CADA VEZ MÁS DESESPERADO en sus intentos por llegar a alguna conclusión sobre las amenazas anónimas recibidas por Naomi Stride, Ramjut Pillay probó suerte recorriendo arriba y abajo su habitación. Por desgracia, no tenía un tamaño que propiciase la concentración puesto que se veía abocado a subirse y bajarse continuamente a la esquina del diván, y después de diez minutos practicando, quedó empapado en sudor sucio e igualmente a años luz de resolver la paradoja del matasellos.
—¡Diantre! —se dijo a sí mismo, sentándose para descansar—. Este es un caso para Sir Sherlock Holmes, en nuestra modesta opinión.
La observación le hizo recordar algo: y es que en alguna parte, enterradas bajo toda clase de rosillas útiles que había ido recogiendo, tenía una lupa y una pipa muy arqueada. La pipa fue fácil de encontrar, todavía sabía a aquel apestoso tabaco de almacén con el que había realizado un breve experimento, pero necesitó unos cinco minutos más para dar con la lupa.
Sentado en el diván, chupando la pipa vacía y estudiándose los pelos del dorso de su índice izquierdo, pronto mejoró su ánimo. Se preguntó qué otras cosas podía examinar, y cogió la bolsa de plástico que contenía el sobre azul en cuyo interior se había enviado la terrible prueba n.° 5.
—¡Eurípides! —exclamó Ramjut Pillay, a quien el contacto con Civilizaciones Antiguas (cursos 1o y 2o) le había enseñado que los griegos tenían expresiones para todo—. ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos, demonios…?
Resultó que allí, demasiado borroso para sus gafas pero suficientemente nítido bajo la lupa, podía ver cuatro números minúsculos impresos en el ángulo derecho del matasellos.
0730
Todo quedó aclarado en un abrir y cerrar de ojos.
Los sábados, los buzones sólo se vaciaban una vez, a las 11 de la mañana. Todo lo que se introdujese durante el fin de semana después de esa recogida, no se recogía hasta las 07.30 del lunes por la mañana, con lo que llegaba tarde para la entrega antes del martes. El problema era, sin embargo, que muchos ciudadanos pensaban que la última recogida era a mediodía —como, en realidad, había sucedido hasta no hacía mucho— y seguían echando efectos postales mucho más tarde de las once, confiando en que entrarían en el reparto local del lunes. Era evidente que el anónimo autor de las amenazas había cometido aquel mismo error habitual, con lo que la aparente contradicción dejaba de ser un misterio. Simplemente, había supuesto, equivocadamente, que Naomi Stride leería la carta antes de ser asesinada.
Entonces, en vez de seguir sintiéndose orgulloso de la brillantez de su deducción, Ramjut Pillay, se puso de repente a temblar.
—¡Oh, Dios mío, Dios, Dios! —se lamentó, estremeciéndose al comprender todo lo que aquello significaba.
No sólo había demostrado concluyentemente que la carta era sin ningún tipo de duda obra del asesino de Naomi Stride, sino que también había confirmado el hecho de que se encontraba en posesión de pruebas por las que la policía daría con gusto su brazo derecho.
EL NOMBRE DE FRÍO CONSUELO empezaba a tener ahora mucho más sentido para Gagonk Mbopa que cuando subió hasta la granja. Un frío consuelo, desde luego, encontraba al verse frente a tantos hombres de pelo en pecho, y sin embargo, y debido a las circunstancias, frustrado por el tono un tanto amariconado que debía adoptar en los interrogatorios.
—Bien, ¿qué has conseguido averiguar hasta el momento? —preguntó Jones, saliendo del edificio de la granja y llevándoselo aparte.
—Hasta ahora, nada, mi teniente —respondió Mbopa, permitiendo que en su voz se colara un atisbo de disculpa—. Estos chicos de campo no son como los que yo me he encontrado otras veces.
—Así parece, resulta una tropa bastante descarada —aceptó Jones, contemplando fríamente el hatajo de negros bien alimentados y vestidos, de mirada firme, reunidos a la puerta del establo—. La verdad, éste es un sitio condenadamente extraño, sí señor. El sospechoso ha estado intentando explicármelo.
