LA MAÑANA DEL MARTES había empezado con buen pie para el teniente Tromp Kramer, de la Brigada Criminal de Trekkersburg. A las cinco en punto —el reloj profesional de la viuda Fourie era sumamente completo, estaba provisto de toque de aviso—, le había despertado, zumbándole suavemente en la oreja izquierda.
—Trompie —le dijo—, despierta, puede suceder en cualquier momento, ¿sabes?
Él encendió un Lucky Strike, en un intento de seguir lo bastante despierto como para poder grabar aquel momento.
—¿Ya habrá sido? —le susurró ella unos minutos después.
Tenía un sentido del tiempo infalible porque, aunque dijera aquello entonces, en la mente de Tromp había una trampilla a quinientas millas de allí que se abría con estrépito permitiendo que la soga del ahorcado se extendiera bien tensa, para luego pivotar lentamente.
Así es como amaneció aquel martes. Cuando lo despertó de nuevo, la viuda Fourie estaba haciéndole silenciosamente el amor, y él hizo como quien no se da cuenta. Y luego, cuando lo despertó por tercera y definitiva vez, estaba esperándole, con su desayuno preferido servido en la mesilla de noche: dos bollos de mermelada y una botella de cerveza de jengibre.
Tras un eructo silencioso —consideraba que los eructos del desayuno eran una de las sempiternas gracias del tentempié matinal— salió a la terraza para rascarse el pecho, la mar de feliz.
Había una nota clavada en el poste del toldo de la terraza, que decía:
«Los niños y yo vamos a pasar el día en casa de Myra y he dado el día libre a Johannes para que así puedas esta vez quedarte tranquilo. XXX».
Y eso era precisamente lo que había estado haciendo desde entonces hasta ahora, cuando le pareció recordar que tenía que estar en algún sitio hacia las once, aunque no estaba demasiado seguro, pero, en definitiva, lo había pasado en grande. Se había dado un baño largo y profundo que duró hasta que el agua estuvo fría, y luego se había puesto ropa limpia por primera vez en más de una semana. Después había correteado por la vieja granja, había ido de visita al huerto de las calabazas y se había tumbado en una hamaca primitiva que los niños habían atado entre dos melocotoneros.
Encendió otro Lucky y observó que la llama de la cerilla resultaba casi invisible bajo aquel sol arrebatador. Seguramente habría tormenta, siempre la había cuando hacía tanto calor, pero de momento era un día casi tan perfecto, como cualquier otro día en el que no hay nada que hacer ni intención alguna de hacer nada.
Un alcaudón se posó en una rama sobre su cabeza. Llevaba en el pico un pajarillo que todavía se debatía sin fuerzas. Al poco, quedó alicaído, pero el alcaudón no se inmutó.
Kramer miró hacia la lejanía, en contrapicado. Más allá del cercado de alambre de espino que rodeaba la heredad, los prados estaban resecos, de un color rayano en el del pedernal, y más lejos aún, con un color gris deslucido en la distancia, se abría el amplio valle de Trekkersburg moteado de promontorios rocosos. Nada se veía con nitidez, ni los trazos brillantes, ni los destellos metálicos, ni las diminutas siluetas blancas parecidas a huevas de hormiga, ni las briznas de escarabajo, ni los coloreados apuntes de alas de mariposa y los restos de otros insectos atrapados en el corazón de una densa tela de araña. Dios sabe lo que saldría de ella si alguien la azuzara con un palo.
El alcaudón lo contemplaba con la cabeza gacha. Se dio la vuelta en la hamaca y quedó boca abajo mirando a través de la malla poco tupida, y encontró un agujero donde se acomodaba perfectamente su nariz roma. Debajo, sobre la tierra rojiza, había dos depresiones coniformes ejecutadas por un par de hormigas león, enterradas en el fondo de sus conos a la espera de que apareciera alguna otra hormiga despistada, resbalando por las traicioneras paredes de los pozos que habían cavado. Una polilla minúscula, ebria por la luz del día, pareció que iba a convertirse en la víctima, pero se escabulló en el instante en que la hormiga león cerró sus pinzas.
