El día que volvió del hospital, Morris sintió el impulso de ponerse los pantalones corriendo y bajar a la tienda. Pero el médico, tras auscultarle los pulmones y golpear con sus nudillos peludos el pecho del tendero, dijo:

—Sigue usted bien, pero ¿a qué vienen tantas prisas?

A Ida le advirtió en privado:

—Tiene que descansar y lo digo muy en serio.

El miedo de ésta le hizo comentar:

—Los sesenta ya no son los dieciséis.

Morris, tras una pequeña discusión, volvió a recostarse en la cama sin importarle ya si volvería o no a pisar la tienda. Su convalecencia fue larga.

Lenta se acercaba la primavera. Por lo menos había más luz durante el día; entraba a raudales por la ventana del dormitorio. Pero un viento frío rugía en las calles, ponía la carne de gallina del tendero incluso en la cama. A veces, después de medio día de sol, se oscurecía el cielo y nevaba un poquito. Estaba melancólico y se pasaba horas soñando en su niñez. Nadie se olvida de los lugares donde corría de niño y así él recordaba los campos verdes. Recordaba su padre, su madre, su hermana, a la que, por lo demás, hacía años que no veía. Un viento lastimero llamaba de vez en cuando su atención.

El repentino ruido del toldo con el viento despertó su terror hacia la tienda. Hacía mucho tiempo que no le preguntaba a Ida lo que ocurría abajo, pero lo sabía. La sangre se lo decía. Cuando se lo planteaba conscientemente lo sabía sin dudas porque rara vez oía la campanilla de la máquina registradora, y esto se lo volvía a confirmar. Sólo se oía un denso silencio abajo. ¿Qué más podía oírse en un cementerio? Sólo silenciosas losas ocultando la tierra podrida, cuyo olor a muerte traspasaba las rendijas del suelo. Comprendía por qué Ida no se atrevía a quedarse abajo y se buscaba cosas para arriba. ¿Quién podía permanecer en un lugar así con un goy con el corazón de piedra? El destino de su tienda volaba en su cabeza como un buitre de plumaje negro; pero, cuando empezó a recobrar las fuerzas, aquel pajarraco adquirió unos brillantes ojos, abrumándole sin piedad. Una mañana, sentado con una almohada de respaldo, hojeaba el Forward del día anterior. Sus pensamientos eran tan negros que rompió a sudar. Su corazón latía frenéticamente. Morris apartó las mantas, saltó torpemente de la cama y empezó a vestirse apresuradamente.

Ida acudió corriendo a la habitación:

—¿Qué haces, Morris? Aún no estás bien.

—Tengo que bajar.

—¿Y quién te necesita allá abajo? No hay nada allí. Descansa un poco más.

Luchó contra el deseo avaricioso de volver a acostarse y quedarse para siempre en la cama, pero no podía calmar su ansiedad.

—Tengo que ir.

Le suplicó que no lo hiciera pero él no hizo caso.

—¿Cuánto recoge últimamente? —preguntó Morris mientras se abrochaba el cinturón.

—Una miseria. A veces setenta y cinco.

—¿A la semana?

—¿Y qué más te parece posible?

Era terrible, pero esperaba que fuera peor. En su cabeza daban vueltas distintos planes para salvar la tienda. Una vez abajo le había parecido que podría mejorar las cosas. Su temor era estar allí, y no donde tenía que estar.

—¿Abre todo el día?

—Desde la mañana hasta la noche, aunque la verdad es que no sé por qué.

—¿Por qué continúa aquí? —preguntó irritado repentinamente.

—Mira, se queda —dijo ella encogiéndose de hombros.

—¿Qué le pagas?

—Nada, dice que no quiere.

—¿Y qué busca? ¿Mi sangre amarga?

—Dice que quiere ayudarte.

Murmuró algo entre dientes.

—¿Lo vigilas alguna vez?

—¿Por qué he de vigilarle? —dijo preocupada—. ¿Te cogió algo?

—No lo quiero por aquí. No lo quiero cerca de Helen.

—Helen ni le habla.

Volvió la mirada hacia Ida.

—¿Qué pasó?

—Pregúntaselo a ella. ¿Qué ocurrió con Nat? Es como tú, no me cuenta nada.

—Tiene que irse hoy, no lo quiero por aquí.

—Morris —dijo ella, vacilante—, es una buena ayuda, créeme. Déjalo una semana más hasta que estés mejor.

—No.

Se abrochó la chaqueta de punto y, pese a las súplicas de ella, bajó, vacilante, las escaleras.

Frank le oyó bajar y se quedó helado.

