Frank vivía en la trastienda, guardaba su ropa en un armario recién adquirido, y dormía con el abrigo encima como única manta. Había aprovechado la semana de luto de la madre e hija para poner la tienda en marcha. Mientras se mantuviera abierta el negocio seguía respirando, aunque débilmente. Pero, aparte de esto, las cosas estaban muy mal. Si no fuera por sus treinta y cinco dólares colocados cada semana en la caja hubiera tenido que cerrar. Como los mayoristas veían que pagaba sus pequeñas cuentas, extendían su crédito. La gente entraba a decir que sentía la muerte de Morris. Frank les decía a los curiosos que mantenía la tienda abierta por la viuda y la hija. La gente aprobó el gesto.
Le daba a Ida doce dólares a la semana en calidad de alquiler y le prometió más cuando las cosas fueran mejor. Entonces podría ser que le comprara la tienda, pero tendría que ser a plazos pequeños porque no tenía dinero en efectivo. Ésta no respondió. Estaba preocupada por el futuro e incluso temía pasar hambre. Vivía del poco alquiler que él le daba, además del de Nick, y el sueldo de Helen. Ahora cosía además charreteras para uniformes militares. Abe Rubin, un compatriota de Morris, se las traía cada lunes en su coche metidas en un saco. Esto le proporcionaba otros veintiocho o treinta dólares a la semana. Raramente bajaba hasta la tienda. Para hablar con ella Frank tenía que subir y llamar a su puerta. Una vez, a través de Rubin, alguien vino a echar una mirada a la tienda. Frank se preocupó, pero el desconocido pronto se fue.
Él vivía para el futuro, para ser perdonado. Cierta mañana le dijo a Helen:
—Helen, las cosas han cambiado. No soy el mismo de antes.
—Siempre me recuerdas todo lo que quiero olvidar.
—¿Has entendido tú misma aquellos libros que en aquella ocasión me diste para leer?
Helen despertó de una pesadilla. En el sueño se levantaba en medio de la noche para evitar que Frank la esperara todas las mañanas en las escaleras, pero allí estaba bajo la luz amarillenta, jugando con su gorro lascivo. Al acercarse a él, sus labios formaban las palabras «te quiero».
¡Gritaré si lo dices!, soñó.
Gritó y se despertó.
A las siete menos cuarto se levantó, haciendo un gran esfuerzo, arregló el despertador para que tocara, y se quitó el camisón. La visión de su cuerpo la mortificaba. ¡Qué malgastado!, pensó. Deseaba volver a ser virgen y al mismo tiempo madre.
Ida dormía en la cama medio vacía que durante toda su vida había servido para dos. Helen se cepilló el pelo, se lavó y se puso el café. De pie ante la ventana de la cocina, miró distraída los patios interiores con flores, y sintió pena por su padre, yaciendo inamovible en su sepultura. ¿Qué le había dado ella para que su pobre vida fuera mejor? Lloró por Morris, pensando en sus concesiones y derrotas. Llegó a la conclusión de que tenía que hacer algo por ella misma, alcanzar algo que valiera la pena o que si no sufriría el mismo destino. Tan sólo si ella lograra que la valorasen de verdad podría darle sentido a la vida de Morris, en el sentido de que ella era parte de él. De algún modo tenía que conseguir un título universitario. Llevaría años, pero era el único camino.
Frank había dejado de esperarla en el vestíbulo, pues una de aquellas mañanas le había gritado:
—¿Por qué te empeñas en buscarme?
Se le ocurrió al dependiente que su penitencia resultaba abrumadora, así que renunció a su propósito, pero entonces la miraba siempre que podía a través de una rendija en la parte de la tienda recubierta con un papel casi transparente. La contemplaba como si fuera la primera vez que veía su figura esbelta, sus pechos firmes y pequeños, la redondez de sus caderas y aquella característica excitante de sus piernas ligeramente arqueadas. Siempre tenía un aire solitario. Él ideaba cosas que pudiera hacer por ella, pero lo único que descubría era regalos inútiles que nunca le hubieran servido de nada y que siempre terminarían en el cubo de la basura.
La idea de hacer algo por ella le parecía tan inútil como sus demás pensamientos. Hasta que un día, espiando a través de aquellos papeluchos de la ventana mientras ella entraba en la casa impasible, se le ocurrió una idea tan extraordinaria que los pelillos de la nuca se le pusieron de punta. Llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era costearle los estudios, que ella había deseado tanto. Nada podía gustarle más. Pero aunque accediera, cosa que dudaba, ¿cómo reuniría el dinero si no fuera robando? Cuanto más reflexionaba sobre el plan tanto más le excitaba. La idea de un fracaso le resultaba insoportable.
