PARA ENTONCES, empezó a formarse el ambiente festivo habitual en estos casos, según iban apareciendo por el camino más y más vehículos policiales, de los que iban apeándose unos hombres que contaban chistes y reían nerviosamente. Muchos de ellos llegaban con invitación, dispuestos a ocuparse en el lugar del crimen de las obligaciones correspondientes a su condición de especialistas. La mayoría de los demás eran meros intrusos, agentes de uniforme que andaban patrullando por zonas vecinas, a los que los mensajes cruzados por radio habían aguzado la curiosidad. Los recién llegados se agrupaban en el patio y, a través de la ventana corredera, echaban miradas furtivas a su anfitriona de aquella tarde, cubierta a la sazón con una sábana rosa sacada de un armario abierto.
Cuando el doctor Strydom salió saludando con la cabeza a Jaap du Preez, hicieron pasar a dos agentes de Huellas. Uno de ellos se puso manos a la obra de inmediato, en medio de imprecaciones, polvos de talco y pinceles de marta, consiguiendo que de la nada aparecieran huellas latentes, en tanto que su compañero retiraba la sábana y empezaba a sacar fotos, desplazándose en torno a su modelo con una ceremoniosidad propia de un fotógrafo de la alta sociedad.
Los murmullos del patio se convirtieron en una charla de cóctel, y se escuchaban comentarios bastante malintencionados sobre los problemas de la edad madura; al poco rato, todos se dieron la vuelta, atraídos por un nuevo elemento sonoro. Se trataba de un perro policía que, captando el espíritu de la reunión, había decidido darse un chapuzón en la piscina a la que arrastró involuntariamente a su amo, que andaba de puntillas intentando mantener el equilibrio. Lo cual les valió a ambos, que chapoteaban a dúo con furia, una gran ovación; un atlético sargento uniformado llegó de un salto al trampolín para gritarles instrucciones y estuvo también a punto de caerse. Más aplausos, y cuando se dieron la vuelta todos otra vez, la sábana volvía a estar en su sitio, y el sargento Van Rensburg transportaba el cuerpo en una camilla mortuoria, al estilo de un mayordomo obeso, con gran pompa y circunstancia.
En ese momento, Kramer, que nunca tenía ganas de fiesta, hizo lo que solía hacer, y se mudó a una habitación tranquila, cerrando la puerta tras de sí.
El cuarto que había elegido era el de la máquina de escribir y las paredes cubiertas de libros hasta el techo con vigas. Se sentó en el amplio sillón giratorio del escritorio, encendió un Lucky, se guardó la cerilla usada en el bolsillo del pecho y se reclinó, posponiendo el momento de ver cuáles habían sido las últimas palabras de Naomi Stride. Tenía la impresión de que iban a resultar algo frustrantes.
No es que Kramer tuviera grandes esperanzas acerca de la calidad literaria de la muerta, ni siquiera había leído nunca nada de ella, porque la muy hojeada colección de obras prohibidas que la Brigada Anti Vicio atesoraba en la oficina no le interesaba en absoluto. Ahora bien, para resumir, ya que trabajaba en Robos y Homicidios, alguna cosa había aprendido, y esta cosa era el hecho atroz de que la mayoría de la gente muere cuando menos preparada está para ello, y que muy raramente lo hace con estilo. Lo más que podía esperar era hallar escrito en la máquina: «Y entonces…».
De manera que centró su atención en la estancia y en los muebles. Resultaban curiosamente inquietantes, le recordaban algo. Dejó que su mente se quedara en blanco, abstraído con la punta encendida de su cigarrillo. Entonces, le sobrevino un recuerdo: la carretilla de Boy Josua.
Boy Josua era una de las figuras más conocidas del Poblado Kewla, la nutrida comunidad negra de casas idénticas de dos habitaciones levantadas con bloques de cemento, donde Zondi había vivido un tiempo con su familia. Todos los días se veía a Boy Josua empujar aquella carretilla cubierta con una tela, transportando sus propios testículos, ya que padecía una enfermedad tropical que inflama los testículos hasta que alcanzan proporciones monstruosas. La gente quedaba maravillada de su tamaño, y hasta quienes estaban muy acostumbrados a verlo no dejaban de sentir una cierta veneración por Boy Josua, cosa que él encontraba muy agradable, y lo mismo opinaban sus tres esposas. Una vez, un médico blanco mandó llamar a Boy Josua y le prometió que le libraría de aquella aparatosa enfermedad, de la noche a la mañana, pues existía una cura para ello.
