabremos cómo hay que enfocar el caso. Si como un simple parte de accidente o si como una investigación completa por asesinato, que…
El coronel Muller se estremeció.
—¡Basta, Tromp! Es todo cuanto precisaba. Ahora, veamos; si nos acercamos al depósito enseguida, ¿crees que Strydom podría empezar antes de las cinco?
—Creo —dijo Kramer— que dependerá más de la tarde que tenga por delante su carroñero particular, el encantador sargento Van Rensburg.
CON EL OLOR A colchón de crines caliente metido en la nariz, Gagonk Mbopa tomó su cuerno de rapé y se sirvió dos buenos pellizcos. También se puso otro poco detrás del labio inferior.
—Eso… —rezongó Jones mientras hurgaba entre las vigas y el techo de chapa ondulada del cobertizo de Ramjut Pillay— eso es lo que yo llamo una costumbre asquerosa.
—Puah.
—¿Qué has dicho?
—Puah, mi teniente.
—¡Así está mejor! ¿Para qué crees que quería esta botella?
Mbopa cogió una botella marrón pequeña, la abrió con suma precaución y olfateó un instante su contenido.
—Zumo de limón, mi teniente.
—¿Es reciente?
Mbopa lo probó y asintió, antes de apuntar:
—Puede que sea alguna medicina de estos jodidos…
—Aquí arriba hay también una pluma con la que lo han removido. Dios mío, ¿alguna vez habías visto un muestrario como éste?
—Jamás, mi teniente.
—Entonces, salgamos a respirar un poco de aire fresco, ¿eh? Tengo que pensar en esto…, es raro que todavía no hayamos encontrado nada.
—¿Está seguro de que hay algo que encontrar, mi teniente? Llevamos rebuscando en este habitáculo muchas…
—¡Ya, ya, toda la tarde, ya lo sé! Pero estoy seguro de que aquí hay algo; me lo estoy oliendo.
Mbopa se secó el sudor de la frente con un pañuelo ya empapado y salió para que le diera una brisa ligera, y hubiera deseado que pudiera alcanzarle en la parte que más le incomodaba de su anatomía. A tal fin hizo un par de prolongadas flexiones de rodillas, se acomodó la culera del pantalón y se puso a barlovento.
—Bien —dijo Jones, sacando regaliz y chupándola—, ahora vigilaremos este lugar y al mismo tiempo pediremos una orden de detención para de ese hijoputa.
—¡Guau! —profirió Mbopa.
—Escucha y calla, hombre… ¿Quién encontró el cadáver, presuntamente? ¿Quién no pudo explicar qué hacían sus botas a la entrada del solarium? ¿Quién se quedó en su cuarto, despierto toda la noche, haciendo Dios sabe qué? ¿Quién pidió una bicicleta prestada y salió pitando hacia la ciudad? ¿Quién regresó sin la bicicleta, reptando para entrar aquí, agarró una bolsa grande y se largó reptando de nuevo, procurando que no le vieran? ¿Quién?
—Es decir… el tal Pillay, mi teniente.
—Entonces, dime ahora que en todo esto no hay nada que despierte sospechas a una persona normal, ¿a que no puedes?
—No, mi teniente —admitió Mbopa.
—Bien, pues añade a todo eso lo de sus disfraces y…
—¿Disfraces, mi teniente?
—¡Tú los has visto, hombre! Tiene bastantes uniformes distintos y cosas para disfrazarse de casi todo como para cometer cualquier crimen; y, ¿quién habría podido declarar que había sido un cartero indio? Seguro que ése era el que llevaba en la bolsa que se llevó, otro traje para disfrazarse.
—Pero, mi teniente…
—¡A ver! ¿Cuántas veces tengo que advertirte que no me digas «pero» cuando estoy hablando?
Mbopa se quedó callado y soltó un buen escupitajo marrón contra un saltamontes que estaba en un pedrusco cercano.
