Todavía no me he encontrado a un indio del que te puedas fiar —gruñó el teniente Jones mientras seguía buscando a Ramjut Pillay por el centro de Trekkersburg, subiendo por una calle y bajando por la otra, con Gagonk Mbopa en el coche—. ¡Ah, para empezar, mira qué descripción nos ha dado ese otro cartero color chocolate! ¿Quién va a andar por ahí con impermeable de plástico en un día de sol como hoy? ¡Sólo un chalao perdido!
—¡Brrrrr! —dijo Mbopa, que volvió otra página de La última magnolia y la devoró en silencio.
—¿Empieza a mejorar ya esa historia? O la muy estúpida sigue lamentándose de no tener ningún trabajo serio salvo ponerse guapa para su marido y echar a los criados…
—¡Brrrrr!
—Pues entonces sigue guardándotelo para ti hasta que llegues a algún capítulo con acción. A mí sólo me gustan los libros con mucha acción. ¿Qué demonios será todo este asunto de la radio, todo ese follón de Acacia Drive 146?
—¡Brrrrr!
—¡Demonios, negro! Estoy hablando contigo, ¿te enteras?
Mbopa levantó la vista de una fascinante descripción: dos blancos enfrascados en un acto de adulterio de lo más vivificante.
—¿Acacia Drive? ¿Es dónde vive el cartero, mi teniente?
—¡Buah, hoy estás imposible!
—Pero… —dijo Mbopa, e hizo una breve pausa para encontrar la manera de llevar el esfuerzo mutuo por sendas más halagüeñas—, pensaba que mi teniente había decidido visitar el domicilio de ese tal Pillay. Tal vez haya regresado a comer, a mediodía, o tal vez su familia pueda informar a mi teniente de dónde está ahora.
—Naturalmente —dijo Jones cambiando de rumbo—. ¿A dónde crees que estoy yendo, borrico? Pero eso no es lo que te preguntaba.
—¿No, mi teniente?
—Gagonk, limítate a seguir con ese maldito mamotreto y déjame lo de pensar a mí, ¿vale?
ZONDI FUE HASTA LA COCINA de Woodhollow, y al llegar pensó que ya había tomado suficiente té aquella mañana. Lo que pasaba era simplemente que, convencido como estaba de que los sobres azules ya no se encontraban en aquella casa, se veía perdido y sin saber qué hacer. Miró el reloj. Hacía casi media hora que el teniente se había marchado. ¿Había alguna posibilidad de que aquella llamada de Acacia Drive tuviera algo que ver con el asunto de Naomi Stride? Hasta aquel instante no se le había ocurrido la idea, pero tenía bastante sentido. Por ejemplo, supongamos que otro escritor vivía en esa dirección y lo habían encontrado con una puñalada fatal y la misteriosa inscripción “II, II” en la hoja que tuviera puesta en la máquina. Sería una coincidencia que, sin duda, habría puesto al coronel Muller en un estado de exaltación poco agradable.
De todos modos, pensándolo mejor, ¿no estaría llevando la idea de la coincidencia demasiado lejos? ¿Acaso Trekkersburg, que no es que fuera un gran centro cultural, daba para más de un escritor de verdad? Preguntas y más preguntas, pero ningún medio fiable para hallar las respuestas, y mucho menos empantanado como estaba en Woodhollow, y sin coche.
—Pero… ¡un momento! —se dijo Zondi a sí mismo.
Corrió de nuevo al estudio de Naomi Stride y fue directo a por un grueso volumen titulado Guía de escritores. Lo cogió y encontró sin ninguna dificultad la entrada «Stride». Se puso a hojearlo, leyendo otros apellidos al azar, pero no consiguió encontrar a autores sudafricanos. Si al menos supiera el nombre de la persona que vivía en Acacia Drive, podría comprobar mucho más deprisa su última teoría.
—¡Ah! —dijo Zondi.