Según testigos presenciales, Boy Josua se largó, como era de esperar, a toda prisa de la clínica, empujando su carretilla hasta lo más alto de la cuesta sin efectuar una sola parada, lo que por sí solo constituyó tamaña hazaña que le granjeó un aumento de popularidad. Bastaba con echar una mirada a la carretilla para calibrar su considerable peso, incluso de vacío. Boy Josua llevaba años decorándola, doblando perchas y otros artilugios de alambre para colocarle un arco en la parte delantera, del que luego colgaba cachivaches interesantes que le llamasen la atención. Entre los más fácilmente identificables, había bujías gastadas, llaves, piñones de cambios de marcha, bolígrafos viejos, trozos de espejo, peines rotos, palomillas, tapones de gasolina cromados, bombillas, tubos de cobre, latas de bebida, mecheros desechados, segmentos de pistón y circuitos impresos de colores.
Kramer pensaba que nunca volvería a ver algo parecido; pero allí, en aquella habitación que probablemente Naomi Stride llamaba su estudio, había muestras de algo muy parecido. Sin tan siquiera levantarse, contó tres grandes cuencos repletos de guijarros de playa y una vasija de cobre llena de plumas viejas, sobre la chimenea. Piedras en forma de huevo, cachos de madera esparcidos por todas partes, numerosos huesos blancos, brillantes, restos de cuadernas de barco, un cráneo de mandril, tarjetas postales amarillentas, tres pinzones disecados en una campana de cristal, marcos pequeños repletos de fotos, botellas verdes antiguas de formas diferentes, juncos en una esquina y docenas de tortugas de todos los materiales posibles, desde porcelana hasta arcilla, que ocupaban el friso frontal de las estanterías. Más tarjetas, cartas, postales y hasta uno o dos telegramas que sobresalían de entre los libros, y en el poco sitio que quedaba había encajadas más colecciones de basura diversa, como corchos de formas extrañas, restos de lapiceros, cochecitos de juguete, una medalla militar, algunas canicas azules y, por razones que probablemente sólo Boy Josua hubiera podido comprender, varios montoncitos de cintas de máquina de escribir usadas.
Kramer reprimió un ligero escalofrío, se levantó y se acercó a un archivador rojo, junto a un escritorio más pequeño sobre el que reposaba el teléfono. Abrió el cajón de arriba procurando no dañar posibles huellas dactilares, y quedó sorprendido al ver que todo estaba cuidadosamente archivado en carpetas azules, claramente etiquetadas. No sabía muy bien por qué había hurgado allí, aunque por algún lado había que empezar la tediosa tarea de imbuirse del pasado de la muerta, y para ello las cartas, incluso las comerciales, podían serle de utilidad. Pero a la vista de tanto papel que revisar, tantas líneas entre las que leer, su determinación se debilitó y cerró de nuevo el cajón. Si por lo menos pudiera hacerle a la difunta unas cuantas preguntas sencillas sobre sí misma, la vida resultaría mucho más agradable.
Entonces, con una leve sonrisa, sacó una carpeta que acababa de ver y que decía «Entrevistas». Dentro, había gran cantidad de recortes, y por lo menos tres de ellos prometían revelar quién era la verdadera Naomi Stride, escritora de éxito, ama de casa y madre.
—Así que era eso —murmuró feliz por su hallazgo, y regresó con él al sillón giratorio.
Pero antes de enfrascarse en el primero de los artículos, se inclinó hacia adelante para echar una mirada al folio que estaba en la máquina de escribir. Lo que vio fue lo siguiente:
p.237
Una tenue membrana, más pálida que la luna
«¡II! ¡II!»
Intrigado, buscó a su alrededor la página anterior y la encontró en una bandeja metálica de escritorio, debajo de un pisapapeles de cristal. Una rápida lectura le reveló que se trataba de una escena erótica entre dos jóvenes, ambos inhabitualmente sensibles a los olores del cuerpo del otro, situada en unas dunas próximas a Durban.
—Sí. ¿Y tú?
—Sí
—Abelardo.
Asintió.
—No tengo palabras para decirlo —dijo ella—. Desconozco tus palabras.
