VI

EL CORONEL MULLER se hallaba en medio del aparcamiento interior a las ocho de la mañana siguiente, cuando Jones llegó de la calle en su coche y se detuvo junto a él.

—He visto ya a dos de los de mi lista de sospechosos, mi coronel —dijo saliendo del coche—. Y mi boy ha hecho el trabajo de apoyo interrogando a los criados. Siento decirle que los dos grupos tienen coartadas blindadas.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó el coronel sin detenerse, obligando a Jones a ponerse a su paso—. Y, de todos modos, soy yo quien coordina y toma las decisiones finales en estos asuntos.

Jones abrió una agenda pulcramente anotada y detallada.

—Roger Michael Slater, blanco, varón, mayor de edad, cincuenta y cinco años, poeta y librero de profesión. A las siete y cuarto de la noche pasada, aproximadamente, una amiga llegó a su piso para enseñarle unos dibujos.

—¿Ah, sí? Esto es nuevo.

—¿Cómo ha dicho, mi coronel? ¿He olvidado algo que hubiera debido…?

—Prosiga sin más, teniente.

—La amiga: nombre, Shareena Gordon, treinta y ocho años; más tarde cenó con el mencionado Roger Slater, preparó la colación Moses Tetwe, criado, que reside en el Poblado Kwela. A Tetwe se le ordenó servir el café aproximadamente a las diez y veinte, hora a la que se había dormido en la cocina. Slater declara que la dama ya había tomado en aquel momento «unas cuantas copas» y que estaba de un «humor alborotador». Se le cayó la primera cafetera y tuvieron que pedir otra. Cuando Tetwe compareció en el salón con la segunda cafetera, informó a su amo de que ya no podía regresar al Poblado Kwela puesto que el toque de queda era a las diez y media y no disponía de pase nocturno. Slater se ofreció a llevarle personalmente en su coche y a dar las justificaciones pertinentes si les detenía alguna patrulla, pero Tetwe dijo que, puesto que su amo acababa de tirar la segunda cafetera, tal vez no tuviera verdadero ánimo para conducir. Slater le dio la razón y le dijo que se acomodase en el suelo de la cocina para pasar la noche, y que para hacerse la cama emplease lo que quisiera, que lo cogiera de la cesta junto a la lavadora. Luego le deseó «felices sueños» y le dijo que no se molestase en hacer más café porque acababa de acordarse de que tenía un poco de coñac en algún rincón. Según Slater, «pensé que el coñac ayudaría a Shareena a calmarse» y aproximadamente a las doce estaba lo suficientemente calmada como para dejarla durmiendo en el sofá del salón y retirarse él a su cuarto. Tetwe declara que él no volvió a dormirse hasta aproximadamente las cuatro y veinte, por el reloj de la cocina, debido a que la dama invitada rezaba sin parar oraciones en voz alta tales como: «¡Oh, Dios!, es maravilloso…», «Dios mío, te quiero»… lo que a él, que se declara pagano, le resultó muy aburrido. Yo, personalmente, mi coronel, creo…

—Ya, ya, yo también, Jones. Pero, sin duda, la cuestión es que ese Tetwe puede certificar que Slater estuvo toda la noche en el domicilio.

—Exacto, mi coronel. En cuanto a la relación de Slater con la fallecida…

—¿Quién es el otro sospechoso al que entrevistó usted, eh? —dijo el coronel, consultando ostensiblemente su reloj de pulsera, al pie de la escalera de incendios.

—La señorita Yvonne Frobisher, blanca, mayor de edad.

—¿No podría darme los detalles en otro momento?

—Este…, ciertamente, mi coronel —respondió Jones con gesto enfurruñado—. La antedicha, bibliotecaria de profesión, declara haber pasado la primera parte de la noche escuchando un concierto por la radio y haberse acostado pronto, y la criada, que vive en el domicilio y la ayuda con la silla de ruedas, corrobora la declaración anterior.

—¡Excelente, Jones! —dijo el coronel Muller, dándole una palmada en el hombro—. Ahora, perdone, de verdad tengo que…

—¿Alguna noticia de Kramer, mi coronel?

—Ajá —dijo Muller con gran misterio.