Marcó el número de la Biblioteca Pública de Trekkersburg y preguntó en afrikáans por la sección de referencias, con su mejor acento gutural; se identificó entonces como oficial de policía y pidió a la bibliotecaria que consultara las listas electorales.
—Sí, señora, Acacia Drive 146 —confirmó—. Muchas gracias, de veras.
En menos de dos minutos, y en un tono de plena satisfacción consigo misma por ver iluminada su rutinaria existencia colaborando con una investigación policial, la mujer se puso de nuevo al aparato.
—El nombre del inquilino que aparece es Willem Martinus Zuidmeyer. ¿Seguro que es todo cuanto desea saber, señor?
—Perfecto —dijo Zondi—. ¡Caramba, ha ido usted como el rayo!
—Bueno, como está por orden alfabético, Acacia Drive queda muy al principio de la lista.
—De todas modos, muchas gracias de nuevo.
—¡Estamos a su servicio! Llámeme cuando quiera, y venga si pasa por aquí.
—Claro que sí, sin duda lo haré —dijo Zondi—. Adiós.
Se sentó en la silla giratoria del escritorio y dio tres vueltas completas, mientras se decía: ¿Willem Martinus Zuidmeyer? ¿Mayor Willem Martinus Zuidmeyer? ¡Arrea! ¡Tiene que ser él! Pero ¿por qué andará metido en esto?
El Mayor Zuidmeyer debía de haberse retirado de la policía sudafricana hacía al menos diez años, tras pasar casi todos los últimos que permaneció en activo en la sección de Seguridad de Transvaal. Se había armado un revuelo tremendo cuando lo trasladaron a Trekkersburg a raíz de una serie de acusaciones contra él que, aunque nunca se demostraron, acarrearon a sus superiores las molestias suficientes como para querer tenerlo aparcado en un sitio, a poder ser discreto, lejos de las candilejas. El problema fundamental del Mayor Zuidmeyer era lo que él mismo había descrito como «tener mucha mala suerte con los prisioneros». Dos detenidos políticos a su cargo se habían tirado por la misma ventana del décimo piso de la sede de la Brigada de Seguridad, dos más fallecieron tras tropezar y caerse por las escaleras del edificio, y no menos de otros tres resbalaron con el jabón mientras se duchaban bajo su supervisión y se fracturaron el cráneo, no recobrando nunca más el conocimiento.
¿Qué relación podía haber entre un patriota tan incuestionable y la muerte de una escritora a la que sin duda consideraba peligrosamente subversiva? Seguía siendo imposible adivinar, a ciencia cierta, qué habría podido descubrir el teniente en Acacia Drive, y, sin embargo, Zondi se sentía por aquel entonces mucho más cerca de la verdad.
—PUES SÍ, mi padre y mi madre habían estado discutiendo —dijo Jannie Zuidmeyer—. Tuvieron una pelea que duró casi toda la noche, y les oí reanudarla antes del desayuno. Pensé: «Ya está bien, no voy a sentarme aquí a contemplar cómo siguen y siguen…»; así que me llevé al perro a dar un largo paseo. Se soltó de la correa y se me escapó, y me pasé horas buscándolo. Todavía es cachorro y no está bien adiestrado. Al final decidí abandonar y que me lo encontrara la Sociedad Protectora de Animales, y me vine a casa. Mi padre estaba en el garaje, de rodillas y de espaldas a mí, enredado con su Mecánica Popular. No quería hablar con él, así que me escabullí y entré en casa. Oí la ducha abierta. Yo también tenía ganas de ducharme, después de tanto andar por ahí detrás del perro, y pensé que ojalá mi madre no gastase toda el agua caliente. Nuestro calentador no es muy grande, ¿sabe?, más bien para dos personas. Así que me fui a mi cuarto, en la parte de atrás, y estuve atento, esperando a que se cerrara la ducha, señal de que mi madre había acabado, o casi, con su baño. Pero la ducha seguía y seguía hasta que comprendí que algo andaba mal. Fui hasta el cuarto de baño y llamé. Nadie