V

CON THEO KENNEDY A SU LADO, y Zondi siguiéndoles en el Land Rover pintado de cebra, Kramer cruzó la ciudad en dirección a Azalea Mansions.

—¿Tiene novia? —le preguntó a Kennedy.

—Ya no. ¿Por qué?

—Porque vuelve usted a un piso vacío, por eso.

—Estaré perfectamente.

—O a lo mejor puede quedarse en casa de un amigo. La prensa y la televisión no tardarán demasiado en descubrir dónde vive usted, y entonces…

—¡Qué se vayan al diablo!

—Entonces, por lo menos descuelgue el teléfono, ¿eh? —dijo Kramer quitando el limpiaparabrisas.

Azalea Mansions se componía de cinco bloques de dos pisos con las viviendas situadas en ángulos desiguales sobre una pendiente poco uniforme recubierta de un césped amarillento y poco cuidado. Al otro lado de la calle, en Charlton Heighs, donde vivían los más acomodados en un impresionante edificio alto, el prado estaba verde, pulido y bien regado. Un cartel a la entrada decía: «No pisar la hierba = Prohibido jugar a la pelota», mientras que el letrero de esmalte desportillado colocado al inicio del camino con baches de Azalea Mansions advertía: «Niños jugando = Conduzca con cuidado».

No había ninguno por allí, puesto que la lluvia acababa de cesar, y Kramer apenas redujo la marcha entre los baches.

—Mi casa está allí arriba —dijo Kennedy—, pero me puedo bajar aquí, así que…

—Un momento, mi sargento tiene que saber dónde puede aparcar su cacharro. ¿Qué número es?

—Aquél, el número 3.

Kramer lo condujo casi hasta la puerta y un momento después Zondi se detenía junto a ellos.

—Bueno, señor Kennedy, no estoy muy seguro de que haga lo más conveniente.

—No se preocupe, estaré bien, gracias de todos modos —dijo, abriendo la puerta del coche y saliendo—. Sólo necesito…

—Theo, ¿por qué no vas tú en el coche cebra? —preguntó una niña pequeña que llegó junto a él corriendo; iba impecablemente vestida, era rubia, pecosa, parecía directamente salida de una caja de bombones—. ¿Por qué hay un boy en el coche cebra? ¿Se lo dejaste tú?

—No pasa nada, Amanda —dijo Kennedy forzando una sonrisa—. ¿Qué tal estás hoy?

—¡He ido a las tiendas y al tobogán!

—Debe de haber sido estupendo —dijo Kennedy, y añadió en un aparte a Kramer—: esto…, ésta es la damisela que viene a verme cuando estoy trabajando en mi «coche cebra», como ella lo llama. Las rayas de cebra fascinan a los niños.

—Ya lo creo, seguro.

—Theo ¿por qué tienes los ojos tan colorados? —preguntó Amanda frunciendo el ceño.

—Mira, a lo mejor… —empezó Kramer.

—¡Amanda…! ¿Qué estás haciendo ahí, en lo mojado?

—Pero, mami, tú dijiste…

—Amanda… y además, ya estás otra vez dando la lata.

—No, en absoluto —dijo Kennedy—, de verdad que no.

Kramer observó acercarse a la madre de la niña. Era una mujer delgada de unos veintiséis años, con pantalones, jersey y un pañuelo rojo con herrajes en la cabeza. Se comportaba con timidez y parecía muy nerviosa.

—Perdón —dijo—. Tengo tantas cosas que hacer, que en cuanto me doy la vuelta…

—Por favor, mami —suplicó Amanda—, por favor, ¿puedo sentarme en el coche cebra de Theo? El dice que no puedo si mi mamá no lo dice.

Quizá aquél fue un «mamá» excesivo para Kennedy, que tan recientemente había engrosado las filas de los huérfanos. Murmuró una disculpa, se sacó el llavero del bolsillo y se dirigió a su puerta.

—¡Dios mío! —dijo la madre de Amanda mirando a Kramer—. ¿Ha pasado algo?

