VIII

CON LOS PIES EN ALTO y el sombrero hacia atrás, Zondi se había puesto cómodo en su esquina del despacho esperando a que hirviese el agua en el hornillo eléctrico del té. Acababan de dar las once.

Afuera, en el rellano que daba al patio del DIC, se oyó una respiración dificultosa. Como no hiciese algo para adelgazar, cualquier día aquellas escaleras iban a costarle el pellejo a Gagonk Mbopa… a menos de que las agotadoras demandas de Zsazsa Lady Gatumi diesen antes cuenta de él mediante el mismo procedimiento. Una muerte más feliz, que haría rabiar a mucha gente.

—Zondi —dijo Mbopa, apareciendo en la puerta y tapando prácticamente toda la luz del sol que entraba directamente en el cuarto—, tienes que pagar la mitad…, es lo justo.

—¿La mitad de qué?

—Del rosal nuevo… ¡qué tengo que comprarle al coronel, joder!; he estado investigando lo que cuestan esas cosas, y son muy, pero que muy caras.

—¡Joder! Yo no fui quien arrancó la rosa del…

—¡Pero fue por tu culpa! —bufó Mbopa—. Si no hubieras…

—¿Tomas té? —le preguntó Zondi, quitando los pies de la mesa que le servía de escritorio—. Ven a sentarte, Joseph. Hablemos de este asunto como personas civilizadas.

Mbopa titubeó, mirándole de lado como si sospechara alguna treta en aquello. Luego soltó un gruñido y entró en la oficina.

—Siéntate en mi silla —le invitó Zondi.

La sospecha aumentó. Mbopa dijo que no con la cabeza y se quedó de pie junto al archivador. Sacó un cuernecillo, lo destapó, tomó dos buenos pellizcos de rapé negro entre el índice y el pulgar y se los metió un buen trecho por cada fosa de la nariz.

—Me recuerdas a mi padre, sabes… —comentó Zondi, apagando el hornillo y cogiendo la tetera—. Siempre tomando rapé.

Llevaba el cuerno en el lóbulo de una oreja, y un taco de madera en la otra, para compensar.

—¿Ah, sí? —dijo Mbopa claramente aún más desconcertado por la broma.

—¡Qué mañana! —suspiró Zondi—. Oye, ¿habéis tenido los mismos problemas que nosotros? ¿Habéis recorrido todas esas direcciones esperando encontrar a los sospechosos en casa… para a casi nadie que abriera la puerta?

Mbopa estornudó.

—¿Así que de eso se trataba? —dijo—. Estás intentando sonsacarme cómo ha ido nuestra investigación. Y tú, que me acusaste en falso de haber hecho lo mismo…

—Eso son patrañas —dijo Zondi un poquito demasiado deprisa.

—Interesante… —murmuró Mbopa, disfrutando con aquello—. Sé que tengo razón, así que ¿qué conclusión saco? Pues que las cosas no os están yendo muy bien, a Spokes y a ti.

—¡Más patrañas! —exclamó Zondi—. ¿Te importa mirar? Todavía queda té de la última vez… Antes que nada tendré que ir a lavarla.

Mbopa ni se dignó mirar la tetera; parecía demasiado ocupado en ahogar una risa silenciosa. Sacó un pañuelo arrugado y se secó las lágrimas mientras decía:

—Sí, ve a hacerlo.

Así pues Zondi bajó hasta los lavabos para varones bantúes, detrás del edificio del DIC, e hizo un poco de tiempo con la tetera perfectamente limpia bajo el brazo. Pasaron unos buenos cinco minutos antes de que regresara a la oficina y descubriera que Mbopa ya se marchaba.

—¿Y qué pasa con el té? ¿Qué pasa con eso de que yo tengo que pagar la mitad de…?

—Ahora no —dijo Mbopa, jovial—, no es tan urgente. Es más importante que vaya a hacer una comprobación en Archivos sobre un sospechoso que interrogamos esta mañana. Casi se me olvidaba por completo.

—¡Ja! Lo único que pasa es que no crees que puedas ganarme argumentando.

—Luego —dijo Mbopa, saliendo apresuradamente.