contestó. Llamé a mi madre varias veces y siguió sin contestarme. Entonces fui a buscar a mi padre. No entré yo en el baño porque no me pareció correcto. Mi madre podía estar desnuda. Le di un golpecito a mi padre en el hombro y se sobresaltó. Le vi pálido. Le pedí perdón por haberle asustado, pero le dije que me parecía que algo pasaba en el cuarto de baño y que había intentado no ponerme nervioso, que por eso no le había voceado desde la casa. Le pedí que fuera a ver si mi madre estaba bien. Cuando se puso de pie me fijé en que estaba temblando. Entró en casa rápidamente y fue al cuarto de baño. La puerta no tiene pestillo porque mi madre siempre teme desmayarse con el calor cuando se baña y ahogarse sin que nadie pueda entrar a ayudarla. Siempre le ha gustado darse baños muy calientes, por cierto; usaba la ducha muy pocas veces. Sólo cuando estaba nerviosa y no tenía humor para tumbarse allí a leer una de esas novelas rosas suyas. Se ducha cuando quiere sólo asearse para empezar el día, cuando tiene que ir de compras temprano. Vi que mi padre entraba en el cuarto de baño. Oí cómo daba un grito y cerraba la ducha. Le oí repetir el nombre de mi madre una y otra vez, luego oí como un bramido, que no entendí. Entonces me acerqué a la puerta. Vi que mi padre sujetaba a mi madre cogiéndola desde atrás por debajo de los brazos y la sacaba con cuidado de la ducha. Estaba toda empapada y parecía pesar mucho. El bramido lo producían los esfuerzos de mi padre para arrastrarla. Lo hacía despacio, como para no hacerle daño, pero yo ya vi que estaba muerta. Tenía un color espantoso. También tenía sangre en la coronilla, y a mi padre le iba manchando la camisa. Cuando la tuvo en el suelo del cuarto, le apartó la bata y le puso los dedos sobre el cuello para buscarle el pulso. Yo quería decirle que le hiciera el boca a boca, que le diera un golpe en el pecho, cualquier cosa que la hiciera revivir. Pero siguió allí, de rodillas, porque supongo que como policía ha tenido que ver muchos muertos y sabía, en el fondo de su corazón, que nada de todo aquello serviría de nada. Me sentía mal. Se me doblaron las rodillas y casi me caí al retroceder hacia el pasillo. Me quedé sentado, con el teléfono encima. Cuando mi padre salió del cuarto de baño instantes después, me dije que parecía tranquilo. Pero cuando me vio allí reclinado, su expresión cambió y creí que iba a echarse a llorar. Me dijo que mi madre ya no estaba con nosotros y que no mirase en el cuarto de baño. Cogió el teléfono que estaba sobre mi regazo y llamó a la policía. Volvió a una expresión de serenidad. Me dijo que había sido un accidente. Madre debía de haber resbalado y caído. Puro accidente, dijo. Luego vino la camioneta de la policía y el sargento me vio a mí primero, porque mi padre decía que había sido un accidente, pero no lo había sido. Le dije que lo había hecho él. Era un asesino y podía demostrarlo. El sargento me dijo que yo decía aquello por culpa del horror. Le pregunté si conocía a mi padre y me dijo que sí, que lo conocía. Se acordaba de cuando estaba en la policía. Le dije que entonces seguro que se pondría de parte de mi padre, pero que la verdad seguía siendo que él había matado a mi madre. El sargento me dijo que fuera a sentarme a la sala y esperase allí; se fue al cuarto de baño con el otro policía, el joven, y luego salió hacia la furgoneta. Esperé un poco más y entonces llegó ese señor importante, trajeado. El sargento le habló, en el césped, y después vino a sentarse aquí conmigo. Y desde entonces hemos estado sentados, juntos. Dice que no tengo que hablar tanto, pero no lo puedo evitar. Perdone.
El brusco silencio que se adueñó de la habitación era inconfundible.