—No hay palabras —dijo él, alargando los brazos hacia ella. Ella sonrió amablemente, sin que la afirmación de él le pareciera trivial pues sabía que él no empleaba frases hechas.
—Como el humo de la leña —dijo ella al sentir que el pecho de él rozaba ligeramente el suyo, endureciéndosele los pezones—. Un olor profundo, oscuro, solemne…
—Como la menta silvestre —dijo él—. Penetrante. No, despacio. Vayamos despacio/quizá sea ésta la única vez.
Y a continuación venía una descripción que llegaba a la última página y terminaba bruscamente con aquellos «¡II! ¡II!», una indicación absolutamente enigmática, incluso teniendo en cuenta el impresionante diálogo críptico que la precedía.
Kramer se encogió de hombros y abrió la carpeta de entrevistas recientes. También estaban en inglés, pero mucho mejor escritas, quedaba perfectamente claro lo que se quería decir; y una del Washington Post, que trataba de explicar lo que en verdad se sabía de Naomi Stride, resultó ser su favorita. La leyó una y otra vez.
A LAS DOS EN PUNTO Ramjut Pillay fue suspendido de sus funciones, a la espera de un expediente oficial de la Administración de Correos sobre las circunstancias del abandono de su saca, amén de la desaparición de un par de botas postales de manera precipitada e irresponsable y, por consiguiente, poniendo en peligro la seguridad del servicio de Correos de la República.
Fue un duro golpe para él, máxime a aquellas alturas en que se había convencido a sí mismo, hasta la última palabra, de la historia que había contado a aquel sargento detective negro, a todas luces muy comprensivo, que le había interrogado tras el juicio sumario, la misma historia que seguía repitiendo ante el señor Jarman, su supervisor, cuya capacidad de concentración era tan evidentemente escasa que, sin duda ninguna, no podría jamás obtener un diploma de nada que mereciera la pena.
—Si se lo estoy diciendo, señor Jarman —insistía con paciencia Ramjut Pillay—, y le estoy diciendo la verdad, el espíritu estaba presente entre los restos de aquella pobre dama, y el espíritu me dijo, a mí: «tengo gran necesidad de…».
—Pillay —dijo Jarman señalando la puerta—. ¡Fuera!
—Un momento más, señor Jarman, por favor. Hay muchos aspectos que usted no ha comprendido, de tipo religioso y cultural. Un ejemplo, si me lo permite usted, se refiere al hecho de llevar prendas de cuero en los pies, a proximidad de…
—¡Fuera! —soltó el señor Jarman, en un tono sumamente amenazador.
DIFÍCILMENTE el estado de ánimo del sargento Van Rensburg podía ser peor cuando dieron las dos, y en su depósito no había otras personas que no fueran las muertas.
—Sí, ríete si se te antoja —le decía furioso a un viajante que mostraba los dientes con una sonrisa que parecía congelada en el primer cajón—. Tú no eres el encargado de que este negociado funcione bien… ¡Por Cristo nuestro Señor, si ni siquiera sabes conducir un coche en línea recta, pues si supieras no estarías aquí! ¿O no?
Rechinando y renqueando sobre las baldosas, Van Rensburg regresó con sus angarillas a la cámara frigorífica, abrió de un empujón la doble puerta y agarró por el extremo un cajón que estaba junto a la pata del armario de la derecha.
El cajón, una especie de andas metálicas concebidas para depositar sobre ellas un cadáver durante su transporte o almacenamiento, no quería salir. Tiró fuerte y se dio cuenta de que estaba vacío, durante una décima de segundo, demasiado tarde porque inmediatamente salió disparado y le dio en la espinilla.
—¡Hijo de puta! —bramó Van Rensburg saltando a la pata coja—. ¿Te crees que puedes jugar conmigo, eh? No te preocupes, sé que estás ahí, y cuando…
—¿Eres aficionado a los bailes escoceses, Van Rensburg?
La inesperada voz le dio un buen susto, e hizo que se diera la vuelta soltando un taco antológico.
—¡Oh, Dios! —añadió apresuradamente—. Esto no iba con usted, mi coronel…
—Está bien, colega; hoy estreno pantalones.
—Y son magníficos, ¿verdad? —masculló Van Rensburg sin enterarse de nada, como siempre—. ¡Vaya raya!
