Mientras Morris se sentaba solo en la trastienda a la mañana siguiente, un niño trajo un prospecto color de rosa y lo dejó sobre el mostrador. Cuando el tendero lo recogió, vio que se trataba del aviso de cambio de dueño de la charcutería de lujo a la vuelta de la esquina; los nuevos propietarios Taast y Pederson anunciaban su próxima inauguración el lunes. Se anotaban a continuación una lista de artículos especiales que ofrecerían la primera semana, precios con los que Morris no podía competir, porque no podía permitirse el lujo de las pérdidas que los noruegos estaban dispuestos a soportar. Al tendero le pareció que estaba colocado en una corriente helada que le subía por algún inasible agujero de la tienda. Una vez en la trastienda que a la vez servía de cocina, apretó las piernas y nalgas contra el radiador de gas, pero le llevó siglos eliminar el escalofrío que se le había metido hasta los huesos.
Durante toda la mañana estuvo remirando la tarjeta, hablando entre dientes. Sorbeteaba en su café frío, pensaba en el futuro y, de vez en cuando, en Frank Alpine. El dependiente se había ido la noche anterior sin llevarse su paga de quince dólares. Morris, en principio, creyó que iría aquella mañana a recogerla, pero, a medida que pasaban las horas, perdió toda esperanza. A lo mejor lo dejaba para amortizar parte de lo que había robado; pero quizá no fuera por eso. Por enésima vez Morris se preguntó si había acertado al despedir a Frank. Era cierto que le había robado, pero no menos cierto que lo estaba devolviendo. El hecho de que había repuesto los seis dólares en la máquina y después se encontró sin un céntimo en los bolsillos probablemente también era cierto, porque la cantidad en la caja, cuando Morris hizo cuentas, era más de lo que habitualmente se recaudaba en aquella parte muerta de la tarde, mientras él hacía la siesta. El dependiente le parecía un hombre desafortunado; sin embargo, el tendero se sentía sucesivamente triste y alegre de que el incidente ocurriera. Estaba satisfecho de haberle despedido. Hubo que hacerlo por el bien de Helen, y para tranquilidad de Ida y suya también. Pero, pese a todo, sentía haber perdido a su asistente y encontrarse solo en el momento que abrieron los noruegos.
Ida bajó, los ojos hinchados por un sueño intranquilo. Sentía un inútil furor contra todo el mundo. ¿Qué será de Helen?, se preguntó golpeando los puños contra el pecho. Pero cuando Morris levantó la mirada para oír una vez más sus quejas, ella sintió miedo de abrir la boca. Media hora más tarde, se dio cuenta de que algo había cambiado en la tienda y pensó en el dependiente.
—¿Dónde está él? —preguntó Ida.
—Se ha ido —respondió Morris.
—¿Adónde se fue? —dijo atónita.
—Se fue para siempre.
Le miró fijamente:
—Morris, ¿qué ha pasado?
—Nada —dijo, azorado—. Le dije que se fuera.
—¿Y por qué tan de repente?
—¿No dijiste que no lo querías ver más por aquí?
—Desde el primer día que lo vi, pero tú siempre decías que no.
—Ahora dije que sí.
—Se me ha quitado un peso de encima. —Pero no se sintió satisfecha—. ¿Se ha ido ya de la casa?
—No lo sé.
—Iré arriba y se lo preguntaré a los inquilinos.
—Deja a Tessie en paz. Ya lo sabremos.
—¿Cuándo dijiste que se fuera?
—Ayer noche.
—¿Por qué no me lo contaste entonces? —dijo enfadada—. ¿Por qué me dijiste que se había ido temprano al cine?
—Estaba nervioso.
—Morris —preguntó asustada—. ¿Ha pasado algo más? ¿Acaso Helen…?
—Nada.
—¿Sabe ella que se ha ido?
—No se lo he dicho. ¿Por qué ha ido tan temprano al trabajo hoy?
—¿Se fue temprano?
—Sí.
—No lo sé —respondió Ida intranquila.
Morris le mostró la tarjeta a su mujer.
—Por esto me encuentro mal.
Ella le miró sin comprender.
—Han comprado la tienda del alemán, dos noruegos —explicó Morris.
—¿Cuándo? —dijo boquiabierta.
—Esta semana. Schmitz está enfermo, tieso en una cama del hospital.
—Ya te lo había dicho.
—¿Me lo dijiste?
—Como me oyes. Te lo dije después de Navidad. Cuando mejoró el negocio. Te conté que los repartidores decían que el alemán perdía clientes. Tú respondías que Frank mejoraba el negocio. Un goy trae a otro, decías. ¿Cuántas veces no te lo discutí con todas mis fuerzas?
—Pero ¿me dijiste que no abría por las mañanas?
—¿Quién dijo esto? Yo no lo sabía.
—Karp me lo dijo.
—¿Estuvo aquí Karp?
—Vino el jueves para darme las buenas noticias.
—¿Qué buenas noticias?
—Que Schmitz había vendido.
—¿Y esto son buenas noticias?
—A lo mejor lo son para él.
—No me dijiste que había estado aquí.
—Ya te lo estoy diciendo ahora —dijo irritado—. Schmitz ha vendido. El lunes abrirán dos noruegos. Nuestro negocio se irá a hacer puñetas otra vez. Nos moriremos de hambre.
—Vaya ayudante tuviste —dijo amargamente—. ¿Por qué no me hiciste caso cuando te dije que lo despidieras?
—Ya te he hecho caso.
Ella se calló; después de un rato preguntó:
—¿Así que cuando Karp te dijo que Schmitz había vendido despediste a Frank?
—Al día siguiente.
—Gracias a Dios.
—Veremos si la semana que viene dices gracias a Dios.
—¿Qué tiene que ver eso con Frank? ¿Acaso nos ayudó?
—No lo sé.
—¡No lo sabes! —dijo casi gritando—. Me acabas de decir que te diste cuenta de que tenía que marcharse cuando supiste cuál era el motivo de nuestro negocio.
—No sé —dijo tristemente—, no sé cuál era.
—Desde luego él no.
—Ya no me preocupa; lo que me interesa es cuál será el de la semana que viene. —Leyó en voz alta los precios especiales que ofrecían los noruegos.