Todo el mundo intentaba explicarle cosas al teniente Jacob Jones, reflexionó Mbopa, y algunos ponían tanto interés en el empeño que casi lo conseguían. Quizá esta vez mereciera la pena decir:
—¿Y eso, mi teniente?
—Este sitio —le confió Jones, bajando la voz— es uno de esos que el granjero, quiero decir, el sospechoso, llama una «cooperativa» de trabajadores, que debe de ser algo soviético, por como suena la cosa, aunque él lo niega y se ríe. Al parecer, lo que quiere decir es que esos tipos que ves ahí no se llevan la bolsa de maíz para comer, como en todas partes, con algo de carne y unos pocos rands de salario. ¡Pues resulta que no!, lo que se llevan, a cambio, y no es ninguna broma, es una parte de los beneficios de la granja.
Mbopa soltó una risotada de sorpresa e incredulidad.
—¡Un poco más de respeto, negro bruto! —le soltó Jones, mirando incómodo al grupo junto al establo.
—No me interprete mal, mi teniente. La causa de la risa no es lo que dice mi teniente. Me río de lo tontos que son esos tipos.
—¿Cómo?
—Piensan que van a ganar una parte de los beneficios, mi teniente; y ¿cómo saben que el granjero no hará ver que ha ganado mucho menos de lo que gana?
—Según dice, mantiene reuniones con ellos para hablar de las finanzas de la granja, y cada mes uno de los obreros puede echar una ojeada a las cuentas.
—¡Ja, ja, ja…! —rió Mbopa, lanzando una mirada también a los hombres que él había reunido—. ¿Va usted a decir algo a los de Seguridad Interna sobre este lugar, mi teniente?
—Exactamente, sargento. —Jones dio media vuelta para volver a entrar en la casa—. Nunca se puede saber hasta dónde puede llevar un asunto como éste… si es que no ha llevado ya.
En los labios de Mbopa se dibujó una sonrisa de contento. Notó que había tenido un efecto inmediato en los trabajadores, efecto que no comprendió del todo. Pero era lo bastante listo como para mantener la sonrisa, y ver cómo crecía el nerviosismo general cuando regresaba para continuar con los interrogatorios.
A LAS NUEVE CUARENTA, el suboficial Jaap du Preez se presentó en el despacho del coronel Muller con los resultados de las investigaciones rutinarias realizadas en Jan Smuts Glose y alrededores.
—Nada, mi coronel —dijo.
—¿Nada?
Du Preez se pasó una mano por el pelo rojizo e hizo una mueca que al coronel Muller le recordó cierto comentario de Kramer sobre los orangutanes.
—Absolutamente nada de nada, señor —confirmó—, a pesar de que sabe Dios que lo hemos intentado con ahínco. En Jan Smuts Close nadie recuerda ningún vehículo que subiera o bajara por la calzada a la una o en torno a la una de la madrugada en cuestión. Nadie tiene tampoco idea de quién podía odiar a Naomi Stride lo suficiente como para querer matarla. Los vecinos no son de la clase de gente con la que ella se relacionaba.
—¡Pero Jan Smuts Close no puede tener mucho tráfico nocturno, hombre! Seguro que alguien tiene que…
—Ni un alma, mi coronel. Nadie. Ni siquiera el señor Parry Evans, que dice padecer insomnio. Fíjese que mal está la cosa que incluso añadió que a esa hora se encontraba en su dormitorio, en la parte de atrás, escuchando música con auriculares.
—Fantástico… —suspiró el coronel Muller, reclinándose en el sillón—. ¿Qué me dice del registro en la casa, en ese… Woodhollow? ¿Ya han terminado?
—Nada que señalar, mi coronel. O, por lo menos, nada que resulte de por sí sospechoso.
—¿Han examinado bien toda la correspondencia?
—Los tres detectives que envió están todavía trabajando en ello, mi coronel —dijo Du Preez, rascándose la rodilla derecha de pie y sin necesidad de encorvarse—. En cualquier caso, durante el último año no ha habido nada «siniestro», como diría usted.
—¿Tampoco hay rastros del arma asesina?
