ZONDI TENÍA tres cosas que decirle a Kramer cuando éste apareció de regreso en Woodhollow, y entró en el estudio de Naomi Stride. La primera se refería a lo que le habían dicho en Cyclops Security.
—Dicen que la señora Stride les llamó el viernes pasado, jefe, para informarles de que había cambiado de planes y saldría hacia Londres mañana miércoles, y que no se preocupasen de la custodia de la casa hasta entonces. No sabían muy bien por qué se marchaba más tarde, pero tenía algo que ver con que había llegado a un punto de su último libro que no quería interrumpir hasta haber terminado el capítulo.
—Ajá, ¿y qué más?
—Ha llamado la secretaria del hijo. Al parecer éste viene para acá, llegará en cualquier momento.
—¿Y sabe que a su vieja la…?
—No, sólo que la policía quiere hablar con él.
—Bien. ¿Y qué es la tercera cosa?
Zondi dio tres cuartos de vuelta en el sillón y señaló la hoja que estaba en la máquina.
—He estado mirando esa última línea, jefe.
—¿De veras? Algo así como «dos, coma, dos», a lo que yo no le he encontrado ni el más puñetero sentido, salvo que dos y dos son cuatro. Pero la verdad es que todo el libro me parece tan jodidamenente raro que…
—Jefe, no creo que la señora Naomi Stride escribiera eso. Mírelo otra vez.
Kramer lo miró otra vez, inclinándose para ver de cerca el papel, con un ángulo que permitiera que le diera la luz de la ventana.
—La presión que se empleó en las teclas es la misma que la de las líneas anteriores, pero eso es de pura lógica puesto que se trata de una máquina eléctrica. ¿Qué hay que sea distinto?
—Mire —dijo Zondi, cogiendo al azar una novela de la librería—. ¿Se ha fijado alguna vez en que en los libros, cuando ponen las palabras que dice la gente, casi nunca se utilizan comillas dobles, sino una sola? —y puso una página ante Kramer para que la observase—. La gente corriente, en cambio, siempre usa las comillas dobles porque eso es lo que se aprende en la escuela…
—Un momento —dijo Kramer, cogiendo algunos folios del manuscrito de la bandeja—. Ya, en cambio Naomi Stride ponía las citas igual que los impresores, con una sola comilla.
—Y de repente, esta última línea tiene comillas dobles… —murmuró Zondi—. Yo no creo que alguien que escribe tanto a máquina cambie una costumbre como ésta, sólo una vez, en más de doscientas páginas.
—¿Lo has mirado?
Zondi asintió.
—No he podido encontrar ningún otro sitio donde usara las comillas dobles.
Kramer fue hasta la ventana y estuvo un rato mirando a través de ella. Después se dio la vuelta y asintió.
—Tienes razón, Mickey —dijo—. No puede haber sido ella, así que tiene que haber sido…, veamos, ¡hostia! ¿El asesino? ¿Para dejarnos una especie de mensaje? ¿Cómo un guiño?
—Eso parece, jefe.
—Pero «dos, coma, dos», ¿qué significa para ti?
—Ni idea, jefe —replicó Zondi encogiéndose de hombros.
RAMJUT PILLAY ESTABA AGOTADO cuando por fin llegó a Gladstoneville, un extenso poblado de chozas reservado a los asiáticos, al noroeste de Trekkersburg. Normalmente le permitían utilizar su robusta bicicleta de correos para ir y venir del trabajo, pero ahora que lo habían expedientado, le habían quitado ese privilegio. Y por si fuera poco, andaba descalzo, ya que las botas se las había quedado la policía para un examen forense, y como no estaba en condiciones de solicitar otro par, el camino había sido lento y doloroso, especialmente los tres últimos kilómetros, por una senda de tierra que bajaba desde la carretera asfaltada que orillaba Gladstoneville. Tampoco el calor le había ayudado, un calor que parecía hacerse más intenso a cada paso que daba.
