El sábado por la noche, alrededor de la una, la tienda de Karp empezó a arder.
Más temprano aquella tarde, Ward Minogue había llamado a la puerta de Frank y había sabido por Tessie que el dependiente ya no vivía allí.
—¿Adónde se ha trasladado?
—No lo sé —respondió Tessie, deseosa de quitárselo de encima—; pregúnteselo al señor Bober.
Abajo ya, Ward miró por la ventana de la tienda y al ver a Morris se retiró rápido. Aunque últimamente el alcohol le repugnaba, las ganas de un trago le consumían. Pensó que si lograba aguantar el primero las náuseas desaparecerían y se sentiría mejor. Pero sólo tenía diez centavos en el bolsillo, así que entró en la tienda de Karp y le suplicó a Louis que le fiara un quinto de cualquier cosa barata.
—Yo no te fiaría ni un quinto de agua de la cloaca —le dijo Louis.
Ward arrebató una botella de vino del mostrador y la tiró a la cabeza de Louis. Éste se agachó pero la botella rompió otras sobre el estante. Louis salió a la calle gritando: «Asesino», mientras Ward agarraba una botella de whisky y salía también corriendo calle arriba. Ya había pasado por el carnicero cuando de debajo del brazo se le escurrió la botella y se rompió sobre la acera; miró hacia atrás, angustiado, pero siguió corriendo.
Cuando llegaron los policías Ward ya había desaparecido. Aquella noche, después de cenar, el detective Minogue vagaba por las calles y vio a su hijo en el bar de Earl, tomándose una cerveza. El detective no entró por la puerta principal, pero Ward lo vio por el espejo y salió corriendo por ésta. Aunque le faltaba el aliento, empujado por un gran temor, llegó hasta el almacén de carbón. Oía a su padre tras él. Saltó la cadena oxidada extendida delante de la plataforma de cargar y se precipitó por los adoquines del patio hacia la parte de detrás. Se escurrió debajo de uno de los camiones en el garaje.
El detective, llamándole toda clase de nombres sucios, le buscó en la oscuridad durante quince minutos. Entonces sacó la pistola y disparó hacia el garaje. Ward, convencido de que le mataría, salió a gatas de debajo del camión y corrió a los brazos de su padre.
Aunque suplicó al detective de que no le hiciera daño, llorando y diciendo que padecía diabetes y que los golpes, sin duda, le causarían gangrena, su padre le pegó sin piedad con la porra hasta que Ward cayó. Su padre, inclinado sobre él, le gritó:
—¡Te dije que no vinieras por este barrio! ¡Si vuelvo a verte te mataré!
Se quitó el polvo del abrigo y se fue del almacén de carbón.
Ward permanecía estirado en los adoquines. Su nariz había sangrado a chorro pero ahora ya había parado. Se incorporó; era tal el mareo, que rompió a llorar. Se arrastró hasta el garaje y subió a la cabina de uno de los camiones; pensó en dormirse allí. Pero cuando encendió un cigarrillo le dominó la náusea. Ward tiró la colilla y esperó a que le abandonaran las ganas de vomitar. Cuando desaparecieron volvió a sentir sed. Si pudiera saltar la tapia del almacén y otras más pequeñas después de ésta se plantaría en el patio interior de Karp. Sabía por pesquisas anteriores que la bodega tenía una ventana enrejada atrás, pero que las barras de hierro ya eran viejas y oxidadas, y ya estaban flojas. Le pareció que si recobraba las fuerzas podría separarlas.
Se arrastró hasta la tapia y la saltó, las demás ofrecieron más dificultad; por fin se encontró en el patio lleno de malas hierbas de Karp. La tienda estaba cerrada desde la medianoche y no había luces encendidas arriba en la casa. Encima de la tienda de Morris ardía una luz; había que ir con cuidado para que el judío no le oyera.
Por dos veces, en el intervalo de diez minutos, intentó separar las barras pero fracasó. A la tercera, esforzándose hasta llegar a temblar, logró separar lentamente las dos del medio. La ventana no tenía cerradura. Ward metió los dedos por debajo de ella y la levantó con cuidado porque chirriaba. Una vez abierta, se escurrió entre las barras dobladas y se metió en la pared de detrás de la tienda. Una vez dentro se rió un poco en silencio y se movió libremente de una parte a otra, sabiendo que Karp era demasiado tacaño para tener un sistema de alarma. De la mercancía en la trastienda Ward probó tres marcas distintas de whisky escupiendo inmediatamente. Obligándose, se tragó la tercera parte de una botella de ginebra. Pasados dos minutos se olvidó de sus dolores y la lástima que se tenía a sí mismo. Una mueca de satisfacción se asomó a su cara cuando pensó en la expresión de Louis a la mañana siguiente cuando viera todas las botellas vacías por el suelo. Se acordó de la máquina registradora, y se fue a la parte de delante para abrirla. Estaba vacía. Rompió, iracundo, una botella de whisky encima de ella. Una sensación de náusea le ahogó y con un gemido devolvió por encima del mostrador de Karp. Se sintió mejor, y, con la luz de la calle, empezó a romper las botellas de whisky contra la máquina registradora.