Durante semanas el dependiente había temido el momento en que el tendero abandonara la cama, aunque, cosa extraña, también lo esperaba con anticipación. Durante muchas infructuosas horas había ideado razones para convencer a Morris de que le permitiera quedarse. Había pensado decirle: «¿Acaso no preferí pasar hambre antes que gastar el dinero del atraco, y así poder restituirlo a la caja? Y así lo hice», aunque confesaba el robo de los panecillos y la leche para mantenerse vivo. Pero no confiaba en el discurso. También podría alegar su largo servicio al tendero, su paciente y larga labor en la tienda, pero el hecho de que le hubiera robado durante todo aquel intervalo estropeaba su alegato. Podría mencionar que había salvado a Morris de su empacho de gas, pero Nick le había salvado tanto como él. El dependiente llegó a la conclusión de que no había apelación ante el tendero… que ya había malgastado su aprecio con él, pero entonces se le ocurrió una idea rara y nueva, un as escondido en la manga que, aunque no sin dificultades, podría ser decisivo en la partida. Pensó que si por fin se sincerara sobre su parte en el atraco podría despertar en Morris una verdadera comprensión de su modo de ser, favoreciendo así su gran lucha para superar su pasado. Al comprender los infortunios de su dependiente, el verdadero significado de su largo servicio para con él, podría influir al tendero para que le permitiera quedarse, para que volviera a tener la oportunidad de subsanar todos los errores que cometió con las personas complicadas en el asunto. Frank se dio cuenta de que tenía una posibilidad entre mil y que podía ser su hundimiento en vez de su redención. Sin embargo decidió utilizarla si Morris insistía en despedirle. ¿Qué podía perder? Se imaginaba confesándose al tendero, el perdón de éste, el alivio que le sobrevendría. Pero, de repente, todo esto le parecía inútil. Su confesión retrasada no sería completa ni satisfactoria mientras ocultara lo que le había hecho a su hija. Sabía que sobre esto jamás pronunciaría una sola palabra.

Así, siempre le quedaría otro pecado por descubrir, y esto lo encontraba realmente deprimente.

Frank estaba detrás del mostrador limpiándose las uñas con la hoja de su navaja cuando el tendero, con la cara pálida y sus oscuros ojos exaltados, entró en la tienda por la puerta del vestíbulo.

El dependiente saludó con el gorro. Al mismo tiempo se apartaba de la máquina registradora.

—Me alegro de volver a verle, Morris —dijo, y ya estaba pensando en que no había subido ni una sola vez a visitarle en su enfermedad.

Morris le respondió con un frío gesto de cabeza y entró en la trastienda. Frank le siguió. Luego se arrodilló para encender el radiador de gas.

—Hace bastante frío aquí dentro, así que será mejor encenderlo. No lo enciendo estos días para ahorrar.

—Frank —dijo Morris con tono firme—. Le agradezco su ayuda cuando me tragué el gas, también le doy las gracias por mantener la tienda abierta estos días que he estado enfermo, pero ahora tiene que irse.

—Morris —respondió con pesar—, le juro que no he vuelto a robar un miserable céntimo desde aquella vez, y ojalá cayera muerto ahora mismo si no es verdad.

—No es esto por lo que quiero que se vaya.

—Entonces, ¿por qué?

—Ya lo sabe —dijo el tendero con los ojos bajos.

—Morris —dijo Frank en un desesperado esfuerzo—, tengo algo importante que decirle. Lo he intentado otras veces, pero nunca reuní valor suficiente. Morris, no me culpe ahora de lo que hice hace tanto tiempo, porque ahora soy un hombre distinto; soy uno de los tipos que le atracó aquella noche, le juro por Dios que no lo entiendo. He intentado contárselo; y por esto volví por aquí y a la primera oportunidad devolví mi parte del robo a la caja; pero no tuve el coraje de decírselo. No podía mirarle, como hacen los hombres, cara a cara. Incluso ahora me repugna lo que digo, pero lo hago para que sepa cuánto he sufrido por el daño que le causé. También sentí mucho el golpe en la cabeza, aunque no fui yo. Pero por Dios comprenda que ahora no soy el mismo de antes. Puede que se lo parezca por fuera, pero si pudiera ver lo que ha ocurrido en mi corazón comprendería que he cambiado. Ahora puede fiarse de mí. Se lo juro. Por esto le pido que me deje quedar.

Tras la confesión el dependiente experimentó una inenarrable sensación de alivio. Mil pájaros rompieron a cantar; pero pronto callaron cuando Morris, con ojos tristes, dijo:

—Ya lo sabía, no me dice nada nuevo.

—¿Cómo pudo saberlo? —gimió el dependiente.

—Lo descubrí acostado en la cama arriba. Tuve un sueño, en él me hacía daño, y entonces recordé…

—Pero yo no le hice daño —le interrumpió, alterado, el dependiente—. Yo fui el que le dio el vaso de agua. ¿Lo recuerda?

—Lo recuerdo. Recuerdo sus manos. Recuerdo sus ojos. El día que el detective trajo equivocadamente aquel atracador me di cuenta al ver sus ojos que usted había hecho algo malo. Después, cuando le espié desde el otro lado de la puerta y le vi embolsarse el dólar, ya me parecía haberle visto en algún lugar, pero no sabía dónde. El día que me salvó del gas casi le reconocí; después, en la cama, sin mucho en qué pensar, solamente en mis problemas y en mi vida malgastada en esta tienda, recordé su primera entrada aquí, cuando nos sentábamos alrededor de esta mesa. Usted me decía que siempre hacía lo que no debía; en el preciso momento que recordé la frase me dije a mí mismo: Frank me atracó.