El alcaudón se había marchado.
Intentó dormir. Se apeó de la hamaca, entró en la casa y se ciñó la cartuchera. Un minuto después, tras comprobar «que todo estaba atado y seguro», se subió a su Chevrolet, arrancó y se largó.
—¿SE REFIERE A NAOMI STRIDE? —preguntaba el coronel Hans Muller, marcando una pausa para soplar fuerte por la lengüeta de su pipa—. ¡Diantre, maldita cacharra, esta vez está totalmente atascada! ¡Tendré que mandar a por escobillas!
—Pues sí, Naomi Stride —repitió el teniente Jacob Jones—. ¿Sabe usted quién es, mi coronel?
—¿Su padre no es ese sastre judío de la esquina, frente a la cárcel?
Jones, un afrikaaner hasta el tuétano a pesar de su ridículo apellido, sonrió con sarcasmo y dijo:
—Déjeme darle una pista, mi coronel… Libros.
—Un momento —gruñó el coronel Muller dejando la pipa a un lado y alzando la mirada, malhumorado—. ¿No es esto el Departamento de Investigación Criminal, o sea el DIC? ¡Pues no tengo tiempo que perder, ni que me den por el culo con pistas y majaderías!
—Perdone usted, mi coronel, yo sólo…
—¡Suéltalo ya, hombre de Dios! A ver qué es eso tan importante que tenías en el buche para que se te antoje entrar aquí corriendo, dando una patada a la puerta y haciendo que se me parta la cerilla que necesitaba para…
—Está muerta, mi coronel, la han asesinado.
A pesar de lo acostumbrado que estaba a recibir noticias de muertes repentinas, el coronel Muller necesitó unos instantes para procesar aquella información. Invirtió ese tiempo en preguntarse por qué el teniente Jacob Jones tenía aquella piel tan pálida, exangüe, y por qué la señora Muller, en el último baile de la Policía, en el Ayuntamiento, le había confesado que los ojos meditabundos y los labios sensuales del detective le daban escalofríos.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—Aquí, en Morningside. Acaba de llegar el informe de patrulla de la Uniformada. Al parecer, avisaron algunos vecinos, rodearon la casa y la encontraron. La han apuñalado.
—Comprendo —dijo el coronel Muller escogiendo el más afilado de sus docenas de lápices de mina 2B y anotando el nombre de Naomi Stride…—. ¿Y eso qué tiene que ver con libros?
—Los escribía, ¿sabe? ¡Era una novelista famosa! ¡Joder! Cuando esto se sepa va a tener aquí a todo tipo de periodistas…
—¡Ni hablar! —dijo con firmeza el coronel Muller—. Ni por asomo, a menos de que yo lo diga. Y, de todos modos, no será tan famosa como usted dice porque siempre miro el escaparate de la librería del final de la calle y no recuerdo nada que…
—No es de extrañar, señor. Todos sus libros están prohibidos.
La punta del lápiz salió volando por los aires.
—¿Prohibidos? —repitió el coronel contemplando el nombre que había escrito—. ¡Válgame Dios, ahora sí que me huele esto a un buen fregado! ¿Recuerda lo que pasó cuando aquel imbécil de detenido político, aquel maldito-como-se-llamase, se ahorcó aquí en su celda?
—En efecto, y la prensa extranjera intentó demostrar que lo habíamos hecho nosotros para terminar con…
—¡Por favor! No necesito recordatorios, ¿entendido?
—Pero, mi coronel, si fue usted quien…
—¡Silencio, Jones! Hay que cortar de cuajo esas habladurías.
El coronel echó una mirada a la pipa atascada, señaló la cajetilla de cigarrillos que sobresalía del bolsillo de la sahariana de Jones y chasqueó los dedos. Aceptó también el fuego, luego se levantó de la mesa y empezó a pasear arriba y abajo por la alfombra gastada que se hallaba bajo la ventana, sin desprenderse en ningún momento del cigarrillo que sostenía entre los labios.
—El teniente Kramer —dijo—. ¿En qué está usted pensando?