Zondi lo miró alejarse, y después dio media vuelta y entró en su oficina con una amplia sonrisa. Una sonrisa que se hizo todavía mayor cuando buscó cierto libro que había escondido en un lugar bastante evidente. Para su inmensa satisfacción, el libro había desaparecido.

YA, YA, YA… —decía el coronel Muller, cortando en seco la segunda lectura de su agenda, tan pulcramente llevada, que iniciaba Jones—, aunque fuera la verdad del Evangelio, ahórreme los detalles literales. El granjero no pudo decirle nada; veamos, ¿qué hay de su entrevista con el otro sospechoso, el compositor? ¿No estaba en la ciudad el lunes por la noche?

—Eso es —admitió Jones—. Como dije, venía en un tren de Johannesburgo, aunque…

—¿Se puede comprobar?

—Supongo que sí, mi coronel. Verá, tenía al cargo cuarenta niños de la escuela donde trabaja, la orquesta de los mayores. Yo me interesaba más por…

—Cuarenta testigos como coartada son suficientes para cualquiera —declaró el coronel Muller con firmeza.

—Pero, mi coronel…

—Tromp —dijo volviéndose hacia la esquina de la mesa donde se sentaba Kramer—, vamos a ver lo que has hecho esta mañana. Confío en que te atengas a los meros hechos, como siempre, ¿eh?

Kramer se arregló el nudo de la corbata.

—Lo primero —dijo—, fui a ver a esa preciosa muñequita. A los diez segundos estaba en su alcoba, y dos minutos después le daba masajes en el pie, e inmediatamente la tía me enseña las tetas y me pide que le acaricie el trasero. Y yo…

—¡Dios del cielo! —suspiró el coronel Muller, echándose hacia atrás—. ¿Y tú te consideras un detective de verdad? ¿Qué mierda me estás contando?

—Los hechos, mi coronel.

—¡Kramer! No es momento para bromas, ¿estamos?

—Perdón, mi coronel. ¿Quiere que le informe de una posible pista?

El coronel Muller asintió en silencio.

—Por favor —dijo en tono cansado—. Me parece que ninguno de vosotros se da cuenta de la presión a la que estoy sometido.

LA VIDA NUNCA ES SENCILLA, iba pensando Ramjut Pillay camino de Trekkersburg, montado en una bicicleta que le había prestado el hijo menor del cuñado de un primo segundo suyo. Si lo fuera, lo único que tendría que hacer sería acudir a la policía y explicarles que había habido una equivocación involuntaria, y devolverles el correo que faltaba, incluyendo el anónimo de las amenazas.

—Ya, lo comprendemos perfectamente, señor Pillay —le dirían—. Mire por dónde, nos ha tenido un poquito sumidos en la oscuridad, ¿sabe usted?

—No me di cuenta de que la tenía en el bolsillo del pantalón del uniforme hasta esta misma mañana, miércoles —les respondería con presteza—, cuando iba hacia la tintorería. Más vale tarde que nunca, supongo…

—Desde luego, desde luego, señor Pillay. Y no crea que no se lo agradecemos. Ya verá cómo una vez que hayamos detenido a algún sujeto gracias a esta inestimable pista, incluso puede que haya alguna pequeña recompensa para usted…

Pero Pillay ya había rebasado con creces el punto en que era posible proceder de aquella manera… había ido mucho, mucho más allá. Y, por si fuera poco, había cometido graves faltas en Correos, le podían acusar de retener pruebas, obstaculizar a la policía en el cumplimiento de sus funciones y sabe Dios qué más. Para entonces, un solo movimiento en falso y sanseacabó todo para él.

—¡Oh, hemos caído en desgracia! —suspiró mientras pedaleaba.

Entonces volvió a martirizarse con el recuerdo punzante de que hacía poco había comprobado que se estaban pasando por alto demasiadas conclusiones. Y la mitad podía ser pura imaginación suya. El anónimo implicaba que su pérfido autor tenía la intención de usar una espada contra la infortunada Naomi Stride, idea ésta de lo más disparatada. Si, por ejemplo, la hubiesen matado de un tiro, ¿qué pasaría con esa teoría? ¡Quedaría hecha añicos! Si demostraba que la carta y el asesinato no tenían relación, entonces podría destruir la prueba de su propio delito con la conciencia limpia, sabiendo que no serviría para ayudar a llevar ante la justicia a un asesino desalmado.