Kramer asintió con la cabeza y dijo:

—Mickey, corre a alcanzar al señor Kennedy y dale las llaves de su coche, y dile que estaremos en contacto. —Y luego murmuró muy bajito, procurando que no le oyera la niña—: lo que ha pasado es que anoche asesinaron a su madre.

—¿A su madre?

—Así es, de manera que, como es natural, está un poco…

—¡Oh, Dios, qué espanto! ¿Entonces, usted, es de la policía?

—DIC. Acabamos de traerle del lugar de los hechos. Dígame, ¿conoce usted bien al señor Kennedy, señora…?

—Stilgoe, Vicki Stilgoe. Lamento decirle que apenas he cruzado cuatro palabras con él. Amanda sí, ya ve, y también Bruce, pero por lo que…

—¿Bruce?

—Mi hermano. El señor Kennedy y él andan enredando juntos con los motores, aquí fuera, los fines de semana y…

—¿Y Bruce lo conoce lo bastante bien como para pasar a verlo esta noche, y quizá llevarle unas latas de cerveza? Estoy un poco preocupado…

—¿De que se quede solo? Sí, estoy de acuerdo. No se preocupe, nosotros…, bueno, Bruce sabrá qué hacer. Llegará a casa de un momento a otro.

—Excelente —dijo Kramer, dándose cuenta de que Amanda era toda oídos.

—Si lo hubiera sabido… he estado hablando como si tal cosa y…

—Un tipo, en su situación —dijo Kramer—, necesita que a su alrededor todo siga con normalidad; es lo que más necesita, se lo aseguro, señora Stilgoe. ¿Podría darme usted su número de teléfono?

—¿Cómo dice? —soltó ella, como sobresaltada por una insinuación repentina.

—¡Sí! —Kramer sonrió—. Es sólo porque le he aconsejado que deje el teléfono descolgado. Me imagino que usted sabe que su madre era una escritora famosa.

—¡Oh, sí!, claro, aquí todo el mundo lo sabe.

—Por lo tanto, la prensa y la televisión llegarán muy pronto, y me gustaría tener algún modo de ponerme en contacto con él después de que comience el asedio. Espero que no le esté pidiendo algo demasiado latoso.

—¡Déjese de tonterías! Nuestro número es Trekkesburg 44 48 93.

Sólo unos minutos después, mientras Zondi le conducía de regreso a la sede del DIC, Kramer empezó a preguntase si el rapto de inspiración con el que dijo Trekkersburg 44 48 93 era auténtico. Había notado algo en Vicki Stilgoe que le había causado cierta inquietud, de soslayo, algo provocador y, al pensarlo, estaba convencido de haber detectado una inquietud recíproca, oculta tras aquella apariencia de suma timidez.

—SON DOS RANDS Y QUINCE CENTAVOS —dijo una morena aburrida desde detrás de la caja—. No querrá usted una bolsa, ¿verdad?

Ramjut Pillay sí quería una bolsa para sus compras, estando como estaba algo atemorizado, era su naturaleza, pero negó amablemente con la cabeza mientras le tendía el dinero. Siempre podría encontrar un envoltorio adecuado en una papelera de la calle.

—Su cambio —dijo la morena colocándolo sobre el mostrador para que lo recogiera sin que hubiera oportunidad alguna de que sus dedos se tocasen.

Y, sin embargo, fantaseó Ramjut Pillay al salir a la calle, si ésta tuviera la más remota idea de lo que llevo prendido bajo la solapa, la escena habría sido muy distinta. Le habría rozado la mano y ella seguro que no se la habría lavado durante una semana. Pobre vulgar dependienta, continuó, cavilando plácidamente, qué vida tan sórdida y aburrida ha de ser, sobre todo comparada con el mundo atractivo y emocionante de un detective privado. Lo que de algún modo le llevó a considerar cuál sería la frecuencia media con que las dependientas vulgares se lavaban, y acabó por llegar a una conclusión que, pese a ser ciertamente caritativa, no dejaba de tener un efecto profundamente deprimente sobre él.

Tanto es así que pasó de largo la primera papelera con la mirada gacha, y se habría pasado la segunda si no se hubiera dado de bruces con ella.

—¡Uy, uy…! —soltó Ramjut Pillay, frotándose la espinilla arañada.