DOS REPORTEROS y un equipo de televisión andaban merodeando junto a la casa de Theo Kennedy en Azalea Mansions mientras comían algo que olía a bocadillo de tocino. Kramer pasó andando justo a su lado.

—¡Mierda! —dijo entre dientes, pues no esperaba que la prensa apareciese tan pronto.

Entonces llegó corriendo hasta él una figurita familiar.

—Mami dice que vengas —le dijo cogiéndole de la mano—. Ven con Amanda.

—¿Ah, sí? ¿Y qué dice papi?

—Papi no está aquí, papi está en el cielo, ¡tonto! ¡Venga, o tiraré de ti!

Dejó que lo remolcase todo el trecho hasta la puerta del número 7. Comprobó que los periodistas apenas si le habían dedicado unas líneas, poco interesados en lo cotidiano como andaban. Un momento después estaba en el apartamento, que también olía a tocino, y la puerta de entrada se había cerrado a sus espaldas.

—Espero que no se haya molestado —dijo Vicki Stilgoe, sonriendo con timidez y mostrando que también ella tenía un par de hoyuelos—. Supuse que probablemente querría ver a Theo y lo tenemos aquí con nosotros.

—Theo está en el baño —le confió Amanda—. Se está lavando.

—¿De veras? —dijo Kramer.

—Pero saldrá dentro de un momento —dijo Vicki Stilgoe—. ¿Quiere tomar un café mientras tanto? Pase a la cocina.

Kramer la siguió por el corto pasillo deseoso de saber si tendría más hoyuelos allí donde su gracioso culito se juntaba con el final de la espalda. Pero estaba completamente vestida, con vaqueros azules apretados y una blusa de algodón, y tuvo que conformarse con admirar los lóbulos de sus orejas.

—¿Con leche o sin leche? —preguntó asiendo la cafetera.

—Con leche, por favor.

—Por lo menos —se rió—, anoche alguien se lo tomó con calma. Bruce y Theo han estado tomándolo solo y muy, muy cargado, me temo.

—Ya, yo me acosté temprano, sobre las siete y media. Un pintor alelado me puso de mal humor y decidí que sería mejor empezar esta mañana bien fresco. ¿Qué tal por aquí?

—Bruce fue a ver a Theo, que al principio no quiso ni conocerle, pero después, supongo, de una cosa fueron pasando a otra. Los oí regresar hacia las dos, haciendo ruido cuando intentaban buscar algo más de bebida; y no supe nada más hasta que me los encontré, como cadáveres, en la sala. Dios sabrá cómo consiguió Bruce reponerse lo suficiente para ir a trabajar. ¡Esta mañana habrá sido espantoso ser uno de sus obreros en la fábrica!

Esta mujer es viuda —iba diciéndose Kramer a sí mismo—. ¿Por eso me provoca esta sensación? ¡Demonios, debo de tener algo con las viudas! ¿Será porque de algún modo están relacionadas con la muerte y que eso me atrae porque la muerte es mi trabajo, mi vida incluso?

Nunca antes había pensado de sí mismo que tuviese alguna perversión, y la mera sospecha lo dejó ligeramente atónito.

JOSEPH MBOPA, alias «Gagonk», estaba contemplando la única rosa que crecía en el patio del edificio del DIC. Un preso negro, cedido por la cárcel de Trekkersburg para limpiar, perfectamente visible con su blusón rojo, sus pantalones caqui cortos y sus sandalias de cuero, andaba por allí barriendo colillas con un pequeño recogedor y le lanzaba miradas atribuladas de soslayo. Mbopa no era un hombre conocido por su interés por la horticultura, ni siquiera por tener su personalidad alguna faceta afable o imaginativa.

Casi tan ancho como alto, siempre de mal humor y dado a grandes estallidos de enfado, el sargento detective había recibido el apodo de «Gagonk» desde los inicios de su carrera en la Policía, y le sentaba tan perfectamente que nunca nadie había pensado en cambiárselo. Ni siquiera los puristas, quienes, no obstante, señalaban que, en términos correctos, debería llamarse «Igogog(o)», el término zulú que designa la omnipresente lata de parafina de cuatro galones que tanto se usa para acarrear agua, y tiene unos laterales muy finos, casi cuadrados, que hacen un sonido parecido a «gog-gog» o «gagonk» cuando se lleva de vacío.