—Diez mil quinientos noventa y uno, diez mil quinientos noventa y dos —murmuró al llegar a la esquina de la calle del Albaricoque—, diez mil quinientos noventa y… ¡gracias a Dios!, tres.
Estaba en casa.
—¿Ramjut? —graznó su madre desde la mecedora del porche inclinado—. ¿Dónde has estado, hijo? Eres la vergüenza de unos padres respetables. Tu anciano padre ha salido a buscarte, el pobre, mendigando noticias de un hijo que es ya un hombre y que tenía que haber vuelto de su trabajo hace muchas horas. ¿Qué tienes que decir de tu…?
—Madre, ¿le gustaría saber cuántos pasos hay desde Correos hasta…?
—¡Bah! —le respondió con un movimiento de desprecio que le era familiar, valiéndose de su espantamoscas.
Cosa que, por una vez, agradó inmensamente a Ramjut Pillay, porque todo el camino hasta Gladstoneville había ido barruntado la idea más estimulante que se le había ocurrido desde hacía años, si se dejan de lado las varias asociadas a las experiencias brahmacharya.
Y así, indiferente a su cojera, cruzó la casa y se fue al cobertizo de chapa en el que vivía, en la parte de atrás. Era igual que entrar en un horno, salvo que pocos hornos rezuman un olor a colchón de crines de caballo sudadas tan penetrante, y durante algunos segundos estuvo tentado de dejar la puerta abierta de par en par. Pero no, eso habría sido muy poco profesional, de manera que la cerró como es debido, echando los siete cerrojos y las dos cadenas. Luego, al notar un ligero desmayo, se abrió paso entre el diván y las estanterías que se había construido con cajas de naranjas, y descorrió la cortina ajada del rincón del fondo. Detrás de ella, colgado de una cuerda deshilachada, estaba todo su guardarropa: camisas, pantalones y un par de chaquetas, monos de mecánico, una bata blanca de farmacéutico, una toga negra de abogado, un taparrabos, un uniforme de explorador, un impermeable gris de plástico, un uniforme de ferroviario, diecinueve corbatas de estampados varios y una funda de almohada que contenía sombreros, gorras, cascos y una máscara antigás. De una caja de hojalata antitermitas, escondida debajo de todo, seleccionó un diploma y lo clavó en el reborde de una de las cajas de naranjas. Retrocedió algunos pasos para admirarlo, chocó con el diván y no tuvo más remedio que quedarse sentado de golpe.
El diploma, con una escritura de bellas florituras, rezaba:
Ramjut Pillay ha superado con Nota todos las pruebas exigibles para este Curso y a partir del día de la fecha, queda facultado para el ejercicio de la Profesión de Investigador Privado.
THEO KENNEDY, HIJO ÚNICO de la difunta Naomi Stride, llegó a Woodhollow en un Land Rover pintado a rayas onduladas en blanco y negro, que imitaba un camuflaje cebra.
—«Arte Afro» —murmuró Zondi, leyendo en voz alta la inscripción de la puerta del coche—. «Al por mayor y exportaciones».
—Será mejor que te esfumes y te encuentres un buen sitio para escuchar por la ventana —sugirió Kramer.
—¡Marchando, jefe!
Kramer se acercó al patio anterior en el preciso momento en que el joven Kennedy empezaba a subir las escaleras. Parecía enfadado, y muy pálido.
—Acabo de oír por la radio —dijo— que mi madre ha sido asesinada. ¿De qué demonios se trata? ¡No puede ser verdad!
—Lo siento mucho, señor Kennedy, pero aunque sólo sea por esta vez, han dado la noticia exacta.