Llevaba en la cartera la nota que en una ocasión le escribió Helen, y en la que decía que subiría a su cuarto si Nick y Tessie se iban al cine, la leía con frecuencia.
Un día se le ocurrió todavía otra idea. Pegó un letrero en la ventana que decía: «Bocadillos y sopas calientes para llevar». Decidió que podía usar la experiencia de cocinero en el cafetucho con buen provecho en la tienda. Hizo imprimir unos prospectos anunciando los nuevos artículos y le pagó a un chiquillo medio dólar para que los repartiera en aquellos lugares donde hubiera obreros. Siguió al niño un par de manzanas para cerciorarse de que no terminaran los anuncios en una cloaca. Antes de que se terminara la semana unos cuantos clientes nuevos entraban a la hora de comer y de cenar. Comentaban que era la primera vez que un establecimiento del barrio servía comida caliente. Frank también probó a hacer algunas pastas una vez a la semana, según las recetas de un libro de cocina que había pedido prestado de la biblioteca. Experimentó hacer pizzas pequeñas en el horno de gas, vendiéndolas por veinte céntimos. Las pastas y las pizzas se vendían mejor que los bocadillos calientes. La gente entraba a comprarlas. Consideró poner una mesa o dos en la tienda pero no había sitio, así que toda la comida se iba a domicilio.
Le acompañó otra pequeña suerte. El lechero le contó que los dos noruegos se habían aficionado a discutir entre ellos delante de los clientes. Estaban ganando menos de lo esperado. La tienda estaba bien para uno pero no daba para dos, así que ambos querían comprarle la parte al otro. Los nervios de Taast no pudieron aguantar más discusiones y a finales de mayo compró la parte al otro y se quedó solo. Pero las horas largas le afectaban los pies. Su mujer venía para ayudarle alrededor de la hora de la cena; pese a todo, Taast no aguantaba la separación de su familia por la noche, cuando los demás estaban libres y en casa. Decidió cerrar la tienda a las siete y media y dejar de competir con Frank hasta casi las diez. Aquellas dos horas de la noche para él solo ayudaron a Frank. Recuperó algunos de los clientes que regresaban tarde a sus casas y algunas amas de casa que a última hora necesitaban algo para el desayuno. Y Frank comprobó, observando en el escaparate de Taast, después de cerrar, que aquél ya no era tan generoso con los artículos especiales.
En julio el tiempo era demasiado caluroso, la gente cocinaba menos, consumía más embutidos, latas de bebidas. Vendió mucha cerveza y sus patatas y pizzas eran un éxito. Había oído decir que Taast intentó hacer las pizzas pero que le salían demasiado gruesas. Además, Frank, en vez de usar las sopas de lata, hizo una muestra de propia invención que todos alababan; llevaba tiempo hacerla pero las ganancias eran mayores. Y por estas cosas nuevas se vendían otras. Ahora le pagaba a Ida noventa dólares al mes en calidad de alquiler y por uso de la tienda. Ella ganaba más en sus costuras y ya no pensaba con tanta frecuencia en la posibilidad de pasar hambre.
—¿Por qué me da tanto? —le había preguntado cuando la cantidad ascendió a noventa.
—A lo mejor Helen podía quedarse con un poco de su sueldo —sugirió.
—Ya no le interesa usted a Helen —dijo con tono severo.
Él no respondió.
Aquella noche, después de cenar, se había dado el gusto de hacer huevos con jamón y ahora fumaba un puro. Frank limpió la mesa y se sentó a calcular cuánto le costarían los estudios de Helen consultando los catálogos de las distintas universidades, pero vio que le era imposible. Más tarde le pareció que se podría arreglar si iba a la universidad de la ciudad. Le daría el suficiente dinero para sus gastos diarios además de abonarle la cantidad que ahora le daba a su madre. Sabía que se echaba encima de las espaldas una carga tremenda, pero no había otro remedio: era su única esperanza, no acertaba a ver otro cambio. Lo único que pedía para sí mismo era el privilegio de darle algo que ella no pudiera devolverle.