—Bien, ¿por dónde iba? —dijo Jones—. ¡Ah, sí! Y luego está lo ese curso para detectives que ha estado siguiendo.
—Eso le quería decir, mi teniente. Habla usted como si ese Pillay fuera un criminal muy, muy criminal. Sin embargo, ¿por qué razón iba a…?
—¡Joder! ¿Nunca usas el cerebro? ¡Es evidente que hizo ese curso para conocer los métodos que se emplearían contra él y así poder trazar el plan adecuado!
—¡Guau! —exclamó Mbopa, impresionado, a su pesar, y acertando de lleno sobre el saltamontes con el segundo escupitajo—. ¿Así que hemos encontrado al sospechoso número uno, mi teniente?
Jones se encogió de hombros Y tomó otra pastilla de regaliz.
—Yo no iría tan lejos por el momento, Gagonk, pero reconozco que merecerá sin duda la pena hacer algunas preguntas… ¿allá en el parque infantil, tal vez?
—Cuando quiera —dijo Mbopa con una risita.
—¿Sabes qué más acabo de deducir? ¡Qué probablemente en estos momentos esté escapando con su disfraz! ¿No te diste cuenta de que no ha dejado ni un céntimo aquí? Será mejor que vayamos a la estación de autobuses y además, ahora mismo, ¿no crees? Aunque hay una pega…
—¿Sí, mi teniente?
—La descripción del tal Pillay. Tenemos que ponerla rápidamente en circulación, pero ni tú ni yo le hemos visto jamás. ¿A quién preguntamos? El padre, ya ves que es medio tonto; Correos, seguramente estará ya cerrado, así que probablemente tendremos que acabar pidiéndole a Kra… ejem, al teniente Kramer o a su monito ayudante que nos faciliten la información necesaria…
—No hará falta, mi teniente —dijo Mbopa encaminándose hacia el cobertizo.
—Ya se me ha ocurrido… —dijo Jones—. Vas a calcular sus medidas por la ropa, ¿verdad? Pero no podrás, porque yo ya la he mirado y la hay de todas las leches.
Pero Mbopa hizo como que no oía el comentario y buscó debajo de una pila de papeles uno de los primeros documentos que había revisado con anterioridad. Le tendió a Jones una carta a medio escribir.
—¡Aquí está, mi teniente! ¡Justo lo que necesitamos!
—«Apreciado y Estimado Compañero Corresponsal —leyó Jones en voz alta—. Permíteme que me presente. Me llamo Ramjut Pillay tengo treinta y un años y mi aspecto es sumamente gandhiesco, excepto mi cabeza, que luce una mata de pelo sano y espléndido. Para ayudarte y que puedas imaginarte mejor cómo soy, he de revelarte, dicho sea con modestia, que peso 81,64 kilos, mido 176 centímetros, mi formación es muy completa y tengo una vista magnifica. Soy empleado de correos y tengo fama de…» —Jones se interrumpió y arqueó una ceja.
—¿Qué significa esta idiotez de «gandhiesco»?
—Así es como tal vez como digan «asiático» estos indios, mi teniente.
—¡Por supuesto! —exclamó Jones—. Entonces, ¡en marcha, Gagonk! Aquí está todo lo que necesitamos, de modo que no te quedes ahí pasmado, con esa jodida sonrisa… ¡Vamos a buscar un teléfono, hombre de Dios!
MOVIÉNDOSE COMO UN CAMARERO al que le piden que ponga y sirva una mesa después de la hora de cerrar, el sargento Van Rensburg iba cerrando a golpazos los cajones de bandejas del depósito, dejando caer cuchillos por todas partes, haciendo comentarios sarcásticos acerca de la propina que le iban a dar y pretendiendo que Marie Louise Zuidmeyer no estaba en su surtido de fiambres.
—¡No me venga con ésas! —protestó Strydom—. Sabe usted muy bien que trajeron a la difunta en una ambulancia corriente para no turbar a los vecinos con que había habido una muerte.