Mike Papadopolous, que tenía el dormitorio justamente encima de la parte de delante de la tienda, se despertó con el jaleo. Después de cinco minutos llegó a la conclusión de que algo pasaba y se vistió. Entretanto, Ward había destruido un estante entero de botellas. Sintió ganas de fumar. Le llevó dos minutos encender la cerilla y llevarla hasta la colilla. Gustó del humo con placer mientras la llama iluminó fugazmente su cara; entonces sacudió la cerilla y la tiró por encima del hombro. Aterrizó, todavía ardiendo, en un charco de alcohol. El fuego se elevó con un rugido. Ward, como un árbol en llamas, intentó sofocarlo; gritando, corrió por la trastienda, intentó salir por la ventana, pero se prendió entre las dos barras y murió, agotado.
Mike olió el humo y bajó corriendo, vio el fuego y se precipitó a la esquina de la farmacia para dar la alarma. Mientras volvía de nuevo, explotó el cristal del escaparate y todo el lugar hervía en llamas. Después de sacar a su madre y a los inquilinos de arriba, Mike entró precipitadamente en el vestíbulo de Bober gritando que había un incendio al lado. Se levantaron todos inmediatamente, Helen corrió arriba para avisar a Nick y a Tessie. Todos abandonaron la casa, arropados con jerseys y abrigos, y acurrucados al otro lado de la calle con unos cuantos curiosos, contemplaron cómo el fuego destruyó el que había sido un próspero negocio y después el edificio entero. Pese a los chorros insistentes de las mangas que los bomberos utilizaban contra las llamas, éstas, alimentadas por el alcohol inflamable, alcanzaban el tejado, y, cuando por fin se sofocaron, todo lo que quedaba de la propiedad de Karp era un casco vacío.
Los bomberos empezaron a sacar con ganchos las instalaciones quemadas y a tirarlas sobre la acera: todos guardaban silencio. Ida gemía suavemente, y recordaba, con ojos cerrados, el jersey quemado de Morris, que había encontrado en el sótano y el pelo chamuscado que había observado en sus brazos. Sam Pearl, indefenso sin sus gafas, decía algo entre dientes; Nat, sin sombrero, un abrigo por encima del pijama, se fue acercando a Helen hasta plantarse a su lado. Morris luchaba con una emoción atormentada.
Se acercó un coche a la farmacia. Karp salió de él con Louis y cruzaron la calle llena de mangas hasta su tienda, Karp echó una sola y terrible mirada a la que fue su tienda, y aunque estaba en su mayor parte cubierta por el seguro, dio unos pasos vacilantes al frente y se derrumbó. Louis le gritaba que se despertara. Dos de los bomberos llevaron al bodeguero hasta el coche y Louis, asustado, le condujo hasta su casa.
Más tarde, Morris ya no podía dormir. Se quedó en la ventana de su cuarto, con sus calzoncillos largos, mirando el montón de restos quemados y rotos sobre la acera. Con mano helada el tendero se apretaba el dolor vivo que sentía en el pecho. Sintió un odio abrumador hacia sí mismo: le había deseado a Karp algo exactamente como esto. Su angustia era espantosa.
En aquel último domingo de marzo hacía mal tiempo. Eran las ocho de la tarde, y además caían algunos copos de nieve. Todavía siento el invierno en la cara, pensó el tendero cansado. Vio cómo los copos gruesos y mojados se derretían al tocar el suelo. Hace demasiado calor para la nieve; mañana ya será abril. Todavía no estaba seguro de verlo. Se había despertado con una herida, un agujero en el costado, con la sensación de un hoyo en el suelo dentro del que podría caer si pisaba donde había existido la bodega. Pero la tierra le sujetaba y aquella sensación extraña desapareció. Se esfumó cuando reflexionó que la cartera de Karp le protegería contra un dolor demasiado intenso. El dolor pertenecía a los pobres. Para los inquilinos de Karp el fuego era una tragedia, y para Ward Minogue, muerto tan joven; quizá también para el detective, pero no para Julius Karp. Morris podía haber aprovechado el fuego, y Karp lo tuvo gratis. Las cosas le tocan siempre al que ya las tiene.