La rosa tembló en el hueco rosado de la palma de la mano de Mbopa, que tenía el tallo entre sus gruesos dedos. Acercó su ancha nariz chata y aspiró con ademanes de saber apreciar. Sin embargo, sus ojos sagaces, delineados de rojo, no se apartaron ni un momento de la entrada principal, y Zondi, que para variar había preferido llegar por la trasera, se dio cuenta.

El preso pudo dar al traste con lo que a continuación sucedió, pero apartó sabiamente la mirada y se movió como un cangrejo hasta dar la espalda a la figura de Zondi, que se acercaba. El polvo blando del patio absorbía el ruido de las pisadas. La Walther PPK automática salió de su sobaquera con idéntico silencio. Moviéndose ligero, apoyando una mano sobre la pernera izquierda del pantalón para evitar que las monedas sueltas hicieran algún sonido delator, Zondi cubrió la distancia que les separaba e hincó la punta de su pistola en un extremo de las anchas espaldas de Mbopa.

—¡Ey! —exclamó Mbopa, con gran susto, dando un salto y la vuelta en redondo con un puño levantado.

—Buenos días, Gagonk —dijo Zondi sonriendo y apartando el arma.

—¡Hijo de puta de un hijo de puta! —bramó Mbopa blandiendo todavía el puño—. ¡Hijo de una furcia con viruela, te parieron en una…!

—No hagas ninguna tontería; está el coronel mirando —musitó Zondi por la comisura de los labios.

Mbopa levantó la vista hacia el balcón que tenía detrás y vio que era cierto. Bajó el puño cerrado y se rió en voz alta como si Zondi y él sólo hubieran estado jugando.

—OK, ya no está —dijo Zondi—. Pero, dime, ¿por qué andabas por aquí esperando a verme entrar?

Mbopa echó otra mirada desconfiada a sus espaldas.

—El coronel ya no está, ya te lo he dicho. ¿No te fías de tus compañeros, Gagonk?

—¡No te estaba esperando a ti!

—¡Qué te crees tú eso! —dijo Zondi—. Estabas esperando a ver si charlábamos un poco. Con la esperanza de averiguar cómo nos fue al teniente y a mí en nuestras investigaciones de ayer.

—Hum, lo que tú y ese…

—La gran pregunta es: ¿dónde estaba yo cuando pasasteis en coche por la casa de Carswell?

—Ni siquiera estuvimos cerca de…

—Yo te lo diré —dijo Zondi acercándosele—. Estaba acompañando a una de nuestras pistas principales: La última magnolia

—¿La que? —preguntó Mbopa.

Magnolia; es el nombre en inglés de unas flores grandes, hombre bendito, ¿o no lo sabes? Al ver cómo olfateabas ésta, pensé que las flores debían de ser uno de tus pasatiempos favoritos.

—Zondi, tú… —empezó Mbopa en tono amenazador.

—Un momento, Gagonk —dijo el coronel Muller avanzando hacia él desde las escaleras—. ¿Qué le ha hecho a esa rosa, eh?

Zondi hizo un saludo cortés con la cabeza y se retiró discretamente, seguido del preso, que probablemente había aprendido, después de una larga temporada en la cárcel de Trekkersburg, que el afrikáans hablado en un cierto tono meloso augura pocas cosas buenas.

—Te he preguntado —oyó Zondi que decía detrás de él el coronel Muller— que ¿qué demonios has hecho a esta rosa que yo contemplo cada mañana?

—Pero, mi coronel —protestó Mbopa—, si apenas la toqué…

—Abre ese puño, condenado bárbaro, ¡monstruo! ¡Abre el puño!; así. Ahora dime qué es esto…

Zondi, silbando, empezó a subir las escaleras de dos en dos.

—¡RAMJUT! —era la voz quejumbrosa de su madre desde detrás de la puerta del cobertizo—. Ramjut, ¿estás ahí?; y, si estás, ¿por qué estás ahí? Hoy no es domingo, no es día de descanso, Ramjut, Ramjut, ¿me oyes?