—¿Con quién hablabas cuando entré? —preguntó el coronel Muller—. ¿Anda por aquí el doctor Strydom? No he visto su Mercedes fuera y he pensado que…
—¡Uf, no!, hablaba con un muerto de éstos, mi coronel, el ladrón que mataron anoche en el economato de la DIC. Lo que ocurre es que estaba un poco asustado porque el doctor aún no ha llegado, ni tampoco se ha presentado el teniente Kramer; y ya sea por higos o por brevas, las cosas se están complicando un poquillo.
El coronel Muller sopesó aquella respuesta dándose toquecitos con su vara de mando en los dientes.
—Sargento Van Rensburg —dijo finalmente—, espero que no haya estado bebiendo durante la hora del almuerzo.
KRAMER LEVANTÓ LA VISTA al abrirse la puerta del estudio y vio la cabeza de Zondi asomando por la puerta.
—¿Qué, Mickey? ¿Cómo ha ido eso, muchacho? ¿El cartero ése tenía todas las respuestas?
—No ha habido suerte —dijo Zondi entrando y cerrando la puerta—. Ese tipo es un tontaina feliz.
—¿Y no le sacaste nada?
—No sé qué tonterías sobre huevos y gallinas, todo para encubrir que había intentado espiar a una mujer blanca completamente desnuda. ¿Verdad, jefe? ¿Estaba desnuda, no?
Kramer asintió.
—¿Nada más?
—Estuve buscando información entre los criados que conocen a los que trabajan en la casa. Se han ido de vacaciones seis semanas.
—¿De vacaciones? —repitió Kramer atónito—. ¿Pero es que son blancos?
Zondi se echó a reír ante la idea.
—No, dos zulúes, marido y mujer, cocinera y criado; también había un xhosa, para el jardín. Al parecer ésas eran las disposiciones que adoptaba la señora cuando tenía que salir de viaje.
—Ya, para ir a no sé qué entrega de premios en Inglaterra. Están todos los detalles en esa pila de recortes de periódico.
Zondi cogió uno de ellos.
—Quizá —apuntó— el hijo pueda decirnos algo.
—He estado intentando dar con él —dijo Kramer señalando el teléfono con la cabeza—. Al parecer está en viaje de negocios, pero la chica de su oficina está llamando a varios sitios. A lo mejor hay un modo más rápido de saberlo.
Cruzó la estancia y se dirigió hacia el archivador rojo.
—¿En qué trabaja el hijo? —preguntó Zondi.
—Curiosidades africanas —replicó Kramer—. Así que ándate con mucho cuidado, ¿eh? Seguro que sacaría un buen precio por ti.
—Hum… —dijo Zondi preocupado por el recorte de periódico.
Se oyó un golpe en la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Kramer sacando una carpeta que decía «Hogar».
—Soy Jaap, mi teniente. ¿Puedo verle un momento?
Zondi pilló el recorte y se separó unos cuantos pasos de Kramer.
—Sí, adelante —dijo Kramer.
Jaap du Preez entró al instante:
—Perdone que le moleste, mi teniente —dijo—, pero tenía que haberle llamado hace ya un cuarto de hora. Me estaba preguntando cuántos efectivos necesita aquí para el nuevo turno; es para ayudarle, señor.
—¿El relevo? ¡Dios! ¿Son ya más de las dos?
—Las dos y dieciséis, para ser exactos.
—Entonces llego tarde, ¡mierda! —dijo Kramer arrojando la carpeta sobre la silla giratoria—. ¿Qué cuántos necesito? Digamos que bastarán tres bantúes para proteger la propiedad. Y dígale al sargento del furgón que los vigile.
—Muy bien, mi teniente. También, los de Huellas Dactilares preguntan cuándo podrán ocuparse de esta habitación.
—Cuando yo haya terminado.
—Como usted mande, mi teniente —dijo Jaap du Preez, volviendo hacia la puerta; y luego añadió—: ¿va a ser un caso importante, eh?
—No, si yo puedo evitarlo —dijo Kramer.
En cuanto Jaap du Preez hubo desaparecido, Kramer le entregó a Zondi un montón de cosas para leer, le explicó que llegaba tarde a la autopsia, y salió atajando por la ventana.