—Morris —dijo con voz ronca—, lo siento.

Morris se sentía demasiado triste para responder. A pesar de que sentía lástima por el dependiente, no quería un criminal confeso en su tienda. Aunque se hubiera reformado, de nada serviría que continuara allí. Otra boca por alimentar y otros ojos para contemplar aquella tumba.

—¿Le ha contado a Helen mis hazañas? —suspiró Frank.

—Usted no le interesa a Helen.

—¿Una última oportunidad, Morris? —suplicó el dependiente.

—¿Quién fue el antisemita que me golpeó?

—Ward Minogue —respondió tras un minuto de silencio—. Ahora está enfermo.

—Ah —suspiró Morris—, su pobre padre…

—Nuestra intención era atracar a Karp, no a usted. Permítame quedarme tan sólo un mes más. Pagaré mi comida y mi alquiler.

—¿Con qué piensa pagarme si yo no le pago? ¿Acaso con mis deudas?

—Tengo un trabajito después de cerrar la tienda por las noches. Me gano unos cuantos dólares.

—No.

—Morris, usted necesita mi ayuda. No sabe lo mal que van las cosas.

Pero el tendero había acorazado su corazón y no cedió.

Frank colgó el mandil y abandonó la tienda. Compró una maleta y metió dentro su escaso equipaje. Devolvió la radio de Nick y se despidió de Tessie.

—¿Adónde irás ahora, Frank?

—No lo sé.

—¿Volverás alguna vez?

—No lo sé. Despídeme de Nick.

Antes de marcharse escribió una nota a Helen. Una vez más le pedía perdón. Le decía que era la muchacha de más valor que había conocido. Él había estropeado su propia vida. Helen lloró al leerla, pero no respondió.

Aunque a Morris le gustaron las mejoras de Frank en la tienda, se dio cuenta inmediatamente de que, en realidad, no habían mejorado la marcha del negocio. No podía ir peor. Y con la marcha de Frank los ingresos, aunque parecía imposible, disminuían, diez dólares menos que la semana pasada. Creyó haber asistido a peores momentos en otras ocasiones, pero esto le ponía al borde de un colapso.

—¿Qué haremos? —le preguntó desesperado a su mujer y a su hija, acurrucados un domingo por la noche en sus abrigos en la fría trastienda.

—¿Qué se puede hacer? Ponerlo a la subasta inmediatamente —respondió Ida.

—Lo mejor sería vender. Aunque fuera regalado —le discutía Morris—. Si vendemos la tienda también sacaríamos algo de la casa. Entonces podría pagar mis deudas y a lo mejor me sobrarían unos dos mil dólares. Pero si vamos a la subasta, ¿cómo podré vender la casa?

—Bueno, ¿y quién nos la compra? —contestó Ida enfadada.

—¿No podríamos subastar la tienda sin declararla en bancarrota? —preguntó Helen.

—Si recurrimos a una subasta no sacaremos nada. Una vez esté vacía la tienda y por alquilar, nadie querrá la casa. Ya hay dos locales por alquilar en esta calle. Si los mayoristas se enteran de que voy a la subasta me obligarán a declararme en bancarrota y me cogerán la casa también. Vender es la única solución.

—Nadie comprará —dijo Ida—; ya te dije cuándo tenías que venderlo, pero no me hiciste caso.

—Supongamos que en efecto vendieras la casa y la tienda, ¿qué harías entonces? —preguntó Helen.

—A lo mejor encontraría algo más pequeño, una tienda de caramelos. Si encontrara un socio podríamos abrir una buena tienda en un barrio agradable.

—Me niego a vender caramelos de a céntimo —gimió Ida—, y ya tuviste un socio, ojalá se hubiera muerto.

—¿No podrías buscarte un trabajo? —preguntó Helen.

—¿Quién me dará trabajo a mi edad?

—Conoces algunas personas relacionadas con el ramo —le respondió—. A lo mejor podrías encontrar trabajo de cajero en un supermercado.

—¿Quieres que tu padre esté todo el día de pie con sus varices? —preguntó Ida.

—Sería mejor que quedarse helado en la trastienda de una tienda vacía.

—Está bien, ¿qué haremos pues? —preguntó Morris. Pero nadie respondió.

Una vez arriba, Ida le dijo a Helen que las cosas irían mejor si ella se casara.

—¿Con quién quieres que me case?

—Con Louis Karp.

La noche siguiente Ida visitó a Karp cuando éste se encontraba solo en la bodega y le contó sus males. El bodeguero silbaba incrédulo.

—¿Recuerdas que el invierno pasado querías mandarnos a un tal Podolsky, un refugiado que le interesaba establecerse?

—Sí, dijo que vendría, pero cogió un catarro de pecho.