—Márchate, madre —dijo él con brusquedad—. Márchate y muérete.

—¿Qué, jovencito? ¿Qué me has dicho, a mí?

—Por favor, márchate, madre —suspiró.

Luego continuó con lo que llevaba haciendo toda la noche, presa de una febril excitación mezclada con incertidumbre. Leyó por enésima vez la carta amenazadora en papel azul barato que llamaba a Naomi Stride «cerda zorra judía» y otra vez, por enésima vez, se preguntó si no la habría escrito el asesino.

Todo parecía indicar que sí. Cada una de las palabras de la carta estaba cargada de un odio mortal, y en ella quedaba claro que se prometía que le harían «pagarlo» mediante lo que el autor del anónimo le iba a hacer. Y sin embargo…

—¡Ramjut! —sonó de nuevo la voz de la madre, con un temblor patético—. Soy una mujer anciana, el sol ya calienta, no puedo seguir aquí muchos minutos más suplicándote que me digas algo. ¿Qué sucede? ¿Qué tienes en la cabeza?

—¡Un matasellos! —le cortó Ramjut Pillay.

Un matasellos del lunes, para ser exactos; y en él se fundamentaba su teoría a medio elaborar. A Naomi Stride la habían matado el lunes por la noche, antes de que pudiera llegarle la carta. ¿Qué significaba eso? Era evidente que pretendían que leyera la nota y se avergonzase de lo que había hecho. Igualmente evidente era que su autor había pretendido deleitarse con el creciente terror que ella sentiría mientras esperara la agresión. ¿Por qué iba a apresurarse y evitarle a ella tan terrible castigo si albergaba tanto odio en el corazón?

—¡Ah! —dijo Ramjut Pillay con una repentina inspiración—. Porque, hemos de recordarnos a nosotros mismos, que la mencionada dama víctima podría haber sufrido un pánico tan colosal que hubiese podido huir o contar sus problemas a la policía, dificultando por tanto la ejecución del diabólico plan.

Pero no, en esta idea había algo que tampoco cuadraba, por más lógica y racional que pareciera.

—¡Ah! —repitió Ramjut Pillay.

No se podía esperar nada lógico ni racional de un loco de la clase del que había escrito la carta. El mero hecho de enviarla, arriesgándose a que el DIC siguiera el rastro de la carta hasta él, mostraba que no era persona de razonamiento astuto, sino un pobre borrico.

Cosa que, sin embargo, no le convertía necesariamente en un asesino.

—¡Ay, Señor, Señor! ¡Si al menos diera con el eslabón que falta! —suspiró Ramjut Pillay.

KRAMER TOMÓ UN SORBO DE TÉ y trató de no pensar en Vicki Stilgoe. Concentró, en cambio, su reflexión en el hecho de que Theo Kennedy le había parecido mucho más tranquilo cuando apareció furtivamente en la cocina, si dejamos de lado su tremenda resaca. Era obvio que tener cerca a Amanda le sentaba bien, porque los comentarios cantarines de ella le hacían sonreír. Y encima Vicki era la perfecta…

—¡Bien, Mickey! —le dijo a Zondi que estaba colocando un plomo nuevo en la caja de la electricidad—. Ya basta de enredar, veamos qué idea se te ha ocurrido para empezar hoy. Con Carswell, caído de la lista, tenemos otros cuatro que ver. ¡Joder, qué modo tan idiota de enfocar las cosas!

Zondi asintió.

—En los casos que nos quedan, jefe, el dinero es poco —admitió—. Y la señora Stride, ¿sólo dejó regalos en su testamento a gente de aquí, de Trekkersburg?

—¡Puah!, no lo sé, muchacho… ni me importa un comino.

Lo que quiero son sugerencias prácticas.

—Entonces, para terminar antes, podemos separarnos, ¿qué le parece?

—Menudo mariquita listo estás hecho —gruñó Kramer, mirando la lista—. Así, tú sólo tienes uno, el tal Kwakona Mtunsi, y a mí me tocan los otros tres.