Por lo tanto, todo cuanto tenía que hacer era demostrar que Naomi Stride había muerto de un disparo —o de cualquier otro modo, ya puestos, siempre y cuando no fuera con una espada—, y así su mente podría descansar, liberándose del terrible peso de la culpa que cargaba sobre sus espaldas…

—¡Adelante! —gritó Ramjut Pillay, lanzándose por el último repecho, cuesta abajo, hacia la ciudad.

Entonces deseó que la bicicleta prestada hubiera tenido mejores frenos, porque justo se le acababa de ocurrir que necesitaba realmente hacer una parada para pensar un minuto más. ¿Cómo iba a descubrir exactamente la manera en que había muerto la escritora? Difícilmente podía entrar en la comisaría y pedir esa información.

—TE VEO MUY CONTENTO —comentó Kramer, al regresar a la una y media de la reunión sobre el caso con el coronel Muller—. ¿Queda algo de té?

Zondi le sirvió una taza.

—¿Cómo ha ido eso, jefe? —le preguntó.

—Jones y Gagonk no han encontrado nada de nada, aparte de eliminar nombres.

—¿Eso incluye al hijo, a Theo Kennedy?

—No, todavía tienen que interrogarle de nuevo, pero en este momento la prioridad es ver qué podemos averiguar acerca de los sobres azules.

—¿Así que el coronel estuvo de acuerdo en que podían ser una pista?

—¡Toma, quedó encantado! No tenemos nada más, ¿verdad? Salvo todas esas chorradas de una puñetera planta que se llama romero, los pensamientos y una espada de mentira.

—¿Cómo?

Mbopa le repitió lo que el capitán de Huellas Dactilares le había contado al coronel, y Zondi asintió y dijo:

—Chorradas, jefe. Pero la espada sí es una buena pista, de manera que ¿por qué no seguirla, ya? ¿Y por qué no acudir directamente al hijo? ¿No dijo el amo de los cristales emplomados que Theo Kennedy había estado metido también en algún lío de naturaleza semejante?

Kramer vació la taza.

—El coronel sigue queriendo llevar esto con mucha calma. Cree que es más inteligente averiguar antes algo más de las cartas, si podemos. Jones le ha metido en la cabeza la teoría de que Kennedy puede haberlas enviado a su madre, como parte de un plan general para encubrir sus huellas de asesino.

—Hum… —dijo Zondi.

—Tengo una idea —anunció Kramer—. ¿Recuerdas lo que me contaste de que Kwakona Mtunsi vio «miedo» en los ojos de Naomi Stride cuando en la escuela de la misión le dieron a leer aquella carta de una niña? No te dijo de qué color era el papel, ¿verdad?

—No, jefe.

—Y dejando de lado el contenido, ¿dio alguna otra descripción de ella?

Zondi lo pensó un momento y luego repitió de memoria, imitando la voz lenta y amable de Kwakona Mtunsi:

—Recuerdo que estaba llena de faltas de ortografía y de mayúsculas fuera de sitio. ¡Oh!, era una notita muy corta para el padre de Ntombifikile…

—¡Espera! —dijo Kramer, abriendo el cajón inferior, a la derecha de su escritorio, y sacando de él una carpeta gastada.

—Pero ¡si esas cartas anónimas son las nuestras! —dijo Zondi sorprendido.

—¡Ajá! Y cuando las miras, ¿qué es lo que te llama inmediatamente la atención? Sobre todo allí donde han intentado camuflar el origen… mira.

Zondi chasqueó los dedos y replicó:

—¿Las faltas de ortografía y las mayúsculas… ¡a boleo!? Ya le entiendo, mi teniente… la nota de Ntombifikile pudo haber recordado a la señora Stride las cartas que había estado recibiendo, y probablemente Mtunsi tenía razón al pensar que se había asustado.