—¡Déjese de tonterías! Los parientes más próximos han de ser informados los primeros, y a mí nadie…
—Estuvimos intentando dar con usted. Llamamos a su trabajo en cuanto supimos donde encontrar…
—Pero…
—En cuanto a la radio y la prensa, se investigará quién les dijo…
—¡Eso me importa un carajo! Yo sólo…
—Bueno, venga adentro —dijo Kramer, conduciéndolo hacia la casa—. Dígame dónde guardaba su madre el coñac y le serviré uno… ¡Demonios, también yo me tomaré uno!
Kennedy sonrió a medias, dejando descansar los hombros, y abrió la marcha caminando como un hombre para quien el suelo parece estar a una distancia considerable, excesiva para él. Entraron en un salón amueblado con una mezcla de mesitas de madera noble y sillones mullidos tapizados con cretonas floreadas. Kramer le rogó que tomara asiento en una de las butacas y fue hasta una vitrina de caoba que había a la derecha de una enorme chimenea. La vitrina estaba bien surtida, con no menos de cuatro marcas de coñac. Eligió el Oude Meester, sirvió dos dobles, tendió un vaso a Kennedy y se acomodó sobre el brazo del sofá.
Estuvieron un rato callados. Se limitaban a ir sorbiendo el licor y a dar con algún sitio adonde mirar. Kennedy miraba el atizador de metal apoyado en la rejilla. Kramer, un espejo redondo, de los que tienen relieve, que le proporcionaba una interesante perspectiva del hijo de la mujer muerta. Achaparrado por la distorsión del espejo, que le quitaba un palmo de su metro ochenta y tantos de estatura, Kennedy, en cierto modo, se parecía mucho a ella, tenía idénticos pelo negro, frente despejada y facciones concretas.
—No puedo creer que esto haya pasado, que sea verdad…
—Es verdad —dijo Kramer.
Kennedy lo miró.
Al contrario que su madre, tenía arrugas en su rostro marcadamente bronceado, aunque en aquel momento no eran consecuencia de ninguna sonrisa.
—¿Cómo ha muerto? —preguntó con brusquedad, forzando la voz.
—Apuñalada —dijo Kramer—. Sólo una vez. Murió instantáneamente.
—Dios mío…
—A primeras horas de esta madrugada. Había ido a darse un baño y entró para vestirse. El bañador estaba en el suelo y su ropa…
—¿Quiere decir que estaba… sin vestir?
Kramer asintió.
—Pero no hubo nada sexual, si es eso lo que estaba pensando… ¿Más coñac?
Kennedy no pareció enterarse de que le quitaban el vaso de la mano. Estaba de nuevo absorto mirando el atizador y mordisqueándose el labio inferior. Kramer se apartó de él y volvió a la vitrina de las bebidas ocultando un fruncimiento de ceño. Le sorprendía su propia conducta, el no haber intentado saber si Kennedy tenía idea de cuántas puñaladas había recibido su madre, cuándo las había recibido y cómo estaba vestida… o desvestida. Es asombroso el modo en que, a menudo, hasta a los homicidas más sagaces se les escapa algo al principio, antes de haberse calmado y acostumbrado a las preguntas. Y sin embargo Kramer no había jugado aquella carta con él y se había limitado a relatarle los hechos principales, sin más, como si por su mente nunca hubiera transitado la idea de que Kennedy, el pariente más cercano de la asesinada, debía ser considerado uno de los principales sospechosos.
Sirvió otro doble con cuidado; seguía ceñudo.
¿Uno de los sospechosos principales? ¡Cielo Santo!, no lo había considerado en absoluto sospechoso, desde el primer momento en que lo vio. El tipo le había gustado, era así de simple, una respuesta intuitiva basada en sabe Dios qué. Y, por lo demás, las reacciones de Kennedy le habían parecido en todo momento espontáneas, lo cual había reforzando su primera impresión. Pero tenía que poner término, claro está, a esas necedades.
—Mire, señor —dijo, regresando con el vaso lleno—, es necesario que le haga algunas preguntas.