—¿No vale usted tres veces más de lo que yo valgo, ¡oh, gran padre blanco!?

—Seis veces más que tú, so cafre —replicó Kramer—. Porque tal como me siento ahora soy capaz de ir y partir en dos, de un mordisco, a cada uno de esos hijos de mala madre.

GAGONK MBOPA se estaba poniendo francamente de los nervios de tanto interrogar a personas del servicio doméstico. Su idea de los interrogatorios era la de algo mucho más vivo, con menos inhibiciones, y que se ejecutaba mejor después del anochecer, bien apartado de la gente melindrosa, de oídos sensibles. Durante mucho tiempo su sitio favorito había sido un parque infantil, oculto en una remota arboleda de sauces, en el límite de una de las barriadas blancas más prósperas de la ciudad; pero un día, cierta ama de casa con exceso de imaginación descubrió manchas de sangre debajo de uno de los extremos del balancín, y Mbopa decidió de mala gana cambiar de escenario por una temporada. El lugar y la hora no eran lo único engorroso, ni siquiera el equipo improvisado; un hombre de verdad, como Gagonk Mbopa, necesitaba otro hombre de verdad al que hincarle el diente, y no aquella selección de mujeres sobrealimentadas e histéricas ni esos seres serviles y reverenciosos que allí consideraban como varones.

—Y, como decía, mientras yo hago esto —rezongaba Jones—, tú vete dando la vuelta por atrás y seleccionando a los peones y demás gente, ¿de acuerdo?

—¡Puah! —dijo Mbopa. Y después, como complemento—: Mi teniente.

Siguieron subiendo por la pendiente polvorienta en busca de un indicador que les orientase hacia una granja llamada, por alguna muy extraña razón, Frío Consuelo. Por dos veces se metió Jones en unos baches enormes que podía haber evitado con facilidad, y Mbopa puso una mueca involuntaria de dolor al oír que el vehículo de la policía avanzaba con una marcha evidentemente incorrecta.

—¿Qué te da derecho a poner esa cara? —preguntó Jones—. La primera y única vez que te dejé conducir, casi destrozaste la maldita caja de cambios y el embrague, y nos pasamos la mitad del tiempo intentando volver al asfalto. Con toda sinceridad, un maldito gorila borracho con un cubo en la cabeza no lo habría hecho peor que tú… ¿Sabes qué? ¡En mi vida he visto una manera tan jodida y tan peligrosa de conducir, tan completamente a lo loco!

—¡Guau!, estoy avergonzado —dijo Mbopa, quien, en realidad, podía manejar cualquier vehículo con pericia consumada, pero prefería, por razones asociadas a su cargo, que Jones hiciese de lo que él llamaba «mi chofercito color de rosa».

CON UN BOSTEZO, Kramer asió el picaporte y llamó, impaciente, sin marcar prácticamente ninguna pausa antes de volver a golpear. No estaba muy seguro de haber apuntado bien la dirección, porque aquel sitio parecía más un viejo almacén que no la casa de alguien.

Entonces, se abrió ligeramente la puertecilla encastrada en la puerta grande, y un ojo legañoso pero hechicero, de color verde, le miró.

—Váyase —dijo en inglés una voz adormilada.

—Mire —dijo Kramer, colando la placa por la ranura—. Aquí dice quién soy yo, señora. El resto, cuando me deje entrar.

—¿Y si no le dejo?

—Me quedaré aquí llorando.

—¡Qué grotesco! —se rió—. No, no creo que pueda soportarlo…

Se oyó un ruido de cadena y el cerrojo al abrirse.

—Cuente hasta diez y luego pase. Me ha sacado usted de la cama para venir a abrirle, y no estoy en estado de que me vean recibiendo visitas, la verdad.

A Kramer empezó a interesarle la mañana.

Contó hasta diez, empujó la puerta y entró en una habitación muy grande, dividida parcialmente en dos niveles. El bajo tenía suelo de madera encerado, un círculo de enormes almohadones casi en el centro geométrico y, al fondo, una esquina con la cocina dispuesta en forma de L, provista del mayor especiero que había visto jamás. También de gran tamaño era un gigantesco espejo que levantaba sus buenos dos metros en la pared sobre el zócalo, con un asidero o barandilla muy curiosa a lo largo.