Kramer miró al sargento, al coronel Muller, que terminó su anotación taquigráfica en apenas tres trazos tras la palabra de disculpa final; y miró al hijo, que estaba sentado en el suelo delante del televisor.
Jannie Zuidmeyer no se parecía claramente ni a su padre ni a su madre. Delgado, nervudo, con el pelo ensortijado, el ojo izquierdo castaño y el derecho azul, era todo brazos y piernas y parecía como ingrávido sobre el suelo. En su cara, con el bozo de la adolescencia, nada indicaba que tuviera más edad, y hacía pensar en películas melodramáticas de muchachos solitarios con perros fieles de ojos suplicantes. Pero, en realidad, el joven Zuidmeyer tenía sus buenos veintiún años, según el coronel, y trabajaba de oficinista en el matadero municipal.
—Dime, Jannie —le susurró el coronel—. ¿Por qué le dijiste al sargento que tu padre era el asesino?
—Porque lo es.
—Tendrás que explicarme eso.
—¿No habían estado discutiendo toda la noche? ¿No fue él el que la puso tan nerviosa que esta mañana tuvo que ducharse, y ni siquiera fue a ver lo que hacía? De no ser por él, nada habría sucedido. ¡Dios mío, le odio! ¡Le odio!
Era un odio que todos cuantos estaban en la sala podían sentir, como un estremecimiento, hasta los huesos. Pero a Kramer, que había estado preguntándose cuánto tiempo podría el muchacho aguantar allí sentado relatando acontecimientos impertérritamente, le pareció un sentimiento saludable.
GATEANDO ENTRE LA HIERBA CRECIDA, somieres viejos y latas oxidadas, por la pendiente de atrás de su casa en las afueras de Gladstoneville, Ramjut Pillay experimentó un instante en el que su gran idea consistió en preguntarse si acaso, en su vida anterior, habría quizá sido un indio piel roja. En efecto, era en verdad excepcional moviéndose furtivamente.
Pero luego, el pánico volvió a apoderarse de todo su ser, y reptó con el corazón disparado y sin percatarse de las espinas que se le clavaban en las palmas de las manos. Tenía que llegar a su cuarto como fuera, destruir las pruebas del delito, agarrar sus ahorros y echarse al monte, todo ello antes de que llegase la policía. La única cosa buena que se podía decir de Peerswammy Lal —que la diosa Kali le persiga sin tregua— era que había dado a aquellos detectives la idea de que su presa andaba por la ciudad, pero, desde luego, no había manera de saber cuándo terminarían de descartar posibilidades.
El ruido de un coche que subía traqueteando por el camino de tierra que llevaba a su casa le hizo echarse cuerpo a tierra y cerrar con fuerza los ojos. Pero el coche pasó de largo, y cuando se atrevió a echarle una ojeada, vio que no era más que el viejo Oldsmobile de Sammy Govender arrastrando el tubo de escape roto. La misma ojeada le sirvió para ver que no había nadie que pudiera verle acercarse, de modo que gateó dos veces más deprisa el resto del camino y alcanzó jadeante su cobertizo.
Una vez allí, escuchó atentamente: todo estaba en calma. Probablemente su padre estaría buscándolo por todas partes, y seguro que su madre estaría sentada en el porche cazando moscas con su matamoscas. Nunca hubiera imaginado que esa imagen pudiera enternecerle, pero resultaba duro pensar que nunca volvería a verla.
Se aflojó el nudo que sentía en la garganta y se lanzó a la acción, rodeando con torpeza la esquina de la caseta y metiendo la llave en el cerrojo. Segundos más tarde, casi asfixiado por el calor del colchón de crines caliente, embutió las cartas de Naomi Stride con sus sobres en la bolsa de plástico, volcó dentro el calcetín de punto que contenía sus ahorros, y agarró un raído ejemplar de la Vida de Mahatma Gandhi. Dio media vuelta, salió de un brinco, echó el cerrojo a la puerta y empezó a correr a todo meter, cuesta arriba, entusiasmado por su osadía.
