I

LA GALLINA es el instrumento de que se vale el huevo para producir otro huevo.

Esta profunda idea es la que iba barruntando el asiático Ramjut Pillay, ayudante de cartero, al iniciar su ronda de reparto un martes aciago que iba a modificar el curso de su vida. Todas las mañanas intentaba pensar en algo profundo con el fin de no zozobrar en la apatía intelectual propiciada por lo que debía leer en su trabajo:

Sra. W.M. Truscott

4, Jan Smuts Close

Morningside

Trekkersburg

Natal

Sudáfrica

Escasos eran los sobres, la mayoría de correo interno, con unas señas tan pormenorizadas —vía aérea, lugar de franqueo: Cincinnati—; era como un Guerra y Paz en el plano laboral.

A decir verdad, nunca era preciso leer más de dos líneas porque al casillero de nuestro hombre sólo llegaba el correo previamente traído para Morningside, pero él tenía a gala cumplir con su trabajo como es debido.

Ramjut Pillay depositó el sobre enviado por avión en el buzón abierto en la puerta principal de la casa de la señora Truscott, al tiempo que daba ágilmente esquinazo a su perro salchicha y proseguía su ruta. Aquel día no había correo para el número 6, los Van der Plank, y tan sólo alguna factura y una postal para los Trenchard, vecinos del 8.

Había dejado de leer las postales: para su notoria inteligencia, aquellos mensajes garabateados y totalmente anodinos rebasaban lo tolerable.

—Veamos, por lo tanto, de nuevo y con mayor profundidad —susurró para sí mismo mientras franqueaba la verja del número 8 de Jan Smuts Close—, la pérfida astucia que emplea el huevo en cuestión y los consiguientes efectos que se verifican en la malandrina ave de corral…

Una y otra vez Ramjut Pillay se interpelaba a sí mismo en plural mayestático, a sabiendas de que su personalidad englobaba muchas otras más de lo que podía deducirse a simple vista (lo cual, desde luego, no era gran cosa).

Usaba gafas, medía un metro cincuenta y ocho centímetros de estatura, era ligeramente patizambo y sus piernas recordaban las de un gorrión, y «daba puntualmente el parte» a sus corresponsales en todo el mundo de que su físico se asemejaba mucho al de Gandhi, «salvo en lo tocante a la testa, poblada —en su caso— por una nutrida cabellera». Sin embargo, omitía precisar que a menudo la gente no lo veía, como si él no estuviera ante ellos, y que, de niño, su madre solía perderlo de vista en el autobús, en las tiendas y en el templo hindú de Harber Avenue.

En una ocasión, cuando tenía unos doce años, sus padres, tras buscarlo incansablemente por todos los rincones del pueblo, lo encontraron en el templo, sentado junto a los ancianos, bajo una higuera sagrada.

—Ramjut —exclamó su madre— ¿no sabes que tu padre y yo hemos estado muy preocupados por ti? Hijo, ¿qué haces aquí, sentado entre los sabios?

A lo que él contestó:

—Estoy comiendo higos.

LA PUERTA DEL NÚMERO 8 de Jan Smuts Close se abrió antes de que pudiera introducir por la ranura las cartas que llevaba en su mano derecha.

—Andaba preguntándome si acaso… —dijo de entrada una señora Trenchard desgreñada, mientras fijaba sus verdes ojos en el correo.

Sabía lo que estaba esperando. Llevaba más de una semana aguardando contra toda esperanza que su hijo le escribiera desde la base militar.

—No hago más que escuchar por todas partes que en cuanto les entregan las botas, los mandan a la guerra, al altiplano de Namibia —le dijo; y si Ramjut Pillay hubiera prestado un poco de atención a estas palabras, se habría sentido sin duda acongojado, una vez más, ante la angustia de una madre.

Pero, en vez de eso, trataba furtivamente de vislumbrar los esplendorosos diecisiete años de Suzie Trenchard —hacía poco que le había llevado tarjetones sin cerrar felicitándole el cumpleaños—, que bajaba de manera indolente por las escaleras, enfrascada en la lectura de una revista. La muchacha lucía las piernas al aire, hasta la puntilla de las braguitas, debajo de un camisón corto. ¡Menudas piernas! Recios muslos, rodillas suaves, pantorrillas con una curva verdaderamente angelical. Los copiosos senos resultaban deliciosos, un par de frutos turgentes que se marcaban en la tela ligera y provocaban un bamboleo en cada peldaño. Transcurrieron algunas décimas de segundo hasta que Ramjut volvió en sí, rezongando.