El gran acontecimiento, atractivo aunque difícil, consistía ahora en hablar con ella, contarle lo que esperaba hacer. Pensaba siempre en ello, pero encontraba difícil expresarse. Parecía imposible mantener una conversación con ella después de todo lo ocurrido. Era remover la vieja herida y el recuerdo de aquella desgracia dolorosa. ¿Cuál sería la palabra mágica que iniciaría la conversación? Desesperaba de no poder convencerla. Ella se comportaba fríamente: se había pecado contra ella, su actitud era helada y si algo sentía hacia él sólo era asco. Se maldecía por haber sido la causa de una situación que ahora era incapaz de remediar.
Cierta noche de agosto, después de verla regresar del trabajo en compañía de Nat Pearl, Frank, harto de su propia pasividad, se decidió a ponerse en marcha. Estaba detrás del mostrador amontonando botellas de cerveza en la bolsa de una mujer cuando vio que Helen volvía a salir con libros bajo el brazo. Llevaba un vestido nuevo de verano, rojo adornado con negro y, al verla, volvió a desearla. Durante todo el verano se había paseado sola por las calles del vecindario, intentando olvidarse de su soledad. Muchas veces Frank se sintió tentado a cerrar la tienda y alcanzarla, pero hasta ocurrírsele esta nueva idea no se había atrevido por temor a pronunciar una palabra indiscreta. Le dio prisa al cliente, se lavó y peinó cuidadosamente y, lo más rápido que pudo, se puso una camisa nueva. Cerró la tienda y con paso ligero tomó el camino de Helen. El día había sido caluroso pero ahora había refrescado. El cielo tenía un color dorado verdoso, aunque en su parte más baja ya estaba oscuro. Después de correr una manzana se acordó de que había olvidado algo y volvió con paso fatigado a la tienda. Se sentó detrás escuchando los latidos de su corazón. Pasaron diez minutos. Encendió la luz en el escaparate. El globo iluminado atrajo una polilla feúcha. Sabía cuánto tiempo se pasaba ella entre los libros y se afeitó sin prisas. Una vez terminado volvió a cerrar el colmado y se encaminó hacia la biblioteca. Decidió esperarla al otro lado de la calle. Cruzaría a su lado y la alcanzaría en el camino a casa. Antes de que ella pudiera replicar ya habría soltado su parrafada; según fuera la respuesta (era libre de dar el sí o el no), mañana mismo cerraría la tienda y se esfumaría.
Ya estaba cerca de la biblioteca cuando, por casualidad, levantó la mirada y la vio venir de frente, a media manzana de distancia. Se paró sin saber qué dirección tomar y temiendo el encuentro. Al verla tan bonita se acurrucó como un perro enfermo. Pensó en darse la vuelta, pero ella le vio e inmediatamente volvió sus pasos en dirección opuesta. Reviviendo una vieja costumbre, él la siguió y antes de que se lo pudiera prohibir ya había tocado su brazo. Los dos temblaron. Sin darle tiempo a demostrar su desprecio y, a borbotones, le soltó lo que tanto tiempo deseó, aunque ahora le resultaba insoportable oírselo a sí mismo.
Cuando Helen se dio cuenta de lo que le ofrecía, su corazón latió violentamente. Sabía que él la seguiría y le hablaría, pero nunca se hubiera imaginado algo así. Le asombraba la habilidad inagotable de Frank para sorprenderla, utilizaba las tácticas más inesperadas. El aguante del dependiente le asustaba y le hacía temer por la indiferencia que ella sentía hacia él. Se daba cuenta de que su indignación había disminuido desde la muerte de Ward Minogue. Aunque detestaba el recuerdo de su experiencia en el parque, últimamente volvía a recordar aquel deseo de entregarse a Frank antes de la aparición de Ward Minogue; era posible que, de no haberle tocado éste, se hubiera entregado a Frank. Si el dependiente hubiera cometido aquel asalto brutal en la cama, y no tras el ataque de Ward, probablemente hubiera correspondido a su pasión. Lo había odiado para olvidarse del odio que sentía hacia ella misma.
Pero la respuesta a su oferta fue un no inmediato. Lo pronunció con voz enfurecida para evitar cualquier debilidad y así sentirse obligada con él y encontrarse, una vez más, cogida en la trampa. No podría volver a soportar aquella sensación de asco.
—No puedo considerar semejante oferta.
Él se asombraba de haber llegado tan lejos, le parecía una osadía caminar una vez más a su lado, aunque ahora se trataba de otra noche y otra estación del año. El rostro de Helen en verano resultaba más suave que en invierno; pero su hermosura le estaba vedada a él.
—En nombre de tu padre —suplicó—, si no quieres por ti misma.