En cuanto llegó a los zarzales del horizonte se dio sin embargo cuenta, al tiempo que sentía un golpe sordo y desesperado, de que había cometido dos terribles omisiones. La primera, que aunque había decidido que el fuego sería el medio más eficaz para destruir las pruebas de sus delitos, se había olvidado de coger cerillas. La segunda, y tal vez aún más grave, que había dejado en el cobertizo unas anotaciones secretas que había ido escribiendo durante la noche. ¿No resultarían, de por sí, totalmente acusadoras?
Acababa de dar media vuelta de nuevo para descender otra vez, cuando le paró en seco la visión de un Ford color canela, reluciente, que se detenía ante su casa. Se bajaron dos hombres. Estaban demasiado lejos para verlos con detalle, pero estaba claro que uno era blanco y el otro, negro. Se le escapó un gemido.
Aterrado, Ramjut Pillay reptó de modo frenético hasta un árbol cercano, halló una pequeña madriguera debajo de él, introdujo en ella las cartas y los sobres con un palo, tapó la entrada con una piedra, buscó otra más grande, tapó con ella la otra, miró hacia atrás por encima del hombro y huyó de nuevo.
—EL DOCTOR STRYDOM acaba de llegar, Willem —dijo el coronel Muller a Zuidmeyer, que seguía sentado en el cuarto de baño contemplando el cuerpo de su mujer—. Creo que es el momento de pedirte que vengas a la sala. ¿Te parece?
Zuidmeyer ni siquiera levantó la vista, y el guardia joven, al que habían mandado al cuarto de baño para que se hiciera cargo de él mientras interrogaban al hijo, se llevó el índice a la sien.
—Willem, ¿entiendes lo que te digo? —le preguntó Muller, empujando a Kramer dentro del cuarto—. ¿Te gustaría que Tromp me ayudase a echarte una mano para…?
—No, puedo yo —dijo Zuidmeyer, poniéndose lentamente en pie—. Dile al doctor que no quiero que la raje.
—Pero, Willem, ya sabes cuál es el protocolo en caso de muerte repentina y…
—No en mi caso. Autopsia, no. A mi pequeña no le harán eso. Hay otros sistemas; yo mismo los he usado en otros fa…
—Vamos, Willem, hombre. Aquí, lo único que hará Strydom es un pequeño reconocimiento.
Kramer se echó atrás para ceder el paso a Zuidmeyer, y luego avanzó detrás del coronel. Fueron a la sala y Zuidmeyer se sentó en el sillón, al lado de la chimenea, como tenía por costumbre.
—¿Dónde está el chico? —preguntó.
—El sargento se lo ha llevado al hospital para que lo vean. Está en estado de shock —dijo el coronel Muller—. No te preocupes por él; el sargento Botha es uno de los mejores.
—Me ha reconocido —dijo Zuidmeyer con una ligera sonrisa—. Supo inmediatamente quién era yo. Hay muchos que lo han olvidado.
Pero los periódicos en inglés no lo habrán olvidado, pensó Kramer, y como tengan la más mínima oportunidad se lo pasarán en grande recordando a todo el mundo la notoria mala suerte del «Mayor Grandes Gazapos» Zuidmeyer en el pasado. No era de extrañar que el coronel, que lo que más odiaba era cierto tipo de reportajes «de interés humano», sudase la gota fría.
—Tromp —dijo el coronel Muller, sacando su cuaderno de taquigrafía—, ¿querrás hacerle a nuestro amigo unas cuantas preguntas de rutina, sólo para cumplir el trámite? Así yo puedo concentrarme en…
—Desde luego, mi coronel, a sus órdenes.