—¿Qué es lo que me estaba diciendo, señora? —preguntó Pillay, colocando las cartas en abanico, como un prestidigitador, e induciéndola a que cogiera la postal.

—¡Vaya! —profirió la señora sin mirarlo apenas—. ¿Es todo cuanto traes?

—La foto es bien bonita, e instructiva —añadió Ramjut Pillay.

—¡Serás descarado! —le recriminó la señora Trenchard—. Lo que quiero saber es si no tienes nada más para mí.

La cosa, a decir verdad, no daba para tanta grosería, de manera que se dio el gustito de ir entregándole las facturas una a una. Acto seguido echó una postrera mirada clandestina a Suzie Trenchard, cuyas deliciosas posaderas iban contoneándose y desvaneciéndose por el pasillo en dirección a la cocina, dio media vuelta y prosiguió su camino.

—¡Suzie! —se oyó gritar a la señora Trenchard antes de que cerrara de un portazo—. ¡Suzie! ¡Haz el favor de bajar de inmediato a desayunar! ¡Y ponte algo decente!, ¿me oyes? No deberías olvidar que hay sirvientes.

Dos cartas, la factura de la luz y un paquetito de láminas coloreadas se cayeron, deslizándose, sobre la alfombra del recibidor del número 10 de Jan Smuts Close.

La gallina es el instrumento del huevo…

Pero el pensamiento profundo del día había cambiado.

Todas las veces que Ramjut Pillay sentía aquel cosquilleo en el costado se repetía la misma historia. Era una sensación que, además, provocaba que su pensamiento se elevara y le recordara lo profundo de su afinidad con el Mahatma.

—Brahmacharya… —murmuró con reverencia, sin darse cuenta de que en el número 12 de Smuts Close había depositado también las cartas del 14 y del 16; en aquel momento andaba completamente inmerso en ideas excelsas.

Como sabe perfectamente cualquier seguidor de Mohandas Karamchand Ghandi, los ejercicios de brahmacharya obligaron al Mahatma a permanecer noches enteras acostado al lado de muchachas desnudas, como prueba de su voto de abstinencia. Según se relata, la voluntad de Gandhi no desfalleció jamás, al igual que no desfallecería la de Ramjut Pillay —estaba seguro de ello— si le era dada la oportunidad de pasar por una prueba similar.

—En ello radica el quid de la cuestión —murmuró para su coleto mientras seguía andando—. El aborrecible quid.

El quid no era ni más ni menos que Ramjut Pillay, por más que lo intentara, aún no había encontrado en todo Trekkersburg a ninguna muchacha dispuesta a pasar la noche desnuda, a su lado. Bien es verdad que una vez estuvo a punto de poder emular al Mahatma, pero el padre de la chica no veía las cosas con los mismos ojos, y como consecuencia de ello él se veía desde entonces obligado a dar un gran rodeo cada vez que se adentraba en aquel barrio de la población. Y en cuanto arbitró que la juventud no tenía por qué ser un requisito insalvable para la práctica brahmacharya, una noche lo intentó con una mujer tamil de mediana edad, llamada Sofía, reputada por su complacencia y buena disposición. Durante la primera hora todo salió a pedir de boca, pero, al rato, a Sofía le embargó una gran inquietud, suspiró profundamente y se abalanzó sobre él.

—¡Eh, tú! —llamó el anciano Mayor McTaggart desde el soportal del número 14 de Jan Smuts Close—. ¡Maldita sea! Estoy esperando para hoy copia del acta del club. ¿No irás a pasar de largo, verdad?

—Ma… Mayor…

—Va en un sobre marrón, grande.

Ramjut Pillay creyó recordar que había un sobre marrón grande en el atadillo de Jan Smuts Close, pero, tras una rápida verificación, se percató de que su memoria, por lo general infalible, le había traicionado.

—Lo siento de veras, Mayor —dijo—. No es para hoy.

—Ejem —resopló receloso el mayor McTaggart—. Empiezo a dudar de tu capacidad como segundón de correos, tengo serías dudas, Pillay. Sea como sea, no te quedes ahí como un pasmarote, tunante, patizambo, ¡y arrea!, que llegas tarde.