Zondi se arrellanó en el sillón giratorio, dio unas cuantas vueltecillas, tres hacia la derecha y tres hacia otro lado. Nunca antes había tenido la oportunidad de sentarse en una silla como aquélla, y comprendió todo su atractivo. Después se echó el sombrero hacia atrás, cogió los recortes y se puso a ojearlos en busca de un retrato de la interfecta.
Había varios, sueltos, del busto, entre los textos a una columna, todos un poco sobados y probablemente muy antiguos, porque representaba unos veinte años de edad. Por fin encontró lo que buscaba: una página entera de la lujosa revista Fair Lady en la que aparecía Naomi Stride sentada exactamente donde él estaba, y con los dedos apoyados en el teclado de la máquina de escribir eléctrica.
Zondi se preguntó si era guapa. Nunca estaba demasiado seguro cuando se trataba de mujeres blancas. Había visto algunas en los carteles de cine que le dejaban de lo más perplejo: mandíbulas masculinas, mejillas duras y planas, hombros rectos, caderas demasiado estrechas para portar un niño digno de tal nombre. Esta otra mujer, sin embargo, por lo menos era claramente femenina y sus rasgos eran de una nitidez agradable, aun cuando los ojos, grandes, parecían demasiado abiertos y vulnerables, como ventanas sin cristal alguno.
Depositó la foto delante de él y fue clasificando los recortes por orden cronológico, leyendo alguno de vez en cuando. Después, encendió un cigarrillo, se reclinó hacia atrás y discurrió sobre todo lo que había averiguado, tratando de adivinar hasta los mismos huesos de una vida truncada tan de repente.
«Naomi Stride, de soltera Naomi Esther Cohén, cuarenta y siete años, hija única de Emmanuel y Esther Cohén, dueños de una pequeña joyería en Johannesburgo.
»A los diecisiete años obtuvo una beca para la universidad de Witwatersrand, y a la temprana edad de veintidós años se doctoró en literatura inglesa. “Una estudiante extraordinaria”, había dicho su profesor.
»Aquel mismo año accedió al puesto de adjunta en la Universidad de Natal, y durante ese periodo conoció a William James “Big Bill” Kennedy, eminente cirujano de corazón, con el que contrajo matrimonio.
»Estando embarazada, empezó a escribir un cuento que fue creciendo hasta convertirse en La última magnolia, su primera novela, famosa en el mundo entero, de la que los críticos dijeron que “ahondaba hasta el corazón mismo de la tragedia del apartheid”. Con ella había conseguido cinco prestigiosos galardones en Europa y Norteamérica. Después, novela tras novela, llegaron éxitos y más éxitos. Estaban todas sus obras prohibidas en la República de Sudáfrica.
»Cuando tenía cuarenta y dos años, su marido murió de un ataque al corazón, convirtiéndola en una mujer muy rica. Insinuó que dejaría Sudáfrica y se instalaría en Londres para estar “en el meollo del mundo literario”, pero, en cambio, se mudó a Trekkersburg, donde su hijo estudiaba en la universidad.
»Durante varios años, después de la muerte de su marido, Naomi Stride no escribió ni una sola línea, limitándose a impulsar el talento creador de otros: jóvenes escritores, poetas, pintores y escultores de todas las razas. Luego, hace aproximadamente dos años, empezó La colina decadente, la novela que acababa de ser seleccionada para el premio Booker, y había aceptado estar presente aquella misma semana en el acto que se iba a celebrar en Londres».
Las diversas descripciones que se daban de Naomi Stride tendían a repetir la misma retahila de adjetivos: modesta, magistral, sensible, expresiva, apasionada, tierna, aguda, inigualable, atrevida, apolítica.
¿Apolítica? La última de aquellas palabras no le decía nada a Zondi, de modo que decidió poner remedio a ello levantándose del sillón y yendo a la estantería a buscar un diccionario.
Pero, de camino, se quedó entretenido con la cantidad de objetos que la escritora había coleccionado a su alrededor.
Le gustaron las plumas del jarrón metálico que estaba sobre la chimenea, y disfrutó con el tacto de los huevos de alabastro. También le divirtieron las docenas de tortugas, especialmente la de miga de pan, que empezaba a enmollecer, y observó lo interesantes que eran las diversas botellas verdes así como la gran variedad de corchos de formas pintorescas. Recordó lo que era ser niño y llevar los bolsillos atiborrados de baratijas encontradas, y pasando de lo uno a otro, tocando y admirando, dejó volar la imaginación.