Luego sacó una bolsa de compra arrugada, empleó una tira de periódico para limpiarla del helado deshecho que la manchaba, y guardó con cuidado las etiquetas, el limón, las plumillas, la libreta y la docena de envoltorios de sándwich de plástico que acababa de comprar, antes de coger el autobús de regreso a Gladstoneville.

A LAS SEIS DE LA TARDE, el coronel Muller esperaba donde dijo que esperaría, sentado en el rincón del fondo de la sala de oficiales del primer piso del cuartel de la División. Fumaba una pipa de brezo nueva y tenía dos whiskys magnánimos delante de él, sobre la mesa.

—¿Qué quiere tomar, Tromp? —preguntó, haciendo un gesto con la mano hacia el bar—. Dígale a Vermaak lo que le apetece, pago yo.

Kramer volvió con una cerveza.

—Estoy aquí porque ya no puedo más del teléfono —le explicó el coronel Muller—. Los del Time andan ya pisándonos los talones, ¡y a continuación vendrán Newsweek y Der Spiegell! Y, para colmo de males, tengo a Pretoria llamándome a la oficina cada cinco minutos, con el brigadier que quiere soluciones «desde ayer». ¿Trae algo que pueda contarle?

—Que le zurzan, mi coronel.

El coronel Muller sonrió levemente antes de llevarse un dedo a los labios y torcer la mirada a fin de llamar la atención de Kramer sobre la caterva de agentes del Departamento de Seguridad que estaban sentados dos mesas más allá, a su izquierda.

—¡Oh!, a decir verdad…

—Esto… ¡salud! —dijo el coronel tragándose medio whisky.

Kramer alzó el vaso.

—Pero ahora, en serio, Tromp, ¿no tiene nada que contarme? He oído decir que ha hablado con el hijo. ¿Cómo es?

Kramer recorrió la sala con la mirada para ver si había alguien que pudiera parecerse a Theo Kennedy. Era como querer entresacar un cocker spaniel de una perrera de perros de presa.

—¡Veamos!, uno ochenta y cinco, veinticuatro años. Medianamente corpulento.

—No, qué clase de tipo es, quiero decir. ¿Artista completo, como su madre?

—Corriente, mi coronel, nada llamativo. Un buen chico, eso es todo. Naturalmente, está totalmente perdido después de lo que ha pasado. Lo llevé a su casa y me ocupé de que unos vecinos le echasen un ojo.

—¿Ah, sí? —dijo el coronel Muller, bebiendo su whisky—. ¿Y dónde estaba anoche?

Kramer se había bebido ya media cerveza…

—Recibió un aviso por teléfono de un tipo que dijo que quería ofrecerle un negocio. Quedaron en que se verían en el bar del Hotel Florida de Durban a las nueve, pero el otro no se presentó. Kennedy esperó hasta eso de las diez y media, y luego volvió en su coche a Trekkersburg, tomó una ducha y un par de copas y se fue a la cama.

—¿Solo?

—Al parecer. En estos momentos no tiene novia.

—¿Y no habrá aceptado usted esa coartada?

—No creo que la necesite, mi coronel. Kennedy no resulta sospechoso.

—¿Ah, no? Uno de los abogados relacionados con el testamento le ha contado a Jones que la madre y el hijo «tenían sus diferencias en cuanto al dinero», lo cual indica una importante línea de investigación…, por lo menos a mí me lo parece.

—¿Qué testamento?

—El de Naomi Stride, naturalmente. Le deja al hijo la mayor parte de un millón de rands, y más que vendrán de las ventas de los libros.

Kramer se encogió de hombros.

—Razonamiento muy propio de Jones —dijo—. En un periquete se le ocurre lo evidente: mataron a esa mujer por dinero. No importa el hecho de que no fuese una mujer rica cualquiera, sino una famosa escritora; no importa que su hijo no tenga ningún interés evidente por el dinero, ni que la hayan matado con una espada, nada menos. No compliquemos las cosas.

—De acuerdo —dijo el coronel Muller, tendiéndole una copia borrosa de una lista de nombres y direcciones—. La mataron por su dinero. Aquí hay una lista de los otros beneficiarios; todos, menos uno, locales.