Kennedy no dio muestras de oírle. Continuaba mirando el atizador de latón con los dientes clavados en el labio inferior y un hilillo de sangre corriéndole por la barbilla.
—¡DIOS DEL CIELO! —murmuró el coronel Muller contemplando la tarjeta de visita que le ofrecían—. ¿Cómo ha podido usted llegar tan deprisa?
—Supongo que he tenido suerte, señor. Vine en avión, de Johannesburgo, para otra noticia y…
—Pero ¿por qué también El tiempo quiere meter la nariz en esto? ¿Por qué no se limitan a escribir sobre relojes y sobre las horas, por todos los santos? Hay cosas mucho más sublimes que un asesinato, y mucho más útiles, además.
—Discúlpeme, señor, pero al parecer tenemos un problema de comunicación. Vengo del Time, una revista de información…
—Nada de eso ni de problemas de comunicación —interrumpió el coronel Muller, devolviéndole la tarjeta—. Creo que le he comunicado las cosas con toda claridad, joven: la respuesta es no. Ni entrevistas exclusivas ni más información, por el momento.
A continuación, entró en su despacho y cerró la puerta de un golpe.
El teniente Jones le esperaba.
—Tengo algo muy significativo que mostrarle, mi coronel —dijo furtivamente, apretando un informe contra su pecho—. Espero que no tendrá usted ninguna objeción a que servidor tenga un poco de iniciativa.
—¡Hum! —gruñó el coronel Muller, sentándose a su mesa y cogiendo una de sus escobillas—. ¿Qué tiene usted ahí? Espero que sean billetes de avión para mandar a todos esos malditos periodistas a Tombuctú. Quiero que les prohíban entrar en el edificio.
—Me ocuparé de ello al momento, mi coronel. Pero primero, si le parece bien, le explicaré cómo he dado un paso importante en la investigación. ¿Se acuerda de que, no hace mucho, salió en el periódico una noticia hablando de que Naomi Stride había aceptado una conciliación amistosa, sin acudir a los tribunales, en un caso de libelo? Sin duda recordará usted que fue cuando una persona la acusó de…
—No —dijo el coronel.
—Bueno, da igual —se apresuró Jones—; recordé que su abogado hizo una especie de declaración; así que busqué el periódico para ver cómo se llamaba. Cuando di con él, fui a su despacho, mantuve una conversación con la persona adecuada y ahora tengo aquí, en este informe, una fotocopia del testamento y últimas voluntades de la difunta. Le dejarán asombrado.
—No, eso jamás —dijo el coronel.
Pero sí. La mujer había dejado un millón de rands o más, parte de dicha suma procedente de lo que su marido le había legado y parte de sus ganancias como escritora de éxito.
—Eso sin contar —señaló Jones— los derechos de autor que seguirán dando sus libros, sobre todo ahora que tendrá tanta publicidad. ¿Y sabe a dónde irá a parar casi todo?
—Al hijo.
—Correcto, mi coronel. ¿Estará contento, eh? El muy podrido no necesitará trabajar ni un solo día más el resto de su vida.
Zondi miró hacia arriba. Otro gotarrón de lluvia cayó y se aplastó contra su mejilla. Renegó suavemente entre dientes y se dispuso a salir del macizo de hortensias en que estaba oculto, justo debajo de una ventana del salón con las ventanas abiertas. Era inevitable que, después de tanto calor, aquella tarde cayera una tormenta, pero ¡podía haber esperado media maldita hora más!; Theo Kennedy acababa de empezar a hablar y hasta el momento lo único que había dicho era que se confesaba varón, blanco, mayor de edad, de veinticuatro años y domiciliado en la otra punta de la ciudad.
Sin saber muy bien, por un instante, qué haría después, Zondi rodeó a la carrera la casa por detrás y encontró refugio en el solarium. No había sido el único en tener la misma idea. Un joven guardia bantú de la comisaría del barrio, encargado de vigilar la propiedad frente a los invasores de la prensa y demás buscadores de sensacionalismos, estaba de pie justo al lado de la ventana corredera, secándose la lluvia de la cara con un pañuelo caqui de casi un metro cuadrado.