—Ninguno, mi coronel. Ahora están registrando el terreno por segunda vez.
El coronel soltó un gruñido y se puso a escarbar en su pipa de brezo nueva.
—¿Han enviado a alguien para recoger a los criados de la difunta?
—A Hopeful Dumela, mi coronel… se ofreció voluntario.
—¿Dumela? ¡Ah!… bien; su padre, un buen hombre. ¿Qué tal se porta este Hopeful?
—De primera, para un bantú, mi coronel.
—¿Y cuándo espera…?
—Tiene instrucciones de estar de vuelta al anochecer, mi coronel.
—Entonces ya tenemos algo que esperar —señaló sombríamente el coronel—. No es que sepa muy bien qué nos pueden decir… no me pregunte por qué, Jaap, pero tengo la sensación de que esta vez vamos francamente mal.
—¡LLÉVANOS EN TU COCHE! —suplicaban los niños de la Misión Tebeli a Zondi, tirándole del faldón de la chaqueta—. Sólo un paseíllo, señor detective, sólo hasta las mimosas y volver.
—Les has causado buena impresión —dijo Kwakona Mtunsi; por un instante la tristeza desapareció de su rostro.
—¡Hum, tú tendrás la culpa! —gruñó Zondi, guiñando un ojo—. Muchas gracias por invitarme a tomar el té.
—Cuando cojáis a ese hombre, dímelo —la tristeza había vuelto.
—Sí, fue un hombre —indicó Zondi, asintiendo con la cabeza.
Mtunsi sonrió otra vez, de forma muy comedida.
—Así habla el policía que yo no seré nunca —dijo—. Seguro que ninguna mujer…
—Pero antes también dijiste que no podías imaginar que nadie cercenara esa vida, hermano.
—Cierto, esas fueron mis palabras —admitió Mtunsi.
—Entonces, ¿has pensado luego algo que te dé a entender que pudo haber sido un hombre el que…?
Mtunsi meneó la cabeza.
—No conozco a la señora Stride más que de verla venir aquí a Tebeli a animarme con mis esculturas y a traer regalitos para los niños. Nunca hablaba de su propia vida, aunque una vez… —hizo una pausa—. Sí, es cierto: una vez me dijo que no hiciera nunca tratos con su hijo. Lo había olvidado.
—¿Y dijo por qué?
—No, y me pareció poco correcto preguntárselo. En su cara se reflejaba que tenía muchos conflictos interiores.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace mucho… puede que el año pasado.
—¿Y qué te dijo su cara recientemente?
Mtunsi rascó un poco de arcilla seca de uno de los botones metálicos de su mono con la uña del pulgar y se quedó pensativo.
—Hace como un mes, venía todos los viernes, la señora Stride estaba tan poco feliz en su interior que le pedí excusas por no poder empezar a trabajar en su retrato. Tenía la cabeza cansada de una mujer vieja, hundida hasta el cuello.
—¿Y desde entonces?
—Volvió a levantar el mentón, aunque una vez vi que un miedo extraño ahogaba el brillo de sus ojos. Fue hace dos viernes, cuando me olfateé que…
—¿Qué sucedió que originara ese miedo?
—Aquí en la escuela, nada, de eso estoy seguro. Algún recuerdo, quizás; alguna idea que le rondaba por la cabeza. La pequeña Ntombifikile entró en la choza a enseñarle una carta que había escrito en clase y, justo en el momento en que la señora Stride cogió la carta para elogiar a la niña, se le puso aquella cara.
—¿Pudo ser —Zondi sacó las llaves del coche— algo de lo que había escrito en ella? ¿Puedes recordar de qué trataba la carta?
—Me acuerdo de que estaba llena de faltas de ortografía y de mayúsculas que no venían a cuento. ¡Oh!, era una notita corta para el padre de Ntombifikile, que vive en una de esas residencias de las fábricas, lejos de aquí. La niña le preguntaba en qué año esperaba haber ahorrado suficiente dinero para poder regresar a casa, a pasar diez días.