Mientras pensaba esto, el bodeguero, a todas luces víctima de una noche sin sueño, apareció en la nieve y entró en la tienda. Llevaba un sombrero de ala estrecha con una ridícula pluma en la cinta y un abrigo cruzado, pero, pese a su aspecto elegante, su mirada, cercada por oscuras bolsas bajo los ojos, poseía una expresión pesimista; tenía el cutis pegajoso, los labios azules. Llevaba un parche de escayola en el lugar de la frente sobre el que había caído la noche anterior. Era una triste figura. La pérdida de su negocio era lo peor que le podía ocurrir. No soportaba la visión de los dólares que podía estar ganando cada día que pasaba. Karp parecía avergonzado, enfermo. El tendero, con su sensación de culpabilidad, le invitó a que pasara a la trastienda a tomar una taza de té. Ida, ya despierta y levantada, le atendió amablemente.
Karp probó el té, pero no tuvo fuerzas para volver a levantar la taza. Después de un silencio embarazoso, habló:
—Morris, quiero comprarte la casa. También la tienda —suspiró tembloroso.
Ida ahogó un grito. Morris estaba estupefacto.
—¿Para qué? El negocio va muy mal.
—No tan mal —le chilló Ida.
—No me interesa tu negocio —replicó melancólico Karp—. Sólo el lugar, está al lado… —Pero no pudo continuar.
Ellos comprendieron.
Explicó que llevaría meses reconstruir su casa y su negocio. Pero si se hacía con la tienda de Morris podría renovar el local, pintarlo y tener la mercancía instalada en un par de semanas, así reduciría al mínimo la pérdida de clientela.
Morris no podía creer lo que oía. Le invadía una sensación agitada y al mismo tiempo pesimista, temía que todo se esfumara en un sueño de un momento a otro, o que Karp, aquel pez gordo, se convirtiera en un pájaro gordo y levantara vuelo, lanzando chirridos: «¡No me creas!», que cambiara de idea.
Así que controló sus emociones, y mantuvo la boca cerrada, pero cuando Karp le pidió que pusiera precio, el tendero ya tenía uno a punto:
—Nueve mil por la casa, tres mil con las llaves y los seguros, y dos mil quinientos en efectivo por la tienda.
Después de todo, la tienda ya era un negocio en marcha, y sólo por la nevera había pagado novecientos dólares. Calculó por encima: cinco mil quinientos en efectivo; bastaba para empezar a buscar otro local después de pagar sus deudas. Al comprobar la expresión asombrada de Ida, se sorprendió de su propia audacia y pensó que sin duda Karp se le echaría a reír ofreciéndole menos, rebaja que sin duda él aceptaría; pero el bodeguero asintió sin ánimos.
—Te daré dos mil quinientos dólares por la tienda, menos el precio de subasta que den por las instalaciones y mercancías.
—Eso es asunto tuyo —replicó Morris.
Karp no soportaba discutir por más tiempo los términos.
—Mi abogado preparará el contrato.
Se fue y pronto desapareció por entre la nieve agitada. Ida lloró de alegría, mientras que Morris, todavía anonadado, reflexionó que su suerte había cambiado. También la de Karp, pues en cierto sentido lo que aquél perdió lo ganó él, constituyendo esto una especie de reparación de todo el mal que le había hecho en el pasado. Ayer no hubiera creído el modo en que se resolvieron las cosas hoy.
Aquella nieve de primavera le emocionó profundamente. La contempló caer y recordaba escenas de su niñez que ya daba por olvidadas. Durante toda la mañana se quedó mirándola. Recordó que cuando era niño perseguía a los mirlos y éstos levantaban vuelo, agitados, de los árboles; sintió un impulso irresistible de salir al aire libre.
—Creo que voy a limpiar la nieve —le dijo a Ida al mediodía.
—Será mejor que te acuestes —le aconsejó ella.
—No está bien para los clientes.
—¿Qué clientes? ¿Quién los necesita?
—La gente no puede caminar por la nieve tan alta.
—Espera, mañana ya se habrá derretido.
—Será domingo, a los goyim les parecerá mal cuando vayan a la iglesia.
La voz de ella tenía cierto tono irritado:
—¿Quieres pescar una pulmonía, Morris?
—Es primavera —murmuró.
—Es invierno.
—Me pondré el abrigo y el gorro.
—Te mojarás los pies. No tienes zapatos de goma.
—Solamente cinco minutos.
—No —respondió ella con tono de terminar la discusión.
Más tarde lo haré, pensó él.
Durante toda aquella tarde la nieve cayó suavemente y al llegar la noche alcanzaba una altura de seis pulgadas. Cuando dejó de nevar se levantó un viento que soplaba de una parte a otra la nieve. Él la miraba desde el escaparate.
Ida le vigiló todo el día. Morris no se apartó de allí hasta muy tarde. Después de cerrar la tienda se sentó, todavía empeñado en lo mismo, para hacer una larga lista de cosas en un papel, y su mujer se impacientó.