Jones volvió a poner una de sus sonrisitas prensadas, consiguiendo esta vez, más que en otras ocasiones, que pareciera estar sorbiendo una bebida dulzona con una paja.
—Pensé que la cosa le interesaría, mi coronel, de manera que cuando venía hacia aquí miré en su oficina. Y sólo vi a su boy haciendo como que escribía un informe.
—¿Y qué ideas le dio Zondi?
—¡Oh!, el galimatías de siempre, nada que uno alcance a comprender, así que pensé, señor, que le gustaría que me encargase yo, mi coronel, puesto que Kramer había decidido tomarse el día libre, y revolviera un poco sus bártulos y darles una…
—Vaya, hablando del ruin de Roma —interrumpió el coronel, dando media vuelta desde su reflejo en la ventana y guiñando el ojo al, vigoroso individuo que había aparecido detrás de Jones en la parte menos desgastada de la alfombra.
DIEZ MINUTOS DESPUÉS, Kramer estaba listo para salir hacia Morningside. Lo único que le faltaba eran las llaves del coche patrulla. Procedente de la escalera de escape metálica, que llevaba del edificio del DIC al aparcamiento de vehículos, se oyó un tintineo y apareció un zulú delgado, apuesto, elegantemente trajeado, con sombrero de ala dura y unos andares que recordaban a los de un bailarín de claqué. Al llegar al asfalto, dio una vuelta sobre su pie más ágil, giró sobre los talones y adoptó un paso despreocupado y normal, con las manos metidas en los bolsillos.
—¿Así que… el mundo es hermoso, eh, sargento detective bantú Michael Zondi? —le gruñó Kramer.
—¡El mundo es maravilloso, jefe! —replicó Zondi, sacando de nuevo con un repique las llaves del coche y sentándose al volante—. ¿Ha visto qué día es hoy? No tenía ni idea, hasta que al salir del despacho, he visto el calendario. Esta mañana, temprano, allá en Pretoria, un tal Fritz…
—¡Por Dios! ¡Cafre! ¡No me seas morboso!
—¿De dónde viene esa palabra tan difícil, «morboso», patrón?
—Tú, conduce —ordenó Kramer.
Ambos se echaron a reír y el Ford de gran tamaño giró, salió del aparcamiento y se metió en un hueco entre coches que circulaban. A partir de entonces, Zondi se las apañó para ir propiciando sus propios huecos, se saltó dos semáforos y, en términos generales, anduvo pasándoselo en grande hasta que llegaron a la autovía de las afueras, que estaba demasiado vacía para que aquella conducción resultara interesante. De modo que se relajó y cogió el Lucky que Kramer le había encendido.
—Ya, yo también me di cuenta de que era día de ejecución —murmuró Kramer—. Todavía no estoy muy seguro de que aquella vez hicieras bien agarrándome. Te juro que fue una sensación agradable tener su garganta entre mis manos.
Zondi se encogió de hombros.
—Es la misma garganta que han apretado esta mañana en Pretoria. Tiene usted la mano muy larga, jefe.
—Tú también. Lo que realmente le perdió a ése fueron tus pruebas.
—¡Guau!, somos un par de tipos peligrosos…
—Tienes toda la razón, hijo.
Y volvieron a reírse.
El furgón mortuorio de la policía pasó como una bala con la respetable mole del sargento Van Rengsburg aferrada al volante, con la lengua metida entre sus bigotes en un ademán de gran concentración.
—¿Está al corriente de lo de esa mujer que ha muerto? —preguntó Zondi.
—¡Bah!, sólo sé que es una escritora que está prohibida —replicó Kramer—. El coronel está aterrado ante la idea de que se arme un buen lío.
—Entonces, ¿quiere resultados de inmediato?