—¡Ah! —dijo Zondi, recordando la descripción hecha por Naomi Stride de un albergue para bantúes—. ¿Puedes estar seguro de que lo que viste en sus ojos era miedo y no pena o compasión?
—Estoy seguro de que era miedo —dijo Mtunsi—, aunque, tienes razón, no podría jurarlo.
—¡Llévanos en coche, por favor, llévanos de paseo! —gritaban los niños a coro.
—Quizás vuestro maestro tenga muy pronto un vehículo para llevaros hasta las mimosas y volver —dijo Zondi, abriendo la puerta de su coche—. ¿Oíste lo que te dije de los mil rands, Mtunsi?
—Lo oí, hermano. Pero lo que de verdad necesitamos es un tanque para poder recoger el agua de lluvia, para beber.
TESS MULDOON saltó de la cama y cogió su kimono de seda turquesa.
—No me gusta nada tener que decir esto —dijo—, pero, por mucho que me gustase quedarme aquí tumbada todo el día cotilleando sobre la pobre Naomi mientras me frotas la espalda, ¡las hay que tienen que trabajar! Mi primera alumna particular llega a las doce y media, y sólo tiene libre la hora del almuerzo.
Kramer asintió, turbado, al verla levantarse y moviéndose tan deprisa.
—¡Mujer de Dios, qué hermosa eres!
—Ya lo sé —le respondió ella.
Kramer se echó a reír. Las bailarinas de ballet no eran como las demás mujeres, o por lo menos eso parecía deducirse de su primer encuentro con una. Tenían un distanciamiento de sí mismas muy profesional, muy realista, cosa que, en una tierra de mujeres coquetas, resultaba realmente refrescante.
—Y de todos modos, dudo que pueda decirte nada más.
—Cierto —aceptó él—. Bueno, será mejor que yo también me mueva. Todavía tengo que ver a otras dos personas antes de las once.
—C’est la vie, mi amor. Pero…
—¿Qué?
—Volveré a estar libre más tarde.
—¿Y eso?
—A partir de las nueve de la noche.
—¡Pero si pensaba que se nos habían acabado las cosas de que hablar!
—¡Oh, eso espero! —dijo ella, con una sonrisa perversa.
Kramer le devolvió la sonrisa.
—Bueno, entonces quizá hasta más tarde, Theresa Mary Muldoon —y le dedicó una reverencia de despedida de lo más correcta.
CUANDO LLEGABA A CARRETERAS ASFALTADAS, razonablemente rectas y llanas, el teniente Jones conducía de manera casi aceptable. Mbopa y él iban de regreso a Trekkersburg, casi sin esfuerzo, decididos a entrevistar al menos a otro sospechoso más antes de informar al coronel Muller, a las once.
—Me pregunto si Kramer habrá encontrado algo esta mañana —comentó Jones.
Mbopa se encogió de hombros.
—¡Eh! ¿Quién te ha dicho que intervengas? ¿No sabes distinguir cuando hablo para mí mismo?
Un cartel que decía «Bienvenidos a Trekkersburg» se acercó y quedó atrás.
Soñando despierto, Mbopa pasó unos momentos vaporosos con una vieja amiga, Zsazsa Lady Gatumi, y luego se vio a sí mismo en la calle Leonard, junto a los tenderetes de los hechiceros, comprando un afrodisíaco muy potente. Con sólo dos gotas que colara en el café de Jones mañana a las once, cuando el follón se hubiera calmado y las ambulancias hubieran evacuado a las mecanógrafas del DIC, el coronel Muller se acercaría a él y le diría: «Sargento detective bantú Joseph Mbopa, prepárese a tener noticias sobre un posible ascenso esta misma semana. Si no hubiera estado usted aquí para reducir a aquel hombre tan enfermo. ¡Dios del cielo, no sé qué habría pasado!», y Mbopa se reiría con una risita discreta.
—¿Qué haces? —le increpó Jones.
Mbopa miró a su alrededor; era la inocencia personificada.
—Otra vez estás riéndote solo —se quejó Jones—. Sinceramente, hay veces en que me pregunto muy en serio qué puedo haber hecho para merecer a un bantú como tú. Pero dejémoslo, de momento; ¿viste alguna magnolia en la granja? Que me ahorquen si yo las vi.