—Hum… Al cuarto sólo le tocan mil insignificantes rands.

—Pero fíjese en el nombre que está al lado: Kwakona Mtunsi. ¿Cuántos cafres de éstos conoce que hayan soñado siquiera con que les llueva tanto dinero?

—¡Oh!, creo que todos ellos sueñan —dijo Kramer.

—La cuestión sigue siendo… —continuó el coronel Muller, mostrando cierta irritación visto cómo golpeteaba la cazoleta de su pipa nueva— que todo es relativo. Lo que a un blanco le puede parecer que no es algo por lo que merezca la pena matar, para un negro es fácil…

—Ahí incurre en dos deducciones gratuitas —interrumpió Kramer—. La primera, que todos los beneficiarios estaban informados de que se los había incluido en el testamento.

—Ella pudo decírselo, Tromp. ¿Tiene alguna manera de probar que no lo hizo?

Kramer se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—Y bien, ¿cuál es la segunda? —preguntó el coronel Muller, abriendo la petaca del tabaco.

—La que ya ha sido hecha, que la mataron por dinero, mi coronel. Puede haber sido por muchísimas otras razones.

—¿Pero tienes alguna prueba de que haya sido por un motivo distinto?

—No, señor —tuvo que admitir Kramer—. Aparte de que una espada es un arma condenadamente rara en estos tiempos. Pero tampoco he tenido oportunidad de hacer las comprobaciones habituales: con quién se veía últimamente, si los vecinos habían notado algo sospechoso, el aspecto de…

—Estupendo; entonces esta lista nos da por lo menos un punto de partida, y el brigadier está satisfecho con ella. Ha sugerido que se ocupe usted de los cinco primeros nombres, Jones de los cinco siguientes y yo estaré en medio, coordinando.

—Pero, mi coronel…

—Ya lo sé, teniente, ya lo sé… No le gusta el trabajo en equipo. Por lo general, estoy dispuesto a aceptárselo pero en estas circunstancias, con todas las presiones que estamos recibiendo, no puedo ceder. Y, pensándolo mejor, ¿puede devolverme la lista un minuto?

Kramer se la tendió y vio cómo hacía una corrección con un bolígrafo.

ZONDI NO DIJO NADA. Sólo conducía.

Bajaban entre largos túneles de flores lilas de jacarandá y avenidas de palmeras hacia el puente que llevaba a la parte más antigua de la ciudad, donde las casas victorianas estaban rematadas con tejados de hojalata desgastados, se veían rejas floridas de hierro fundido en torno a los balcones y porches decaídos, altos setos con verjas estrechas que daban paso a senderos de baldosas rojas cubiertas de musgo. Territorio de viejecitas, donde, los lunes, de los alambres colgaban enaguas de color pastel zurcidas con esmero, y los gatos, sentados, se relamían de sus bigotes la nata más exquisita. Aquí y allá, como vistosos hongos que brotasen de un tronco podrido, las persianas de colores daban sombra a unas ventanas recién pintadas, y relucientes coches nuevos, vividos como setas de colores, formaban racimos indicando que el barrio adquiría gradualmente el nuevo estilo de vida.

Zondi llegó ante una casa angosta, de dos plantas, con todas las ventanas inundadas de luz. Seguía sin decir palabra.

—¡Por Dios! —rezongó Kramer—. ¿Qué pretende ser esto? ¿Un aviso para navegantes?

En una ventana de arriba apareció la silueta de un cuerpo robusto de alguien que les miró. Desapareció por un momento, se apagó la luz de la habitación, y la figura reapareció y se quedó inmóvil.

—Ahora se cree que no le vemos —murmuró Zondi—. Me estoy empezando a hacer preguntas acerca de sus ideas políticas.

—Ya, actúa como gato viejo en estas cuestiones —asintió Kramer—. Como si ya hubiera tenido coches de policía con anterioridad aparcados delante de su casa.

—¿Dejamos que madure un poco, jefe?

—Puede ser útil, ¿por qué no?

Zondi encendió dos Lucky y le pasó uno al jefe.

—Entonces —dijo—, ¿por qué esa cara tan larga, jefe? ¿Qué pasó en su entrevista con el coronel?