Ella se apretó las manos hasta que estuvieron blancas.
—Morris, tenemos que vender la tienda.
—Pues vende. —Con un suspiro Morris se quitó el mandil—. Me voy a acostar.
—Sólo son las siete y media.
—Tengo frío. —Parecía deprimido.
—Come primero algo, tu sopa.
—¿Quién tiene ganas?
—Bebe un poco de té caliente.
—No.
—Morris —dijo con tono suave—, no te preocupes tanto. Algo ocurrirá. Siempre tendremos para comer.
No respondió, dobló la tarjeta en un pequeño cuadrado y se la llevó arriba con él.
El piso estaba frío. Ida siempre cerraba los radiadores cuando bajaba y no los volvía a encender hasta una hora antes de regresar Helen a casa por la noche. Morris abrió el seguro del radiador de la habitación, pero se encontró sin cerillas en el bolsillo. Fue a por una en la cocina.
Ya bajo las sábanas sentía estremecimientos de frío. Tenía encima dos mantas y un edredón, pero a pesar de todo temblaba. Se alegró cuando por fin le entró el sueño, aunque así la noche llegaba demasiado pronto, pero esto no tenía remedio.
Y soñó que aquella misma noche miraba su tienda desde la calle. Dentro vio a Taast y a Pederson… uno de ellos llevaba un bigote rubio, al otro, medio calvo, le relucía la cabeza bajo la luz… estaban tras su mostrador, husmeando en su máquina registradora. El tendero entró corriendo, pero ellos charlaban en alemán y no hicieron caso de su yiddish nervioso. En aquel momento salía Frank con Helen de la trastienda y aunque el dependiente hablaba un italiano musical, Morris reconoció una palabra fea. Abofeteó a su asistente y lucharon enconadamente por los suelos. Helen gritaba sin ruido. Frank lo dejó caer pesadamente de espaldas y se sentó sobre su pobre pecho. Creía que sus pulmones reventarían e intentó gritar, pero el grito se quebró en su garganta y nadie le ayudaba. Consideró la posibilidad de morirse y le hubiera gustado.
Tessie Fuso soñó en un árbol alcanzado por un rayo, soñó que alguien gemía terriblemente y despertó asustada. Se puso a escuchar y volvió a dormirse. Frank Alpine, al final sucio de una larga noche, despertó gimiendo. Despertó con un grito… despierto ya, le pareció, para el resto de su vida. Su primer impulso fue saltar de la cama y bajar corriendo a la tienda; entonces recordó que Morris le había echado. Era una mañana gris, triste, de invierno. Nick se había ido a trabajar y Tessie, con la bata puesta, estaba sentada en la cocina, bebiendo café. Volvió a oír a Frank gritar, pero acababa de descubrir que estaba en estado, de modo que no hizo otra cosa más que preguntarse de qué se trataría su pesadilla.
Él permanecía en la cama, con las mantas tapándole la cabeza, intentando ahogar sus pensamientos, pero éstos lograban escurrirse y asfixiarle. La cama le olía a podrido y no podía librarse de ella. No podía porque él era lo podrido y se apestaba a sí mismo en su propia nariz rota. Según las obras de uno, así era el propio olor. Incapaz de aguantarlo, tiró de las mantas; se esforzó por vestirse, pero no lo logró. La vista de sus pies desnudos le repugnaba profundamente. Tenía hambre de un cigarrillo, pero no se atrevía a encenderlo por temor a ver su mano. Cerró los ojos y encendió la cerilla; la llama quemó la nariz, la apagó con los pies desnudos y bailó de dolor.
¡Dios mío! ¿Por qué lo hice? ¿Por qué lo habré hecho? ¿Por qué?
Sus reflexiones acababan con él, no las aguantaba. Se sentó en la orilla de la cama revuelta, con su cabeza pensativa, a punto de estallarle, entre las manos. Quería echar a correr. Parte de él ya estaba en plena carrera, sin que supiera dónde. Solamente sabía que quería correr, pero al mismo tiempo quedarse atrás, quedarse atrás con Helen, para que le perdonara. No era pedir demasiado. Las personas perdonaban a los demás… ¿Quién si no? Se lo podría explicar si ella concediera escucharle. Una explicación solía ser el modo de volver a acercarse a alguien al que se había ofendido, como si herirse fuera una razón para quererse. Le diría que había acudido al parque para esperarla, para oír lo que ella tenía que decirle. Ya había presentido que le diría que le amaba; significaba que pronto se acostarían juntos. Había dado vueltas a todo esto mientras la esperaba sentado esperando la noticia, pero al mismo tiempo angustiado por el temor de que acaso nunca lo diría, de que la perdería en el preciso momento que ella se enterara de la razón por la que su padre le había despedido. ¿Qué explicación podría darle sobre esto? Permaneció sentado durante horas pensando en qué decir, hasta que sintió hambre. A medianoche se fue a tomar una pizza, pero en vez de eso entró en una taberna. Al verse la cara en un espejo sintió un asco terrible. «¿Has estado alguna vez —le preguntó a la imagen— en una situación sin que te llegara el agua al cuello? Todo lo has hecho mal». Cuando volvió al parque se encontró a Ward Minogue luchando con Helen. Poco faltó para que lo matara. Después, con Helen en sus brazos llorando, diciéndole que por fin le amaba, tuvo aquella horrible sensación de que ya todo se había acabado y de que no la volvería a ver. Pensó que tenía que poseerla antes de perderla para siempre. Ella insistía en que no quería, pero él no podía tomarlo muy en serio cuando precisamente acababa de confesar su amor por él. Había creído que, con sus caricias, acabaría por corresponderle, y por esto se decidió. Quiso demostrarle su amor con otro acto de amor. Ella debería haberlo comprendido. No debió enloquecer, golpeándole en la cara con los puños, llamándole cosas feas, ni escaparse de él y de sus disculpas, súplicas y tristeza.
¡Dios mío! ¡Qué había hecho!