—¿Una ambulancia corriente y moliente?
—Pues sí, de las que llevan una cruz roja. Venía en una camilla con una manta gris por encima.
—Ya estoy harto —dijo Kramer y fue hasta la cámara de refrigeración, agarró a Van Rensburg por la nariz y se la retorció hasta comprobar que se le inundaban los ojos y le caían lágrimas por los rollizos mofletes—. Estupendo, ahora sí que parece que pone emoción en su trabajo; ¡muévase!
De inmediato, o casi, el bulto considerable de la señora Zuidmeyer pasaba de la camilla a una mesa de mármol acanalada, y el coronel Muller se parapetaba detrás de un ejemplar del periódico de la tarde. Se oyó un rechinar poco habitual en la sala cuando Van Rensburg fue y volvió de puntillas sobre las planchas de madera, y Kramer evitó cruzarse con las miradas de reproche de Strydom, que le indicaban que había interrumpido una tradición siempre respetada. Procuró, en cambio, concentrarse en el rostro de la muerta para leer en él algo de su vida.
Las manos le dijeron más cosas. Estaban notablemente estropeadas para ser de una mujer blanca, sobre todo una mujer casada, de su posición, que cobraba un buen retiro. Ello estaba directamente relacionado con lo de no tener sirvientes, por supuesto, pero también se notaba, por las abombadas yemas de sus dedos, que había cosido mucho y duro, y entonces recordó que el Datsun tenía la tapicería nueva. La estrecha marca de piel denticulada del dedo anular revelaba una alianza barata.
—He visto grasa muchas veces, pero esto es como cortar un taco de mantequilla de pueblo —gruñó Strydom; y su mano enguantada desaparecía entre colinas amarillas brillantes, que apartaba en busca de tejido rojo.
—Bombones —dijo Kramer.
—¿Qué te lleva a pensar eso?
—Cuadra con lo de leer novelas rosa en la bañera.
—Pero ¿no se disolverían con el vapor? —preguntó Van Rensburg, con un aire aún más desgraciado al ver que nadie se molestaba en contestarle.
Por lo demás, la señora Zuidmeyer parecía la mar de contenta, y por una vez la frase «descansó en paz» era absolutamente pertinente, aun considerando su innegable violenta despedida. Quizá, reflexionó Kramer, había llegado a un punto en el que su única idea de paz era la muerte, y la recibió con gusto, sin importarle cómo le llegaba; podía ser. Además, tal vez había vivido su vida como una de esas horripilantes mujeres que siempre dan la impresión de placidez y provocan deseos de soltarles un ratón por el escote, y esa expresión de suprema superioridad se le había quedado pegada para siempre. Notó que también tenía un ojo azul y el otro castaño, de manera que se equivocó al concluir que el joven Jannie no se le parecía. La nariz era de lo más vulgar, pero la boca le inquietó; incluso ahora parecía remetida como si hubiera jurado no revelar jamás los secretos desvelados en las pesadillas que soñó al lado de él durante un sinfín de malas noches.
—Frutillas de gelatina —dijo Strydom, seccionando el estómago sobre la pila.
—He estado, por poco, muy cerca —dijo Kramer—. ¿Algún resto de desayuno?
—Nada.
—Hum, hum. ¿Qué idea general tienes, por ahora?
—Indiscutiblemente, resbaló en la ducha. Hay moratones generalizados en los dedos del pie derecho, sangre bajo las uñas, que indican que salió y se golpeó contra el borde de porcelana. También hay una gran contusión en la nalga izquierda, sobre la que cayó. Debió de darse un trompazo descomunal. Cuando llegue al interior de la cabeza, apostaría algo a que nos encontraremos la base del cráneo fracturada por la presión de abajo hacia arriba, tal vez con líneas de fractura secundarias a partir de ahí. La gente demasiado obesa que cae de culo, siempre se lesiona así.