—Algo así…
Salieron de la vía de doble carril y se metieron por un camino que llevaba a Morningside. Las casas eran todas distintas, cada una, el testamento al gusto y bolsillo de su primer propietario: las había grandes y pequeñas, exóticas y de lo más corriente, pero todas tenían dos cosas en común: una vegetación tropical exuberante y un intencionado y pretencioso aire pequeño burgués. Con lo cual era un lugar temible para trabajar de uniforme, porque si a uno le llamaban por una pelea matrimonial, toda la violencia era verbal, y la pareja se decían el uno al otro lindezas intelectuales en inglés, que un policía normal tenía gran dificultad en comprender. Kramer recordaba a un colega, indicando con un suspiro: «¡Ah!, señora, pero si todo lo que sucede es que su marido tiene fijaciones anales, ¿por qué no le facilita uno de esos flotadores de goma para que se siente?».
La memoria de Zondi, trabajada en calidad de pupilo de una escuela misionera que nunca tenía libros de texto suficientes para todos, era especialmente útil en ocasiones así. Bastaba mostrarle cualquier cosa, incluso un plano de las zonas más complicadas de Trekkersburg, y se le quedaba grabado para siempre, permitiéndole situarse fácilmente y de inmediato. Sin equivocarse ni en un solo cruce, encontró el camino hacia Jan Smuts Close y, una vez llegados al final de la calle, aceleró.
—¡Eh!, más despacio —dij o Kramer—. Ahí hay una mujer con un hombre mayor que nos hace señas con un palo de golf.
Zondi iba ya frenando. Se paró a la altura del número 20 de Jan Smuts Glose, y Kramer bajó el cristal.
—Perdonen, ¿son ustedes de la policía? —preguntó la mujer—. Es que el Mayor…
—Ya, señora… ¿y usted quién es?
—Ejem… la señorita Simson, para ser exacta. Vivo aquí en el número 20, yo sola.
No tenía ni que jurarlo. A la señorita Simson le asomaba la enagua por debajo del dobladillo de la falda, lo cual, si hubiera habido alguien que tuviera un mínimo de trato íntimo con ella, sin duda se lo habría notificado antes del desayuno.
Le calculó unos treinta y ocho años, y observó que tenía una barbilla muy pequeña. Lamentó que anduviera un poquito encorvada, estropeando así el posible efecto de unos senos muy bonitos, como de jovencita, y se preguntó si compraría las compresas sanitarias por correo.
—Mayor Hamish McTaggart, Cameron Highlanders, reservista —anunció el guerrero con un gruñido, un retaco con pelo gris que estaba junto a ella blandiendo un palo de golf en posición de armas al hombro—. Vecinos. Penoso espectáculo.
A Kramer le gustaban aquellos viejos chalados que, a decir verdad, deberían llevar mucho tiempo muertos y enterrados, pero persistían en salpicar de Rojo Imperial todos los rincones al servirse el Oporto con una mano cada vez más temblorosa. Le preguntó:
—Qué penoso espectáculo, ¿verdad, Mayor?
—¡Diablos!, joven, ya ve usted el estado en que se encuentra esta muchacha, con ese maldito idiota tirado en el escalón! ¡Cielo santo, si cuando vino a golpear mi puerta por primera vez creí que estábamos ante otro motín, y ella…!
—No se preocupe, de veras, Mayor, ahora ya me encuentro perfectamente —dijo la señorita Simson—, aunque ha sido usted un encanto al acudir raudo en mi ayuda.
Se volvió hacia Kramer y le dijo:
—Creo, por desgracia, que se trata de ese pobre cartero indio, ¿sabe? Llegó corriendo hasta aquí, se metió en mi patio, y se puso a aullar de un modo espantoso. No pude sacarle ni una sola palabra con sentido, hasta que el Mayor…
—Habrá sido un accidente, supongo. Sangre, y todo lo demás, ya sabe —explicó el Mayor McTaggart—. Conseguí calmarle el tiempo suficiente para entender qué estaba ocurriendo, y después llamé a la comisaría de la zona. ¿Alguna idea de qué le sucedió a la pobre mujer?
Kramer cruzó una mirada con Zondi antes de responder.
—Todavía no estamos seguros. Pero déjeme ver si le he entendido bien: ¿el cartero fue quien dio la alarma?
—Exacto.
—¿Y qué había visto exactamente?