—¿Flores blancas? No, no, mi teniente.
—¿Crees que ese bastardo de Zondi está tratando de tomarnos el pelo con eso de que «La última magnolia» es una pista?
—Mi teniente puede tener razón, pero ese tipo juega un juego muy astuto.
—Ya, y desde luego una «magnolia» evoca algo… —concedió Jones, mordiéndose pensativo el labio inferior—. Mbopa, ponte a pensar, ¿entendido? No hay que dejar que esos dos nos ganen.
Por lo menos en esto la pareja estaba de acuerdo.
EL SIGUIENTE SOSPECHOSO de la lista de Kramer le puso las cosas fáciles.
—Murió —dijo la mujer de rostro severo que abrió la puerta de la pensión cuyo nombre, el que le habían dado, era residencia de Richard Pomeroy, funcionario y escritor de cuentos. La casa olía a nabos hervidos.
—¡Oh! Sí, claro… ¿Cuánto hace que murió, señora?
—Domingo.
—¿Y cómo murió?
—Ahogado.
—¿Cómo? ¿Con qué? ¿O alguien…?
—Vómito.
—¡Ah! Así que…
—Alcohólico.
—¿Y dónde tuvo lugar la muerte exactamente?
—Aquí.
—¿En esa habitación?
—Retrete.
—Y supongo que la policía de la zona tendrá todos los demás detalles.
—Sí.
—Entonces muchas gracias y adiós —suspiró Kramer—. Pero antes, dígame, ¿siempre contesta todas las preguntas que le hacen con una sola palabra?
—No —dijo la mujer.
COMO TENÍA BASTANTE TIEMPO antes de la hora de volver al DIC para intercambiar información con el teniente, Zondi decidió pasar a ver al guardia bantú Hopeful Dumela, en Woodhollow. Era muy posible que el joven se hubiese acordado de más cosas de las que le contaba la cocinera sobre los tejemanejes de la casa.
Pero cuando Zondi llegó a lo más alto de Jan Smuts Close, recordó con un chasquido de lengua que Dumela había cubierto el día anterior un turno de dos a diez, con lo que aquel desplazamiento iba a ser tiempo perdido. Detuvo el coche y dio marcha atrás hacia un garaje.
—¡Eh! —gritó la señorita Simson, llamándole con la mano desde el porche—. ¿No es usted el detective africano que estuvo ayer aquí?
Así que Zondi terminó de dar la vuelta, aparcó junto a la cancela de la señorita Simson y fue a ver qué quería. Se había empolvado la cara y llevaba un vestido con volantes en el cuello y los puños. Era evidente que lo de tener un asesinato a las puertas de casa le hacía sentir que la vida merece ser vivida.
—¿Alguna noticia? —preguntó a Zondi cuando llegó al pie de los escalones de la porche.
—¿Perdón, señora?
—Ya sabe, ¿han cogido ustedes a alguien?
—No, señora, todavía no. Va a ser un caso muy difícil.
—Ya lo sé. ¿No es aterrador pensar que cualquiera haya…? ¿Qué fue lo que le hicieron exactamente?
—Lo siento, señora. No dispongo de esa información.
—¡Claro!, ya me supongo que no —le dijo ella con cara enfadada—. Lo que no puedo entender, la verdad, es por qué los diarios no traen más detalles.
—Algunas veces es mejor así, señora.
—Pero ¡piense en el hijo… ese pobre chico, pobrecito! ¡Lo que debe de estar pasando!
—Debe de ser muy duro para él, señora.
La señorita Simson hizo una pausa, como si hubiera querido una contestación mucho más satisfactoria, y luego dijo:
—¿No estará con ustedes, verdad? ¿Le han permitido que se vaya a su casa?
—Sí, se ha ido a casa, señora.
—¡Qué alivio! ¿Y el pobre señor Pillay? He visto que esta mañana teníamos otro cartero. Por cierto, que vino de lo más temprano, así que apenas pude verle y no tuve ocasión de…
—Al cartero también se le permitió irse a casa, señora —dijo Zondi, deseando poder terminar con las preguntas de aquella bobalicona.