Van Rensburg miró a su alrededor con la esperanza evidente de que, ante aquella triste información, alguien le hiciera algún comentario jocoso sobre sus posibilidades de llegar a viejo, pero fue ignorado de nuevo. Con un suspiro tembloroso, se puso a aserrar la parte superior del cráneo de la señora Zuidmeyer con casi tanta ternura como si fuera el suyo propio.
—MUY BIEN, es la última vez que te lo pregunto —dijo el guardia blanco en la oficina de policía de los Ferrocarriles, blandiendo una pata de silla ante la cara cenicienta de Ramjut Pillay—, ¿cómo es que estabas escondido en el primer andén sin disponer de billete de tren, billete de andén, salvoconducto de viaje, pase de empleado del ferrocarril o alguna otra modalidad de autorización im-pres-cin-di-ble?
—Le respondo por última vez, señor —dijo Ramjut Pillay—, no me escondía. Estaba meditando en privado mi dolor por tener como padre a un ladrón sin entrañas.
—¿Qué tú tienes padre? ¡No me hagas reír!
—No tengo ganas de humor en este preciso momento, yo… amable señor, pero…
—¡Habrase visto! ¡Basta ya, culi! —dijo el agente astillando otro cacho de la pata de silla, con el que dio un estacazo sobre la mesa, que estaba ya llena de marcas—. ¡No te aguanto más! Sólo puedes haber entrado al andén, sin billete, de dos maneras. O bien viniste de la calle y te colaste mientras el viejo Fannie no esta mirando porque ayudaba a aquella joven del violonchelo, o bien saltaste de un tren, en el que venías desde Trekkersburg de polizón. Así que, dime, ¿cómo fue?
—Esto… tengo la garganta muy seca, señor… ¿me sería permisible beber yo un poco de agua?
—¡Toma todo el agua que quieras! —le gritó el guardia mientras agarraba un cubo rojo de incendios que estaba colgado de la pared y se lo encasquetaba.
—¡Eh! ¿Qué demonios está haciendo con eso, Wessels? —preguntó un sargento que entraba en la oficina en ese momento—. ¿No sabe que he puesto ahí el fertilizante para mis helechos?
—¿Querrá eso decir que dejaré preñado a este chiflado, sargento?
—¡Wessels! ¡Fir-mes!
Se oyó un taconazo estruendoso a espaldas de Ramjut Pillay.
—Bien, Wessels —dijo el sargento, en un tono comedido y muy poco halagüeño—, esto se ha terminado, de una vez para siempre. No es la primera vez que veo en usted esa actitud ante mis helechos, y todo el mundo, del jefe de estación para abajo, que tiene uno de mis helechos colgado precisamente en su ventana, parece haberlo notado también. Es más, el viejo Jannie me dijo hace sólo tres minutos que había descubierto una colilla de Peter Stuyvesant con filtro en una maceta de helecho del andén segundo. ¿Puedo preguntarle qué marca de cigarrillos fuma usted?
—Stuy… Stuyvesant, mi sargento. Sólo que cientos de…
—¡Guardia! ¡Dee-recha, ar! ¡Preparados para marchar!
El resto de lo que tengo que comunicarle sólo puedo hacerlo totalmente en privado, de hombre a hombre. ¿Entendido?
—Mi sargento, yo…
—¡Paso ligero, payaso! ¡Ar! ¡Uno, dos, uno, dos, uno, dos…!
Y por fin Ramjut Pillay tuvo un momento para estar solo y poder pensar. Pensó con tal furia que descubrió que se estaba clavando las esposas y lastimándose las muñecas. ¿Cuánto tiempo llevaba atado a aquella mesa? ¿Dos horas? ¿Tres? El gran reloj de pared que colgaba detrás del escritorio marcaba bastante más de las cinco.