—Mira, Willem —le explicó el coronel colocando el bolígrafo en su lugar—, lo que pretendo es que Tromp acabe con este desgraciado asunto cuanto antes y lo más silenciosamente que pueda. Por eso le he elegido, es el mejor hombre que tengo, un tipo al que puedes contarle tu vida. Te lo prometo. Ya sé que ésta es la investigación de un simple accidente, pero si emplease a cualquier otro podría haber errores en los papeleos, procedimientos que no discurrieran correctamente, y ahí podrían empezar otros problemas: el juez, cogiéndosela con papel de fumar durante la instrucción, y la prensa, que acabaría por enterarse. Ya sabes que yo, por norma, no asisto a las instrucciones y echo una ojeada a los papeles después, en el despacho del fiscal jefe, cuando estoy seguro de que se puede solventar algún cabo suelto, papeles que se traspapelan y cosillas de ese tipo. Personalmente, no veo la necesidad de dar publicidad al caso; ¿y tú? No creo que ello pueda servir al bien común.
Zuidmeyer asintió blandamente con la cabeza.
—De acuerdo, mi coronel. Nunca he entendido de qué sirve, y en mis tiempos me gané más publicidad que nadie, así que lo sé bien —miró a Kramer—. Me pongo en sus manos por completo, muchacho.
—Muy bien, Mayor —dijo Kramer, sacando la libreta y su pluma—. Sólo quiero que me cuente lo que sucedió aquí esta mañana.
—Bueno, yo estaba en el garaje buscando entre…
—Perdone, Mayor, pero si pudiera empezar desde un poco más temprano… La verdad es que necesito la historia completa.
—Tromp… —empezó el coronel Muller.
Pero Kramer lo ignoró.
—No quiero que me diga lo que tomó para desayunar ni cosas así, me basta con una idea general del estado anímico de la señora Zuidmeyer cuando fue a ducharse y esas cosas, ya sabe.
—Naturalmente —dijo Zuidmeyer, asintiendo—. Lamento parecer un aficionado… Dios sabe la de investigaciones como ésta que habré llevado yo, de manera que capto perfectamente lo que quiere. Déjeme ver… —Se echó para atrás en el sillón y se tapó la cara con las manos—. El día empezó mal… y ahora me lo reprocho.
Kramer aguardó y oyó un gemido seco.
—¡Imbécil de mí! —repitió Zuidmeyer con la cara aún cubierta; luego se sentó un poco más aplomado—. Una discusión estúpida que acabó por ser tan estúpida que al final decidí no desayunar y salir de la casa en busca de algo que me distrajera. En estos momentos no tengo ningún proyecto empezado, así que me puse a ordenar revistas. No le puedo decir cuándo entró mi esposa en el baño. Como puede ver, hoy todavía no me he afeitado, ni me preocupé en lavarme, salí pitando. Normalmente me ducho yo primero y ella entra en el baño después de mí. Supongo que entraría enseguida.
—Y eso, ¿sobre qué hora sería, Mayor? —preguntó Kramer.
—Sobre las ocho menos cuarto, diría yo, quizás menos diez.
—Y entonces, si eran las once más o menos cuando su hijo le llamó para que fuera a ver qué pasaba en el cuarto de baño, ¿su esposa pudo estar allí tirada más de tres horas?
Zuidmeyer asintió en silencio detrás de sus manos.
—¿Por qué? ¿Por qué no entró antes en casa?
—Claro, ¿por qué, Willem? —intervino el coronel Muller.
—Porque… porque… ¡Dios mío, qué mezquinos podemos llegar a ser! Estaba tan enfadado con ella… pensaba que me debía una disculpa y estaba esperando a que viniera a pedirme perdón. Eso fue lo que ocurrió, y también que, cuando me pongo a manosear mis revistas, empiezo a leer fragmentos de aquí y de allá y no me doy cuenta de cómo vuela el tiempo.
—¿No había alguna criada que pudiera…?
—No tenemos criados —replicó cortante Zuidmeyer—. En mi casa no son bien recibidos.
—Ajá. ¿Qué sucedió entonces, Mayor? ¿Qué su hijo fue a verle?
Zuidmeyer bajó las manos y clavó la mirada en la pantalla en blanco del televisor.