Gimió y gimió; en vez de un final feliz cosechó un olor putrefacto. Si pudiera arrancar lo hecho, aplastarlo y destruirlo; pero no, estaba hecho, y fuera de su capacidad el deshacerlo. Nunca más lograría tocar lo hecho, estaba donde no se alcanzaba, en su podrida imaginación. Sus pensamientos le ahogarían para siempre. Había fracasado demasiadas veces. Tuvo que haber parado en algún punto del camino para tomar otra dirección y así cambiar su suerte, transformarse, dejar de odiar al mundo, estudiar, trabajar, conquistar una buena chica. Había vivido sin voluntad, había traicionado cada buena intención. ¿Acaso llegó a confesarle el atraco a Morris? ¿Acaso no le había robado de la caja hasta el último minuto antes de despedirle? Con un solo y brutal acto en el parque, ¿no había acabado acaso con su última esperanza de un amor por el que tanto esperó, estropeando para siempre su oportunidad en el futuro? Su maldita vida le había empujado de una parte a otra sin que él se hubiera esforzado en imponerse dirección alguna. Siempre estuvo a merced del viento; no poseía nada, ni tan siquiera experiencia para responder de aquellos años que ya había vivido. Por lo menos si se tenía experiencia se sabía cuándo una cosa había que dejarla, pero él tan sólo sabía liarse cada vez más. Aquel aspecto de sí mismo, que él secretamente valoraba por lo que se veía, se reducía a un huevo podrido. Apestaba.
Gritó y esta vez Tessie se asustó. Frank se levantó para echar a correr pero ya había corrido a todas partes. Ya no le quedaba a donde ir. La habitación se volvía cada vez más pequeña. La cama se elevaba del suelo. Se sintió atrapado… enfermo… quería llorar pero no podía. Pensó en matarse pero en el mismo momento tuvo una idea terrible: que, aun cuando se comportaba contrariamente a sus verdaderas intenciones, su forma de ser era, en el fondo, de una rígida moralidad.
Ida se había despertado durante la noche con los sollozos de su hija. Nat le había hecho algo, pensó enloquecida, pero sentía vergüenza de ir junto a Helen y preguntarle qué. Supuso que se había comportado como un sinvergüenza… No era de extrañar que Helen dejara de verle. No dejó de culparse durante el resto de la noche, por haberla animado a salir con el estudiante de Derecho.
Ya estaba amaneciendo cuando Morris se fue del piso. Helen se levantó arrastrándose hasta el baño donde se sentó con ojos enrojecidos, para coserse el cuello del abrigo. Cuando estuviera cerca de la oficina se lo daría a un sastre para que no se notara lo roto. Su vestido nuevo no tenía solución. Lo enrolló en una pelota inútil para esconderlo debajo de unas cosas en el cajón de abajo de su cómoda. El lunes compraría uno exactamente igual y lo colgaría en el armario. Se desvistió para ducharse, la tercera ducha en las últimas horas, y al ver su cuerpo se echó a llorar. Todos los hombres que atraía la ensuciaban. ¿Cómo pudo haberle dado esperanzas? Violentamente se odió a sí misma por haber confiado en él cuando desde el principio había presentido lo contrario. ¿Cómo pudo enamorarse de alguien así? Le repugnaba la fantasía que había creado en torno a él convirtiéndolo en lo que no era… educable, alguien que prometía, bueno y delicado, cuando no era otra cosa que un vagabundo. ¿Dónde había quedado su sentido común, su sentido elemental de supervivencia?
Bajo la ducha se enjabonó concienzudamente, llorando mientras se lavaba. A las siete, antes de despertar su madre, se vistió y se fue de casa sin tomar nada. Hubiera olvidado todo de buena gana, durmiendo, pero no se atrevió a quedarse en casa por temor a las preguntas. Al volver de su jornada de trabajo, si todavía estaba allí, le ordenaría que se fuera o le gritaría hasta que se marchase de la casa.
Al llegar a casa del garaje, Nick olió el gas en el vestíbulo. Inspeccionó los radiadores de su casa, pero vio que ambos ardían correctamente y entonces llamó a la puerta de Frank.
Al cabo de un minuto la puerta se abrió, solamente una rendija.
—¿Hueles algo? —dijo Nick, mirando fijamente el ojo que se asomaba a la rendija.
—No metas las narices donde no te importa.
—¿Estás chiflado? Huelo gas en la casa, es peligroso.
—¿Gas? —Frank abrió la puerta de par en par, estaba en pijama. Su aspecto era demacrado.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
—¿Dónde hueles el gas?
—No me digas que no lo hueles.
—Tengo catarro fuerte.
—A lo mejor viene del sótano.
Bajaron corriendo hasta el rellano siguiente y allí Frank percibió un olor, un olor ácido que se cortaría con cuchillo.
—Viene de este piso —dijo Nick.
Frank golpeó en la puerta:
—¡Helen, hay gas allí dentro! ¡Déjame pasar, Helen! —gritó.
—Fuérzala.
Frank arrimó el hombro contra la puerta. Estaba sin pasar la cerradura y cedió. Nick abrió rápidamente la ventana de la cocina mientras que Frank, descalzo, buscó por toda la casa. Helen no estaba, pero Morris estaba en la cama.
El dependiente, tosiendo, arrastró al tendero de la cama y lo llevó hasta la sala, estirándolo en el suelo. Nick cerró la llave de seguridad del radiador de la habitación, y abrió todas las ventanas. Frank se arrodilló, se inclinó sobre Morris, y comenzó a practicarle la respiración artificial.
Tessie entró asustada y Nick la gritó para que llamara a Ida. Ida subió a trompicones las escaleras, mientras iba gimiendo:
—¡Ay, Dios mío!, ¡ay, Dios mío!
Al ver a Morris tendido en el suelo, su ropa interior empapada, el rostro del color de una remolacha cocida y gotitas de espuma en su boca dejó escapar un grito desgarrador.
Helen, tras entrar medio atontada en el vestíbulo, oyó el grito de su madre, olió el gas y corrió aterrada escaleras arriba, esperando encontrarse con la muerte.
Al ver a Frank en pijama inclinado sobre la espalda de su padre sintió que el asco le subía por la garganta. Gritó por temor y odio.
Frank, asustado, no se atrevía a mirarla.
—¡Morris! —lloriqueó Ida.
Morris despertó con un dolor espantoso en el pecho. Sentía la cabeza como un plomo, su boca estaba terriblemente seca, y su estómago se retorcía de dolor. Se avergonzó de encontrarse estirado en el suelo con sólo unos calzoncillos largos.