—¿Ha comprado ya tienda en alguna parte?

—Todavía no —dijo cautelosamente Karp.

—¿Todavía le interesa comprar?

—Quizá. Pero ¿cómo podría recomendarle una tienda como la vuestra?

—No le recomiendes la tienda, recomiéndale el precio. Morris está dispuesto a vender por dos mil dólares. Si quiere la casa también le haremos buen precio. El refugiado es joven, puede arreglar la tienda y hacer la competencia a los goyim.

—A lo mejor le llamo algún día de estos —comentó Karp. Preguntó con tono indiferente por Helen. Suponía que Helen se casaría pronto.

Ida no desaprovechó la ocasión.

—Dile a Louis que no sea tan vergonzoso. Helen se siente sola y quiere salir con alguien.

Karp tosió tapándose la boca con la mano.

—Ya no veo por allí a tu dependiente. ¿Qué ha pasado? —Hablaba con un tono de indiferencia. Conocía bien su habilidad para meter la pata e iba con cuidado.

—Frank —dijo Ida solamente— ya no trabaja para nosotros. Morris le dijo que se marchara, así que se fue la semana pasada.

Karp levantó sus pobladas cejas:

—A lo mejor llamo a Podolsky y le digo que venga mañana por la noche. Él trabaja de día.

—La mejor hora es por la mañana. Es cuando vienen unos cuantos viejos clientes de Morris.

—Le diré que pida libre el miércoles por la mañana —respondió Karp.

Más tarde contó a Louis lo que Ida le había dicho sobre Helen, pero Louis dejó un momento la limpieza de las uñas, y dijo que no era el tipo que ella quería.

—Cuando lleva pasta en el bolsillo cualquiera sirve.

—Para ella no.

—Ya veremos.

La tarde siguiente Karp entró en la tienda de Morris y, como si fuera su mejor amigo, le aconsejó:

—Deja que Podolsky eche una ojeada pero no demasiado larga. Además no hables para nada de la marcha del negocio. No intentes venderle nada. Cuando haya terminado aquí vendrá a mi casa y yo ya le explicaré cómo están las cosas.

Morris, disimulando sus verdaderos sentimientos, asintió a sus preguntas. Le parecía que debía escapar de la tienda y de Karp, antes de derrumbarse del todo. De mala gana accedió a todos los consejos de Karp.

El miércoles, muy temprano, llegó Podolsky, un joven tímido vestido con un traje grueso verdoso que parecía hecho de una manta de caballo. Llevaba un sombrero de corte extranjero y un paraguas medio abierto. Su cara ofrecía un aspecto inocente y la expresión de sus ojos era de buena voluntad.

Morris, incómodo por la situación, invitó a Podolsky a pasar a la trastienda, donde Ida le esperaba nerviosa, pero el refugiado saludó con el sombrero, y dijo que prefería quedarse en la tienda. Se acurrucó en una esquina y fue imposible sacarlo de allí. Por suerte, entraron unos cuantos clientes. Podolsky los seguía con interés mientras Morris los atendía con aire profesional.

Cuando se vació la tienda, intentó de nuevo la conversación, pero Podolsky, aunque aclaraba la garganta continuamente, tenía poco que decir.

Abrumado de lástima por el refugiado, pensando en todo lo que probablemente había pasado aquel pobre hombre que había sudado sangre para reunir unos cuantos dólares miserables, Morris se sintió incapaz de resistir aquel plan deshonesto preconcebido. Salió de detrás del mostrador y después de coger a Podolsky por las solapas le dijo con tono sincero que la tienda estaba en baja forma pero que un muchacho como él, joven y fuerte, con métodos modernos y un poco de dinero contante, podría rehabilitarse y ganarse decentemente la vida.

Ida llamó con voz chillona desde la cocina gritando que le necesitaba para ayudarle a pelar patatas, pero Morris continuó hablando hasta ahogarse en su mar de penas; entonces recordó la advertencia de Karp, y, aunque convencido más que nunca de que el bodeguero era puñetero, interrumpió abrumadamente la historia que contaba. Pero antes de separarse, no sin dificultad, del refugiado, comentó:

—Podría sacar dos mil, pero por mil quinientos o mil setecientos en efectivo se la doy a quienquiera. De la casa hablaremos más tarde. ¿Le parece razonable?

—¿Y por qué no? —murmuró Podolsky, volviendo en seguida a su silencio.

Morris se refugió en la cocina, Ida le miró como si hubiera cometido un asesinato, pero no dijo nada. Todavía acudieron dos o tres personas más, pero después de las diez y media la hasta entonces lenta afluencia paró del todo. Ida se volvió inquieta y pensó en mil maneras de sacar a Podolsky de allí. Pero él permaneció inmutable. Le invitó a una taza de té en la trastienda, pero él declinó educadamente. Comentó que Karp le estaría esperando impaciente: Podolsky meneó la cabeza y continuó impertérrito. Apretó la tela del paraguas alrededor del palo. Ida ya no sabía qué decirle y le ofreció dejar todas las recetas para las ensaladillas. Inesperadamente Podolsky se lo agradeció aparatosamente.