En efecto, pensaba Zondi, alguien que escribe libros probablemente ha de tener la mentalidad de un niño, la misma capacidad de asombro para construir historias basándose en muy poca cosa, o en nada. Algunas veces, ser detective era también un poco lo mismo.
—¿QUÉ HOJA DE PEDIDO? —le espetó el doctor Strydom mientras sopesaba el cerebro de Naomi Stride.
—¡Jo…!, la que le enseñé el miércoles pasado, ¿cuál va a ser? —dijo el sargento Van Rensburg, limpiando el polvillo de hueso de los dientes de la sierra que utilizaba para cercenar cráneos—. Me estoy quedando sin existencias de algunos artículos: hilo de suturar DH-136, botellas para muestras, de todo un poco, sabe usted. ¿No podría firmármelo, doctor?
—¡Pero si ya lo firmé!
—No es posible, porque…
—¿Es que ustedes dos nunca dejan de discutir? —dijo el coronel Muller levantando una mirada ceñuda del periódico.
—Perdone usted, mi coronel —dijo Van Rensburg—, es que cuando alguien quiere llevar con eficacia…
—¿Eficacia? —dijo Strydom—. ¿Desde cuándo este depósito…?
—¡Dios del cielo!, seguro que… —empezó el coronel Muller, y luego se detuvo al ver que Kramer se les había unido—. ¿Hay algo de lo que informar en el lugar de los hechos, Tromp?
—No, mi coronel, nada que el doctor no le haya dicho ya —dijo Kramer—. Excepto que ahora sabemos que tenía un hijo y estoy tratando de encontrarlo para que nos explique por qué su madre no viajó a Inglaterra el domingo, como tenía previsto. Y también quisiera que me dijera cuánta gente podía saber que estaba sola en la casa, sin criados.
—¿Anoche, quiere decir?
—Ajá.
Kramer miró por encima a Naomi Stride y sólo reconoció los pies y las piernas. La cabeza estaba oculta por un jirón de piel reluciente que había sido estirado hacia abajo para dejar el cráneo a la vista, y el cuerpo yacía abierto desde el arco pubiano hasta la mandíbula, de tal modo que los pechos miraban ahora hacia el otro lado, colgando de parte a parte del cuerpo.
—El peso del cerebro es normal —declaró Strydom, quitando la sesera de la balanza y cortándola en lonchas gruesas—. No hay características desacostumbradas, así que ¿quién dijo que la señora era un genio?
—Este periódico —dijo el coronel Muller—. Pero ya ve, esperaron primero a que muriera.
—¿Ya ha salido?
—Ya, aunque sólo en las noticias locales. Me pregunto quién habrá sido el cerdo que se lo dijo.
—¿Algún progreso en lo del arma del crimen? —preguntó Kramer.
Strydom le miró con un guiño:
—Me lo estaba guardando hasta que viniera usted.
—¿Es algo especial?
—Poco habitual, eso seguro. No tardo ni un segundo. —Strydom depositó el cerebro en la escurridera de la pila para que Van Rensburg lo volviera a poner después en su sitio, y cruzó hasta el estante, cogió unos fórceps largos de la bandeja de instrumental y dijo—: eche una ojeada a esta cavidad torácica.
—¡Demonios!, ha sangrado mucho —indicó Kramer, agachándose también mucho—. Ahí debe de haber medio galón.
—En realidad, ahora usamos el sistema métrico —señaló Van Rensburg—. Así que, en realidad…
—Aquí —dijo Strydom resiguiendo con el fórceps la huella de un arma a través de la parte superior de los pulmones— está el culpable. Este objeto plateado clavado en la escápula anterior… esto… la paletilla, del que sólo asoma la punta. Ningún cuchillo podría haber causado una incisión tan honda.
Kramer se acercó aún más.
—¿Entonces qué es? ¿La punta de una flecha?
—No, pero me parece que andas caliente, caliente —dijo Strydom mientras apuntalaba el fórceps en el objeto y empezaba a extraerlo—. Un objeto un poquito pasado de moda… —lo colocó a la luz y, con un gruñido de satisfacción, profirió algunas palabras—: lo que pensaba… la punta rota de un florete.
—¿Quieres repetirlo? —rogó Van Rensburg, frunciendo aún más su ceño permanente.