—Estoy aquí arriba —dijo la voz somnolienta.

Kramer, que había cerrado la puerta al entrar, cruzó la estancia y se dirigió hacia una escalera de caracol, de hierro fundido, pintada de rojo bombero; dudó un instante y empezó a subir. La chica, pensó, tenía que ser muy ágil para haber cubierto la misma distancia con tan poco ruido en sólo diez segundos.

Lo primero que vio en el altillo fue una gruesa alfombra blanca. La seguían los pies de una cama baja muy ancha, y más allá, dos grandes armarios empotrados, uno a cada lado y ambos pintados de negro. Sólo cuando emergió de la escalera de caracol pudo por fin observar a sus anchas lo que acompañaba a aquel ojo verde.

Otro ojo verde, gracias a Dios, igual de fascinador.

Además de una nariz y una boca.

Una cara directamente salida de un anuncio de maquillaje: pómulos altos, finamente modelada, impecable en los detalles, enmarcada por una mata de pelo largo, castaño Coca-Cola, como un torrente de las montañas del Cabo.

Y Kramer no se ponía poético a menudo.

—¿Teresa Mary Muldoon? —preguntó.

—Por lo general, sólo Tess —respondió ella—. Pero vale, si prefiere ser tan correcto.

—Lo prefiero, siempre —dijo Kramer, sentándose a los pies de la cama.

—Ya veo —dijo ella—. ¿Y bien?

—Estoy aquí porque investigo la muerte de una amiga suya, la escritora Naomi Stride.

—¡Dios mío, no soporto pensar en ello!

—¿Eran muy amigas?

—Yo la adoraba. Era…

Kramer alzó una ceja.

—Buena —dijo Tess Muldoon—. ¿Quiere frotarme el pie?

Kramer se lo pensó y luego levantó una esquina de la colcha de retales. El pie meneó sus largos dedos para saludar.

—Mmm, delicioso… —dijo ella cerrando los ojos y quedándose totalmente relajada—. Qué manos tan grandes tiene… ¿Cómo crecieron tanto?

—¡Ah!, arrancándoles alas a las moscas —dijo Kramer.

ZONDI PARPADEÓ, no del todo seguro de haber visto bien. Pero allí, recortado contra el horizonte, estaba sin duda alguna un gigantesco lagarto dragón, idéntico a aquellos cuyos huesos se exhibían en el museo de Trekkersburg sujetos con alambres y barras de hierro. Se alzaba sobre cuatro grandes patas como pilares, tenía el largo cuerpo arqueado y el cuello delgado, y la cola, casi idéntica a la de aquellos otros, rozando el suelo.

El sendero desértico daba entonces un giro brusco, y se topó con unas mimosas a la vuelta del camino. Un cartel deteriorado anunciaba: Escuela de la Misión Tebeli. Condujo otros cien metros más y con gran preocupación hasta que el dragón se hizo de nuevo visible, mucho más cercano, y se reveló mucho más mítico que reptante, porque tenía dos hileras de glándulas mamarias en el vientre. Además, había unos niños trepando por él.

—¡De locos! —dijo Zondi, deteniendo el coche con una risita.

De cada par de mamas colgaban las cuerdas de un columpio y la cola del monstruo era, en realidad, un tobogán al que se llegaba subiendo unos toscos peldaños labrados en el cuello; nunca en toda su vida había visto un invento tan maravilloso, ni siquiera en las escuelas de los blancos.

—Saludos, hermano —dijo un zulú de su misma edad, que apareció junto a la ventanilla—. ¿Puedo serte útil?

—Saludos. Sí; ¿puedes decirme quién hizo esto?

—Kwakona Mtunsi, con mucha ayuda de los niños.

—¿Eres tú Mtunsi? —preguntó Zondi alertado por la modestia de la respuesta.

—Sí, hermano, yo soy él.