—Ni la más remota idea. Ese hombre es pura jerigonza…
—Está muy nervioso, es evidente —dijo la señorita Simson—, y pensamos que había que hacer algo con él, no sé si usted me entiende. Todos los demás policías que hemos visto han pasado de largo como almas que lleva el diablo.
Kramer meneó la cabeza, abrumado por los excesos juveniles del cuerpo uniformado, que había empeorado notoriamente desde que se implantó la televisión a mitad de los setenta.
—¿Y dicen que el testigo está todavía en su patio? —preguntó.
—Sí, sentado, allí acurrucado en una esquina.
—¿Haciendo qué?
—Pues, la verdad, hablando solo en voz baja.
—Un galimatías —dijo el mayor McTaggart.
—OK, muy bien. Dejaré aquí al sargento —dijo Kramer, y se corrió al asiento del conductor mientras Zondi salía del coche—. Tómales declaración, breves, y después reúnete conmigo en…
—Supongo —cortó el Mayor— que dispondrán ustedes todo lo necesario para que se lo lleven de aquí lo antes posible. No alcanzo a comprender cómo lo que dice puede llegar a tener la más mínima…
—Esto tendrá que decidirlo el sargento, ¿de acuerdo? —dijo Kramer, poniendo la primera en el Ford y soltando el freno de mano.
—Hum… —gruñó el Mayor McTaggart, dirigiendo una mirada cortante a Zondi—. Tengo la impresión de que el pájaro de ahí afuera tiene un interés poco corriente por los huevos.
—¿Huevos?
—Huevos de gallina —explicó la señorita Simson—. El pobre señor Pillay parece totalmente obsesionado con ellos.
DOS VEHÍCULOS DE PATRULLA, un Land Rover de la policía y el Mercedes del forense, estaban aparcados de cualquier manera en la rotonda de gravilla junto a la casa de estilo hispano situada al final del largo camino de entrada. Algunas palmeras se entremezclaban con las tejas encarnadas del tejadillo bajo, y había unas cuantas buganvillas, cual orlas de papel rosa fruncido, como si estuvieran de fiesta. Y para las damiselas en busca de algo vistoso que ponerse en el pelo, había capullos de hibisco y azaleas, y algunas calas para la mano muerta de la mujer que estaba dentro.
Kramer cerró la puerta del coche con la rodilla y subió por los escalones de la terraza descubierta. La puerta principal estaba abierta de par en par, de modo que siguió por el amplio corredor, dudó un instante, y luego continuó por él y por un ancho pasillo. Tenía éste la particularidad bastante curiosa de que las esteras de vivos colores no estaban tendidas sobre las baldosas negras pulimentadas, sino colgadas de las paredes, como si ése fuera su sitio.
Dos guardias jóvenes se hallaban de retén, afuera, junto a la última puerta a la derecha. Echaron una mirada, vieron quién se acercaba y se pusieron firmes, escondiendo el cigarrillo en el puño.
—Descansen —dijo Kramer—. No he venido a darles una patada en el culo. ¿Quién está al mando?
—¿Qué pasa? —preguntó una voz aguda, y un orangután con uniforme de suboficial y pelo rojizo al dos apareció en la puerta, detrás de ellos.
—¡Por Dios! —dijo Kramer—. Debí imaginármelo… ¿Cómo va todo, Jaap?
Y Jaap du Preez le sonrió con cara simpática, enseñando más encía que dientes en una boca tan ancha como una salsera.
—De perlas, mi teniente. Todo está controlado. ¿Merezco pues una patada en el culo?
—¡Bah!, he cambiado de idea —dijo Kramer—. No quiero perjudicar ningún cerebro.
—¿Y eso, mi teniente?
De manera que Kramer empleó palabras breves y frases sencillas para hacer comprender a Jaap du Preez la importancia de un testigo clave que había quedado sin vigilancia en casa de la señorita Simson, y Jaap du Preez prometió que iba a habérselas con los dos guardias por no haberle dicho ni pío acerca del cartero; y los guardias protestaron alegando que el mensaje que habían recibido de Control no mencionaba a cartero alguno y sólo indicaba que la inquilina de Woodhollow estaba en apuros.