—He dicho «florete», hombre, que es como se denomina a la espada que se utiliza en los duelos.
—¡Ajá! —dijo Van Rensburg…—, fue eso de «flor» lo que me confundió.
Pero el coronel Muller no compartió su mirada de repentina iluminación.
—¿Una espada? —dijo, apartando un ángulo de su periódico—. Es un objeto condenadamente absurdo para andar por ahí clavándoselo al respetable…, sobre todo a escritoras.
—Si no le gusta llevar sangre en la ropa, así es —constató Kramer.
ZONDI GIRÓ OTRA página de La colina decadente asombrado por lo bien que Naomi Stride describía las condiciones de vida en un albergue municipal para bantúes varones. No podía concebir que una mujer blanca pudiera entrar en semejante lugar, ni mucho menos que se le permitiera observar allí la vida diaria, y sin embargo, incluso si lo hubiera hecho, los ocupantes de aquellas sórdidas habitaciones de ocho camas no se habrían comportado como de costumbre. No obstante, ahí estaban cuatro personajes reconocibles en el acto, haciendo lo que normalmente hacían, compartir una naranja pequeña, despatarrarse, añorar a sus mujeres y a sus hijos confiando en que no iba a pasar de ese año antes de que pudieran verlos de nuevo. Dos páginas más adelante, la historia pasaba a relatar la de las familias, por lo general alejadas, y las difíciles vidas de las esposas batallando por educar a los hijos ellas solas, unos hijos que nunca tenían la barriga llena, y siempre un vacío en el corazón. De nuevo creyó ver y oír a esa gente, igual que haría un lagarto acechando en un techo de paja sobre sus cabezas.
Y entonces se puso nervioso. Probablemente se sentía un poco culpable por haber perdido tanto tiempo leyendo literatura prohibida. Zondi colocó otra vez el libro en su sitio, en uno de los estantes del estudio, resistió a la tentación de ver lo que estaba en la máquina de escribir y encendió otro Lucky. Sus ojos se posaron en la carpeta que decía «Hogar». ¿Por qué el teniente la habría sacado del archivador? ¿Tendría algo que ver con la causa del aplazamiento del viaje de la difunta?
Zondi abrió la carpeta. Estaba llena de facturas y cartas comerciales. Ojeando estas últimas, dio con una de Cyclops Security, por la que se confirmaban las disposiciones previstas para la vigilancia de Woodhollow durante la ausencia de Naomi Stride, seis semanas a contar desde el anterior domingo por la noche.
Apuntó el teléfono de la empresa de seguridad, fue hasta el escritorio pequeño y marcó el número con un lapicero, aunque dudaba mucho de que el asesino fuera de los que dejan huellas dactilares por todos lados.
—¿Sí? ¿Cyclops Security? —dijo en afrikáans con el acento más gutural posible—. Aquí la policía, señora, para un par de preguntas. ¿OK?
—Haremos todo cuanto podamos para ayudarle, señor —replicó la telefonista.
CAMINO DE REGRESO a Morningside, con las ventanillas bajadas para ver si lograba quitarse de las narices el olor rancio del depósito, Kramer cruzó una pequeña apuesta consigo mismo: en algún rincón de la casa de Naomi Stride tenía que haber un cuarto con armas antiguas y lanzas, escudos zulúes y objetos por el estilo en las paredes; las casas como la suya siempre tenían cosas de ésas, lo mismo que solían tener un gran gong de latón a la entrada del comedor, y ya había visto uno de ellos. Descubrir de dónde procedía el arma del crimen no sería un problema.
Pero quién la había empleado contra ella era ya harina de otro costal. La respuesta más simple —y la que más probablemente resultaría correcta— era que un intruso se había topado con ella. La mayoría de los blancos, incluso los de su clase, solían ser madrugadores, y el individuo en cuestión podía razonablemente suponer que ella se acostaría mucho antes de la medianoche. Es probable que el intruso imaginase que tenía toda la planta baja a su disposición, y luego, al oír ruido en el solarium, cogiera una espada de la panoplia que probablemente colgara de la pared y fuera a explorar el terreno. ¿O tal vez cogió el arma antes, como precaución? En efecto, esto parecía más probable. Los ladrones, como especie, tienden a ser gente muy neurasténica.