—¿Qué tiene que ver mi padre con esto?
—La tienda es suya, deja que ella pague los estudios, tal como él lo hubiera deseado.
—Sin ti no daría lo suficiente, pero no quiero tu ayuda.
—Morris me hizo un gran favor. No se lo podré pagar, pero podría saldar la cuenta contigo. Además, pienso en aquella noche; no estaba en mis cabales.
—Por amor de Dios, no la menciones.
La obedeció; se quedó mudo, y ambos siguieron caminando en silencio.
Horrorizada, Helen se dio cuenta de que llegaban al parque. Rápidamente dio la vuelta.
Él la siguió.
—Podrías terminar en tres años. No tendrías que preocuparte por los gastos. Estudiarías todo lo que quisieras.
—¿Qué esperas obtener a cambio? ¿Virtud?
—Ya te dije lo que quería. Estoy en deuda con Morris.
—¿Qué le debes? ¿El haberte aceptado en su apestosa tienda y convertirte en un prisionero?
¿Qué más podía decirle? Tristemente surgió en su mente la ofensa hecha a su padre. Con frecuencia se decía a sí mismo que algún día se lo contaría, pero ahora no era ocasión. Sin embargo, el deseo de liberarse le abrumaba. Intentó evitar su confesión por todos los medios. Le oprimía la garganta, su estómago protestaba. Apretó los dientes pero las palabras surgieron como escupitajos, en una cadena repulsiva:
—Yo fui el que, con Minogue, le atraqué. Ward lo escogió cuando Karp se nos escapó, pero también fue culpa mía pues yo le acompañé.
Ella lanzó un grito y hubiera seguido gritando si no fuera por las miradas de la gente.
—Helen, te juro…
—¡Criminal! ¿Cómo pudiste pegarle a una persona como él? ¿Qué daño te hizo?
—Yo no le pegué. Fue Ward, yo le di un vaso de agua, no quería hacerle daño. Después vine a trabajar para él para ajustar cuentas. Por amor de Dios, Helen, trata de comprender…
Descompuesta, ella huyó.
—Se lo confesé a él —gritó tras ella.
Le fue bien durante el verano y el otoño, pero después de Navidad el negocio flojeó y, aunque su sueldo de noche había subido cinco dólares, no podía cubrir todos los gastos. Cada centavo le parecía tan inalcanzable como la misma luna. En cierta ocasión se pasó un mal rato buscando una moneda de veinticinco centavos que se le había caído por detrás del mostrador. Levantó una tabla floja en el suelo y, contentísimo, encontró tres dólares en monedas verdes y enmohecidas que Morris había ido perdiendo a través de los años.
Sólo gastaba lo absolutamente necesario, aunque sus ropas se caían de viejas. Cuando ya no podía coser los agujeros en sus camisetas, las tiraba y no llevaba ninguna. Ponía su ropa en el fregadero y la colgaba a secar en la misma cocina. Como regla general, era puntual en sus pagos a sus repartidores y mayoristas, pero durante el invierno los obligó a esperar. A un hombre lo mantenía a raya amenazándole con declararse en bancarrota. A otro le decía que esperara a mañana. Le dio una propina a su viajante más importante para que tranquilizara a sus jefes. Y así fue tirando, pero nunca le fallaba a Ida. Si lo hiciera así, Helen, que el otoño pasado había vuelto a la universidad nocturna, no cubriría gastos.
Siempre estaba cansado, le dolía la espina dorsal y parecía que la tuviera enroscada como la cola de un gato. En su noche libre del cafetucho, dormía sin moverse e incluso soñaba que dormía. Durante las horas muertas en el bar, se sentaba con la cabeza apoyada en los brazos sobre el mostrador y durante el día echaba un sueñecito siempre que podía, confiando que el timbre de la puerta le despertara aunque los demás ruidos no lo lograban. Cuando despertaba, le escocían los ojos y le pesaba la cabeza como un plomo. Adelgazó, tenía el cuello huesudo, los huesos de la cara y la nariz afilados. Llegó a beber tanto café negro que el estómago se le agrió. Por la tarde no hacía nada. Leía un poco, o sentado en la trastienda fumaba y con la radio puesta oyendo los blues.