—¿Por qué te quedas hasta tan tarde?
—Estoy calculando la mercancía que tenemos para el que la subaste.
—Eso es asunto de Karp.
—Tengo que ayudarle, no sabe los precios.
A ella le descansaba hablar de la venta.
—Sube pronto —le dijo bostezando.
Esperó hasta que le pareció que ella dormiría. Entonces, bajó al sótano por la pala. Se caló el sombrero y un par de guantes viejos, y salió a la calle. Comprobó, sorprendido, que el viento lo envolvía como un abrigo helado, su mandil hacía ruido al agitarse en el viento. Hubiera esperado una noche más templada en el mes de marzo. La sorpresa todavía le rondaba por la cabeza, pero se calentó trabajando. Estaba de espaldas hacia el agujero carbonizado de Karp, que aunque forrado de blanco, no resultaba tan horrible a la vista.
Echó una palada de nieve a la calle, pero el viento la convirtió en polvo y la agitó en el aire.
Recordó los inviernos duros recién llegados a América. Después, durante unos quince años, se volvieron más benévolos, pero ahora volvían a su antigua dureza. Había sido una vida penosa, pero ahora, con la ayuda de Dios, todo sería más fácil.
Volvió a tirar otra carga de nieve a la calle.
—Una vida mejor —murmuró.
Nick y Tessie regresaban de algún sitio.
—Por lo menos póngase algo que abrigue, es por su salud —le aconsejó Tessie.
—Ya me queda poco —respondió él con voz ronca por el esfuerzo.
Se levantó la ventana del primer piso. Allí estaba Ida con el camisón de franela y el pelo suelto.
—¿Estás loco? —le gritó al tendero.
—Ya he terminado —replicó.
—Sin abrigo… ¿Estás bien de la cabeza?
—Me llevó diez minutos.
Nick y Tessie entraron en la casa.
—Ya está —le gritó Morris. Tiró una última paletada furioso a la cuneta. Todavía quedaba por limpiar un poquito de acera, pero ahora, desde que ella le reñía, se sentía demasiado fatigado para terminar.
Morris arrastró la pala mojada hasta el interior de la tienda. El calor le dio en la cabeza. Creyó tambalearse y por un momento se asustó, pero, después de una taza caliente de té, se reconfortó.
Mientras bebía, volvió a nevar. Vio cómo miles de copos de nieve se apretujaban contra la ventana como si quisieran entrar por ella y llegar hasta la misma cocina. La nieve le parecía una cortina en movimiento, para después deshacerse en copos separados e iluminados que no se tocaban los unos a los otros.
Ida golpeó fuertemente en el suelo, de modo que él cerró, y subió las escaleras.
Estaba sentada con la bata puesta en la sala con Helen, con sus ojos oscurecidos de ira.
—¿Acaso eres un niño para salir a la nieve? ¿Qué le pasa a este hombre?
—Llevaba sombrero. ¿Qué crees? ¿Que soy de cristal?
—Has pasado una pulmonía… —gritó Ida.
—Mamá, baja la voz —advirtió Helen—, te oirán arriba.
—¿Quién te pidió que quitaras la nieve? ¿Se puede saber?
—Durante veintidós años he aguantado el tufo de esta tienda. Quise respirar aire fresco.
—No en este tiempo tan frío.
—Mañana será abril.
—De todos modos, papá —dijo Helen—, no juegues demasiado con tu salud.
—¿Puede ser invierno en abril?
—Vente a dormir —Ida, con paso militar, se fue a la cama.
Él se sentó con Helen en el sofá. Ésta, desde que se enteró de la visita de Karp aquella mañana, había perdido su malhumor, volvía a tener el aspecto de una muchacha joven. Bober pensó con tristeza que era muy bonita. Sentía deseos de darle algo, algo bueno.
—¿Qué te parece la venta de la casa y de la tienda?
—Ya sabes lo que me parece.
—Dímelo de todos modos.
—Me siento aliviada.
—Nos iremos a un barrio agradable, como los que te gustan a ti. Encontraré algo mejor. Te quedarás con tu sueldo.
Ella le sonrió.
—Recuerdo cuando eras pequeña —dijo.
Ella le besó la mano.
—Lo que más deseo en este mundo es tu felicidad.
—Seré feliz —los ojos de Helen se humedecieron—; si supieras todas las cosas buenas que desearía darte, papá.
—Ya me las has dado.
—Te daré cosas todavía más bonitas.
—Mira cómo nieva.
Contemplaron la nieve a través de las ventanas, y después Morris le dio las buenas noches.
—Descansa —le dijo Helen.