Desde las diez y media hasta las doce no se acercó nadie a la tienda. Morris se escondió en el sótano e Ida, desmoralizada por completo, permanecía en la trastienda. Podolsky esperaba en su rincón. No hacía el menor gesto que evidenciase que tuviera intención de abandonar el establecimiento.

El jueves por la mañana Morris escupía en el cepillo del calzado para limpiarse los zapatos. Llevaba su mejor traje. Pulsó el timbre del vestíbulo para que bajara Ida, se puso el abrigo y el sombrero, viejos pero en buen estado porque rara vez los usaba. Ya vestido, abrió la caja y se embolsó, con gesto vacilante, ocho monedas de veinticinco centavos.

Había decidido irse a ver a Charlie Sobeloff, un antiguo socio. Hacía años que Charlie, un hombre astuto y bizco, había llegado junto con Morris con solamente mil dólares prestados en el bolsillo; quería abrir una tienda que ya tenía buscada y para la que Morris aportó los cuatro mil restantes. Al tendero le desagradaba el carácter nervioso y los ojos bizcos y descoloridos de Charlie, mirando siempre en direcciones opuestas, pero le persuadió el insistente entusiasmo del hombre y la tienda fue adquirida. El negocio era bueno, y Morris se sintió satisfecho. Pero Charlie, que había estudiado contabilidad en la escuela, dijo que se cuidaría de los libros, y Morris, haciendo caso omiso de las advertencias de Ida, consintió, porque, según él, los libros estaban siempre allí a su disposición. Pero la nariz inteligente de Charlie olió, con acierto, la buena fe del tendero. Morris nunca revisó los libros hasta que después de dos años de comprar la tienda fueron a la bancarrota.

El tendero, desconcertado y entristecido, no acertaba a comprender, al principio, lo que pasaba, pero Charlie tenía a punto las cuentas que probaban que la calamidad había venido preparándose desde hacía tiempo. Los gastos eran demasiado altos, se habían asignado sueldos demasiado generosos; era culpa suya, confesaba Charlie; además, las ganancias eran escasas y el precio de los artículos, en constante aumento. Ahora sabía que su socio, a sus espaldas, le había estafado, y manejado a su antojo en todo lo que estaba fuera de su control. En fin, vendieron por un precio miserable. Morris salió de todo el asunto atontado, sin un céntimo, mientras que Charlie, en poco tiempo, pudo reunir el dinero suficiente para volver a comprar la tienda y llenarla de mercancía, y convirtiéndola poco a poco en un floreciente supermercado. Durante años los dos no se habían visto, pero en los últimos cuatro o cinco años, el ex socio, por razones que Morris ignoraba, al volver de sus vacaciones de invierno en Miami, buscaba al tendero para sentarse con él en la trastienda, sus ojos inquietos, los dedos ensortijados martilleando sobre la mesa, y hablar de sus tiempos de jóvenes. Morris, al pasar de los años, olvidó su odio, aunque Ida no lo soportaba, y ahora era a Charlie Sobeloff a quien acudía el tendero en busca de un trabajo cualquiera.

Cuando Ida bajó y vio a Morris, con el sombrero y el abrigo puestos, al lado de la puerta con expresión taciturna, preguntó sorprendida:

—¿Adónde vas, Morris?

—A mi entierro.

Se dio cuenta de su angustia y le gritó, llevando las manos al pecho:

—¿Adónde vas? ¿Dime?

La puerta estaba abierta.

—Voy en busca de trabajo.

—¡Vuelve acá! —gritó enfurecida—. ¿Quién te dará trabajo?

Pero él sabía lo que ella le diría y ya estaba en la calle.

Al pasar por la tienda de Karp vio que Louis tenía cinco clientes, todos borrachos, alineados ante el mostrador a los que sacaba el dinero a manos llenas con aquellas botellas. Ya no se acordaba de que la calle ofrecía muchos caminos donde escoger. Eligió sin alegría. El día, aunque hacía viento, no era feo, pero a él le quedaba ya muy poco entusiasmo por la naturaleza. No ofrecía nada a un judío. No era generosa con un judío como él. El viento de marzo le daba prisa, empujándole por los hombros. Se sentía ingrávido, sin timón, víctima de las fuerzas desconocidas que le empujaban por detrás. El viento, sus preocupaciones, deudas, Karp, atracadores, la ruina. No caminaba por propia voluntad. Se le empujaba. Poseía la lastimosa fuerza de voluntad de una víctima.

¿Para qué he trabajado con tanto empeño?, pensó. ¿Dónde quedó mi juventud? ¿Adónde se fue?