—Algo así, muchacho —dijo Kramer, asintiendo con la cabeza—. Son suposiciones, de acuerdo, pero nos ayudan a reforzar la idea de que los sobres azules tienen que ver con todo lo demás.

—¿Entonces, cuál es la próxima parada?

—Jaap du Preez le dijo al coronel que en Woodhollow no han encontrado nada que tenga que ver con anónimos amenazadores, pero yo no estoy seguro de que hayan registrado todo lo bien que deberían.

—¿Así que vamos allá a echar otra ojeada? —dijo Zondi, cogiendo la chaqueta.

—Ésas son las órdenes precisas del coronel —confirmó Kramer, colgándose la suya del hombro—. Mientras tanto, ha enviado a Jones y a Gagonk a buscar al cartero indio para que haga otra declaración. Nunca se sabe; si han llegado una serie de sobres azules a la casa, puede haber notado algo que nos sea útil.

—¡Ése…! —se rió Zondi, moviendo la cabeza—. La gallina es el instrumento del huevo para producir otro huevo…

—¿Cómo has dicho? —preguntó Kramer.

JONES METIÓ LA CABEZA en el despacho del sargento detective bantú y le espetó:

—¡Eh, tú! ¡Gagonk Mbopa! ¡Levanta ese culo gordo de la silla y ven conmigo, deprisa! Tenemos trabajo importante que hacer, como siempre. No te pagan para que te pases el día sentado leyendo…

Y volvió a desaparecer.

—Cuando el chacal anda caliente… —dijo Mbopa, levantándose sin prisas y metiéndose un libro en el bolsillo— hasta el elefante tiene que protegerse el culo…

Lo cual hizo que sus sonrientes colegas rompieran a reír, pero Mbopa salió sin estar seguro de por qué se habían guiñado el ojo entre sí.

—¡Vamos, vamos! —le regañó Jones, moviendo la palanca de cambio en el coche—. Tenemos que ir a la central de Correos.

Mbopa gruñó y se subió a su asiento, sacó el libro y volvió a abrirlo.

—Gagonk… —dijo Jones en tono amenazador mientras el coche daba un brusco salto hacia la calle, una auténtica sacudida, y luego se enderezaba para recorrer la corta distancia hasta el primer semáforo.

—¿Sí, mi teniente?

—¡Quita de ahí ese maldito libracho! ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?

Mbopa lo conservó en sus manos.

—Creí que mi teniente estaría interesado en ver el título de este libro —dijo satisfecho.

—¿Ah, eso crees, eh? Vamos a dejar clara una cosa: en este momento lo único que me interesa es encontrar…

—Una buena pista —le cortó Mbopa.

—¿Cómo has dicho? —le preguntó Jones, mirando a su alrededor mientras se detenían ante un semáforo.

Mbopa levantó el libro de manera que fuera imposible no ver el título, y dijo despacio y cuidadosamente, tratando de no contar demasiadas cosas de una sola vez:

—¿Recuerda mi teniente lo que dijo Zondi de que «La última magnolia» era una pista importante?

—¿Quieres decir que trata de esto?

—¿Y puede, mi teniente, leer quién lo escribió?

—Naomi… ¡Eh, espera un minuto! ¿Dónde lo conseguiste?

—Lo tomé prestado, mi teniente.

—De Zondi, y… ¿te lo prestaron? ¿Pero por qué iban a…?

—No, pero es verdad que se lo cogí prestado, mi teniente, porque podemos devolverlo después, cuando lo hayamos terminado.

En los finos y exangües labios de Jones asomó algo muy parecido a una sonrisa.

—¿Así que no saben que lo tenemos? Pero ¿cómo, hum…, lo sabías…?

—Lo encontré en un escondite muy logrado de su despacho, mi teniente, y pensé que, a lo mejor, a mi teniente le gustaría estudiarlo por sí mismo.

—¿Por qué tocan todos el claxon?

—Se ha puesto verde, mi teniente.

—Éste es un vehículo de la policía… ¡qué esperen, qué puñetas!

—¿He hecho mal, mi teniente en…?