Zondi saltó del coche. Mtunsi era alto y delgado, con las articulaciones ensambladas con tan poca sujeción como las de un borracho de la calle del ferrocarril. Llevaba un mono azul de trabajo, descansaba sus largos pulgares en los tirantes, más abajo de los hombros, y usaba un sombrero ancho de paja de ala gastada. Iba descalzo, igual que los niños a su cargo. Zondi nunca antes había visto a un maestro que no tratase de mantener las apariencias valiéndose de una chaqueta con coderas y pantalones, corbata brillante, calcetines caídos y zapatos agrietados de cordones.

—¿Cuál es tu trabajo aquí en la escuela? —le preguntó.

—Soy el director —repuso Mtunsi, y añadió con una sonrisa pausada—: y el único miembro del claustro.

Le tendió una mano.

—Sargento detective Mickey Zondi, DIC, Trekkersburg.

Mtunsi asintió con la cabeza y ensanchó la sonrisa.

—Comprendí que eras policía. Normalmente, cuando viene alguna visita a Tebeli, los niños corren a recibir el coche y a pedir que les monten en él.

—Y esta vez han visto la antena de la radio, ahí atrás —dijo Zondi, sonriendo también y completando un apretón de manos zulú.

—Algo así, sargento… yo no me había fijado. Pero ¿cómo sabías mi nombre?

—Por la escritora, Naomi Stride.

—¿La señora Stride?

—Seguro que la conoces.

—Naturalmente —dijo Mtunsi sin dudar, aunque mostrando cierta sorpresa—. Estuvo aquí el viernes pasado.

—¿Haciendo qué?

—Posando.

Zondi ladeó la cabeza. Ahora era él el sorprendido.

—Ven —dijo Mtunsi— permite que te enseñe…

Y salió con paso rápido hacia una cabaña redonda de hierro que estaba un poco apartada del resto de los rudimentarios edificios de la escuela. Las gallinas se alborotaron al paso de Zondi, y un niño pequeño, abrazado a una pizarra rota, dio un brinco, de repente, saliendo de un hoyo entre la crecida hierba amarilla, y escapó también. La choza tenía una entrada asombrosamente amplia, sin puerta, y en la pared del fondo había un gran espacio abierto.

Mtunsi indicó a Zondi que cruzase la entrada delante de él. A su izquierda había una gran mesa de taller, cubierta con botes torpemente fabricados; y a la derecha, dos bidones de ciento veinte litros, llenos de sacos de plástico repletos de arcilla oscura casi hasta arriba. No había muchas más cosas. Sólo un cajón de madera con un cojín viejo encima y, unos metros más allá, donde la luz del día era más intensa, un taburete muy alto y sorprendentemente estrecho sobre el que se encontraba un gran amasijo envuelto en arpillera mojada.

Mtunsi agarró la arpillera por una punta y empezó a descorrerla. Gradualmente fue apareciendo una cabeza marrón oscuro tan asombrosamente llena de vida que, por un momento, pareció que iba a soltar unas cuantas frases selectas en zulú para protestar por el modo poco digno en que la manipulaban.

—¡Vaya!, pero si yo conozco esta cara —se adelantó a decir Zondi, inquieto por la imposibilidad de fijar el recuerdo de su memoria fotográfica.

—Naturalmente, aunque todavía me falta ponerle los rizos del pelo —señaló Mtunsi—, cuando haya terminado la…

Zondi se rió en voz baja; acababa de darse cuenta de su error y de que aquello era, en efecto, el negativo en arcilla oscura del retrato de la novelista Naomi Stride que había visto en la revista.

—Así resulta muy fría —murmuró Mtunsi tocándole la mejilla con sus largos dedos.

—Sí, fría… —dijo Zondi—. Hermano, me parece que tengo malas noticias para ti.

KRAMER VOLVIÓ A SUBIR la escalera de caracol con una taza de café solo en cada mano. Café, café, no esa cosa instantánea, y olía francamente mal.

—Eres un cielo —dijo Tess Muldoon, sentándose impaciente en la cama, exhibiendo la mitad superior de su cuerpo desnudo, sin un parpadeo—. ¡Uy!, casi te lo echas en los pantalones.

Kramer se sentó en el mismo sitio donde había estado dándole masaje en el pie y le tendió su taza. Tenía unos pechos firmes, bastante planos, con unos pezones como de azúcar rosado.