Habían pasado los años sin pena ni gloria. ¿A quién echarle la culpa? Lo que el destino no hizo, él se lo hizo a sí mismo. Lo decisivo es siempre acertar en las elecciones, cosa que nunca consiguió. Incluso cuando creía acertar se equivocaba. Para comprenderlo necesitaría poseer cultura. Pero tampoco esto tenía. Lo único cierto era que había deseado lo mejor y a través de todos aquellos años no había aprendido a conseguirlo. La suerte era un don. Karp lo tenía, unos cuantos viejos amigos también. Muchos de estos hombres acomodados tenían además nietos, mientras que su pobre hija, cortada a su hechura, se enfrentaba, incluso parecía buscar, la soltería.

América se había vuelto demasiado complicada. Un hombre no contaba para nada. Había demasiadas tiendas, depresiones, angustias. ¿Y para qué había huido hasta aquí?

El metro estaba abarrotado y tuvo que quedarse de pie hasta que una mujer en estado, al bajarse, le ofreció su asiento. Le daba vergüenza aceptarlo, pero los demás no se movieron, así que decidió sentarse. Después de un rato empezó a tranquilizarse, le gustaba la idea de continuar allí sentado, con tal de no llegar a su destino. Pero llegó. Se apeó con un gemido quedo en la parada de Myrtle Avenue.

Cuando llegó al autoservicio Sobeloff, Morris, pese a los informes de Al Marcus, se asombró de su prosperidad. Charlie había triplicado el espacio original comprando el edificio vecino y tirando las paredes entre las dos tiendas, y más tarde construyendo en los patios interiores. El resultado era un mercado inmenso con gran número de puestos y departamentos con estantes repletos de mercancías. El supermercado estaba tan lleno de gente que, para Morris, asustado, husmeando por el escaparate, ofrecía el aspecto de un gran almacén. Sintió una punzada cuando se le ocurrió que parte de esto podría ser suyo si se hubiera cuidado de lo que una vez le perteneció. No envidiaba la riqueza ganada deshonestamente de Charlie, pero cuando pensaba en lo que podría hacer por Helen con un poco de dinero, su pesar se hacía más profundo.

Dio con Charlie cerca de los puestos de frutas, contemplando la agitación y movimiento con satisfacción. Vestía un traje azul marino y llevaba un hongo gris, pero por debajo de la chaqueta desabrochada del traje se había atado un mandil doblado alrededor de su estómago cubierto con la camisa de seda. Y, así ataviado, iba de una parte a otra, supervisando. El tendero, a través del escaparate, se imaginó andando la media manzana hasta donde estaba Charlie.

Intentó hablarle pero era incapaz, así que después de un rato largo de silencio el jefe dijo que estaba ocupado y que soltase lo que tenía que decir.

—¿Tiene algún trabajito para mí —murmuró el tendero—, de cajero quizá o algo así? Me va mal el negocio. Voy a la subasta.

Charlie, todavía incapaz de mirarle cara a cara, sonrió:

—Tengo cinco cajeros fijos, pero a lo mejor te puedo usar unas horas al día. Cuelga el abrigo abajo en el sótano y te diré lo que tienes que hacer.

Morris se encontró de pronto con una chaquetita blanca con «Autoservicio Sobeloff» bordado en letras rojas encima del corazón. Tenía que estar de pie varias horas al día en el mostrador de caja, empaquetando, sumando y pulsando las cifras en las teclas de las enormes máquinas registradoras cromadas de Charlie. A la hora de cerrar, el jefe repasaría las cuentas con él.

—Te falta un dólar, Morris —dijo Charlie con una risita—, pero lo dejaremos pasar.

—No, falta un dólar, y lo pagaré —se oyó decir el tendero.

Sacó varias monedas de veinticinco del bolsillo, contó cuatro y las dejó caer en la palma de su ex socio. Entonces anunció que había terminado, colgó su chaqueta almidonada, se puso el abrigo y caminó con dignidad hasta la puerta. Traspasó la que estaba cerca del escaparate y pronto se alejó.

Morris se mantuvo cerca de un silencioso grupo de hombres que se paseaban por la Sexta Avenida, parándose a leer, impasibles, las listas de trabajos que ofrecían las agencias escritas con tiza en pizarras colocadas en las puertas. Había posibilidades para cocineros, panaderos, hombres para todo, y mozos. De vez en cuando uno de los hombres se separaba sigilosamente del grupo y entraba en una agencia. Morris les siguió hasta la calle Cuarenta y cuatro, donde leyó un empleo de barman en una cafetería. Subió las escaleras estrechas hasta un primer piso y entró en una habitación que olía a tabaco. El tendero, incómodo, se quedó allí plantado, hasta que el dueño de la agencia levantó por casualidad la mirada de la anticuada mesa de escritorio.

—¿Deseaba algo, señor?

—Lo de barman.

—¿Tiene experiencia?

—Treinta años.

El dueño se rió:

—Será usted un campeón, pero quiero un crío que sólo pida veinte a la semana.

—¿Tiene algo para un hombre de mi experiencia?

—¿Sabe cortar, fino y bien, carne para bocadillos?

—Inmejorablemente.

—Vuelva la semana que viene, que puede que tenga algo.