—¡Morris! —lloriqueó Ida.
Frank se incorporó, avergonzado de estar en pijama y descalzo.
—Papá, papá. —Helen estaba de rodillas.
—¿Por qué lo hiciste? —le gritó Ida en el oído al tendero.
—¿Estás loca? —murmuró Morris—. Me olvidé de encender el gas. Fue un descuido.
Helen terminó por romper en sollozos. Frank tuvo que apartar la mirada.
—Lo único que le salvó fue que entraba un poco de aire —comentó Nick—. Tuvo la suerte de que este piso no está a prueba de viento, Morris.
Tessie tembló.
—Hace frío —dijo—. Tapadlo, está sudando.
—Llévelo a la cama —pidió Ida.
Frank y Nick levantaron al tendero y lo llevaron hasta la cama. Ida y Helen lo taparon con mantas y edredones.
—Gracias —les dijo Morris. Miró fijamente a Frank, y éste clavó la mirada en el suelo.
—Cerrad las ventanas —dijo Tessie—, el olor ya se ha ido.
—Espera un poco más —dijo Frank. Miró a Helen, pero ella le daba la espalda. Todavía lloraba.
—¿Por qué lo hizo? —lloraba Ida.
Morris la miró un rato y después cerró los ojos.
—Dejémosle que descanse —aconsejó Nick.
—No encienda ninguna cerilla por lo menos durante una hora —le advirtió Frank a Ida.
Tessie cerró todas las ventanas menos una y se fueron. Ida y Helen se quedaron con Morris en la habitación.
Frank se hizo el remolón durante un rato en la habitación de Helen, pero nada le invitaba a quedarse allí.
Más tarde se vistió y bajó a la tienda. El negocio fue activo. Ida bajó, y, pese a los ruegos del dependiente, cerró la tienda.
Aquella tarde Morris tuvo fiebre y el médico dijo que había que llevarlo al hospital. Una ambulancia vino y se llevó al tendero. Su mujer y su hija lo acompañaron.
Arriba, desde su ventana, Frank los contempló irse.
El domingo por la mañana la tienda continuaba completamente cerrada. Aunque tenía miedo, Frank consideró llamar a la puerta de Ida y pedirle la llave. Pero como podía abrirla Helen, y no sabía qué decir plantado en el quicio de la puerta, decidió bajar al sótano; se subió al montacargas y escurriéndose por la ventanita que daba al lavabo de la tienda entró dentro. Una vez en la trastienda el dependiente se afeitó y tomó su café. Decidió quedarse en la tienda hasta que alguien le echara; y aunque lo hicieran intentaría por todos los medios quedarse más tiempo. Era la única esperanza que le quedaba. Abrió la puerta de delante y metió la leche y los panecillos en la tienda y quedó listo para recibir la clientela. La caja estaba vacía, así que le pidió cinco dólares a Sam Pearl diciéndole que se los devolvería de lo que recogiera. Sam quiso saber cómo estaba Morris y Frank respondió que lo ignoraba.
Poco después de las ocho y media el dependiente estaba de pie ante la ventana frontal, cuando Ida y su hija salieron de casa. Helen parecía una flor marchitada. Al verla sintió una punzada de vergüenza, de pérdida y de pesar. La sensación de pérdida le abrumaba; ayer tuvo algo y hoy no; sólo quedaba el tormento de su recuerdo. Cada vez que pensaba en lo que estuvo a punto de ser suyo enloquecía. Sentía deseos de salir corriendo hacia ella, arrastrarla dentro de su portal, y declararle el incalculable valor de su amor por ella. Pero no se movió. No se escondió, pero tampoco se esforzó en ser visto. Las dos mujeres pronto desaparecieron camino del metro.
Más tarde decidió que visitaría a Morris en el hospital, tan pronto como supiera en cuál estaba, cuando regresaran ellas; pero no volvieron hasta la medianoche. La tienda ya estaba cerrada y desde su cuarto vio dos figuras oscuras salir de un taxi. El lunes, el día que los noruegos inauguraron su tienda, Ida bajó a las siete para poner un papel en la puerta que avisaba la enfermedad de Morris Bober y que la tienda permanecería cerrada hasta el martes o miércoles. Asombrada, vio a Frank Alpine con el mandil puesto, detrás del mostrador. Entró enfurecida.
Frank temía, horrorizado, que Helen y Morris, o los dos, se hubieran enterado de todo lo sucedido con ellos, porque de ser así podía considerar su papel acabado.
—¿Cómo ha entrado? —preguntó Ida iracunda.
Le explicó que por el hueco del montacargas.
—Pensé en sus preocupaciones y no quise molestarle pidiéndole la llave, señora.
Le prohibió enérgicamente que entrara de aquel modo otra vez. Su rostro estaba profundamente surcado, tenía los ojos cansados, y su boca era una línea amarga. Pero él se dio cuenta de que, por alguna milagrosa razón, no sabía de sus fechorías.
Frank sacó un puñado de billetes del bolsillo del pantalón y un paquetito de cambio, lo puso todo encima del mostrador.
—Ayer, recogí cuarenta y un dólares.
—¿Estuvo aquí ayer?
—Ya le he explicado cómo entré. Hubo mucha gente de cuatro a seis. Ya no nos queda ensaladilla.
Las lágrimas se asomaron a los ojos de ella. Y él preguntó cómo se encontraba Morris.
Se pasó el pañuelo por los párpados húmedos.
—Morris tiene pulmonía.
—Ah, lo siento. Dele mis recuerdos si puede. ¿Cómo soporta la enfermedad?
—Hace tiempo que está enfermo, tiene los pulmones muy delicados.
—Creo que le iré a visitar al hospital.
—Ahora no.
—Cuando se encuentre mejor. ¿Cuánto tiempo cree que estará?
—No lo sé, el médico nos telefoneará hoy.
—Mire, señora —dijo Frank—. ¿Por qué no deja de preocuparse por la tienda mientras está Morris enfermo y deja que yo me cuide de ella? Ya sabe que no pido nada a cambio.
—Mi marido le dijo que se fuera de la tienda.
Estudió rápidamente la cara de ella y advirtió que su expresión no reflejaba acusación ninguna.