Kramer se lo dijo.

—¡Guau, uau, uau…! ¿El teniente Jones? ¿Y ese mono gandul de Gagonk Mbopa? ¿Se encargan de la mitad de la lista?

—Ajá. Incluyendo a Theo Kennedy, aunque ha sido mío desde el principio.

Zondi se acomodó de nuevo en su asiento, silbando en tono grave.

—¡Tienen al Sospechoso Número Uno! ¿Sabe? Está la información de Hopeful Dumela sobre las peleas que el señorito Kennedy tenía con su madre… y además…

—¡Ya vale! ¡Tú también, no! —protestó Kramer, abriendo la puerta de su lado.

—¿Jefe?

Pero Kramer ya había salido del coche y avanzaba por el sendero hacia la casa de la persona mencionada en segundo lugar en la relación de herederos.

—¿Qué desea usted? —preguntó un tipo fornido cuya silueta, en aquel momento, se recortaba contra la luz encendida del vestíbulo.

—Seguro que deseo algo —rugió Kramer—. ¿Antón Leonard Carswell?

—Así es, pero ¿quién…?

—Teniente Kramer, Robos y Homicidios.

—Esto… —Carswell tragó saliva ostensiblemente—, entonces, tal vez sería mejor que entrásemos dentro. Debe de tratarse de la pobre Naomi…

¡Cielo Santo!, la casa apestaba. Aguarrás, pintura, fruta podrida. Tampoco el exceso de vatios de la instalación eléctrica ayudaba demasiado, porque mostraba bien a las claras que el suelo estaba totalmente desnudo, las paredes enlucidas con cal de forma desigual, y que los colores empleados en los enormes cuadros colgados por todas partes eran puerilmente chillones.

Carswell avanzó precipitadamente por el pasillo de acceso a la vivienda. Entró por la segunda pueda a la izquierda, se paró detrás de una mesa de comedor de pino, y se volvió para mirar a Kramer de frente.

—Pamela, mi mujer —dijo con un tono de voz entre satisfecho y de amonestación, como si para entonces tuviera ya cuanta protección necesitaba.

Kramer guiñó un ojo a la mujer sentada a la cabecera de la mesa.

—Hola, Pamela —dijo—. Mi nombre, sabe usted, es Tromp Kramer, de la DIC.

—Señora Carswell, si no le importa —le dijo ella con voz helada—. ¿Quiere sentarse?

Kramer eligió una silla frente a ella y esperó a ver cuánto tiempo transcurría hasta que Carswell se sentara también.

Eran una pareja extraña, sin la menor duda. El hombre tenía unos treinta y dos años y llevaba unos pantalones cortos blancos algo dados de sí, sandalias rojas y una camiseta del mismo color que sus ojos azules de niño bueno. No tenía casi pelo, excepto unos pocos mechones rojizos que le crecían en la coronilla de una cabeza muy redonda, y tenía unas pecas en los codos y las rodillas que acentuaban su blandenguería rechoncha. En claro contraste, la mujer tenía la cabeza bien provista de pelo, recogido hacia atrás con un lazo del tamaño y color de un gran pastel. Era lo más próximo a la frivolidad femenina que se permitía. Tenía la cara larga y seria, y no llevaba maquillaje alguno. Las manos, trabajadas, lucían uñas muy cortas, el volumen de sus pechos, muy juntos, se perdía en una túnica suelta hasta los tobillos de color rosa. Era indudable, decidió Kramer, que colocar a aquella dama en alguna postura gozosa exigiría mucho más que el simple celo del misionero.

ZONDI LEVANTÓ LA VISTA de su edición de bolsillo de La última magnolia, que se había guardado en el macuto al salir del estudio de Naomi Stride. Se acercaba un coche que llevaba solamente las luces de posición encendidas. Apagó la linternita con la que leía, colocó el retrovisor de manera que pudiera utilizarlo de periscopio y se tumbó a lo ancho del asiento delantero del Ford, oculto a las miradas.

Oyó que el coche aminoraba la marcha y luego se detenía. Se contorneó con cuidado hasta que pudo leer la matrícula en el espejo, preparado para apuntar el número. Entonces sonrió. La matrícula del vehículo era de lo más familiar.