El tendero continuó con el grupo. En la calle Cuarenta y siete pidió un trabajo de camarero en un restaurante kosher, pero la agencia ya había cubierto la plaza y se había olvidado de borrarla de la pizarra.

—Bueno, ¿y qué más tiene para mí? —preguntó al encargado.

—¿A qué se dedica?

—Tuve tienda propia, comestibles y charcutería.

—¿Y cómo pide un empleo de camarero?

—No vi otra cosa.

—¿Cuántos años tiene?

—Cincuenta y cinco.

—Los quisiera usted —respondió el encargado. Cuando Morris ya se iba, el hombre le ofreció un cigarrillo, pero el tendero respondió que la tos le impedía fumar.

En la calle Cincuenta subió una escalera oscura y se sentó en un extremo de la habitación.

El jefe de la agencia, un hombre de espaldas robustas y abultado trasero, con un puro apagado entre los dedos rechonchos, tenía su pesado pie encima de una silla mientras hablaba en voz baja con dos filipinos con sombreros grises.

Cuando vio a Morris sobre el banco le gritó:

—¿Qué quiere, abuelo?

—Nada, estoy cansado.

—Váyase a casa —le dijo el jefe.

Bajó y se tomó un café en una mesa repleta de platos sucios en una cafetería.

América.

Morris tomó el autobús que le llevaba a la parte este de la calle Trece, donde vivía Breitbart. Esperaba encontrar al buhonero en casa, pero sólo encontró a su hijo Hymie. El niño estaba en la cocina comiendo copos de maíz con leche y leyendo un cómic.

—¿A qué hora llega papá?

—A las siete, o a las ocho.

Morris se sentó a descansar. Hymie comía y leía la historieta con sus grandes e inquietos ojos.

—¿Cuántos años tienes?

—Catorce.

El tendero se levantó. Buscó dos monedas en el bolsillo y las dejó sobre la mesa.

—Pórtate bien. Tu padre te quiere mucho.

Cogió el metro en Union Square y se fue hasta Bronx a la casa de pisos donde vivía Al Marcus. Tenía la seguridad de que Al le ayudaría a buscar algo. Se contentaría con poco, quizá bastaría con un trabajo de vigilante de noche.

Cuando llamó al timbre de Al le abrió una mujer bien vestida y de mirada triste.

—Perdone —dijo Morris—. Mi nombre es Bober. Soy un viejo cliente de Al Marcus. He venido a verle.

—Soy la señora Margolies, su cuñada.

—Si no está en casa esperaré.

—Tendrá que esperar mucho, se lo llevaron al hospital ayer.

Aunque ya sabía por qué, no pudo evitar la pregunta:

—Si ya se está muerto, ¿por qué seguir viviendo?

Al regresar a casa llegaba ya la noche fría y a Ida le bastó mirarle una vez para echarse a llorar.

—¿Qué te dije? —le recordó.

Aquella noche, solo en la tienda después de que Ida subiese a bañar sus pobres pies, Morris sintió unas ganas inevitables de tomarse nata dulce. Recordaba el sabor exquisito del pan mojado en la leche cuando era niño. Encontró media botella de nata en la nevera y se la llevó con una barra de pan duro a la trastienda. Se sirvió un poco de nata en un platito y se tragó con avaricia el pan remojado de nata.

Le asustó un ruido en la tienda. Escondió el pan y la nata en la cocina del gas.

Ante el mostrador había un hombre delgaducho que llevaba un sombrero viejo y un abrigo oscuro hasta los tobillos. Tenía una nariz larga, una garganta hundida y llevaba cuatro pelos de barba pelirroja.

—Un buen Shabos —dijo el espantapájaros.

—Igualmente —respondió Morris. La festividad de Shabos era el día siguiente.

—Huele a una sepultura fresca en esta tienda —dijo el desconocido flaco. Sus diminutos ojos estaban llenos de astucia.

—Los negocios van mal.

El hombre mojó los labios y susurró:

—¿Tiene seguros contra incendios?

Morris se asustó.

—¿A qué se dedica usted?

—¿En cuánto?

—¿A qué se refiere?

—Un hombre listo no necesita muchas explicaciones. ¿En cuánto está asegurado?

—Dos mil por la tienda.

—Porquerías.

—Cinco mil la casa.

—Lástima, tendría que ser diez.

—¿Y para qué diez?

—Nunca se sabe.

—¿Qué busca aquí? —preguntó Morris irritado al fin.

El hombre se frotó las manos secas cubiertas de pelusilla roja:

—¿Qué puede buscar un buscavidas?

—¿Qué clase de buscavidas? ¿A qué se dedica?

—A ganarme la vida —dijo con un gesto astuto de los hombros.

Hablaba casi sin emitir sonido:

—Hago incendios.

Morris dio unos pasos hacia atrás.

El buscavidas esperó con ojos bajos:

—Somos gente pobre —murmuró.

—¿Qué quiere de mí?