—No me quedaré por mucho tiempo —respondió—, no tiene que preocuparse por esto. Sólo estaré mientras Morris esté en el hospital, necesitará todo el dinero para pagar las facturas de los médicos. No pido nada para mí.
—¿Le ha dicho Morris por qué tiene que marcharse?
Su corazón latía furiosamente. ¿Lo sabía o no lo sabía? Si era así, él diría que se trataba de un error, negaría que hubiera tocado un solo céntimo en la tienda. ¿No era prueba suficiente el montón de dinero que tenía delante de sus ojos en el mostrador? Sin embargo respondió:
—Claro que lo sé, no quería que anduviese más con Helen.
—Sí, es una muchacha judía. Tendrá que buscar a otra. Pero además se enteró que Schmitz estaba enfermo desde diciembre y que no abría la tienda por la mañana, además cerraba más temprano por la noche. Y esto fue lo que mejoró nuestros ingresos y no su ayuda.
Entonces le contó a Frank que el alemán le había vendido la tienda a dos noruegos y que abrían aquel mismo día.
Frank se ruborizó.
—Yo sabía que Schmitz estaba enfermo y que cerraba la tienda a veces, pero no fue esto lo que mejoró su negocio. Lo que dio resultado fue mi trabajo para rehacer la clientela. Y apuesto que puedo mantener el negocio en marcha a pesar de los noruegos a la vuelta de la esquina o aunque hubiera griegos. Es más, estoy seguro de aumentar todavía más las ganancias.
Aunque la había medio convencido, se resistía a creerle del todo.
—No se pase de listo.
—Deme la oportunidad de demostrárselo. No hace falta que me pague, la habitación y las comidas son suficiente.
—¿Qué quiere usted de nosotros? —preguntó, exasperada.
—Solamente ayudar a Morris, tengo una deuda con él.
—No tiene ninguna deuda. Él le debe la vida por lo del gas.
—Fue Nick el que se dio cuenta primero. Yo le estoy en deuda por todo lo que ha hecho por mí. Es mi modo de ser, cuando me siento agradecido es de verdad.
—Por favor, no moleste a Helen, no es para usted.
—No se preocupe.
Le dejó quedarse. Cuando se es tan pobre apenas si quedan alternativas.
Taast y Pederson abrieron la tienda con una herradura de caballo adornada con flores de primavera en el escaparate. Los prospectos de propaganda color rosa les proporcionaron continuos clientes y Frank se encontró con casi todo el tiempo libre. Durante el día tan sólo unos cuantos clientes de siempre pisaron la tienda. Por la noche, después de cerrar los noruegos, la tienda tuvo un momento animado, pero cuando Frank apagó a las once las luces del escaparate tenía tan sólo quince dólares en caja. No se preocupó demasiado. El lunes era siempre un día malo, y además la gente tenía derecho a aprovecharse de los artículos especiales mientras duraran. Calculó que no podría saber el daño que los noruegos harían al negocio hasta que pasaran un par de semanas y el vecindario ya les conociera, volviendo todo a su situación normal. Nadie se atrevería a mantener aquellos precios por mucho tiempo. Una tienda no se dedicaba a la caridad, y cuando dejaran de regalar las cosas podría igualarles en servicio y precios y recuperaría sus clientes.
El martes también fue malo, como siempre. El miércoles las cosas se animaron un poco, el jueves volvió a decaer. El viernes no estuvo mal y el sábado fue el mejor día de la semana, aunque no tanto como otras veces. Al llegar al fin de la semana la tienda tenía cerca de cien dólares menos de ganancias que otras semanas. Frank ya se lo esperaba. El jueves había cerrado la tienda durante media hora y tomó el tranvía hasta el banco. Retiró veinticinco dólares de su libreta de ahorros y colocó el dinero en la caja, cinco el jueves, diez el viernes y otros diez el sábado, para que cuando Ida escribiera las cantidades en su cuaderno cada noche no se entristeciera tanto. Setenta y cinco dólares menos en una semana no era tampoco demasiada catástrofe.
Morris se sintió mejor después de diez días en el hospital. Ida y Helen se lo llevaron a casa en taxi y lo acostaron para que terminara de recuperarse. Frank, apurando sus ánimos, pensó en subir a verle y esta vez hacer las cosas bien desde un principio. Le llevaría algo recién hecho de la pastelería, por ejemplo un pedazo de tarta de queso que sabía le gustaba al tendero, o un pastel de manzana; pero temió que fuera demasiado pronto y Morris pudiera preguntarle de dónde había sacado el dinero. Podría gritarle: «¡Ladrón, sólo te quedas aquí porque sabes que estoy en cama!».
Pero si Morris reaccionaba así, ello significaría sin duda que ya le habría contado a Ida sus fechorías. El dependiente tenía, hasta ahora, la seguridad de que nada había dicho; de lo contrario ella ya le hubiera echado a patadas. Reflexionó mucho sobre el silencio de Morris respecto a todo. Era la actitud de una persona que no estaba segura de haber juzgado una situación debidamente. Cabía la posibilidad de que con el tiempo juzgara a Frank de otro modo. El dependiente se pasaba el tiempo inventando razones que evidenciasen al tendero la conveniencia de quedarse con él en la tienda una vez estuviera en pie. Frank llegó a la conclusión de que estaba dispuesto a hacer cualquier promesa con tal de quedarse. Por ejemplo le diría: «No tema que le robe a usted ni a nadie de ahora en adelante, Morris, si fuera así, que me caiga ahora mismo muerto». Esperaba que esta promesa y el favor que le hacía manteniendo la tienda abierta convencerían a Morris de su sinceridad. Sin embargo, decidió esperar un poco más antes de subir a verle.
Helen tampoco había contado lo sucedido con ella y no resultaba difícil comprenderlo. El mal que le había hecho no dejaba de atormentarle ni un minuto. No había sido su intención hacer daño, pero éste fue el resultado; ahora quería hacer bien. Haría cualquier cosa por ella y si nada quería, haría algo por su cuenta; era lo justo; lo haría por propia voluntad, nadie le motivaría sino él mismo. Lo haría con disciplina y con amor.