La sangre le hervía de indignación, pero no alcanzó a protestar más que en aquella ocasión en que Sofía le tapó la boca con la mano antes de darse un gustito con él; y Ramjut Pillay prosiguió su ronda por Jan Smuts Close.

¡Atiza, vaya manera de cebarse en un pacifista confeso!

—Una gallina colorada —musitó resentido— será igual que un huevo…

Pero no se le ocurrió nada. Le resultaba imposible concentrase, totalmente imposible en aquellas circunstancias. ¿Un segundón? ¡Qué desfachatez! ¡Así no se le habla a un hombre con estudios superiores, titular de una decena de diplomas en múltiples materias! ¿O acaso el mundialmente famoso Doctor Gideon de Bruin, Director de la Academia de Estudios Superiores Básicos por Correspondencia no le había felicitado reiteradamente por las titulaciones que seguían otorgándole, como la de Ingeniería para el Automóvil (la Teórica, sólo), Filosofía Elemental, Historietas para Prensa y Afrikáans coloquial?

—¡Qué sello más bonito! —exclamó la señorita Simson, del 20 de Jan Smuts Glose, mientras firmaba el acuse de recibo de un certificado—. Ése del sobre de color crema, el que sobresale de la saca.

Ramjut Pillay echó una ojeada. ¡Dios!, había olvidado por completo que tenía aquello en que pensar.

—Sí, señora, es una nueva emisión del Reino Unido —dijo—. Y éste es el primero que veo.

—¿Les preguntará pues si se lo puede quedar, para su colección, no? —inquirió la señorita Simson, devolviéndole el bolígrafo con una sonrisa.

—¡Ya lo creo! —contestó afirmativamente con la cabeza Ramjut Pillay.

Pero su humor no cambió hasta que alcanzó el extremo de Jan Smuts Close y pudo apreciar de nuevo que lucía una mañana espléndida, y saboreó plenamente, de antemano y con orgullo, el magnífico ejemplar de diseño postal británico que iba a ser de su propiedad.

—Bueno, veamos… —dijo, y se detuvo para sacar el sobre de color crema y repasar el resto de envíos para Woodhollow.

Solía haber un buen montón, la mayor parte correspondencia transatlántica dirigida a Naomi Stride. En efecto, así era: «Naomi Stride» a secas, sin el «Sra.» o «Srta.» delante porque, como ella misma le explicó, ése era su nombre profesional, con independencia de cualquier otra consideración. Y, por si fuera poco, recibía también correo a nombre de Sra. Naomi Kennedy, N.G. Kennedy, y Sra. de W.J. Kennedy, aunque nunca llegaba nada para ningún Sr. Kennedy.

Ramjut Pillay agrupó el sobre de color crema con otras seis cartas personales, cuatro comerciales y una circular, tras lo cual emprendió el largo camino de acceso a la finca. Woodhollow, o, en su apelación correcta, Jan Smuts Close, 30, no se hallaba propiamente en el callejón sin salida de modestas casitas de gente de clase media, sino que quedaba apartado, parapetado tras una hilera de abetos escoceses situados en lo alto del repecho, y daba a un valle forestal. La casa no se divisaba, a pie, sin antes haber andado un par de minutos, oculta como estaba por la vegetación circundante.

—¡Qué hermosura! —suspiró Ramjut Pillay y sorbió de nuevo el aroma intenso de los arbustos en flor que lo rodeaban.

Dejó que su imaginación volara, y vio cómo salía la señora por la puerta, y a sí mismo pidiéndole el sello de manera muy educada, y ella ofreciéndoselo, con su característica risita gutural. Tal vez ella volvería a preguntarle acerca de la preparación del curry, como en otras ocasiones, y le ofrecería un zumo de naranja helado, servido por el criado.

En aquel preciso instante sintió el cosquilleo en el costado, lo cual le hizo preguntarse por qué demonios, en aquella circunstancia, le asaltaba de nuevo el problema de la práctica del brachmacharya. Entonces, sin ton ni son, un estremecimiento interno le brindó la respuesta a su pregunta y cedió a la tentación de pensar en lo impensable.

Cayó en ella.