—No, Gagonk —dijo Jones; y en ese momento se rió realmente, un sonido tan extraño y poco familiar que afectó al cabello de la nuca de Mbopa—. Por una vez, maldito gandul, ¡yo diría que has hecho un trabajo excelente! Sigue leyendo…

—¿Qué, mi teniente?

—¡El jodido libro, hombre! Lee alto y bien clarito, para que pueda enterarme mientras conduzco.

—¿DÓNDE ESTÁ HOPEFUL DUMELA? —murmuró Zondi mientras Kramer frenaba y detenía el coche en Woodhollow y salieron al porche dos guardias negros desconocidos.

—¡Ah!, quería decírtelo… perdona, Mickey —dijo Kramer—. Se presentó voluntario para ir a buscar a los tres criados, y el coronel dice que estará de vuelta al anochecer. Bien, ahora lo que tenemos que hacer aquí es…

Zondi levantó una mano.

—¡Silencio, un segundo, jefe! Me parece que acabo de oír a Control llamándole a usted por radio.

—¡La hostia consagrada! ¿Y ahora qué? —gruñó Kramer—. Supongo que Gagonk y Jones se habrán encontrado : con alguna palabra complicada que no entienden en el libro.

—¡Sin la menor duda!

Era bueno reírse juntos en un momento en que la intuición había formado un huequecillo en el estómago. Kramer alcanzó el micrófono de la radio y dio su posición a Control. Hubo una pequeña pausa y luego el propio coronel Muller hizo oír su voz.

—Teniente Kramer, ¿me recibe? Cambio.

—Fuerte y claro, mi coronel.

—Déjalo todo, Tromp, y que Zondi se ocupe de Woodhollow. Prioridad absoluta. Quiero que vayas al número 146, repito, 146 de Acacia Drive. ¿Lo has recibido?

—Pues sí, mi coronel. ¿Ese sitio está por Brandsma Road?

—Correcto. ¿En cuánto tiempo llegarás allí?

—Digamos, ¿diez minutos?

—¡Menos tiempo, hombre!

—¿Puedo preguntarle qué problema hay, mi coronel?

—Limítame a darte prisa —dijo el coronel Muller—. Cambio y corto.

ORDENANDO SU TAQUILLA por novena vez, Ramjut Pillay reflexionaba sobre la bendición de haber nacido con aquella mente privilegiada. Un relámpago de inspiración pura, aparecido mientras bajaba lanzado hacia Trekkersburg saltándose toda una serie de semáforos en rojo, le había hecho ver una idea tan brillante que el estruendo de bocinazos que le dedicaron le sonó a trompetas celestiales.

Simplemente ocurrió que recordaba que uno de sus colegas de Correos, Harry Patel, presumía siempre de tener un hermano en el DIC, nada menos que un sargento detective, que trabajaba en todos los casos más difíciles. En otras palabras, el hombre oportuno, que podía tener a mano los datos del caso de Naomi Stride. Y como Harry Patel tenía la costumbre de divulgar los detalles de los últimos casos de su hermano a la primera de cambio, todo lo que Ramjut Pillay tenía que hacer era esperar en el vestuario de Correos la ocasión de entablar con él una charla intrascendente.

Estaba resultando ser una espera considerable, pero no importaba; Harry Patel tenía asignada una de las rondas más alejadas, y con frecuencia regresaba después de que la mayor parte de sus colegas hubieran colgado ya sus carteras y regresado a casa. Pero, de todos modos, sería sin duda mucho mejor encontrárselo a solas porque así podría llevar la conversación al terreno deseado con más facilidad.

—¡Hombre, tú por aquí, Ramjut! —exclamó a sus espaldas una voz alegre—. ¡Qué coincidencia! Hace sólo cinco minutos me estaban preguntando si sabía dónde andaba exactamente nuestro cartero malo y expedientado.

Ramjut Pillay se dio la vuelta. Quién podía ser sino Peerswammy Lal, cartero asiático de 3.ª Clase, sonriendo de oreja a oreja. El mismo Peerswammy Lal, recuérdese, que el año anterior metió en la cartera de Ramjut Pillay un sapo gordo que se había orinado sobre nueve efectos de correo particular y un tarjetón de biblioteca.