Jones y Mbopa, al parecer, habían decidido desviarse para comprobar los progresos del teniente, aunque era imposible deducir lo que esperaban averiguar espiando la casa desde la calle. De todas formas, incluso en los casos más providenciales, actuaban extrañamente, y nadie que pretendiese establecer en su conducta motivos racionales podía esperar de ellos gran cosa.

—¿Dónde estará ese cabrón de Zondi? —llegó el sonido nasal de Jones.

La respuesta estropajosa de Mbopa fue imposible de descifrar.

—Procura que no… —dijo Jones—, o te verás otra vez de uniforme en menos que canta un pollo, gordinflón.

El coche arrancó de nuevo y Zondi vio en el espejo a sus dos ocupantes, durante unos segundos. Ambos iban mirando justo en su dirección pero, evidentemente —y previsiblemente—, no vieron nada.

ANTÓN CARSWELL se sentó de golpe, como desplomándose de miedo.

—No me lo puedo creer —dijo—. ¿Naomi nos ha dejado cuánto?

—Cuarenta mil rands —dijo Kramer—, cien arriba, cien abajo. ¿Quiere esto decir que hasta ahora no se habían enterado de que estaban entre los beneficiarios?

—¿Enterarme? ¡Ni siquiera sabía que nos considerase amigos muy especiales!

—Es evidente que el legado es como un reconocimiento a tu obra —dijo Pamela Carswell, tomando la noticia con absoluta tranquilidad—. Sí, a mí me parece perfectamente lógico. Antón ha colgado obras en Nueva York, ¿sabe? —añadió dirigiéndose a Kramer.

—¿Ah, sí? ¿De veras? —dijo Kramer, resistiendo a la tentación de añadir que él conocía a unos cuantos que habían expuesto en Pretoria… colgados.

—La verdad es que si no tuviera que desperdiciar tanto tiempo dando clases, mi marido hace tiempo que…

—Deja en paz eso ahora, Pamela. Cuarenta mil significa que podemos…

—Quisiera —le interrumpió Kramer— volver sobre algo que mencionó usted hace un instante, eso de que no eran «amigos especiales» de la fallecida. ¿Cuál era exactamente su relación?

—Hum, supongo que la de un artista y su comprador, así podría definirla.

—Compradora —dijo Pamela Carswell—. Naomi conoció la obra de Antón no mucho después de venirse aquí, a Trekkersburg, e insistió en adquirir varios cuadros suyos para su colección particular.

—Entiendo; de modo que entre ustedes había simplemente negocios de compraventa —dijo Kramer.

La mujer se ruborizó ligeramente.

—No, no del todo.

—¡Ni mucho menos! —dijo Antón Carswell—. Nos invitaba con frecuencia a sus fiestas en Woodhollow, ¿verdad, Pamela?

—Bueno, yo no diría que éramos…

—Muy íntimos, además —añadió él.

—¡Ah! —dijo Kramer tras consultar en su libreta una página en blanco—. Lo que yo pensaba. Tengo aquí algunas fechas.

Fue un momento maravilloso. La pareja cruzó miradas de incomodidad y ambos se sentaron un poquito más erguidos, como para guardar una mayor compostura. Pero Kramer no dijo nada más; simplemente, esperó.

—Muy bien —dijo Antón Carswell—. Lo admito; en cierto modo, Naomi y yo mantuvimos una relación muy estrecha.

Así que ahora, de repente, teníamos un «yo» en vez de un «nosotros», lo que indicaba que el hombre procuraba dejar a su mujer al margen de aquello. Pero no, no podía tratarse de sexo, pensó Kramer, y optó por decir:

—¿Política, señor Carswell?

—Antón, no hacía falta que dijeras…

Pero Carswell la ignoró.

—Política. Derechos humanos. Llámelo como quiera, teniente. Naomi Stride y yo compartíamos ciertas ideas, y ambos tratamos de transmitir el mismo mensaje con nuestro trabajo, si usted quiere. Como alguien dijo una vez, cada nación debe procurar que sus artistas sean los cancerberos de su alma y de su futuro…

—Yo también lo considero así —dijo suavemente Pamela Carswell.