—¡Guau, mi sargento! —exclamó con tono culpable el guardia, sorprendido por su repentina aparición—. Mi intención no era…
—Su intención —dijo Zondi— era permanecer aquí a cubierto todo el tiempo posible, ¿correcto? Es lo que haría cualquier hombre sensato.
—Me llamo —dijo el joven tras una risita—, Hopeful Dumela.
—¿Dumela? ¿Acaso su padre trabajó en el DIC hace cinco o seis años?
—Es un apellido corriente, mi sargento; pero sí, era mi padre. Siempre hablaba de usted con mucho respeto.
—Pues no recuerdo que me debiera dinero.
Dumela puso una sonrisa de oreja a oreja.
Fuera, la lluvia arreciaba, barriendo en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados el césped y provocando un suave bailoteo en la superficie de la piscina. Centelleó un relámpago, pero el trueno sonó débil y lejano.
—¿Querrá mi sargento beber un té? —se ofreció Hopeful Dumela.
—¿Sabe cómo se va a la cocina?
—He estado con anterioridad muchas veces —replicó Dumela, dando muestras de un humor seco muy personal—. Hago mi ronda por aquí.
Excelente, pensó Zondi. No hay información mejor que la que procede de un buen estofado de cocinera cotilla, y cuanto más sazonado, mejor.
KRAMER AGUARDABA con el bolígrafo negro en suspenso sobre su libreta.
—Sí, sí sé por qué mi madre retrasó su viaje a Londres el domingo —dijo Theo Kennedy—. Habrá estado bregando con uno de esos bloqueos que sufren los escritores, no conseguía escribir una palabra desde hacía días, hasta que, de repente, lo consiguió. Y claro, no quería interrumpir de nuevo hasta que no tuviera más remedio, así que…
—¿Y cuándo habló con ella por última vez?
—El… el sábado. Fue a mi casa y me dijo que había aplazado el vuelo. Sí, tuvo que ser el sábado porque tenía el Land Rover desarmado y no oí el teléfono desde fuera. Primero me había llamado, ¿sabe?, y como no contestaba pensó que me dejaría una nota. Y entonces me vio arreglando los amortiguadores y… bueno…
—¿Fue una buena visita?
—¿Perdón? No sé qué quiere decir con esto.
—¿Se separaron en buenos términos, señor Kennedy?
—Igual de buenos que siempre.
—¿Discutieron acerca de algún problema familiar?
—No.
Kramer enarcó parcialmente una ceja.
—Lo ha dicho muy deprisa —señaló.
—No más deprisa que se hubiera dicho «sí, teniente».
La nota que Kramer anotó en su libreta decía champú. Luego preguntó:
—¿Dijo o insinuó su madre algo que le indicara a usted que tenía razones para temer por su vida?
—No, en absoluto. Estaba de muy buen humor porque le iba muy bien con el libro.
Kramer escribió: pasta de dientes.
—La verdad —añadió Kennedy—, no puedo recordar que en ningún momento insinuara que se sentía en peligro.
Cuchillas.
—¿Jamás, en ningún momento? —inquirió. Kramer.
—Tal vez en una ocasión o dos. —Kennedy se encogió de hombros—. Fue después de recibir unos anónimos realmente desagradables, gente que la amenazaba con rociarla de ácido, y cosas por el estilo.
Café.
—¿De veras? ¿Hubo alguno recientemente?
—No, ninguno, que me contara.
—¿No habrá guardado alguno, supongo?
—¡Maldita sea, no! Los destruía inmediatamente.
Sardinas.
—¿Sabe si algunos de esos anónimos parecían enviados por una misma persona?
Kennedy volvió a encogerse de hombros y contestó:
—No, que yo sepa.