Pero él se sentía inquieto en la cama, postrado. Había tanto por hacer, tantos cambios a que acostumbrarse. Mañana, Karp traería el depósito. El martes vendría el hombre que subastaría la mercancía y las instalaciones. El miércoles sería la subasta. El jueves, por primera vez en casi toda una generación, estaría sin tienda. Había pasado tanto tiempo. Después de tantos años en un lugar, no le gustaba la idea de tener que acostumbrarse a otro. No le apetecía marcharse del barrio aunque no era de su gusto. Se sentía incómodo en un lugar nuevo. Pensó, intranquilo, en buscar, calibrar y comprar una tienda nueva. Hubiera preferido vivir encima de la tienda, pero Helen quería un apartamento pequeño y así se haría. Una vez tuviera la tienda dejaría que ellas buscaran algún sitio donde vivir. Pero buscaría la tienda solo. Su mayor temor era caer en otra prisión. Esta posibilidad le preocupaba enormemente. ¿Por qué había de vender el anterior dueño? ¿Sería un hombre honrado o, en el fondo, un ladrón? Y una vez comprada la tienda, ¿mejoraría el negocio o se iría abajo? ¿Los tiempos se aguantarían buenos? ¿Se ganaría la vida? Estas reflexiones le agotaban. Podía sentir a su pobre corazón compitiendo en carrera desbocada con un futuro que no haría concesiones.
Se durmió pesadamente, pero despertó al cabo de un par de horas, empapado en un sudor caluroso. Sin embargo tenía los pies helados y sabía que si pensaba en ellos acabaría por temblar. Entonces le empezó a doler su hombro derecho, y cuando se obligó a respirar profundamente, le repercutía el dolor en el costado izquierdo. Estaba convencido de que estaba enfermo y se sintió miserablemente desilusionado. En la oscuridad, intentaba olvidar la estupidez que había cometido limpiando la nieve. Suponía que había cogido frío. Se había creído más fuerte. Creyó merecer, después de veintidós años, unos momentos de libertad. Ahora tendrían que esperar sus planes, aunque Ida podría llevar a cabo los negocios con Karp y arreglar los asuntos con el hombre de la subasta. Poco a poco, se convenció de que sólo se trataba de un resfriado. Probablemente era una gripe. Pensó en despertar a Ida para llamar a un médico, pero ¿cómo podrían llamarle si no había teléfono? Y el que Helen se vistiera para telefonear desde la casa de Sam Pearl sería casi vergonzoso: habría que despertar a toda una familia y además robarle al médico su merecido descanso. Y éste le diría después de un reconocimiento: «¿Para qué tanto apuro?». Para oír esto no necesitaba sacar a un médico de su sueño. Morris se adormiló, pero sintió que la fiebre le sacudía. Se despertó con los pelos de punta. ¿Acaso se trataba de pulmonía? Pero nuevamente se tranquilizó. Probablemente, aunque no hubiera quitado la nieve, hubiera enfermado igual. Los últimos días no se encontraba demasiado bien, frecuentemente le dolía la cabeza, sentía flojedad en las rodillas. Sin embargo, a pesar de su resignación frente a los hechos, sintió la amargura de haber caído enfermo. Era cierto que había limpiado la nieve de la calle, pero ¿por qué había de nevar en abril? Y si así era, ¿por qué tenía que enfriarse tan pronto pisara la calle? Le desmoralizaba que cada acto suyo se convirtiera en algo predestinado.
Soñó con Ephraim. Lo reconoció tan pronto aparecieron sus ojos castaños en el sueño; eran claramente los mismos de su padre. Ephraim llevaba un gorrito recortado de la copa de un viejo sombrero de Morris; estaba cubierto con botones y alfileres brillantes, pero el resto de su persona tenía un aspecto harapiento. Aunque, por alguna razón, el tendero no podía esperar otra cosa, este aspecto del muchacho y su expresión hambrienta le sobresaltó.
—Yo te he dado de comer tres veces al día, Ephraim —explicó—. ¿Por qué has abandonado a tu padre tan pronto?
Ephraim era demasiado tímido para responder, pero Morris, con un impulso de amor hacia él —un niño de estas edades es tan indefenso—, le prometió un buen comienzo en la vida.
—No te preocupes, te daré una buena educación.
Ephraim, al fin y al cabo un caballero, volvió la cara para disimular su mueca burlona.
—Te doy mi palabra.
El muchacho desapareció con la sonrisa en los labios.
—No te mueras —salió gritando el padre tras él.
Cuando el tendero se sintió despertar intentó retener el sueño, pero se le escapó fácilmente. Tenía los ojos húmedos. Pensó en su vida con tristeza, no había provisto a su familia decorosamente, ésta era la desgracia del hombre pobre. Ida estaba dormida a su lado. Sintió deseos de despertarla para pedirle disculpas. Pensó en Helen. Sería terrible si se convirtiera en una solterona. Gimió un poco al pensar en Frank. Estaba lleno de pesar. He dado mi vida por nada. Ésta era la aplastante verdad.