Un golfillo indio se metió como una flecha entre los coches, en un cruce, aprovechando el semáforo en rojo para vender los periódicos de la tarde a los automovilistas que esperaban. Esta imagen le recordó la del coronel Muller, en el depósito, oculto tras la primera edición, y Kramer no pudo impedir una sonrisa. Al parecer, el matrimonio no había ablandado al viejo cabrón, y mejor sería no llamarse a engaño, a pesar de la circunstancia nada desdeñable de que su nueva esposa debía de tener la misma edad que la difunta Naomi Stride.
El semáforo se puso en verde, lo cual dio al conductor del coche de delante una excusa para salir a todo trapo con el periódico de la tarde sin haberlo pagado.
Tal vez, pensó Kramer, la teoría del intruso fuera un poco simplista: se descubre un crimen y automáticamente se supone que tiene que haberlo cometido un delincuente. Sin embargo, el mundo está lleno de hijos de puta con mala leche y dinero que no se lo piensan dos veces antes de quitarle a un crío harapiento sus ganancias de la venta de cincuenta periódicos o, si les parece rentable, robarle a cualquiera setenta años de su vida, sin dejar de aparentar en ningún momento que son ciudadanos modélicos. Además, el asesinato es un tipo de delito bastante poco común en el que, según todas las probabilidades, las víctimas suelen conocer a sus asesinos, y casi siempre, al inicio de toda investigación, resulta eficaz observar de cerca a los más allegados del muerto.
El tráfico, denso, llegó a la autovía doble y la cosa se despejó. Se colocó en el carril rápido.
A continuación venía el móvil. La mujer era rica y famosa. La codicia podía haber sido una razón para desear su muerte; los celos, otra. Quizá el patriotismo podía tener algo que ver, considerando que escribía cosas subversivas sobre Sudáfrica, pero todavía no estaba seguro de si sus libros estaban prohibidos por eso o por demasiado eróticos. Y después, desde luego, de manera más pedestre, había que tomar en cuenta motivaciones tales como el odio, porque el hecho de ser rico y famoso no exime a nadie de esas pasiones por las que muchos de los ciudadanos más humildes se matan entre ellos. Lo mejor sería sencillamente empezar a reunir información y dejar que conformara sus propios esquemas; aquella actividad teórica, sin disponer de hechos fidedignos, no le llevaba a ninguna parte.
La salida hacia Morningside se acercaba, de modo que bajó el parasol del asiento del pasajero dejando a la vista un letrero que decía POLISIE-POLICE, apretó el claxon y obligó al coche que iba delante a echarse bruscamente a la cuneta. Se apeó y se dirigió hacia el asustado conductor, que salía sacándose un permiso de conducir de un bolsillo interior.
—Oiga, no sé lo que ha pasado —dijo el conductor, sonriendo y con atenta deferencia—. Sólo llevo dos manzanas y estoy seguro de que no he hecho nada incorrecto. No me he saltado el semáforo ni iba demasiado rápido.
Kramer le miró sin expresión alguna. Aquel tipo sería el orgullo de cualquier madre: una cara aseada y atractiva; uñas y dientes limpios; un traje safari verde pálido recién salido de la lavandería y, debajo, sin la menor duda, unos calzoncillos impecables que podrían salvaguardar el honor de la familia en caso de accidente.
—Oh, perdone —se disculpó el hombre, pasando con presteza del inglés al afrikáans—, es que me veo obligado a hablar ese maldito idioma todo el día, en mi trabajo… informática, ¿sabe usted? Me llamo Hennie Vorster. Aquí está mi permiso de conducir, señor, y está limpio.
Kramer cogió el carné y luego echó una mirada al coche.
—Qué preciosidad, ¿eh? —prosiguió el hombre—. Siento decirle que si se trata de un control por sorpresa, no va a encontrar nada para multarme… me lo entregaron el lunes. ¡Oh!, muchas gracias.
Y recuperó el carné que Kramer acababa de tenderle, tras lo cual soltó un bufido atiplado al cerrarse una de las esposas en torno a su muñeca.
—¡Jesús Bendito! —exclamó, en inglés—. ¡No irá usted a detenerme! ¿Qué motivo tiene?
—Robo de periódico —dijo Kramer—. Pero no se preocupe —añadió enganchando la otra esposa al volante del detenido—. Dejaré una notita explicándolo todo a la próxima patrulla que pase por aquí.