—Así que —dijo Kramer apuntando azúcar— no podemos decir que su madre tuviera miedo de nadie en concreto, pero sí que tenía enemigos…
—A montones. Se había convertido en alguien famoso, una especie de personaje público.
—Ajá —alquiler—, siga usted.
—Eso inquieta a la gente, automáticamente. Primero llegan los pura y simplemente envidiosos, después los cabrones a los que no les gusta cómo escribes, a otros, les joden las escenas de sexo… o, lo más frecuente, eso que llaman «el toque subversivo».
—¿Había mucha política en las historias de su madre?
—De un modo indirecto, sí. Siempre las ambientaba en Sudáfrica.
—¿Y era antigubernamental?
—Antisufrimiento.
—Ajá. Bien, ¿qué me dice de la pura envidia? ¿Codicia? ¿Ese tipo de cosas?
—¿Perdone…?
—¿Su madre era famosa, verdad?
Kennedy sonrió, sarcástico.
—Rica y famosa.
Talonario de cheques, escribió Kramer.
HOPEFUL DUMELA preparó un té estupendo, y tenía buena mano para endulzarlo debidamente con leche condensada, despreciando el azucarero. Zondi se llevó la taza junto a la ventana. La tormenta había amainado, pero los truenos y relámpagos estaban mucho más cerca.
—Así que —dijo—, ¿por qué dice que este asesinato no le sorprende?
—¡Vaya!, en este lugar han ocurrido, ya antes, cosas raras.
—¿Como qué?
Dumela se rascó vigorosamente un lado de la cabeza.
—Una vez había una mujer de color desnuda, y la gente se sentó a su alrededor y le hizo retratos en hojas grandes de papel.
—¿Qué gente?
—Amigos de la señora. ¿Querrá creer que la cocinera me dijo que algunos de ellos eran negros, igual que usted y yo?
—¡Bueno…!
—¡Ya lo creo! —continuó Dumela, muy animado—. Y también había fiestas, de todas las razas, y muchos hombres malos.
—Y eso, ¿cómo lo sabía la cocinera?
—Porque los vio riéndose a espaldas del ama, o a veces sólo por la mirada que tenían. Eran hombres que llegaban un día cualquiera a la casa trayendo un trozo de madera pulimentada, y, otro día, a lo mejor, una piedra agujereada, y pedían mucho dinero por ellas. La cocinera me ha jurado que la señora se lo pagaba.
Zondi miró a lo lejos, atraído por un rayo que cayó cerca.
—¿Y qué le dijo la cocinera acerca del hijo?
—Un buen hombre; siempre pedía las cosas con educación. Pero su madre y él… andaban siempre peleando, dice la cocinera.
—¿Y por qué razón se peleaban?
—Sobre todo, dinero. Según la madre, el hijo piensa demasiado en el dinero.
—¿Quería que su madre le diera algo, también?
Dumela se encogió de hombros.
—Eso no lo sé, mi sargento. Pero déjeme que le cuente otra de las cosas raras que aquí ocurrían.
LA TORMENTA SE HABÍA CEBADO EN LA CASA, las habitaciones estaban a oscuras, las ventanas golpeaban, toda ella temblaba hasta los cimientos. Se produjo un destello cegador y después un estruendo terrible; un pedazo de chimenea cayó sobre las baldosas. Theo Kennedy se levantó de un salto, dio un paso, se detuvo y puso cara de enajenación.
—¡Dios! —murmuró—. Debo de tener los nervios hechos polvo.
—Venga —dijo Kramer levantándose del brazo del sofá.
Parecía un momento excelente para comprobar las reacciones del sospechoso ante el escenario del crimen. Le condujo hasta el estudio por el largo pasillo a oscuras con esteras en las paredes.
La atención de Kennedy se dirigió inmediatamente al folio que había en la máquina de escribir.