—Entonces, que esto sirva de lección —dijo Jaap du Preez, poniéndoles a los dos el pie en la antedicha parte, con gran contento—. Y ahora, mi teniente, si quiere usted seguirme…
Cruzaron la puerta, atravesaron una sala con las paredes revestidas de estanterías y pasaron a una habitación vecina que tenía una enorme ventana corredera en uno de los lados. Lo primero que Kramer descubrió fue una saca de correos tirada en mitad del suelo y, justo detrás de la ventana parcialmente abierta, un par de botas negras.
—¿Por qué estás descalzo? —preguntó Zondi a Ramjut Pillay una vez más.
Pero el cartero no respondía siquiera a las preguntas más sencillas. Perdido en un mundo exclusivamente propio, continuaba murmurando algo sobre huevos.
—¿Qué te sucedió en la casa de arriba? —insistió Zondi—. ¿Qué viste allí?
—Parece como si hubiera visto un fantasma —susurró la señorita Simson, asustada por la mirada en blanco del cartero, fuertemente aumentada por sus borrosos quevedos.
—Es hora de que este carcamal recobre el juicio —gruñó el Mayor Hamish McTaggart, ensayando su swing con el palo de golf—. Déle un buen capón detrás de la oreja, sargento… Con esta gente obra milagros. Recuerdo a un dhobi que una vez tuvo la caradura de intentar ponerse insolente conmigo, por una tontería de unas manchas de buyo en un kilt, y yo…
—¡Oh, no, por favor, violencia no! —suplicó la señorita Simson llevándose una mano al cuello—. Sencillamente, no lo permitiré.
Y, sin embargo, Zondi notó que los ojos le brillaban.
—Por lo menos podría probar a sacudirle —sugirió el Mayor, apoyado en el palo de golf—. Qué quiere, estamos tratando con un cretino sin cura, y eso en el mejor de los casos. Sabe Dios cómo conseguiría su trabajo… rebasa toda imaginación.
Ramjut Pillay se volvió hacia el viejo con una mirada de indignación. Después se llevó la mano al bolsillo de su túnica, extrajo una cartera raída y abultada, y sacó de ella una hoja de papel doblada que dejó de un manotazo en el suelo del patio.
Zondi la abrió y leyó:
Querido alumno:
Con gran pesar me informan de que ha fracasado nuevamente en la obtención del puesto al que aspiraba, no obstante haber alcanzado el correspondiente diploma, con buena nota. ¡No se descorazone! NO ESCUCHE a quienes, como me comunica en su última, dicen que su diploma no vale ni el papel en el que está escrito. (Muy pronto se dará cuenta de que eso son palabrerías; para ello, créame, bastaría con que viera usted la factura que me han mandado de la imprenta).
Persevere, amigo mío, persevere sin dejar de recordar que no se construyó Roma en un día. Y ya que hablamos del tema, me pregunto si se ha enterado usted de que a causa de la escasez de mano de obra, las personas no blancas, de extracción asiática, tienen ahora de nuevo permitido el acceso a empleos bien remunerados de funcionarios postales. No dudaría ni un instante en recomendar a una persona de su talento y aptitudes para un puesto así, y con sumo gusto le proveeré a usted de referencias a tal efecto si le fueran requeridas (cuando escriba, incluya por favor franqueo para la respuesta).
Atentamente,
Academia de Estudios Superiores Básicos por Correspondencia
El Director, Dr. Gideon de Bruin, DD (Alabama). Bahons
(Universidad de SA), AFRFS
P. D.: Adjunto le remito el último suplemento de nuestro Listado de Cursos, ahora con la oferta del 20% de descuento para nuestros alumnos del Cuadro de Honor, como usted. Estoy seguro de que tanto Derecho Fiscal (Primera Parte) como Navegación Costera, por ejemplo, están perfectamente a su alcance.
Zondi dobló de nuevo la carta y luego se dirigió cortesmente al Mayor McTaggart rogándole poder intercambiar unas palabras en privado con él, siempre y cuando lo estimara oportuno.
Se fueron al otro extremo del patio.