—No hay ninguna norma que diga que no puedo venir a taquillar mi arreglo —le espetó Ramjut Pillay que, pillado tan desprevenido, tenía el habla alterada.

—¡Dios mío, eres como una postal! —aplaudió la frase Peerswammy Lal con una abierta risotada—. Siempre trayendo bromas y alegría… ¿Puedo preguntar cuál es el ingenioso proverbio que has elegido para la meditación de hoy?

—¡Vete a la mierda! —bufó Ramjut Pillay.

Expresión que gustó tanto a Lal que le dio una palmada en la espalda, haciendo que sus gafas se deslizaran hasta la punta de la nariz. Se produjo una escena aterradora, en la que las enseñanzas pacifistas del Mahatma estuvieron en un tris de no bastar para evitar un baño de sangre.

—¡Maldito imbécil! ¿No puedes…?

—¡Bueno, bueno, echa el freno, compañero! —le advirtió Lal, un auténtico forofo de las artes marciales, apoyando todo su peso en una pierna—. Mis intenciones son absolutamente nobles, no tengo el menor deseo de liarme a puñetazos contigo. Pero si sigues por este camino, te arreo un zambombazo en los cataplines tan rápido que tu maldito ombligo no oirá más que el eco.

Profundamente conmovido por esa idea, Ramjut Pillay bajó los hombros y dijo:

—¿Era el señor Jarman, el de las investigaciones?

—No, era la policía.

—¿Qué? —se asustó Ramjut Pillay.

—Como te decía, no hace ni cinco minutos, cuando pasaba junto a la oficina del jefe después de mis horas extra, vi a dos tipos del DIC hablando con él. Bueno, para ser más preciso en los detalles, uno de los tipos del DIC hablaba; el otro, un detective negro, sólo escuchaba.

—¿El sargento Zondi?

Lal se encogió de hombros.

—No dijeron nombres. Todo cuanto oí fue algo referente a que el DIC pensaba que podías ayudarles en lo tocante a unos sobres azules, y el jefe me llamó y me dijo: «Esta mañana vi fugazmente su estampa, señor Jarman, como una exhalación equipada de gabardina y bicicleta, que bajaba desde la calle del Club. A lo mejor…».

—¡No, no, no! —gimió Ramjut Pillay—. ¡No puedes haberme hecho esto! ¡Estoy perdido! ¡Acabado! ¡Nunca más podré volver a ver a mi madre!

—¡Ramjut! —dijo Lal, con la sonrisa desdibujada—. Ramjut, ¿qué pasa? ¿Tu madre? ¿Cómo puedes estar tan desesperado para decir estas locuras?

—¡La policía me llevará preso! ¡Me acusarán de ladrón! ¡Me arrojarán a los calabozos más profundos!

—Mi querido colega, debe haber un malentendido. Lo único que quieren de ti es información, no…

—¡Eres tú el que lo ha entendido mal! —exclamó Ramjut Pillay—. ¡Oh, perro traidor, que vendes a tus hermanos del alma!

Y, dicho esto, salió corriendo.

ZONDI SE ALEGRÓ de estar otra vez en el estudio de Naomi Stride. Había allí no pocas curiosidades que no le había dado tiempo, con anterioridad, a admirar como es debido, y una de ellas era una tortuga de arcilla cocida que llevaba el sello inconfundible de Kwakona Mtunsi.

Sin embargo, era difícil aprovechar adecuadamente la ocasión, con la mitad de su mente aferrada aún a conjeturas sobre la misteriosa y apremiante llamada por radio del coronel Muller.

En el cajón del medio del escritorio no había sobres azules. Zondi lo sacó de sus guías y lo puso boca abajo. A veces había quien intentaba ocultar documentos pegándolos en la parte inferior, pero esta vez no era el caso. Se reclinó hacia atrás en la silla giratoria y dejó que su mirada se pasease por la habitación, escudriñando otros posibles escondrijos. El coronel Muller sonaba muy jadeante, demasiado para tratarse de algún robo o asesinato de rutina. Fuera lo que fuese para lo que quería la ayuda del teniente, tenía que ser algo muy extraordinario, algo sin duda estrafalario, imposible de imaginar.