—¡Oh! Naturalmente que estuve cavilando en muchas cosas cuando me enteré —dijo dando un sorbo—. Quedé destrozada. Tuve que acabar llamando a Gareth, le pedí que trajera una botella grande de algo e improvisamos una especie de velatorio. Al parecer, o al menos eso repite Gareth, estuve todo el tiempo queriendo llamar a la policía para decirles que yo sabía quién lo había hecho. Pero como Naomi…

—No tan deprisa, Tess, ¿vale? ¿De dónde sacaste la idea de que tú…?

—Más que nada era una sensación. ¿Te dije que pasé el fin de semana anterior en Woodhollow?

—No, pero sigue.

—Bueno, parte de él, en todo caso. Naomi me invitó a cenar el viernes (un desastre terrible, pobrecita) y me pidió que me quedase después, cuando los demás se marcharon. Creímos que esos pesadísimos de los Carswell no se irían nunca, pero por fin nos quedamos solas y nos sentamos junto a la piscina, y nos pasamos siglos cotilleando. La verdad es que se hizo tan tarde que yo me quedé dormida en la tumbona del solarium mientras Naomi iba a buscar más hielo a la cocina, y allí me desperté el sábado por la mañana, tapada con una esterilla que ella me había puesto. De verdad que era una…

—¿Y algo de lo que cotilleasteis te produjo esa sensación?

—No, no, todavía no se había producido. Me desperté tarde, ¿sabes? ¡Dios mío, tardísimo! Así que decidí escabullirme por el estudio de Naomi y… bueno, no fue una buena idea, ¿verdad? El cartero acababa de llegar y ella estaba mirando las cartas en su mesa. La vi observando una carta de un papel barato azul, uno de esos rayados, y tardó un par de segundos en darse cuenta de que yo estaba allí. «Oye, ¿qué sucede?», le pregunté… me salió sin pensarlo. «¡Oh!, otro anónimo», me contestó como si le importase un comino. Pero me di cuenta de que algo la había asustado.

—¿Y llegaste a ver esa carta? —preguntó Kramer, apartando el café a un lado.

Tess Muldoon negó con la cabeza.

—Naomi la metió a toda prisa en el cajón de en medio de su escritorio y lo cerró —dijo—. Pero, mientras lo hacía, pude entrever algo.

—Déjame adivinarlo; ¿otro sobre azul allí metido?

—Otros dos, mi amor.

—¿Del mismo tamaño?

—Parecían idénticos.

—¿Qué dirección tenían?

—¡Oh!, fue demasiado rápido para poder verlo. Como te dije, en un instante ya había cerrado el cajón.

—Pero… —Kramer se levantó y se acercó a la pared para examinar un abanico japonés—. Bueno, entonces dime qué pasó a continuación. ¿Cuánto tiempo siguió estando muy asustada, como decías?

—Unos tres segundos; si hubieras conocido a Naomi, lo sabrías. Odiaba cargar sus problemas sobre los demás, decía que era muy injusto. Al momento estaba ya charlando, haciendo comentarios maravillosos y perversos sobre Erica Jong, de los que nunca habrás oído, y…

—Y esa Erica —le interrumpió Kramer—, ¿podría tener algún tipo de conexión con las cartas azules? ¿Naomi hablaba así de ella por todas partes?

Tess Muldoon movió la cabeza con una risita.

—Erica Jong es una novelista norteamericana —le explicó—. Y los sellos de aquellos sobres no eran extranjeros, en absoluto.

—¡Ajá!, esto estrecha un poco más el cerco. La letra, ¿era grande o pequeña?

—Ni idea. Creí que te había dicho…

—Sigue con lo que charlaste con Naomi Stride —le instó Kramer, apartándose del abanico japonés y buscando sus Lucky Strike en el bolsillo.

—No irás a fumar, ¿verdad? Yo confiaba más bien en que…

—¿Ah, sí? ¿En qué cosa?

—Que me frotarías un poquito más —dijo Tess Muldoon, apartando del todo la colcha, dándose la vuelta y apareciendo completamente desnuda—, en el gluteus maximus. El lunes le hice una buena trastada, y desde entonces está dando una jodida guerra.