—Jannie vino, me agarró y me dijo que pasaba algo en el baño. Le dije que se quitara de en medio en cuanto… en cuanto vi a mi esposa ahí en el suelo. Primero cerré el agua y noté que estaba muy fría, por eso comprendí inmediatamente que llevaba mucho tiempo allí caída. No quería mirarla. Intenté hacer algún ruido cuando vi que sus ojos me miraban. Entonces pensé que todavía estaba viva. Estaba seguro. Me puse frenético. La agarré y traté de arrastrarla fuera de la ducha, ponerla de espaldas y hacerle el boca a boca. Estaba mojada y resbaladiza y no podía cogerla bien. Me di cuenta de que estaba moviéndola con brusquedad, tirando de ella y zarandeándola, arrastrándola por los brazos con todas mis fuerzas, pero… ¡válgame Dios lo que pesaba! Tuve que luchar lo mío, pero al final lo logré y la saqué de la ducha, y se dio un golpe. Tropecé, así, agachado, y me caí para atrás. Cuando me puse otra vez de rodillas, estaba muerta. Demasiado tarde. No quise aceptarlo. La agarré y la sacudí, me manché el pecho con su sangre. Intenté el boca a boca. Masaje cardiaco. La abracé contra mí y lloré. Después, antes de llamar por teléfono, la tapé con la bata.
Zuidmeyer continuó mirando la pantalla del televisor como condenado hasta la eternidad a contemplar la misma escena repetida, una y otra vez.
Kramer se volvió hacia el coronel Muller, que había dejado de tomar notas taquigráficas más o menos en el punto en que el relato de Zuidmeyer había empezado a diverger notoriamente del que muy poco antes había hecho su hijo. El coronel estaba ahora aún más pálido que antes.
—Willem —musitó, como si la voz se le hubiera averiado—, ¿estás seguro que eso fue lo que sucedió esta mañana?
—Estoy seguro —replicó Zuidmeyer, mirándolos.
—Porque, verás, según tu…
—Fue un accidente —dijo Zuidmeyer—. ¿Qué otra cosa, sino?
En aquel momento Kramer comprendió qué era lo que confería a los ojos de Zuidmeyer aquella extraña propiedad. Vivían acosados.
—GAGONK, haz algo con esta vieja bruta —gimió Jones—. Está loca, te juro que no la aguanto más.
De manera que Mbopa cogió a la anciana madre de Ramjut Pillay, la zarandeó hasta que cayó de su mano el espantamoscas con el que le azotaba la cara, la llevó hasta el coche y la encerró atrás.
—Ahora puedes terminar lo que me estabas diciendo —dijo Jones al padre dé Ramjut Pillay, que estaba de pie delante de él, sonriendo, nervioso, con el dedo gordo de un pie desnudo enganchado en el otro—. ¿Cuándo regresó tu hijo exactamente?
—No tengo reloj, mi señor. Soy hombre pobre, y mi salud…
—Bueno, vale, dame una idea aproximada. ¿Fue hace mucho? ¿No demasiado?
—No demasiado, mi amo.
—¿Y qué hizo aquí? ¿Habló contigo?
—¡No, no, mi amo! Hablar, no. Ramjut fue a cuarto, salió deprisa, deprisa y luego corrió a rodilladas.
—¿A rodilladas? —repitió Jones—. ¿Tienes idea de qué quiere decir este cretino, Mbopa?
—No, mi teniente.
—¡Bueno!, da igual, luego lo veremos. Oye, tú, atiende, ¿por dónde se marchó tu hijo?
—Colina arriba y muy lejos, mi amo.
—¿Adónde?
—A donde el trasero.
—¡Eh! Cuidado con…
—Perdone, mi teniente —le interrumpió Mbopa, que quería volver a su libro—. Creo que quiere decir por la colina que hay detrás de la casa.
Jones miró, perdió interés casi de inmediato y luego preguntó:
—¿Por qué volvió tu hijo? ¿Tienes alguna idea?
—Estoy sentado en retrete, mi amo. Hay sólo dos agujeros de clavos que puedo ver de allí. Sólo veo que lleva gran bolsa con él.