—¡Oh, Señor! Es tan triste, de todos modos —continuó la señorita Simson mientras pelaba una uva—. Apenas unos minutos antes de que volviera aquí corriendo, el señor Pillay estaba tan emocionado con aquella carta, el pobrecito. Pero papá siempre me decía que…
—Disculpe que la interrumpa, señora —dijo Zondi—, pero ¿de qué carta está hablando?
—La que traía el sello inglés nuevo, por supuesto.
—¿Un sello inglés nuevo?
—El señor Pillay colecciona sellos —dijo la señorita Simson—. ¿No se lo ha dicho a ustedes? Yo creía que los detectives siempre descubrían todo lo que se podía saber de todos. Da igual; estuvimos admirando el sello los dos, ahí mismo, donde está usted, y yo le animé a que le preguntase a quien fuera si se lo podía quedar. —Soltó una exclamación, sufrió un ligero tembleque y añadió—: «¡Lo haré, claro que sí!», dijo él. ¿Cree usted que era para la señora Stride? A lo mejor puede saber de cuál le estoy hablando si le echa una mirada a las pruebas, o como llamen ustedes a esas cosas.
Pero Zondi más bien lo dudaba. Tenía una fotografía mental de las cartas encontradas en Woodhollow que habían llegado el día antes, y entre ellas no había ningún sobre con un sello inglés nuevo (ni tampoco antiguo).
ASÍ QUE A LAS DIEZ Y MEDIA, el coronel Muller recibió otra visita: el capitán Tiens Marais, nuevo jefe de Huellas Dactilares, era un hombre taciturno aficionado a la ropa llamativa y que siempre llevaba guantes. Guantes de algodón blancos para ocultar, como él explicaba, las horribles consecuencias de su alergia a algunos productos químicos que empleaba en el cuarto oscuro. Aquella mañana también llevaba puesta una camisa verde esmeralda con lunares amarillos, un cinturón verde muy ancho y zapatos a juego. Algunos, a sus espaldas, le llamaban Ticky en homenaje a un famoso payaso de circo.
—Tengo unas cuantas cosillas sueltas para usted, coronel —dijo acercando una silla a la mesa—. Nada del otro jueves…
—¿Del caso de Naomi Stride? ¡Excelente!
—En primer lugar, lo que encontraron mis agentes en el lugar del crimen. Dos muestras de materia vegetal.
—¿Dagga?[1] —preguntó el coronel Muller de lo más sorprendido—. ¿A su edad? Sin duda era de esos artistas que suelen ser aficionados a esas cosas, pero…
—No, dagga no, ni marihuana o hachís ni cualquier otro nombre que quiera usar. Algo mucho más extraño…
—Entonces, ¿qué? —dijo el coronel Muller, examinando la bolsita de plástico que le había ofrecido.
—Romero.
—¿Qué?
—Una hierba inglesa que se usa para cocinar.
—¡Ah! —dijo coronel Muller, a quien no le gustaba jugar a las adivinanzas—. Me alegra que esos agentes suyos tan bien entrenados tuvieran el caletre suficiente para darle un buen repaso a la cocina.
—¡Ah, no! No lo encontraron allí. Esto estaba en el suelo del solarium donde la mataron. Y aún más: cuando buscaron en la cocina, allí no había rastro de esa hierba.
El coronel Muller se sentó un poco más erguido.
—¿Quiere usted decir que lo tiraron allí o algo parecido?
—Todavía más extraño, mi coronel. Parece como si lo hubiesen aventado.
—¿Ah, sí?
—Y ahora, la otra muestra —dijo Tiens Marais, alargándole otra bolsita de plástico—. Esto son pétalos que se encontraron dentro del traje de baño. También parece que los hubieran esparcido por dentro.
—¡Hombre! Estas flores las conozco… ¿son pensamientos?
—Correcto, mi coronel. Pero lo que probablemente no sabe es que en el jardín de Woodhollow no hay plantados pensamientos. Lo hemos comprobado.
Aquél parecía un buen momento para hacer una pausa y encender la pipa. El coronel Muller usó tres cerillas, prensó el tabaco, pensativo, y volvió a sentarse.