—Qué frase más extraña… —comentó poniendo la punta del dedo sobre «“¡II!, ¡II!”».
—¿Alguna idea de lo que significa? —musitó Kramer mirándole de cerca.
Kennedy meneó la cabeza y luego se volvió hacia la puerta del solarium.
—Si en aquel momento se estaba cambiando, tiene que haber sucedido ahí —dijo—. ¿Puedo echar una mirada?
Lo cual desactivaba por completo la pequeña bomba que Kramer pretendía soltar al llevarle allí.
—¡Bueno…!, no hay mucho que ver por ahí, caballero —dijo.
—De todas formas, me gustaría —insistió Kennedy con calma.
Kramer le dejó que entrara solo. ¡Qué demonios!, aquel tipo era sincero, estaba seguro de ello. Nadie puede fingir ese dolor en la mirada, la angustia en la manera de intentar aparentar naturalidad, sin traslucir lo que siente. Así que su madre, como el propio Kennedy le había revelado minutos antes, le había convertido, con su muerte, en millonario en rands. Bueno, ¿y qué? Estaba claro, a juzgar por la ropa informal y el reloj barato que llevaba, que no era Theo Kennedy alguien a quien el dinero le preocupase gran cosa, y sin la menor duda no lo bastante como para matar por él, y mucho menos a su propia madre; y encima, si hubiera necesitado dinero, ¿no era indudable que hubiera podido pedírselo a ella?
—Hizo que le construyeran el solarium en la casa especialmente —dijo Kennedy volviendo al estudio—. Lo llamaba su segunda habitación favorita.
—¿Cuál era la primera favorita?
—Ésta, el estudio. Tiene… bueno, hay mucho de ella aquí.
—¿Ah, sí? ¿Puede decirme si hay algo que haya sido cambiado?
—No, la verdad, no puedo —respondió Kennedy—. Han pasado siglos desde la última vez que vi esto con detenimiento.
—¿Cómo es eso?
—Eh…, relaciones tensas…, cosas que ocurren. Oiga, ¿le importa que…?
Kramer lo cogió del brazo para sujetarle.
—¡Vaya, se ha puesto de muy mal color! —dijo Kramer—. Será mejor que vayamos a otra habitación y se tumbe un poco.
—No, tengo que salir de aquí.
—Eso es lo que le estaba sugiriendo, si usted…
—Fuera de aquí, si no le importa —dijo Kennedy, tan pálido que parecía a punto de desmayarse—. Me parece que no puedo soportar esta casa ni un minuto más.
Kramer permaneció un momento indeciso, sin saber si debía aprovechar aquel momento, en que Kennedy estaba en el punto más débil, o bien actuar como le decía su instinto.
—Le llevaré a su casa —dijo.
—Gracias, pero no hace falta. Puedo conducir perfectamente.
—¡Y una porra, hombre! ¡Si ni siquiera puede tenerse en pie como Dios manda!
EL PROBLEMA, según concluyó Ramjut Pillay, era que resultaba muy difícil sentirse un verdadero investigador privado, vestido con el correspondiente impermeable de plástico, cuando prácticamente todo el mundo que andaba por las calles del centro de Trekkersburg llevaba gabardina. Lo peor de la tormenta había pasado, pero seguía cayendo una lluvia persistente.
Aun así, tenía algo que muy pocos tenían: una placa dorada (Otorgada Gratis con cada Diploma) prendida detrás de la solapa, y esto, al menos, le distinguía del rebaño general. Se subió el cuello un poco más, y avanzó como una sombra por la acera, pegado a las casas, meditando sobre cómo empezar a investigar el feo asunto del asesinato de Naomi Stride.
—¡Aa-chís…! —estornudó Ramjut Pillay—. ¡Válgame Dios! ¡Demonios!