Ahora tenía otras preocupaciones. Había observado que Nat acompañaba más a Helen. Un par de veces a la semana el estudiante de Derecho la traía a casa en coche. Algún fin de semana salían a dar un paseo. Nat la llamaba con la bocina y ella aparecía sonriente y vestida de fiesta. Ninguno de los dos se daba cuenta de que Frank les contemplaba sin intentar ocultarse. Además, Helen había puesto un teléfono nuevo arriba y una o dos veces por semana sonaba. El teléfono le irritaba, se sentía celoso de Nat. En una de sus noches libres del cafetucho, Frank se despertó de repente. Helen y un acompañante entraban en el vestíbulo, se les oía hablar muy bajito, después seguía un silencio y se imaginaba que se estaban besando. Durante varias horas no lograba dormirse. A la semana siguiente, escuchando tras la puerta, descubrió que el tipo que la besaba era Nat. Los celos le carcomieron.
Ella nunca entraba en la tienda, para verla tenía que estar al acecho desde el escaparate.
Dios Santo, ¿por qué me estaré matando?, se preguntaba. Había innumerables respuestas tristes, mejor era que mientras hiciera esto no hacía algo peor.
Pero volvió a las andadas e hizo lo que se había prometido no volver a hacer. Cometía las fechorías con el temor de que cada vez serían peores. Subía por el hueco del montacargas para espiar a Helen en el baño. En dos ocasiones la vio desnuda, y esto le producía un intenso deseo de volver a probar lo que tan fugazmente poseyó. Sin embargo la odiaba por haberlo amado. Resultaba angustioso ansiar algo que ya estaba perdido. Se juró a sí mismo que nunca volvería a espiarla, pero no lo cumplió. En la tienda se aficionó a estafar a los clientes. Cuando no le vigilaban les sisaba en el peso. Un par de veces le dio el cambio corto a una vieja que nunca llevaba cuenta de lo que llevaba en el bolso.
Pero un buen día, sin saber exactamente por qué, aunque parecía tener una vieja razón, dejó de espiar a Helen y fue honrado en la tienda.
Una noche de enero, Helen esperaba el tranvía. Había ido a estudiar a casa de una compañera de clase, y después se quedó a escuchar discos; se había hecho más tarde de lo previsto. El tranvía tardaba en llegar y, a pesar de que sentía frío, empezó a pensar en un posible paseo hasta casa. Mientras estaba dándole vueltas a esa idea le pareció que alguien la vigilaba. Miró hacia el interior del cafetucho que tenía a sus espaldas, pero solamente estaba el barman que apoyaba la cabeza entre los brazos. Mientras lo observaba, intentando explicarse la sensación extraña que experimentaba en aquel momento, levantó el hombre su cabeza soñolienta y ella, sorprendida, comprobó que se trataba de Frank Alpine. Él miró con ojos febriles de expresión triste su propio reflejo en la ventana. Después, atontado, se volvió a dormir. Le llevó un minuto darse cuenta de que no la había reconocido. Sintió momentáneamente la vieja tristeza, pero la noche de invierno era clara y hermosa.
Cuando llegó el tranvía, se sentó en la parte posterior. Recordó que Ida había comentado que Frank trabajaba en algún lugar de noche. Pero esta noticia no significaba gran cosa para ella. Ahora que le había visto, atontado de tanto trabajo, delgado y triste, algo le pesaba, pues no constituía ningún misterio la razón por la cual trabajara. Él las mantenía. Gracias a él, ella disfrutaba del suficiente dinero para asistir a las clases nocturnas.
Una vez en la cama, medio dormida, pensó en Frank. Había cambiado. Era verdad, no era el mismo hombre y se dijo a sí misma que debió sospecharlo hacía tiempo. Le había despreciado por el mal que le había causado, sin comprender ni admitir que puede desaparecer lo malo y sobrevenir lo bueno.
Resultaba curioso que las personas pudieran parecer las mismas fuera y, sin embargo, cambiar en su interior. Había sido un tipo rastrero, asqueroso, pero debido a algo que llevaba dentro, algo que no acertaba a definir, un recuerdo acaso, un ideal perdido y después recobrado, se había transformado en otro, ya no era el de antes. Se achacaba a ella misma su ignorancia respecto a esto. Ahora que ha cambiado su corazón ya no está en deuda conmigo. Una semana más tarde, a punto de irse a trabajar, Helen, llevando la cartera de los libros, entró en la tienda y encontró a Frank escondido detrás del papel transparente de la ventana, esperándola. Se avergonzó, y a ella sin saber por qué le emocionó su expresión.
—He entrado para darte las gracias por toda la ayuda que nos has prestado.
—No me des las gracias.
—No nos debes nada.