—Bien, ¡qué me aspen pues si yo…! —acabó diciendo.
Tiens Marais se rascó la nariz colorada —misteriosa afección para un abstemio total— y se encogió de hombros.
—Lo mejor que se nos ha ocurrido —dijo— es que el asesinato fuera, hum…, algo digamos ritual. El empleo de la espada, y después el romero y los pensamientos… esto ha de tener algún significado simbólico oculto.
—Supongo que sí —confirmó el coronel Muller—. El romero, parece cosa de mujeres ¿no?; y los pensamientos ¡demonios!, son unas florecillas… todo el mundo sabe que los artistas están a partir un piñón con los homusensuales.
—Homosexuales —le corrigió suavemente Tiens Marais, cuyo inglés era ligeramente superior al de su interlocutor.
—Pero ¿a dónde nos lleva esto, Tiens?
—Para mí que es un misterio, mi coronel. Quizá nos resulte más útil lo que mi laboratorio nos ha dicho del trozo de espada descubierta. Pedí que nuestra lumbrera oficial, Piet Baksteen, le echase un vistazo.
—¿Y qué?
—Dice que no es una espada de verdad, que está mal templada. Una espada auténtica no se hubiera roto así. Apunta a que es de fabricación casera, probablemente fabricada y vendida para decorar; o algo así.
—¡Ah! ¡Esto estrecha un poco más el círculo!
—El laboratorio ya ha consultado con la Brigada de Armas de Fuego por si tuvieran noticias de alguna espada similar que hubiera sido robada, pero nada. Piet sugiere que hagamos público el tipo de arma empleada para ver si aparece alguien al que le hayan robado una.
—Hum… —dijo el coronel Muller—. No me convence. Estamos ocultando el tipo de arma para evitar cartas de locos, impedir titulares sensacionalistas, y porque así…, en fin, es como guardarse un triunfo en la manga.
Tiens Marais entrechocó las pestañas, asombrosamente espesas y larguísimas y dijo:
—¿Y no cree que ahora debería reconsiderar tal vez la decisión, mi coronel?
Se produjo un largo silencio.
—Sólo tal vez —dijo el coronel Muller.
—¡LA DE TIEMPO QUE UNO PIERDE! —murmuró Kramer para sus adentros al llegar a la última dirección de su lista de sospechosos—. ¡Estupendo! ¿Por qué iba yo a preocuparme?
El número 18 de Ladysmith Terrace era la de un grupo de casuchas realmente viejas situadas a lo largo de una carreterita que serpenteaba junto al río. Ladrillos rojos, tejados de metal acanalado, vistosa carpintería en las dos buhardillas gemelas y, detrás, establos de adobe con una puerta amarilla brillante abierta de par en par. A través de ella salía un bonito humo azul que olía a plomo caliente. Kramer aporreó dos veces, fuerte, con las llaves del coche.
—¡Cielo Santo! ¿Quién es?
—Perdone que le haya asustado… ¡eh! Teniente Kramer, Robos y Homicidios. ¿Es usted Gareth Telford?
—Pase, pase, por lo que más quiera. No esperará que lo deje todo empantanado sólo para…
De modo que Kramer cruzó la entrada esperando encontrarse con un galán encantador, consuelo de bailarinas, y se topó con una figura deforme doblada sobre una ventana emplomada despiezada, tendida sobre una mesa enorme recubierta con papel.
—¡Santa María, Madre de Dios! —dijo Telford, enderezando la soldadura con ambas manos—. Prométame que nunca volverá a hacer eso. Llevo seis meses trabajando en esta tontería, y va usted y casi hace que la escacharre por completo.
—Lo siento —dijo Kramer, que nunca había hablado con un jorobado blanco hasta entonces.
—Supongo que será por lo de la Stride —continuó Telford, que seguía sin levantar la vista de su tarea consistente en ir disponiendo las tiras de plomo entre los segmentos de cristales de colores colocados sobre un patrón hecho a lápiz—. Andará usted buscando a todos los puñeteros herederos.
—¡Acertó!