Kramer se giró y contempló el lienzo que cubría media pared a su espalda. Parecía que hubieran esparcido la pintura con la mano, como los críos que se divierten embadurnando lo primero que pillan con sus calabazas aplastadas, mientras la madre va a abrirle la puerta al del contador de la luz. Había muchísimo amarillo, y mucho naranja con salpicaduras de rojo sanguinolento aquí y allá, que coincidían más o menos con unas formas huesudas negras que casi tenían brazos y piernas, pero que no los tenían.

—¿Y bien? —preguntó Antón Carswell, levantando en un gesto de orgulloso desafío su pecoso mentón.

—Lo siento, pero me temo que no tiene usted ni la más mínima esperanza de que se lo prohíban —dijo Kramer—. Aunque probablemente usted ya se ha dado cuenta de ello, ¿no?

—Mal nacido… —susurró Pamela Carswell.

RAMJUT PILLAY GUARDÓ con sumo cuidado cada uno de los sobres de correspondencia dirigida a Naomi Stride en su bolsita de plástico para bocadillos correspondiente y los rotuló como prueba n.° 1 a n.° 5. Luego ajustó la mecha de la lámpara de parafina que estaba sobre la gaveta de cajas de naranjas junto al diván del cobertizo, se limpió las gafas y comenzó su examen criminológico con gran concentración. La factura de los proveedores de equipos de filtros para piscinas parecía indiscutiblemente auténtica, siempre y cuando fuera posible creerse semejantes precios, y a los pocos minutos la puso a un lado.

Pasó mucho más tiempo con la carta del sobre de color crema enviada desde un lugar llamado Bumstead, sospechando que tenía que haber algo terminantemente poco claro en semejante dirección; lugar de vagabundos… Al final, sin embargo, no tuvo más remedio que descartarla como simple carta de admiradores. Aunque el firmante estaba «asombrado ante el modo en que el libro se pone del lado de los terroristas», continuaba diciendo que la admirada autora de Sol de invierno había «captado con magnificencia el paisaje rhodesiano», igual que él lo recordaba.

La prueba n.° 3 era una conmovedora carta del padre de un niño con una enfermedad incurable que pedía en su nombre que le firmara un autógrafo en cinco tarjetones blancos, que le incluía.

Después de ésta, la prueba n.° 4, una petición de una revista para que les enviara una foto para ilustrar un artículo del profesor André P. Brink sobre novelistas sudafricanos, parecía indudablemente cosa de poca entidad, y no le llevó más de un minuto confirmar su autenticidad.

Ramjut Pillay ajustó de nuevo la mecha y luego engrasó sus nervios para la prueba n.° 5, aquella hoja de papel azul barato que tanto le había asustado antes, pero que ahora se sentía con fuerzas para estudiar con el necesario distanciamiento profesional.

—Mala ortografía —anotó mentalmente, dando chasquidos con la lengua—. Deducción: persona de escasa inteligencia, deficiente formación…

Oye tú, cerda zorra Judia. Ya tubiste todos Avisos que vas a tener. No creas que puedas sacar en un libro y Reírte de Mi y no Pagar. Porque se que no te Puedo llebar a Juicio porque el Libro esta prohibido Aquí (Y asi Tiene que Estar) pero ay gente que lo Encuentra todabia y ya estoy cansado y Aora Bas a pagarlo. Acuérdate de Richelieu, acto II escena II: la Pluma es más fuerte que la Espada? ja ja ja pronto lo beremos… Tu Espera!!!

LAS PILAS DE LA LINTERNA de Zondi estaban casi a cero cuando Kramer volvió al coche y se lo encontró enfrascado en una página de La última magnolia apenas iluminada.

—No me extraña que digan que es un error enseñaros a leer a vosotros, zopenco —dijo sentándose en el asiento del pasajero—. Si sigues así, acabarás ciego del todo.

Zondi sonrió y volvió a meterse el libro en el bolsillo. Luego encendió el motor mientras decía:

—El teniente suena como si hubiese averiguado algo. ¿Cómo era ese amo Carswell?