—Es mi modo de ser.
Guardaron silencio. Pasó un rato y él mencionó sus planes para que ella asistiera a la universidad de día. Estaba seguro de que le gustaría más que la de noche.
—No, gracias —dijo ruborizada—, no puedo ni considerarlo, especialmente sabiendo que trabajas tanto.
—No supone más trabajo.
—No, por favor…
—A lo mejor la tienda mejora, entonces se podría arreglar con lo que se saque de aquí.
—No quisiera…
—Piénsatelo.
—No.
Ella vaciló, pero al fin dijo que sí lo pensaría.
Él quería preguntarle si todavía le quedaba alguna oportunidad con ella, pero decidió esperar hasta más adelante.
Antes de marcharse, equilibrando la cartera sobre una rodilla, Helen sacó un libro encuadernado en piel.
—Quería que supieras que todavía uso el libro de Shakespeare.
La siguió con la mirada hasta doblar la esquina. Era una muchacha guapa y llevaba su libro en la cartera. Calzaba zapatos planos, que todavía acentuaban más el ligero arqueo de sus piernas y que por alguna razón le gustaban.
La noche siguiente, pegada la oreja a la puerta lateral, oyó un forcejeo al otro lado; quería salir al vestíbulo para ayudarla, pero se controló. Oyó que Nat decía algo grosero y que Helen lo abofeteaba y subía corriendo las escaleras.
—¡Puta! —la llamó Nat.
Una mañana, a mediados de marzo, el tendero dormía pesadamente. Había sido su noche libre en la cafetería. Le despertó una violenta llamada en la puerta; era la polaca chiflada que quería su panecillo de tres céntimos. Aquellos días venía más tarde, pero todavía resultaba demasiado temprano. ¡Que se vaya al infierno!, pensó, necesito dormir, pero después de unos instantes se sintió inquieto y empezó a vestirse. El negocio todavía no iba bien. Frank se lavó la cara ante el espejo roto. Su pelo necesitaba un corte, pero podía esperar una semana más. Pensó en dejarse barba, pero asustaría a los clientes, así que se conformó con el bigote. Hacía dos semanas que lo dejaba crecer y le sorprendía la cantidad de pelos rojos que lo poblaban. A veces se preguntaba si su madre habría sido pelirroja. Abrió la puerta y dejó pasar a la polaca. Aquella tía se quejó de que la había tenido esperando durante mucho tiempo a la intemperie. Él le cortó el panecillo y anotó los tres centavos.
A las siete, plantado en la ventana vio a Nick, padre reciente, salir del vestíbulo y dar la vuelta a la esquina. Frank se escondió detrás del papel de la ventana, y lo vio regresar con una bolsa repleta de la tienda de Taast. Nick se metió en el vestíbulo y Frank se sintió herido.
—Creo que convertiré esta porquería en un restaurante.
Después de pasarle la bayeta a la cocina barrió la tienda. Al poco apareció Breitbart. Descargó los cartones de bombillas en el suelo, y, tras quitarse el sombrero, se limpió la frente con un pañuelo amarillo.
—¿Cómo le va? —preguntó Frank.
—Así, así.
Breitbart se bebió el té con limón que le ofreció Frank y leía su Forward. Después de unos diez minutos dobló el periódico en un grueso cuadrado y lo metió en el bolsillo del abrigo. Levantó los cartones hasta su hombro sarnoso y se fue. Frank tuvo solamente seis clientes en toda la mañana. Para no ponerse nervioso sacó el libro que estaba leyendo, era la Biblia. Y le pareció que él mismo pudo haber sido el autor de ciertos pasajes.
Mientras leía tuvo esta visión agradable: vio a san Francisco que salía bailando de un bosque. Llevaba sus harapos marrones y unos pájaros flacuchos revoloteaban por encima de su cabeza. San Francisco se paró frente a la tienda y, metiendo la mano en el cubo de basura, sacó la rosa de madera. La tiró al aire y se convirtió en una flor de verdad que el santo volvió a recoger en la mano. Con una reverencia se la dio a Helen. «Hermanita, aquí tienes tu otra hermanita, la rosa». Ella la aceptó, aunque se la había dado de parte de Frank Alpine, con sus mejores deseos.
Un día, en el mes de abril, Frank se fue al hospital e hizo que le circuncidaran. Durante unos días se arrastró con el dolor entre piernas. Ese dolor le enfurecía e inspiraba a la vez. Después de la festividad de Passover[9] se convirtió al judaísmo.