¿Todavía nevaba?
Morris murió tres días más tarde en el hospital y le enterraron al siguiente día en un enorme cementerio que ocupaba varias millas en Queens. Había pertenecido desde su llegada a América a una sociedad funeraria, y la ceremonia tuvo lugar en los locales de ésta situados en la parte baja y al lado este de la ciudad, lugar donde el tendero había vivido de joven. Al mediodía, en la antecámara de la capilla, Ida, con la cara color de ceniza y enlutada, a punto de desmayarse, se sentaba en una silla tapizada de alto respaldo, moviendo la cabeza tristemente. A su lado, con los ojos enrojecidos por el llanto, estaba Helen. Amigos del viejo país, antiguos compañeros, llamados por las esquelas en el periódico judío de la mañana, se lamentaban en voz alta mientras se inclinaban a besarla, dejando sus generosas lágrimas sobre las manos de la viuda. Se sentaban en sillas plegables de cara a las mujeres enlutadas y hablaban en susurros. Durante un minuto, Frank Alpine, incómodo con el sombrero puesto, permaneció en un rincón de la estancia; cuando el salón se llenó, abandonó el rincón y se sentó entre un puñado de personas reunidas ya en la larga y estrecha capilla tenuemente iluminada por unos apliques con bombillas amarillentas. Las filas de bancos eran oscuras y pesadas. En la pared delantera de la capilla, sobre una plataforma de metal, estaba el sencillo ataúd de madera del tendero.
A la una, un encargado de pompas fúnebres de pelo gris y que respiraba con dificultad, acompañó a la viuda y a su hija hasta la primera fila a la izquierda, no demasiado lejos del ataúd. Los plañideros iniciaron los lamentos. La capilla estaba poco más que medio llena de viejos amigos del tendero, de unos cuantos parientes lejanos, pocos conocidos de la sociedad funeraria, y uno o dos clientes. Breitbart, el buhonero, estaba sentado, con gesto apenado, contra la pared de la derecha. Charlie Sobeloff, con la cara más llena, más gordo hacía ya algún tiempo, con su voz tostada por su reciente estancia en Florida y con su bizca y entristecida mirada, apareció acompañado de su elegante mujer, que no le quitaba a Ida los ojos de encima. Toda la familia Pearl estaba presente, Betty con su nuevo marido y Nat, muy serio y preocupado por Helen, llevaba el gorro negro en la cabeza. Unas cuantas filas más atrás estaba Louis Karp, solo e incómodo entre desconocidos. También estaba presente Witzig, el panadero, que durante veinte años había servido a Morris su pan y panecillos, el señor Giannola, el barbero, Nick y Tessie Fuso, y detrás de ellos Frank Alpine. Cuando el barbudo rabino entró en la capilla por una puerta lateral, Frank se quitó el sombrero, pero rápidamente se lo volvió a poner.
El secretario de la sociedad hizo su aparición; era un hombre de voz suave y poco pelo; en sus gafas se reflejaban los apliques de la luz. Leyó, en un papel escrito a mano, alabanzas dedicadas a Morris Bober, lamentándose de su pérdida. Cuando anunció que el cuerpo sería expuesto, el encargado de las pompas y su asistente, un hombre con gorro de plato, levantaron la tapa del ataúd y unas cuantas personas se adelantaron. Helen lloró profusamente ante la imagen de su padre, con la cara color de cera y muy maquillada. La cabeza estaba envuelta en un velo y su delgada boca estaba un poco torcida.
Ida levantó ambos brazos, desesperada, y en yiddish le gritó al cadáver:
—¡Morris, por qué no me hiciste caso! Te fuiste y me has dejado sola con una hija en el mundo. ¿Por qué lo hiciste?
Rompió a llorar en violentos sollozos y Helen y el asmático encargado la acompañaron suavemente hasta su asiento donde, una vez sentada, apretó su rostro cubierto de lágrimas contra el hombro de su hija. Frank fue el último en acercarse. Se veía, en el lugar en que a Morris le había caído hacia atrás el velo, la cicatriz en la cabeza, pero aparte de este detalle el tendero estaba muy desfigurado. Sintió que algo estaba perdido, pero también se trataba de una pérdida irremediable desde hacía mucho tiempo.
El rabino se puso a rezar. Era un hombre robusto de barba puntiaguda. Estaba subido al pódium cerca del ataúd, llevaba un viejo hongo, y un abrigo negro descolorido por encima de unos pantalones marrones y zapatos deformados por sus callosidades. Después del rezo en hebreo, una vez sentados los presentes, con voz entristecida, habló del difunto.