Durante todo este tiempo sólo logró verla de pasada, a pesar del abrumador peso que sentía por todo lo que deseaba decirle. La veía a través del escaparate, siempre al otro lado. Tenía aspecto cansado, pero nunca estuvo tan bonita. Sintió ternura hacia ella, mezclada a la vergüenza de haber contribuido a su desgracia. Una vez, cuando ella regresaba a casa, por casualidad sus ojos se cruzaron con los de él; reflejaban una evidente repugnancia. Ahora terminará todo, pensó, entrará para decirme que vaya a morirme a otra parte; pero ella desvió la mirada y desapareció. Le angustiaba el cristal que les separaba, se encontraba disculpándose tan sólo con su sombra, con la fragancia de flores que dejaba a su paso. Se confesaba a sí mismo su crimen, pero a ella no. Lo peor eran estas ganas de confesarse sin nadie que le escuchara. A veces sentía deseos de llorar, pero le parecía cosa de chiquillos. No le gustaba y lo hacía sin gracia.
En cierta ocasión se encontró con ella en el portal. Desapareció antes de que él pudiera abrir los labios. Sintió que el amor le llenaba, y se convenció de que su pena se reduciría a una eterna indiferencia y desprecio. Había esperado un castigo rápido y drástico, pero, por el contrario, llegaba poco a poco, nunca se le veía a las claras, pero allí estaba sufriendo sus efectos constantemente.
No había modo de acercarse a ella. Lo ocurrido la había colocado en un mundo inaccesible.
Una mañana, muy temprano, la esperó en el vestíbulo hasta que ella apareció bajando las escaleras.
—Helen —dijo quitándose de un tirón la gorra que usaba últimamente en la tienda—, tengo un gran pesar en el corazón. Quiero disculparme.
Los labios de ella temblaron.
—No me hables —dijo con un tono lleno de desprecio—, no quiero tus disculpas, no quiero verte, no quiero conocerte. Tan pronto mejore mi padre, por favor, vete. Le has ayudado y mi madre y yo te damos las gracias por ello, pero a mí no me ayudas. Me pones enferma.
La puerta se cerró de un golpe. Y Helen desapareció.
Aquella noche soñó que estaba en medio de la nieve al pie de su ventana. Estaba descalzo pero no tenía frío en los pies. Llevaba mucho tiempo esperando en la nieve, tenía un poco en la cabeza y no faltaba mucho para que se helara del todo la cara; pero continuó esperando, hasta que ella, por lástima, abrió la ventana y le tiró algo. Bajó flotando; creyó que se trataba de un pedazo de papel blanco, pero comprobó que era una flor de ese color; resultaba extraña en el invierno. Frank la cogió. Cuando ella la tiró por la ventana logró tan sólo ver sus dedos; sin embargo, veía luz en su cuarto e incluso sentía el calor de la estancia. Pero cuando volvió a mirar, la ventana estaba ya herméticamente cerrada, sellada con hielo. Incluso mientras soñaba, en el fondo sabía que ella nunca le abriría. Miró su mano, y antes de tener la oportunidad de comprobar que en realidad no tenía la flor, despertó.
Al día siguiente, la esperó al pie de la escalera, llevaba la cabeza sin cubrir y la luz la iluminaba.
Cuando apareció, su expresión era helada y no lo miraba.
—Helen, nada podrá matar el amor que siento por ti.
—En tu boca resulta una palabra fea.
—¿Si uno se equivoca ha de sufrir las consecuencias durante toda la vida?
—No me importa en absoluto lo que te suceda.
Siempre que la esperaba en las escaleras, pasaba sin decir palabra, como si no existiera, y así era en realidad.
Si la tienda se va al cuerno, pensó Frank, será mejor que me muera. Intentó por todos los medios mantenerla abierta. El negocio no podía ir peor. No sabía cuánto tiempo duraría la tienda ni cuánto tiempo le permitirían el tendero y su mujer intentar conservarla viva. Si se hundía la tienda todo terminaría para él. Pero si conseguía mantenerla en marcha siempre le quedaría una esperanza; acaso entonces todo cambiaría. Si lograba mantenerla hasta que Morris bajara, le quedarían todavía dos semanas para alterar la situación. Unas semanas no eran nada, pero poco importaba porque en realidad para realizar sus proyectos necesitaba años.
Taast y Pederson mantuvieron los precios especiales semana tras semana. Preparaban una atracción tras otra para conservar la clientela, mientras la de Frank mermaba notoriamente. Algunos hasta pasaban ya por su lado sin saludarle. Incluso los había que cruzaban por las vías del tranvía para no tener que ver su apenada cara. Sacó todo lo que tenía en el banco y cada semana mejoraba un poquito las ganancias, pero Ida ya veía que las cosas iban muy mal y, desanimada, hablaba de sacar la tienda a la subasta. Esto le desesperaba. Creyó que aún tenía que esforzarse más.
Intentó toda clase de tretas. Obtuvo artículos fiados para vender como especiales, y vendía la mitad de la partida, pero los noruegos contestaban vendiendo más barato todavía y a él le quedaba el resto en los estantes. Un par de noches quedó abierto toda la noche, pero no ganó lo suficiente para pagar la luz. Como no tenía demasiado que hacer decidió arreglar un poco la tienda. Dejó solamente cinco dólares en el banco y con lo demás compró unos botes de pintura barata. Quitó parte de la mercancía de unos cuantos estantes, raspó el papel lleno de moho de las paredes y las pintó de un agradable amarillo claro. Terminada aquella parte empezó con otra. Después de terminar las paredes pidió una escalera alta, raspó el techo poco a poco y lo pintó de blanco. También restauró unos cuantos estantes y les dio un ligero barniz. Pero, en resumen, tuvo que reconocer que no había recuperado un solo cliente.
Aunque parecía imposible, el negocio se vino aún más abajo.
—¿Qué le cuenta a Morris de la tienda? —le preguntó Frank a Ida.
—Ni él me pregunta nada, ni yo le cuento nada —dijo con tono apagado.
—¿Cómo se encuentra ahora?
—Todavía débil. El médico dice que tiene los pulmones como papel de fumar.
—Que descanse. Le hará bien.
—¿Por qué trabaja tanto para nada? ¿Para qué se queda?
Sentía ganas de decir que por amor, pero no se atrevía.