Todas las cartas y postales que Naomi Stride había metido entre los libros de las estanterías del estudio habían sido retiradas, presumiblemente por el suboficial Jaap du Preez y su equipo. Pero ¿se habrían tomado la molestia de mirar entre las páginas de los libros? Sí; el diccionario grande había cambiado de posición, y Zondi tuvo que rebuscar el título que recordaba haber visto anteriormente al lado de aquel volumen. Era obvio que habían vaciado y vuelto a llenar los estantes al buen tuntún, sólo para poder efectuar la inspección.

Por otro lado, no podía descartarse que el coronel Muller sonara tan convulso simplemente porque se hubiera cometido un delito que le afectase personalmente. Para un oficial de la policía, hasta un robo con escalo en propia carne podía suponer un duro golpe, tanto más si se tiene en cuenta que siempre había pensado que esas cosas sólo les pasaban a «ellos», a los demás contribuyentes, a aquella población de la que jamás se consideró parte.

Buscar escondrijos en el estudio de Naomi Stride era ridículo, pensó Zondi. Todo lo que había averiguado de aquella mujer indicaba que era descaradamente poco discreta en lo que hacía o creía. Esconder cosas no cuadraba con su naturaleza. Ni el archivador ni el cajón del escritorio estaban cerrados, es cierto.

Pero la idea de que el coronel Muller estuviera tan agitado por algo personal era difícil de fundamentar. Por lo que él sabía, el coronel Muller no vivía ni por asomo cerca de Acacia Drive ni tenía ningún pariente por allí.

Zondi decidió que sólo cabía sacar una conclusión: o Naomi Stride había extraído ella misma los sobres azules del cajón, probablemente para destruirlos, o el asesino los había cogido en el momento del crimen.

Pero ¿por qué aquel asunto de Acacia Drive 146 tenía «prioridad absoluta», por encima del asesinato de una novelista mundialmente famosa, y por qué el coronel Muller parecía tan perturbado? Seguía sin imaginárselo.

O, como le gustaba decir al teniente, resultaba «de todas, todas» incomprensible.

LA CASA NÚMERO 146 DE ACACIA DRIVE era un barracón en un camino bordeado de jacarandás. Kramer aparcó entre el coche oficial del coronel Muller y una furgoneta de patrulla, encendió un Lucky y echó una mirada al lugar.

Era modesto, limpio, parecía el tipo de refugio que eligen los recién casados o las parejas jubiladas porque, a juzgar por el tamaño del edificio, tendría como mucho dos dormitorios, y uno de ellos bastante chico. El tejado era de planchas onduladas de uralita, bastante bajo, y las paredes exteriores estaban enlucidas y pintadas de amarillo pálido, mientras la carpintería la habían puesto de verde oscuro. Al lado derecho de la casa había un garaje anexo y un caminito corto asfaltado con un pavimento absurdo. Parecía muy poco probable que allí viviese nadie que tuviera la menor importancia.

Kramer se bajó del auto y subió por el camino en el que había aparcado un Datsum rojo brillante y adornado con innumerables accesorios. La puerta del garaje estaba abierta de par en par y evidenciaba que se usaba también de taller, porque a lo largo de la pared del fondo, sobre un banco de carpintero bien sólido, había unas filas muy ordenadas de herramientas de coche y carpintería. En el suelo se apilaban varios montones de la revista Mecánica Popular junto a una caja grande de cartón. Con toda probabilidad alguien debía de haber estado repasándolas cuando le llamaron.

Un guardia uniformado de diecisiete años escasos, de cara tan pálida que los granos parecían cerezas en un pastel de merengue, salió de la casa.

—Per… perdone, ¿es usted el teniente Kr-Kramer, por favor? —le preguntó poniéndose firme y saludando.

—¿Acabas de ver tu primer fiambre, eh?

—¡Demonios!, no, mi teniente, pero el de esta señora es el primero de un blanco.