—Queridos amigos, no tuve el placer de conocer a este buen tendero que ahora yace en el ataúd. Vivía en un barrio que yo no frecuentaba. Sin embargo, he hablado esta mañana con personas que le conocían y ahora siento verdaderamente el no haberle conocido. Hubiera disfrutado conversando con un hombre como él. He hablado con la desconsolada esposa, quien ha perdido a su querido esposo, y con su querida Helen, ahora sin padre para guiarla. He hablado con ellas, con amigos, viejas amistades, y todos me han dicho lo mismo: que Morris Bober, muerto en tan mala hora, a consecuencia de una pulmonía cogida mientras limpiaba la nieve de su acera para así facilitar el paso a los transeúntes, era un hombre, me dijeron, que no podía ser más honrado. Siento de nuevo no haber conocido en alguna ocasión de mi vida una persona así. Si lo hubiera encontrado alguna vez, acaso en una comunidad judía o en alguna festividad —Rosh Hashana o Pesach—, le habría dicho: «Dios te bendiga, Morris Bober». Helen, su querida hija, recuerda que de pequeña vio a su padre correr dos manzanas detrás de una señora italiana para devolverle una moneda de cinco centavos. ¿Quién haría esto en pleno invierno, sin abrigo, sin sombrero, sin zapatos de goma para proteger los pies y por medio de la nieve para devolver cinco centavos? ¿Acaso no hubiera esperado hasta el día siguiente cuando volviera el cliente? Pero Morris Bober no podía. Que descanse en paz. No quería que la pobre mujer se preocupara, y por esto corrió tras ella por la nieve. Por todas estas cosas el tendero tuvo tantos amigos y admiradores.
El rabino hizo una pausa y miró por encima de las cabezas de los presentes.
—Era también muy trabajador, trabajó siempre. No se pueden contar las veces que se vistió todavía de noche y con frío. Después, bajaba a la tienda para quedarse en ella todo el día. Trabajaba horas interminables, abría a las seis y cerraba a las diez, a veces más tarde. Pasaba quince, dieciséis horas al día en la tienda, y durante toda la semana para mantener a su familia. Su querida mujer Ida me dijo que nunca olvidará sus pasos bajando las escaleras cada mañana ni tampoco cuando por la noche subía a dormir las pocas horas que le quedaban antes de volver a abrir a la mañana siguiente. Así ocurrió durante veintidós años, en la que fue su última tienda, día tras día, a excepción de unos cuantos en que se encontró francamente mal. Para que en su mesa hubiera siempre algo que comer trabajó tanto y tan amargamente. Además de ser un hombre honrado era un buen padre de familia.
El rabino bajó la vista para mirar su libro de rezos y después continuó:
—Cuando muere un judío, nadie pone en duda que es un judío. Nació así. No es necesario hacer más preguntas. Se puede ser judío de muchas maneras. Así que si alguien me pregunta y me dice: «Rabino, ¿podemos llamar judío a aquel que vive y trabaja entre los gentiles y les vende carne de cerdo y cosas que no nos están permitidas comer, y que durante veinte años no va a una sinagoga? ¿Es este hombre judío?», yo le responderé que sí: Morris Bober era para mí un verdadero judío, porque constantemente vivió la tradición judía y porque su corazón era judío. Acaso no guardaba las formas, y no es que trate de disculparle, pero era fiel a nuestro espíritu, quería para los demás lo mismo que para él. Siguió la Ley que Moisés recibió de Dios en el Sinaí para su pueblo. Sufrió, aguantó, pero con esperanza. ¿Quién me lo ha dicho? Lo sé. Pedía poco para él mismo, nada. Pero deseó para su querida hija una vida mejor que la suya. Y por todo esto era judío. ¿Qué más puede nuestro buen Dios exigir a sus pobres siervos? Ahora dejemos que Él cuide de la viuda, y la conforte y la proteja y que dé a su querida hija lo que su padre siempre deseó. «Yaskadal, yiskadash shmey, raho. B’olmo divro…».
Todos se levantaron y rezaron con el rabino.
Helen, a pesar de su pena, se sintió inquieta. Ha exagerado la nota, pensó. Dije que papá era honrado, pero ¿de qué le sirvió tanta honradez si no supo defenderse en este mundo? Sí, cierto, corrió tras aquella pobre mujer para devolverle la moneda, pero también se fió de estafadores que le robaron lo que le pertenecía. Pobre papá, como era honrado por naturaleza, no podía creer que otros se acercaran con malas intenciones. Y nunca pudo retener aquello por lo que tan duramente trabajó. Repartía, entre los demás por así decirlo, más de lo que poseía. No era un santo, en cierto modo era débil, su única y verdadera fuerza estribaba en la bondad de su carácter y en su comprensión. Estas cualidades al menos sí las tenía. Pero no he dicho que tenía muchos amigos que le admiraban. Eso fue cosa del rabino. La gente le tenía simpatía, pero ¿quién podía admirar a un hombre que se enterraba así en una tienda? Se sepultó en ella, carecía de la imaginación suficiente para saber lo que se perdía fuera. Se había erigido en víctima. Hubiera podido, con un poco más de valentía, ser más de lo que fue.