—¿De su cuarto, te refieres?
—Sí, mi amo.
—Entonces será mejor que lo anotemos, ¿eh, Gagonk? Todo esto me parece un maldito misterio, y es evidente que está pasando algo raro.
—Cuarto está cerrado, mi amo, Ramjut chico malo, nunca deja yo tener llave.
—Con la pinta que tienes, maldito mamón, no me extraña ni un pelo —le dijo Jones—. Irías derecho debajo del colchón a por su calcetín, ¿a que sí? Pero no te preocupes, me he traído mi llave particular.
¡Vaya!, muchas gracias, pensó Mbopa, que estaba realmente harto de derribar puertas a patadas.
CON EL DOCTOR STRYDOM HUSMEANDO, resoplando y jugando con sus tirantes azules por el cuarto de baño, Acacia Drive 146 se había convertido en un lugar diferente. Su presencia daba un brillo cínico a los azulejos amarillos, y el cadáver, hasta aquel momento en absoluto comunicativo, parecía dispuesto a divulgar ciertas verdades, incluso a regañadientes.
—¿Qué, doctor? —preguntó el coronel Muller—. Ahora sólo estamos presentes Tromp y yo, así que te agradecería que nos dijeras lo que te parece.
—Hum… —respondió Strydom—. Difícil.
—Entonces, ¿podemos empezar por la hora aproximada de la muerte?
—Muy difícil. Ducha precipitada, enfriamiento artificial… Capas gruesas de grasa… buen aislamiento… Pérdida de temperatura, hum, puede resultar engañosa.
—¿Causa de la muerte?
—¡Ah, eso sí!, herida en la cabeza. ¿Fractura de cráneo?
—Tú eres quien se supone que sabe las respuestas, doctor.
—¿No puedes esperar a la autopsia?
—Ya lo creo, naturalmente, pero se ha producido cierta discrepancia entre las declaraciones… es difícil saber a quién creer. Para mi propia tranquilidad quisiera…
—¿Qué clase de discrepancia? —preguntó Strydom.
—Bueno, no quiero predisponerte en ningún…
—Tromp —dijo Strydom, apuntando a Kramer con el termo-metro rectal—, ¿puedes decirme eso que a tu superior le da tanto reparo?
—Digámoslo de este modo, doctor —le respondió—. Nos interesa saber si hay contusiones o rozaduras, incluso pequeñas.
—¿Has encontrado…?
—¿Qué si he encontrado contusiones? —Strydom se rió—. ¿Qué os pasa? ¿Todavía no le habéis echado un ojo a esta dama? ¿O es que os estáis volviendo blandengues?
—Willem estuvo aquí casi todo el…
—Eso va contra las normas —indicó Strydom, severo—. Pero, respondiendo a la pregunta, mirad vosotros mismos.
Y levantó la bata naranja. Tenía moratones en los brazos, antebrazos, pecho, hombros y en el lado izquierdo del mentón. No muchos de tono morado, sino azul pálido en su mayoría, pero no por eso dejaban de ser contusiones.
—¿Esto podría haberse hecho al mover el cuerpo con cuidado? —preguntó el coronel Muller.
—¡Estás de broma, Hans!
—Más importante —dijo Kramer— es saber si se produjeron antes o después de la muerte.
—Antes; casi sin duda ninguna —dijo Strydom.
—¿Cuánto tiempo antes? —preguntó Kramer.
—¡Uf, ahí me habéis pillado! La autopsia puede ser de alguna ayuda en este punto. Pudo haber sido horas antes, supongo.
—¿Horas antes? —repitió el coronel—. ¿Cuántas horas antes?
—¡Bueno!… digamos dos o tres.
—O sea, más o menos cuando algo provocó que la mujer resbalase —dijo Kramer, observando la cara del coronel—. Lo más curioso es que acabo de mirar otra vez en la ducha y ¿qué les parece si les digo que no consigo ver el jabón por ninguna parte?