—Es lo razonable. ¡Dios santo, mire lo que acaba de hacer! ¿No puede ponerse un poco más apartado de la luz? No, yo no la maté…, no tengo tiempo.
—¿La conocía bien?
—Una buena zorra paternalista.
—Habla usted como un resentido con una astilla en el hombro.
—Es una joroba, ¿o no se había dado cuenta?
—Me había dado cuenta —dijo Kramer, aplastando su Lucky—. Dígame: ¿cuánto aguanta usted en el desierto con un vaso de agua?
Telford soltó una risotada y miró hacia él, mostrando por un instante una cara ancha y plana, tan poco expresiva como una máscara de soldador. Tenía unos ojos azules iridiscentes, como reflejos de la llama de un soplete de acetileno preparado para cortar metal grueso.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué quiere usted?
—¿Cómo sabía que le había legado dinero?
—Se lo dijo a Tess Muldoon, y Tess me lo dijo a mí anoche.
—¿Cuando se bebieron una botella de vino juntos?
—Sí, yo estaba despotricando sobre lo que me ha costado esta jodida cosa, y Tess dijo que lo descontase de mis mil del ala —replicó Telford sin mostrar la menor sorpresa de que Kramer ya lo supiera, lo cual daba un simpático giro a la entrevista—. ¡La leche puñetera! ¿Por qué tuvo que dejarme algo? ¡Nunca hice otra cosa a esa mujer más que insultarla!
Kramer apreció el apasionado modo de hablar de aquel hombre, jugueteó con un trozo de vidrio color rosa, poniéndoselo delante del ojo, de manera que Telford adquirió un color mucho más atractivo.
—¿Estuvo enamorado de ella en algún momento? —le preguntó.
Telford volvió a reírse y a mirarle, pero esta vez no daba muestras de diversión.
—¿Tanto se nota? —dijo—. Supongo que sí, dos meses.
—¿Y entonces?
—No pude soportar más aquella compasión generalizada que ponía sobre todas las cosas. Empecé a pensar que era una falsa, culpa de un buen embrollo de culpabilidad sublimada.
—¿Perdón? No le entiendo…
—Un fin de semana —dijo Telford, dejando el soplete a un lado— la llevé a lo que tenía que haber sido una acampada en el monte. Se pasó todo el jodido día haciéndose la simpática con cada maldito campesino que nos encontrábamos y, cuando llegó la hora de montar la tienda, se negó en redondo a dormir en el suelo. Tuve que llevarla en coche, lo menos cincuenta kilómetros, hasta encontrarle un hotel.
—¿Y eso qué?
—¡Dios santo! ¿No está lo bastante claro? ¡No me extraña que le dieran pena los negros! ¿Acaso no duermen en el suelo, en sus chozas?
—Algunos; pero dormir en el suelo puede ser cosa cultural; —objetó Kramer.
—Eso es, exactamente —le interrumpió Telford—. Esa estúpida no estaba interesada de verdad, sólo le interesaba cómo se sentiría ella en las mismas condiciones.
Kramer asintió en silencio.
—Entonces, ¿cuándo fue la última vez que vio a la señora Stride? —le preguntó.
—Cuando volvimos de aquel viaje, un día antes… ¡Mmm!, hará unas cuatro semanas.
—¿Y mientras, estaba usted en buenos términos, por decirlo de algún modo, con la difunta? ¿Mencionó alguna vez haber recibido cartas anónimas?
—¿Insultos, quiere decir?
—Sí, algo por el estilo.
—No, en eso no le puedo ayudar —dijo Telford volviendo a revisar su trabajo—. Aunque por lo que entendí, su hijo tuvo líos con algo parecido no hace mucho. No sé detalles, sólo que le habían puesto nervioso.
—¿En qué sentido?
Telford se encogió de hombros, con la mirada aún fija en los cristales emplomados que tenía delante.
—Estos jodidos cacharros son siempre muy jodidos de valorar hasta que se les puede poner detrás la luz adecuada.
—¡Ejem, no sabría qué decirle! —musitó Kramer—. A mí la Virgen María me parece muy bien, y lo mismo puedo decir de Dios Todopoderoso y del buen Niño Jesús.