—Somos gente pobre —dijo como si se disculpara—; Dios quiere a los pobres pero ayuda a los ricos. Las compañías de seguros son ricas. Le cogen a uno el dinero y ¿qué le dan a cambio? Nada. No le tenga pena a las compañías de seguros.

Le propuso un incendio. Sería rápido, seguro, económico y garantizó la indemnización.

Sacó una tira de celuloide del bolsillo.

—¿Sabe lo que es esto?

Morris lo miró fijamente, pero prefirió no responder.

—Celuloide —siseó el buscavidas.

Encendió una larga cerilla amarilla y prendió fuego en el celuloide. Se inflamó inmediatamente y lo dejó caer sobre el mostrador donde se consumió rápidamente. Sopló, pero no quedaba nada por desaparecer. Tan sólo quedaba el olor flotando en el aire.

—Mágico —le anunció roncamente—, no queda ceniza. Por esto usamos celuloide, y no trapos o papel. Se mete en una rendija y en un minuto. Entonces, cuando llega el inspector, el investigador del seguro, ¿qué encuentra? Nada, y por nada pagan en efectivo dos mil por la tienda, cinco por la casa. —Una sonrisa se extendió por su cara.

Morris tembló:

—¿Pretende que reduzca a cenizas mi casa y mi tienda para cobrar el seguro?

—Sí —dijo callandito el incendiario—. ¿Y usted lo quiere?

El tendero guardó silencio.

—Lleve a su familia a dar una vuelta por Caney Island. Cuando vuelvan el trabajito ya está terminado. Le costará quinientos —se sopló discretamente el polvo de sus dedos.

—Arriba viven dos personas —dijo entre dientes el tendero.

—¿Cuándo salen?

—A veces se van al cine los viernes por la noche. —Hablaba con voz apagada, sin saber muy bien por qué le revelaba secretos absolutos a un desconocido.

—Pues que sea el viernes por la noche, yo no soy ortodoxo.

—Pero ¿quién tiene los quinientos?

La cara del incendiario se entristeció. Suspiró profundamente:

—Lo haré por doscientos. Haré un buen trabajo. Recibirá seis o siete mil. Después me puede pagar los trescientos.

—Imposible.

—¿No le gusta el precio?

—No me gustan los fuegos. No me gustan los negocios sucios.

El incendiario discutió todavía media hora más y se fue de mala gana.

A la noche siguiente un coche paró a la puerta de la casa y el tendero vio a Nick y a Tessie, vestidos de fiesta, subir y marcharse. Veinte minutos más tarde Ida y Helen bajaron para irse al cine. Helen le había pedido a su madre que la acompañara y ésta había accedido al comprobar el nerviosismo de su hija. Cuando se dio cuenta de que la casa estaba vacía, Morris se agitó repentinamente.

Después de transcurrir diez minutos, subió y buscó en el baúl con olor a alcanfor en la habitación de los trastos un cuello antiguo de celuloide que antaño usaba. Ida guardaba todo, pero no pudo localizarlo. Buscó en la cómoda de Helen, encontró un sobre lleno de negativos de fotos. Descartó varios de ellos tomados en sus días de colegiala, escogió unos de unos muchachos en trajes de baño que no reconocía. Bajó apresuradamente las escaleras, encontró cerillas y entró en el sótano. Pensó que una de las cajas de guardar cosas sería buen sitio para empezar el fuego pero se decidió por el hueco del montacargas. Las llamas subirían en un instante y penetrarían por la ventana abierta del lavabo a la tienda. Se le puso la carne de piel de gallina. Decidió que podría empezar el fuego y después esperar en el vestíbulo. Una vez las llamas estuvieran en marcha, saldría corriendo a la calle a dar la alarma. Más tarde diría que se había quedado dormido en el sofá y que el humo le había despertado. Para cuando llegaran los bomberos la casa ya estaría seriamente dañada. Las mangas y las hachas harían el resto del trabajo.

Morris colocó las tiras de celuloide entre dos tablas de madera en la parte interior del montacargas. Le temblaba la mano y hablaba a media voz consigo mismo mientras acercaba la cerilla a los negativos. Una llama surgió rápidamente. El olor era apestoso. El fuego inmediatamente alcanzó las paredes del montacargas. Morris vigilaba, hipnotizado, y después lanzó un grito terrible. Con manotazos frenéticos, tiró los negativos ardiendo en el suelo del sótano y mientras buscaba algo para apagar el fuego en el montacargas descubrió que se había prendido fuego en la parte inferior del mandil. Ahogaba las llamas con las dos manos y entonces empezaron a arder las mangas de su jersey. Pedía piedad a Dios, entre sollozos, cuando sintió que le cogían bruscamente por detrás y que después le tiraban al suelo.

Frank Alpine sofocó la ropa en llamas del tendero con su abrigo. Apagó a golpes de zapato el fuego en el montacargas.

Morris gemía.

—¡Por amor de Dios! —suplicaba Frank—, vuelva a aceptarme.

Pero el tendero le ordenó que se fuera de su casa.