En cuanto llamara a la puerta, no habría ningún criado para abrirla. El timbre sonaría en medio de un vestíbulo vacío. Luego oiría el paso de unas sandalias, la puerta quedaría entornada y la vería a ella en todo su voluptuoso esplendor. Su cara revelaría toda su dulzura al verle a él, y se le cortaría el soplo. «Adelante —le diría con voz trémula—, celebro que haya venido, pues le necesito». Y no cabría duda alguna sobre el sentido que él daría a esas palabras. De inmediato posaría a un lado la cartera, entraría y…

—¡Diantre! ¿Qué majadería es ésta, cartero segundón? —se reprochó a sí mismo Ramjut Pillay, en voz alta y tono severo—. ¿No será que hemos perdido el juicio?

—No del todo, apostilló otro de sus múltiples «lados» o «personalidades». La señora en cuestión se había mostrado más amable que de costumbre hacia alguien de su raza. ¿En qué otra casa de las de su ronda olía siempre a incienso? ¿Qué otra señora calzaba sandalias, con los dedos desnudos, y llevaba vestidos largos y sueltos que evocaban a todas luces un sari? ¿Qué otra señora le había dirigido la palabra, preguntándole de manera inteligente sobre la diosa Kali, el yoga, el yogurt, o si conocía la palabra «sánscrito»?

—Sólo ella —reconoció Ramjut Pillay.

—Bien, dijo su otro «lado», por lo menos estamos llegando a algo. ¿Y acaso no es cierto que más de una vez ha escuchado fascinada tus relatos sobre Mahatma Gandhi, y confesado admirar su gran espiritualidad? ¿No te dijo ella misma, también, que le gustaría mucho poder seguir sus pasos? ¿No es pues ésta la gran oportunidad? Si la halagamos como se debe, estoy seguro de que estará dispuesta a unirse a un discípulo fiel como tú en la práctica bramacharya ya…

—¡Sandeces! —dijo Ramjut Pillay—. ¡Sandeces y más sandeces! ¡Existe una Ley sobre la Inmoralidad!

—Volvemos a las andadas, suspiró otro «lado» suyo. ¿Qué tendrá que ver lo uno con lo otro? Si no hay marranadas, no se quebranta la ley, ¿verdad? Muy bien, de acuerdo, sois de razas distintas, pero sólo le vas a pedir que se tumbe desnuda a tu lado, mientras tú…

—¡Basta ya! —decidió cortar Ramjut Pillay—. ¡Estás profiriendo sinsentidos y no quiero oír ni uno más! Los doy por olvidados. Venga, pues, démoslo todo por olvidado.

A pesar de todo, la quemazón que sentía en las ingles era tal que, al no tener un trapo a mano, tuvo que cubrirse con la cartera la parte alta de los muslos antes de llamar al timbre.

No hubo respuesta.

La casa permanecía en silencio.

Insistió en su llamada, dos timbrazos cortos y uno largo.

Nada.

Era sumamente extraño que todo aconteciera tal y como lo había imaginado pocos minutos antes. ¿Se distinguían las pisadas de unas sandalias acercándose? En un primer momento echó una mirada a su alrededor, para luego agacharse y otear por la ranura de las cartas. No había nadie en el vestíbulo.

Tal vez la servidumbre estaba desayunando, y ella paseando por el jardín. A punto de introducir las cartas por la ranura, su propia mano le desobedeció y no quiso desprenderse del sobre de color crema hasta que no le prometieran que le darían el sello. Así pues, sólo le quedaba echar alguna que otra ojeada por los alrededores. Abrigó la esperanza de verla a ella, trasteando por el jardín o en la piscina.

Su corazón latía como un tambor. Ramjut Pillay se dispuso a rodear la casa en sentido contrario al dé las agujas del reloj, y lo hizo de manera desmañada debido a la impedimenta que suponía la cartera.

El agua de la piscina estaba totalmente plana. El jardín parecía enteramente vacío. No había ninguna señal de vida. Hasta que un centelleo atrajo su mirada.

Sus quevedos de alambre precisaban de cristales nuevos, de manera que hasta que hubo cruzado el patio que conducía a la piscina, Ramjut Pillay no pudo cerciorarse de qué reflejaban los rayos del sol de aquella inusual mañana: era un ventilador eléctrico de aspas lustrosas dirigido hacia una habitación provista de unas grandes puertas correderas acristaladas. Se acercó un poco y contempló una estancia que, probablemente, por lo que había oído, era una solarium. Ciertamente era un lugar soleado en el que los rayos penetraban desde el lado de la piscina exterior, de manera que no resultaba sorprendente que alguien hubiera conectado el ventilador.