—Señor, me gustaría mucho actuar según sus sugerencias —dijo Zondi con un tono de voz baja y respetuosa—. Lo que este maldito paria necesita es un buen par de tortas o tal vez un puñetazo.
—Sabía que habría que acabar así. Bien, adelante, sargento. No tenía necesidad de pedir permiso, está cumpliendo con su deber.
—Bueno… esto, bien, la señorita, señor…
—¡Ah! —dijo el Mayor—. Engorroso, sí.
—Excepto, señor, si usted pudiera acompañar a la señorita al interior de la casa…, al patio de atrás, quizá… Será cosa de pocos minutos.
—¡Ah! —dijo McTaggart—. De palabra o con un guiño. ¿OK?
Sin acabar de entender qué quería decir con eso, Zondi se sintió aliviado al ver que, unos minutos después, conducía a la señorita Simson hacia otro lugar, al tiempo que dirigía unas cuantas miradas hacia atrás, dejándole el campo libre para interrogar al cartero como mejor le pareciera.
—Bueno, veamos —dijo devolviéndole la carta a Ramjut Pillay—. ¿A quién llamaba imbécil ese viejo estúpido? Cualquiera puede ver aquí que es usted un hombre con muchos estudios; y los detectives, pocas veces tenemos la oportunidad de hablar con un profesor como usted, de modo que me siento muy honrado.
—¿De verdad? —dijo Ramjut Pillay, enderezándose y limpiándose los lentes.
EL CUERPO YACÍA con una naturalidad impecable, pensó Kramer. Muchas veces aparecían los miembros con un retorcimiento desagradable, un brazo doblado en un ángulo imposible o una pierna retorcida bajo el cuerpo… Éste daba simplemente muestras de reposo, de relajación.
—Creo que lo más probable es que estuviera tumbada exactamente así cuando sucedió lo que sucedió —indicó el doctor Christian Strydom, el diminuto forense del distrito, rascándose la cabeza tras un mechón de pelo gris—. Pero no me pregunten por qué estaba desnuda en ese momento.
—¡Vaya!, no creo que sea necesario —dijo Kramer—. Allí está su ropa y aquí mismo, al lado de la tumbona, el traje de baño mojado. Seguro que acababa de quitárselo y tuvo ganas de tumbarse un rato. Ya sabe, un par de minutos para recuperar el aliento después de veinte largos… y luego ¡zas! —y simuló un gesto de apuñalamiento descendente.
—Hum… —musitó Strydom empujando con mayor fuerza el flanco desnudo y modificando el ángulo de su linterna—. Ya… Encaja con los hechos tal y como los vemos, con la salvedad de esto: ¿qué hacía nadando a la una de la mañana? Ya hemos visto su temperatura, no pudo morir antes.
—¿No era escritora? A lo mejor le gustaba trabajar hasta tarde y decidió darse un baño para refrescarse y luego seguir. He visto que dejó una hoja en la máquina de escribir, ahí al lado, así que podía muy bien tener intención de seguir con ello.
—¿Y si la hubiera visto algún criado?
—Nadie espera toparse con criados por la casa a la una de la madrugada, ¿no cree? Además, al parecer no había ninguno presente, aunque los uniformados están aún verificándolo.
—Veo que hoy no tiene más que suposiciones, Tromp —gruñó Strydom apartando la lupa—. A ver si adivina con qué la apuñalaron.
Pero Kramer siguió de momento donde estaba, unos cuantos pies más cerca de la ventana corredera. Esta iba a ser la última oportunidad que tendría de ver a Naomi Stride con un aspecto razonablemente humano, y quería grabar su imagen, algo personal que pudiera recoger en la memoria cuando todo lo demás que la concerniese le fuera llegando de segunda mano.