—¡Toma! —no pudo evitar exclamar al darse cuenta, de repente, de un hecho agradable—. ¡La policía está tardando mucho en comunicar a los de ferrocarriles que se anden con cuidado con Ramjut Pillay, el fugitivo más buscado! ¡Eso quiere decir que deben de haberse olvidado! Y si se han olvidado, la policía de los Ferrocarriles no tiene mi descripción. ¡Estupendo!
Pero eso seguía sin resolverle el problema de cómo explicar por qué le habían encontrado sin billete en el andén primero. Decir la verdad no le serviría de excusa, y en breve se vería ante el juez del tribunal local, y todo el mundo, incluido el DIC de Trekkersburg, podría verle. Mentir, serviría sólo para ser conducido ante otro juez en otro sitio, bajo la acusación, más grave, de servirse del transporte público sin pagar, y para entonces seguro que ya habrían distribuido un cartel de SE BUSCA. Si hubiera dejado que Cara de Tomate se apoderara de su calcetín, ¡la vida hubiera sido mucho más fácil!
Si al menos hubiera otra manera… Todo cuanto anhelaba era tener un arrebato de inspiración más.
—Muy bien, tú —dijo el sargento de la policía de los Ferrocarriles, que entraba de nuevo en la oficina de carga chupándose un nudillo enrojecido—. Quiero la verdad, toda la verdad y ni una sola majadería. ¿Cómo te colaste en el andén?
—Me caí desde el cielo, amable señor.
—¿Ah, sí? ¿Y tú qué eres? ¿Un paracaidista o un maldito chalado?
—Paracaidista —dijo Ramjut Pillay.
—Supongo que esto lo dirá en tus papeles.
—Nunca leo los periódicos, señor. Solamente las profecías de Alá, que también era un gran paracaidista.
—Ni papeles ni periódicos, ni dinero, ni leches, un asqueroso calcetín y punto —murmuró entre dientes el sargento, buscando la guía de teléfonos—. ¿Vas a decirme tu nombre? Así podré decírselo a los del hospital para que vengan a recogerte.
—Peerswammy Lal —dijo Ramjut Pillay.
HOPEFUL DUMELA ASOMÓ LA CABEZA en la sala de interrogatorios principal y dijo:
—Perdone, mi teniente, pero el coronel viene por el pasillo.
—Tú llegarás lejos —murmuró Kramer, y salió dejándole en la puerta—. Buenas, mi coronel. ¿Alguna noticia?
—¿De?
—De Strydom y de sus jueguecitos con el microscopio.
—De momento ni palabra —dijo el coronel Muller, que parecía muy agitado—. ¿Y tú? ¿Qué tenían que contarte los criados de la señora Stride?
—Muchas cosas, mi coronel, pero hasta ahora ninguna que sea de mucha ayuda. Dicen que era un ama buena y considerada, y que discutía con el hijo por cosas de dinero, y que no llegó ningún invitado a la casa la semana antes de que ellos marcharan. La cocinera recuerda que vio a la señora quemar unos sobres azules en el fuego de la cocina el miércoles pasado, pero dice que no vio lo que contenían. Lo único bueno que les hemos sacado es que, en toda la casa, no había ninguna espada.
—¿Qué es ese ruido?
—La doncella, que no puede dejar de llorar, mi coronel.
—¡Zondi no la habrá…! —se azoró el coronel—. ¿No te he dicho que tengo a los de Time y a todos los otros al acecho?
—No, no es nada de eso, mi coronel. Es que dice que siente mucha pena por su amita blanca.
—¿De veras? ¡Hum! ¿Y eso es todo? ¿El resumen de todas sus declaraciones?
Kramer asintió y añadió:
—Zondi los llevará mañana a la casa para ver si encuentran algo a faltar, etc.
—¡Ni que se fueran a herniar, por Dios! ¿Por qué no esta misma noche?
—No están en condiciones, señor. Dumela los ha tenido todo el día de camino.
El coronel Muller meneó la cabeza, quejumbroso.