—¡Bah!, ya lo viste con tus propios ojos, Mickey. Unas palabritas en el porche y salió corriendo a buscar a su mamá. El tipo de personaje artista pedorro, al que te imaginas poniéndole una tetilla a la botella de vino. Vuelve hacia el puente, y en el camino habré decidido dónde vamos ahora.

El Ford trepó por el bordillo, se metió en el asfalto de la calle y salió.

—¿Por eso estaban encendidas todas las luces de la casa? ¿También tiene miedo de la oscuridad?

—Puede ser… aunque cuando se lo insinué, me salió con una retahila de bobadas sobre que «un artista tiene que estar rodeado de luz» o algo así. De todos modos, eso no importa.

—Excepto que el tal artista no se me hace sospechoso de asesinato.

—En efecto, pero ya te contaré lo más significativo de la entrevista después. Lo importante, muchacho, es que Antón Leonard Carswell me ha ilustrado sobre todas esas tonterías de «las peleas por dinero» que tenía Theo Kennedy con su madre.

—¿Ah, sí? —dijo Zondi, alargando la mano para reajustar el retrovisor.

—Eran por el trabajo del hijo —dijo Kramer—. Su modo de ganarse la vida. La madre quería que lo dejase, no dejaba de insistirle en que «corrompía la cultura zulú», le acusaba de explotación. Decía que le daba asco que un hijo suyo se rebajara a entrar en un negocio «miserable y de pacotilla», etcétera, sólo porque el dinero…

—¿Cómo? ¿Qué negocio?

—Ya, eso pregunté yo. Al parecer, al hijo le dio por la artesanía después de un viaje que realizó en jeep a un área muy remota, allá arriba, en la frontera, para observar pájaros. Llegó a un pueblo donde había un hombre que había hecho unas cabezas de arcilla realmente buenas —cabezas de personas, imagínatelo—, y el muy botarate estaba dispuesto a vendérselas a cincuenta centavos cada una o así. Kennedy vio inmediatamente que aquellas cabezas podían colocarse en Durban veinte o treinta veces más caras, y así empezó el negocio. Le ofreció al tipo aquél cinco rands por cabeza, en efectivo, y le dijo que volvería al cabo de un mes en busca de más para…

¿Cinco rands? —se asombró Zondi, soltando un silbido—. El hijo debe de ser una buena persona. Muchos hubieran dicho: «OK, cincuenta centavos», y…

—Ya, yo tampoco entendí muy bien la gracia del asunto, si se tiene en cuenta el transporte y todos los demás gastos. Y, además, ya sabes lo rematadamente pobres que son esos brutos, allá en la selva.

—Gran verdad. Cinco rands ya serían mucho, muchísimo dinero. ¿Y el hombre hizo más cabezas?

—Sigue haciéndolas, al parecer, y tiene a medio pueblo ayudándole; le buscan la arcilla adecuada y vigilan los hornos donde las cuece. Y ya te habrás olido que ahora no es lo único de que provee a Kennedy. Tiene gente que talla madera, mujeres que ensartan collares de cuentas, otros que confeccionan escudos zulúes de cuero… ¡carajo!, de todo.

Zondi cogió el Lucky Strike encendido que le ofrecían.

—Pero…

—Ya lo sé, quieres saber qué era lo que la madre encontraba tan mal en todo esto. ¿Te digo lo que me dijo Carswell cuando se lo pregunté? Me contestó que todas las cabezas que hacía ahora sobre el modelo del primer tío, por ejemplo, seguían siendo las mismas seis cabezas que Kennedy compró la primera vez.

—¿Y qué?

—Que me zurzan si entiendo qué crimen puede haber en eso —dijo Kramer abriendo la ventanilla.

—¿Cuál era la conexión entre el amo Carswell y…?

—¿La Stride? Fundamentalmente, que ella le pagaba mucho dinero por sus cuadros después de que él le hubiera dicho lo que ella quería oír, diría yo.

—¿Los cuadros no son buenos?

Kramer se encogió de hombros.

—¡Dios! ¿Cómo te lo diría, Mickey? A mí todos me parecieron condenadamente iguales, excepto que los había de diferentes tamaños.