Helen rezó por la paz del alma de su padre.
Ida llevó el pañuelo mojado a los ojos, y pensó que de poco les había valido tener para comer. A estos efectos uno no tiene por qué preocuparse si el dinero es de uno o del mayorista. Si Morris tenía dinero, siempre tenía facturas por pagar, y a más dinero, más facturas. Una no puede vivir siempre con la constante preocupación de verse en la calle al día siguiente. A veces se desea un momento de paz. Pero a lo mejor fue culpa mía: no dejé que fuera farmacéutico.
Lloró porque juzgaba duramente al tendero a pesar de que le quería. Helen, pensó Ida, tiene que casarse con un hombre de carrera.
Terminado el rezo, el rabino abandonó la capilla por la puerta lateral y unos miembros de la sociedad levantaron el ataúd juntamente con el ayudante del encargado, y sobre los hombros lo llevaron hasta el coche fúnebre esperando afuera. La gente en la capilla salieron en filas y se fueron a sus casas; Frank Alpine se quedó sentado solo en el salón de la funeraria.
El sufrimiento es como una pieza de tela. Estoy seguro de que los judíos lograrían hacerse un traje con ello. Lo curioso es que hay bastantes más de lo que la gente se cree. Todo esto pensaba Frank.
En el cementerio hacía un tiempo primaveral. La nieve se había derretido, sólo se conservaba encima de unas cuantas sepulturas. El aire era templado, fragante. Al pequeño grupo que seguía al ataúd del tendero les sobraban los abrigos. En el terreno de la sociedad, abarrotada de sepulturas, dos enterradores acababan de hacer un hoyo fresco en la tierra y se mantenían apartados, con las palas en las manos. Mientras el rabino rezaba encima del sepulcro vacío —de cerca su barba era muy canosa—, Helen descansaba su cabeza contra el ataúd que aguantaban unos cuantos.
Adiós, papá.
Entonces el rabino rezó en voz alta sobre la caja mientras que los enterradores la bajaban hasta el fondo de la sepultura.
—Suavemente, suavemente…
Ida, a quien aguantaban Sam Pearl y el secretario de la sociedad, sollozaba incontrolablemente. Se inclinaba hacia delante y gritaba en la sepultura:
—¡Morris, cuida a Helen!, ¿me oyes, Morris?
El rabino, tras bendecirlo, tiró el primer puñado de tierra.
—Suavemente… (Despacio).
Entonces los enterradores empezaron a tirar la tierra suelta amontonada alrededor de la sepultura. Mientras la tierra caía encima del ataúd todos lloraban a voces.
Helen dejó caer una rosa dentro.
Frank, cerca del borde de la sepultura, se inclinó para ver dónde había caído la flor. Perdió el equilibrio y, pese a mover los brazos agitadamente para recuperarlo, cayó de pies encima del ataúd.
Helen apartó la cara.
Ida gimió.
—¡Vete de aquí! —le dijo Nat Pearl.
Frank salió como pudo de la sepultura ayudado por los enterradores. He estropeado el funeral, pensó. Sintió lástima del pobre mundo que tenía que aguantarle.
Por fin, la caja quedó cubierta. El rabino dijo un último rezo. Nat cogió a Helen por el brazo y la apartó de allí.
Ella volvió la mirada llena de dolor una última vez, y después se fue con él.
Louis Karp les esperaba en el oscuro vestíbulo cuando Ida y Helen volvieron del cementerio.
—Perdone que les moleste en esta ocasión tan triste —dijo, sombrero en mano—, pero quiero decirles que mi padre no ha podido asistir al funeral. Está enfermo y tiene que quedarse en cama sin moverse seis semanas o quizá más. Nos enteramos la otra noche, cuando se desmayó en el fuego, que se trataba de un ataque al corazón. Tiene suerte de estar vivo.
—Ciertamente —murmuró Ida.
—El médico dice que tendrá que retirarse —y con un gesto de hombros añadió—: así que no creo que le convenga comprar su casa. Yo me he buscado una representación de licores.
Se despidió y desapareció.
—Tu padre está mejor muerto —dijo Ida.
Mientras subían lentamente oyeron la campanilla triste de la máquina registradora en la tienda y supieron que el tendero era el que había bailado sobre la tumba de su predecesor.