—¡Por Cristo crucificado! —dijo—, si no ocurre pronto algo en este asunto de la Stride, los periodistas se pondrán a husmear otra historia, y lo último que desearía es que metieran sus narices en lo de Zuidmeyer.
—Pero ¿no estaba Jones trabajando sobre una nueva pista? Me dio a entender algo así, cuando nos cruzamos en el patio.
—¿Y no te dijo qué era?
Kramer negó con la cabeza.
—Creo que prefiere guardarse toda la gloria para él solo, mi coronel. Será otra bazofia de teoría de las suyas, supongo.
—En realidad, puede que tenga algo. Lo que se rumorea es que, al parecer, ese Pillay, el cartero que encontró el cadáver, puede de algún modo estar implicado.
—¡Está de broma, mi coronel! Si Zondi…
—¡Zondi… qué! ¿Acaso tiene alguna explicación acerca de dónde se ha largado Pillay y todo lo demás?
—¿Qué entiende por «todo lo demás», mi coronel?
—Tromp —le dijo el coronel Muller, mirando su reloj—, no es asunto tuyo, ¿entendido? Yo llevo la coordinación, y se supone que en este momento tú te estás centrando en los Zuidmeyer. ¿OK? Ese fleco tiene máxima prioridad. Ah, y, a decir verdad, tengo que irme, son más de las ocho y la señora Muller me estará esperando para cenar.
Kramer lo miró mientras se alejaba deprisa, y se volvió cuando Zondi salía de la sala de interrogatorios.
—¿Qué cuentas, Mickey?
—Todavía nada, jefe, así que le he dicho a Dumela que les encuentre un sitio para dormir esta noche.
—Estupendo —dijo Kramer.
Zondi se le puso al paso, regresando de nuevo a su despacho, situado sobre el patio, y le preguntó:
—¿Y ahora qué, jefe?
—Hoy me he pegado una buena panzada, con unas cosas y otras, así que propongo que tú y yo nos larguemos. Eso es lo que acaba de hacer el coronel, y es él quien dirige esta supuesta investigación.
—Pero ¿qué hay de Zuid…?
—¡Al diablo con Zuidmeyer! No puedo hacer nada hasta que el doctor Strydom me confirme que las magulladuras son muy anteriores a la hora de la muerte, cuando presuntamente la señora resbaló en la ducha. Por cierto, será mejor que sepas que todos los implicados directamente en este caso han jurado guardar silencio, de manera que si se van de la lengua, aunque sea una sola palabra, ¡se les caerán… los huevos!
—¡Joder! Así que ése era el ruido fofo que se ha oído hace un momento, cuando usted se levantó…
—¡Escúchame bien, troglodita, si tú…!
—¡Teléfono! —le cortó Zondi.
Kramer llegó a su mesa al quinto toque y descolgó el aparato.
—¿Doctor? —dijo.
Había acertado. Era Strydom, que hablaba con un curioso susurro a medias, como si dudara entre una gran excitación y una precaución extrema. Sus palabras tardaron unos segundos en sedimentar adecuadamente en el ánimo de Kramer, y cuando lo hicieron, el doctor ya había colgado.
—¿Qué hay, jefe? —le apremió Zondi al ver que volvía a colocar cuidadosamente el auricular en su sitio.
—Las muestras de tejido de las contusiones de mamá Zuidmeyer…
—¿Y…, jefe?
—El doctor Strydom dice que no puede estar seguro al cien por cien pero que, examinadas al microscopio, está convencido de que las contusiones se produjeron más o menos al mismo tiempo que la muerte, lo cual encaja con la versión de los hechos que da Zuidmeyer. O sea, y en otras palabras, que ahora parece que el que está mintiendo es el hijo.
—¿El hijo? —repitió Zondi, suspendiendo en el aire la cerilla con la que estaba a punto de encender dos Lucky Strike—. Pero ¿para qué iba a querer mentir el hijo?
—Cualquiera lo entiende —concluyó Kramer.