Lo último que necesitaba era un catarro, ahora que iba a empezar su primer caso importante. Mascullando algo contra el variable clima de Trekkersburg, a través de la abertura del lado derecho del impermeable metió la mano en el bolsillo del pantalón para buscar un pañuelo. En vez de eso, palpó un amasijo de sobres arrugados y comprendió, con un pequeño vahído, que no sólo se había olvidado de cambiarse los pantalones de cartero, sino que también se había quedado, sin saber cómo, con algunas de las cartas.
La gravedad de la situación cayó sobre él con tal peso que se vio obligado a encontrar un sitio donde sentarse, y fue al urinario público, reservado para varones de su raza, que estaba detrás del Ayuntamiento. Allí, se cerró con pestillo en el último retrete de los cuatro que había en fila, sacó apresuradamente el correo que llevaba en el bolsillo y miró a ver qué nombres y direcciones había.
Tenía que haberlo imaginado: todos los sobres iban dirigidos a Woodhollow, y allí estaba el nuevo sello inglés que ambicionaba.
—¡Oh, pobre de mí! —suspiró Ramjut Pillay, ahora con el ligero recuerdo de haberse embutido los sobres en el bolsillo cuando salió huyendo de la casa, muerto de miedo—. Estamos metidos en un considerable lío, ¿verdad?
Y se estremeció al imaginarse lo que pasaría si llevase aquellos efectos postales a su superior de Correos. Desde el principio, el señor Jarman había dejado muy claro que el peor, el peor con mucho, de todos los delitos que podía cometer un cartero —fuera cual fuese su excusa— era guardarse las cartas en el bolsillo en vez de entregarlas en las señas indicadas. El despido sería automático, e iría acompañado de una denuncia por apropiación indebida, les había advertido el señor Jarman.
—¡Ah! —exclamó Ramjut Pillay con una súbita idea luminosa—. Ahí no está el problema. Mañana las entregaré como si…
Pero ¿cómo iba a poder hacerlo si estaba suspendido? En la frente de Ramjut Pillay brotó un sudor frío, y un escozor.
Estaba atrapado, acorralado contra las cuerdas, sin escapatoria. A menos de que…
Contó los sobres: faltaban seis, si no recordaba mal. Seis cartas y una circular que hubiera debido deslizar en el lugar donde descubrió a la dama difunta. Bien, esto serviría pues para explicar por qué había entrado en la casa, y el resto podía destruirlo arguyendo que nunca lo había visto. No había nada certificado, ni nada que hubiera sido anotado en ninguna parte.
Cuando estaba a punto de romperlas en trocitos pequeños para hacerlos desaparecer por el mismo lugar sobre el que estaba sentado, tuvo otra súbita idea luminosa. ¿Y si en alguna de las cartas que tenía en la mano hubiera una pista vital para descubrir al asesino? ¿No debería echarles una ojeada primero, antes de destruir posibles pruebas? Después de todo, había estado pensando cuál sería el mejor extremo por el que comenzar la investigación…
—Tienes razón, dijo el otro «lado» de Ramjut Pillay, imbuyéndole del mismo espíritu de frío distanciamiento que antes. —Adelante, echa una mirada, te reto a que lo hagas.
Pero dudó, intimidado por el ruido de alguien que entró en el retrete de al lado, dispuesto a usarlo. Alguien que, además, pronto dio muestras de padecer graves problemas de flatulencia, y que hizo tal ruido, aderezado con sonoros suspiros y toda la pesca, que a Pillay le pareció imposible que pudiera oír el ruido de unos pocos sobres abiertos con cuidado. Con dedos temblorosos, Ramjut Pillay se puso manos a la obra, e instantes después estaba ya desdoblando la primera de las cartas y poniéndola del derecho.
Lo que vio escrito en aquella página de papel azul hizo que sus ojos salieran de sus órbitas, de horror y asombro.
—¡Mierda! —exclamó Ramjut Pillay.
—No hace falta que sea tan descarnado —gruñó la persona de la puerta vecina.