—Ya, muchas veces son los peores, según dicen. Bueno, ¿dónde está? ¿No te han mandado para que me enseñes el camino?

El jovencito asintió y trastabilló hacia la casa.

—¿Sabes de qué va todo este lío? —le preguntó Kramer ya dentro del recibidor, más limpio que una patena y en el que hasta la guía de teléfonos tenía su propio estante decorado.

—La verdad, no lo puedo entender, mi teniente —admitió el muchacho en voz baja—. Nos llamaron para que viniésemos porque había muerto alguien, pero a mí todo me pareció muy normal. En cambio, mi sargento echó una mirada, habló unas palabras con el hijo, me dijo que diera conversación al marido y les gritó a los de la furgoneta que avisasen al coronel Muller por radio.

—¿Entonces, exactamente, qué…?

—Está aquí dentro, mi teniente —dijo el jovencito deteniéndose ante una puerta a la que llamó discretamente—. ¿Mi coronel? Ha llegado el teniente Kramer.

—¡Adelante!

Kramer se encontró en un cuarto de baño muy agradable, que olía a manzanas. Las paredes estaban alicatadas con azulejos amarillo pálido, y en un estante de cristal debajo del espejo del lavabo había un frasco de champú con una manzana en la etiqueta. A su derecha, sujeto a la pared, colgaba un chisme cromado con tres cepillos de dientes, dos de ellos para dentaduras postizas.

Luego Kramer miró al coronel Muller y al suelo, a sus pies. Una mujer yacía allí muerta boca arriba, desnuda, cubierta con una bata naranja. Una mujer grandota, casi obesa, con piernas como almohadas y una cabellera gris esparcida y revuelta sobre el suelo de corcho. Había estado mojada porque quedaban charquitos y el agua había empapado el batín.

La ducha goteaba.

—Mi esposa —dijo el hombre que estaba sentado en el borde de la bañera.

Hablaba en afrikáans. Era rechoncho, de unos setenta años, y vestía pantalones cortos color caqui, camisa deportiva y sandalias. Su cara le trajo a Kramer un recuerdo impreciso. Las bolsas debajo de los ojos, las finas orejas despegadas, la sensación de que aquella mandíbula la habían moldeado con hormigón reforzado, le recordaban algo. Y también la suavidad de la boca, que creaba un extraño contraste.

—Resbaló en la ducha —dijo el hombre, como temblando.

Kramer vio manchas mojadas en la camisa del hombre, un poco de sangre en su cuello. Debía de haber acudido corriendo, agarrado a la mujer y sacado arrastrándola de la ducha. Eso tenía sentido, sólo que…

Estaba claro que allí, en Acacia Drive 146, había un cadáver. ¿Y qué? Para lo que suele haber, aquel cadáver no tenía nada de especial; todo el mundo sabe que los accidentes domésticos se cobran cientos de vidas al año, y a su parecer, aquel cuerpo era sencillamente un número más de aquella terrible estadística. De hecho se le antojaba tan vulgar y tan patéticamente rutinario que, si se comparaba con el tipo de muertos que normalmente se encontraba, aquella puñetera muerta era una afrenta a su inteligencia.

Miró con aire interrogador al coronel Muller, que estaba firme, pálido y con los labios apretados.

—Sólo se metió en la ducha y resbaló —repetía el hombre—. Habrá pisado el jabón. ¡Ha sido un accidente!

El coronel Muller alargó un brazo y le puso la mano en el hombro.

—Ahora estése tranquilo, Willem, tranquilo —le dijo—. Procure no ponerse demasiado nervioso, ¿eh? ¿Por qué no sigue mi consejo y se viene al salón a esperar al doctor Strydom?

¿Willem? Kramer volvió a mirarlo.

Y, de repente, cayó en la cuenta. ¡Claro, naturalmente! ¡Willem Martinus Zuidmeyer, jubilado desde hacía diez años o más! Y Kramer, cogido completamente de improviso, estuvo a punto de soltar una carcajada.

Eso fue justo antes de darse cuenta, con un sobresalto, de las extraordinarias consecuencias de aquella situación.