—Por Morris.
Y no la engañaba. Incluso en aquellos momentos le hubiera puesto de patitas en la calle, si no le constara, a ciencia cierta, que Helen ya no le hacía caso. Probablemente él había cometido cualquier estupidez y había caído en desgracia. Posiblemente también la enfermedad de su padre la había obligado a ser más considerada con ellos. Se había preocupado tontamente, pero ahora nuevamente le preocupaba que Helen, a su edad, demostrara tan poco interés hacia los hombres. Nat la había llamado, pero ella se negó a ponerse al teléfono.
Frank reducía a lo mínimo los gastos. Con permiso de Ida quitó el teléfono. No le gustaba hacerlo porque siempre quedaba la posibilidad de que Helen bajara alguna vez a hablar. También reducía la factura de gas encendiendo solamente un radiador en la tienda. Encendía el de delante para que los clientes no sintieran el frío, pero ya no usaba el de la cocina. Llevaba un jersey gordo, un chaleco, camisa de franela por debajo del mandil y un gorro en la cabeza. Pero Ida, aun con el abrigo puesto, no aguantaba en la parte posterior de la tienda ni en la helada trastienda, y tenía que marchar arriba. Un día entró en la cocina y lo vio salar un plato de patatas hervidas en un plato sopero como única comida, y se echó a llorar.
Él pensaba siempre en Helen. ¿Cómo podía saber lo que estaba pensando en su interior? Si algún día volviera a mirarlo le parecería que era el mismo exteriormente, pero su intimidad le pasaría desapercibida.
Cuando se casó Betty Pearl, Helen no fue a la boda. El día antes se disculpó avergonzada, dijo que no se encontraba demasiado bien, achacándolo a la enfermedad de su padre. Betty respondió que lo comprendía, aunque imaginaba que se trataba de algo relacionado con su hermano.
—Otra vez será —dijo Betty con una tenue sonrisa.
Pero Helen se dio cuenta de que la había herido y se arrepintió. Volvió a reconsiderar su asistencia a la ceremonia con toda la serie de relaciones que ello implicaba, entre ellas quizá la de Nat; a lo mejor iría. Pero, al fin, no tuvo valor. Pensó que con esa cara sería mejor irse a un funeral.
Muchas noches se dormía llorando; la tristeza de los recuerdos señoreaba su memoria. Estaba loca. ¿Cómo había podido enamorarse de un hombre así? ¿Cómo pudo pensar en casarse con alguien que no fuera judío? Un desconocido que no valía para nada. Sólo Dios la pudo salvar de un error tan desastroso. Estas reflexiones mermaban sus ganas de asistir a bodas.
Por la noche, todas estas preocupaciones se intensificaban.
Desde que se acostaba hasta que amanecía apenas lograba unas horas de absoluta inconsciencia. Soñaba que pronto despertaría y, efectivamente, así ocurría. Una vez despierta, la tristeza se apoderaba de ella. Y la tristeza no es el mejor soporífero. Su imaginación acuñaba preocupaciones sin cesar; la salud de su padre, por ejemplo; su escaso interés por recuperarse; el eterno problema de la tienda; el constante lamento de Ida, a la que últimamente se la veía llorar con frecuencia en la cocina.
—No le digas nada a papá —decía a su hija.
Pero llegaría un momento en que algo tendría que decir. Maldijo todas las tiendas de comestibles.
Pero sobre todo la preocupaba su aislamiento de los demás, su falta de planes para el futuro. Cada mañana tachaba en el calendario uno de estos desvelados días. Dios nos libre de ellos.
Aunque Helen ahora sólo se quedaba con cuatro dólares de su sueldo, que iba a pasar a la máquina registradora, resultaba difícil cubrir gastos. Un día a Frank se le ocurrió la idea para cobrar una vieja cuenta de Carl, el pintor sueco. Sabía que el pintor le debía a Morris más de setenta dólares. Pero el pintor no acababa de aparecer por la tienda. Una mañana desde el escaparate le vio salir de la tienda de Karp con una botella envuelta en el bolsillo.
Salió corriendo y le recordó la deuda, pidiéndole que adelantara algo.
—Ya está todo arreglado entre Morris y yo —respondió el pintor—. Haz el favor de no meterte donde no te importe.
—Morris está enfermo, necesita el dinero.
Carl lo apartó con un empujón y siguió su camino.
—Ya le arreglaré las cuentas a ese borracho —dijo enfadado.
Ida estaba en la tienda, así que Frank dijo que volvería pronto. Colgó el mandil, cogió el abrigo y siguió a Carl hasta su casa. Anotó las señas y volvió a la tienda. Estaba muy molesto.
Aquella noche regresó a la casa del pintor. Subió las crujientes escaleras hasta el último piso. Una mujer delgada y morena le abrió con aire fatigado la puerta. Le pareció vieja, pero cuando sus ojos se acostumbraron a su cara, se dio cuenta de que era joven aunque su aspecto era de una mujer vieja.
—¿Es usted la esposa de Carl, el pintor?
—Eso es.
—¿Podría hablar con él?
—¿Para un trabajo? —preguntó esperanzada.
—No, para otro asunto.
La expresión de la mujer pareció de nuevo la de una mujer envejecida.
—Hace meses que no trabaja.
—Sólo quería hablar con él.
Le hizo pasar a una habitación grande que era a la vez cocina y sala. Una cortina en aquel momento sin correr separaba ambas partes. En medio de la parte destinada a la sala-comedor había una estufa de petróleo que apestaba. Aquel olor se mezclaba con el de col hirviendo. Cuatro criaturas, uno de unos doce años y tres niñas más pequeñas, estaban en el cuarto, dibujando sobre papel, cortando y pegando. Miraron fijamente a Frank pero continuaron en silencio con su tarea. El dependiente se sintió incómodo. Se acercó a la ventana, mirando la triste calle iluminada por los faroles. Ahora ya pensaba reducir la cuenta a la mitad si el pintor pagaba el resto.
La mujer del pintor cubrió la sartén con la tapadera de una olla y entró en el dormitorio. Regresó para decir que su marido dormía.
—Me esperaré un rato —dijo Frank.