—¡Oh, cielos! —exclamó Ramjut Pillay.

Aquel alguien era la señora de la casa en persona, que se hallaba tumbada sobre un sofá de cuero negro justo enfrente de él. Seguramente ella lo había visto a él espiando, puesto que era evidente que él la había visto a ella, y seguro que estaría esperando un motivo de peso para disculparle su intromisión. Sobre todo porque sólo llevaba un bikini puesto, de un color verdiazul brillante.

—Ejem…, señora —dijo Ramjut Pillay, con una voz ronca, mientras con la mirada humilde y esquiva se adentraba a través de las puertas correderas abiertas de par en par—. Buenos días, señora, disculpe las molestias… le ruego, señora, que me perdone mil veces.

Entonces se hizo un silencio asombroso, que le llevó rápidamente a añadir:

—Señora, comprenderá usted que estoy cumpliendo con mi deber. Con la responsabilidad de esta carta de color crema en la mano me he dicho a mí mismo: «Pillay, te ha sido confiada una noticia sin duda importante, así que no demores su entrega». De manera que he llamado al timbre de su puerta sin que nadie abriera, y entonces… —miró otra vez de reojo y vio que la señora tenía los ojos cerrados—. ¿Está usted dormida? —murmuró, sin atreverse del todo a creer en su buena suerte.

¡Atiza! En tales circunstancias, bastaba con darse el piro de inmediato y nunca nadie sabría que él había estado allí.

Pero en aquel momento, durante una fatídica fracción de segundo, dudó.

Bastó, sin embargo, para que naciera en él el deseo de contemplar más de cerca aquellas piernas pálidas esculturalmente torneadas, aquellos senos femeninos, aquella suave curva del vientre…, y en un abrir y cerrar de ojos, otro de sus «lados» se adueñó de su persona. Ramjut Pillay se asustó —a decir verdad, quedó aterrado de miedo— pero, al mismo tiempo, aquello le produjo cierta emoción, una gran emoción a tenor de lo que cabía deducir por lo que estaba ocurriendo detrás de su cartera.

Al principio actuó de manera fría y calculada. Carraspeó con gran ruido y, una vez comprobado que el sonido de su garganta no provocaba efecto alguno, aporreó suavemente la puerta acristalada. No fue preciso llamar dos veces, pues estimó que era ya prueba suficiente de que ella no estaba simplemente amodorrada. Entonces se quitó las botas, dejándolas afuera en el patio, y cruzó, de puntillas sobre el entarimado, el solarium.

En aquel momento se apoderaron de él una sensación febril, un mareo. Jamás hubiera podido imaginar que existiera una piel tan pálida como la que tenía desnuda ante sí, jamás, ni en un millón de millones de años, y deseó desesperadamente acariciarla, sentir cómo su textura satinada rozaba las yemas de sus dedos morenos, cual pétalos de magnolio. Ya no había escapatoria. Si de repente ella despertaba, pues mala suerte, habría que actuar drásticamente en consecuencia.

Se oía un ligero murmullo. Hizo oídos sordos.

En cambio, los reflejos verdiazules del bikini, un fulgor de miles de radiantes lentejuelas, lo arrebataron hasta el punto de hacerle acercar más sus miopes y codiciosos ojos, en busca de un mayor detalle. Pudo percibir que el bikini también tenía pinceladas carmesí. El rostro, que veía algo borroso, era tal y como lo recordaba: los labios, unos brotes enardecidos, las pestañas, largas y curvas. Los pechos se le antojaron más voluminosos de cuanto había imaginado, el monte entre los muslos, mucho más prominente de lo que hubiera podido soñar. De repente sintió odio por aquel bikini, deseó verlo desaparecer y contemplar lo que había debajo.

Vio colmado su deseo.

Y cuando su sombra, que se adelantaba, cubrió el cuerpo femenino que yacía frente a él, la tira verdiazul y brillante se desintegró, y alzó el vuelo un hervidero de moscas que zumbaron airadas y desaparecieron sobre su cabeza.