Era básicamente lo que la viuda Fourie, una mujer digamos maciza, habría denominado una petite, metro cincuenta y cinco, como mucho, y probablemente un peso no superior al de una bolsa de golf repleta. La viuda Fourie hacía con frecuencia comparaciones con las bolsas de golf, lo cual resultaba perfectamente acorde con la envidia irracional, apenas disfrazada, que aquella clase de mujer le provocaba. En cuanto a las curvas de Naomi Stride, no estaban nada mal para una mujer madura, exceptuando la barriga, que ya había empezado a hincharse un poco con la muerte, acaecida en un día que en que se habían rebasado los treinta grados. Quizá los muslos eran algo más rubicundos de lo que debieran, aunque el efecto mullido que ello confería a la zona que rodeaba su triángulo oscuro resultaba sin duda atractivo; en cuanto a sus pechos, resultaban sorprendentemente juveniles, lo cual indicaba que, si había tenido hijos, los había alimentado con biberón, a buen seguro. Era una lástima que la sangre que había brotado de la incisión abierta en la parte superior izquierda del cuerpo se hubiera corrido hasta los pezones y coagulado, en un gesto involuntario de pudor póstumo. Aun así, seguía siendo visible un poco del tejido de la aureola a ambos lados, que formaba una circunferencia precisa del tamaño de una moneda y reforzaba el aspecto juvenil. También el óvalo de la cara, en forma de corazón, tenía un aire de inocencia; pero, cosa no poco sorprendente, no se veía ni la menor arruga. La boca, pequeña y perfectamente formada para recibir besos suaves, tiernos y juguetones, hubiera debido tener un reborde de pequeñas arrugas. Y los ojos de color azul intenso tampoco tenían patas de gallo en los vértices que confirmasen que había sabido ver con frecuencia el lado divertido de las cosas, y esto último, a pesar de una frente despejada.
Empezó entonces a hacerse patente una cantidad casi excesiva de detalles. La mosca atrapada en la sangre pringosa bajo del pecho, otra apresada en el vello púbico, donde había habido pérdidas, y lo más desagradable de todo, sin razón especial, la uña que le faltaba en el dedo pequeño del pie izquierdo, una herida reciente que había estado curándose. Así que Kramer entornó los ojos y miró de nuevo el cuerpo, concentrándose esta vez exclusivamente en obtener una impresión general.
Lo que vio entonces le hizo sonreír, porque la palidez de la piel, el pelo negro azabache y el lápiz de labios carmesí se combinaban para configurar la imagen de una Blancanieves de Walt Disney de lo más indecente (con uno de los siete enanitos escoltándola, naturalmente).
—¿Qué le hace tanta gracia? —preguntó Strydom.
—Nada, doctor. Pero seguro que tengo razón al decir que esta dama tenía la costumbre de ir a la piscina de noche. ¿No ve lo blanca que está? ¿Por qué no está morena si solía venir aquí de día?
—¡Oh!, sí, esto será de gran ayuda… pero cualquier amigo de ella se lo podría aclarar —dijo Strydom—. Lo que sigo queriendo saber es cómo le dieron la puñalada.
Kramer cogió la lupa de su mano y se inclinó sobre el césped.
—Ya, ya entiendo lo que quiere decir… el agujero tiene una forma muy rara, ¿no es cierto? ¿Y por qué una puñalada? ¿Cómo puede asegurar que esto no lo hizo una bala de gran calibre?
—Por el modo en que la piel está retorcida y metida hacia dentro. Además, no hay marcas de quemadura de ninguna clase. Fuera lo que fuese lo que penetró por ahí, no podía estar caliente.
—Hum, hum… eso parece lógico.
—Tendré que llevármela al depósito y cortar por aquí para tratar de comprobar si fue así.
—¿Cuándo lo sabrá?
—Bueno, supongo que la llevaremos en cuanto lleguen los de Huellas Dactilares y saquen sus fotos. Para acelerar las cosas he avisado a su médico particular para que venga a identificarla.
—¿Y no podríamos fijar una hora para que pueda estar yo presente?
—Digamos, entonces, a las dos, Tromp —contestó Strydom mirando su reloj—. Por cierto, ahora que me acuerdo, ¿a dónde se habrá ido ese maldito estúpido de Van Rensburg con el furgón de los muertos? Supongo que no se lo habrá cruzado cuando venía hacia aquí, ¿o sí?
—No exactamente —dijo Kramer.