Ella volvió a la cocina. La mayor de las niñas puso la mesa y todos se sentaron a comer. Se dio cuenta de que dejaban un sitio para el viejo. Evidentemente tendría que venir pronto. La madre no se sentó. Sin hacer caso alguno a Frank, sirvió los vasos de leche desnatada a los niños, después repartió una salchicha de Frankfurt a cada uno y una cucharada de choucrout.
Los niños comieron con apetito, y sin hablar. La mayor miró hacia Frank y después a su plato cuando éste devolvió la mirada.
Cuando los platos estuvieron vacíos, dijo:
—¿Queda algo, mamá?
—Vete a la cama —respondió la mujer del pintor.
A Frank la peste de la estufa de petróleo le había dado un fuerte dolor de cabeza.
—Ya veré a Carl en otra ocasión —dijo. La saliva le sabía a latón.
—Siento que no se haya despertado.
Regresó corriendo a la tienda. Bajo el colchón de la cama guardaba escondidos los últimos tres dólares. Cogió los billetes y volvió corriendo a casa de Carl. Pero por el camino se encontró a Ward Minogue. Tenía la cara amarillenta y hundida, como si acabara de escaparse de un depósito de cadáveres.
—Te he estado buscando —dijo Ward. Sacó el revólver de Frank de una bolsa de papel—. ¿Cuánto me das por esto?
—Te doy mierda.
—Estoy enfermo —sollozó Ward.
Frank le dio los tres dólares. Luego al pasar por una alcantarilla tiró el revólver.
Leyó un libro sobre los judíos, una historia breve. Había visto el libro muchas veces en uno de los estantes de la biblioteca y nunca lo había sacado, pero un día lo pidió para satisfacer su curiosidad. Leyó la primera parte con interés; luego las tétricas páginas sobre las cruzadas y la inquisición, tan funesta para los judíos, le embebieron en la lectura. Se miraba por encima los sangrientos capítulos, pero leía cuidadosamente aquellos dedicados a su civilización y méritos. También leyó sobre los ghettos, donde los medio hambrientos y barbudos prisioneros pasaban su vida intentando descubrir por qué su pueblo era el escogido. Él también intentó discurrirlo, pero le fue imposible. No pudo terminar el libro y lo devolvió a la biblioteca.
Algunas noches espiaba a los noruegos. Daba la vuelta a la esquina sin el mandil puesto y, desde la escalera del portal de Sam Pearl, al otro lado de la calle, husmeaba la refinada charcutería. El escaparate estaba abarrotado con toda clase de latas brillantes. Dentro, la tienda estaba iluminada como si fuera de día. Los estantes estaban repletos con atractivos artículos. Y a diferencia del colmado de Morris, siempre había clientes dentro. A veces, después de que los socios cerraran y se fueran a casa, Frank cruzaba al otro lado y atisbaba por la ventana dentro de la tienda vacía, como si intentara detectar el secreto de su buena suerte y así cambiar la suya y la de toda su vida.
Una noche, tras cerrar la tienda, dio un largo paseo y se paró en un cafetucho, abierto toda la noche, en el que ya había estado un par de veces.
Frank le preguntó al dueño si necesitaba alguien que trabajara de noche.
—Necesito alguien detrás del mostrador. El trabajo de servir es sencillo. También hay que lavar unos cuantos platos —respondió el dueño.
—Ya tiene usted a su hombre.
El trabajo era de diez a seis de la mañana y el sueldo de treinta y cinco dólares. Cuando llegaba a casa por la mañana abría la tienda. Al final de su primera semana de trabajo, sin registrarlo en caja, metía su salario en ella. Esto y el sueldo de Helen evitó que se hundieran.
El dependiente se dormía en el sofá en la trastienda durante el día. Se las arregló para instalar un timbre que le despertara cuando entraba un cliente en la tienda. No sufría por falta de sueño.
Vivía en esta prisión envuelto en un clima de pesar por su incomprensible mala suerte con Helen. Este pensamiento desde hacía mucho le abrumaba por completo. Tenía pesadillas. Se desarrollaban en el parque, de noche. El olor a podrido le daba náuseas. Gemía sin cesar, con la boca llena de palabras que no podía pronunciar. Por las mañanas, plantado ante el escaparate, contemplaba a Helen camino del trabajo. También estaba allí cuando regresaba a casa. Se acercaba, las piernas un poco arqueadas, hacia la puerta con los ojos clavados en el suelo, indiferente a su presencia. Un millón de palabras que brotaban de su interior se ahogaban en su garganta; todos los días morían sin pronunciarse. Pensaba continuamente en su tradicional último recurso: en escapar. Pero esta vez se quedaría. Se lo llevarían de allí metido en un ataúd. Cuando se hundieran las paredes tendrían que excavar para encontrarle.
Encontró una tabla de dos pies por cuatro en el sótano, aserró un pedazo, y con la navaja empezó a darle forma. Sorprendido vio que era un pájaro en posición de vuelo. Estaba desequilibrado aunque poseía cierta belleza. Pensó en dárselo a Helen, pero le parecía demasiado tosco… era lo primero que hacía. Así que volvió a intentarlo. Y se propuso esculpir una flor y resultó un capullo de rosa. Una vez terminado, el aspecto era el de unos delicados pétalos que se empezaban a abrir pero sin restarle realidad a la flor. En principio se le ocurrió pintarlo de rojo para dárselo, pero al cabo renunció. La envolvió en papel de la tienda, escribió el nombre de Helen en la parte de fuera, y unos momentos antes de que regresara a casa lo pegó en la parte exterior del buzón en el vestíbulo. La vio entrar y unos minutos después subir las escaleras. Fue al vestíbulo y comprobó que se había llevado la flor.
La flor de madera recordó a Helen su tristeza. Estaba asqueada por haberse enamorado del dependiente. Se había enamorado, pensaba, para evadirse de su situación. Más que nunca pensaba en ella misma como una víctima de las circunstancias… en las pesadillas, lo simbolizaba aquella siniestra tienda de abajo, la continua presencia del intrigante dependiente a quien hubiera sacado de casa a gritos si no fuera por su propia conveniencia.
Por la mañana, mientras vaciaba el cubo de la basura en otro más grande colocado en la acera, Frank pudo contemplar en el fondo su flor de madera.