Helen sintió que se enamoraba de Frank, pese a sus fuertes dudas. Era como un baile embriagador que, sin embargo, no deseaba. Aquel mes fue frío y nevó con frecuencia. Lo pasó muy preocupada luchando contra sus vacilaciones, y agobiada por el temor de cometer una grave equivocación. Una noche soñó que les había ardido la casa y que sus pobres padres no tenían a donde ir. Se quedaban plantados en la calle, en ropas menores, lloriqueando. Al despertar luchó contra la vieja desconfianza que sentía hacia el desconocido de rostro desfigurado, pero no tuvo éxito. El extraño había cambiado, había crecido; ya no era desconocido. Esto constituía la clave de lo que estaba ocurriendo. Se trataba de un extraño escondido en un extremo del oscuro sótano, que al fin había salido a la plena luz del sol, con una sonrisa en los labios, como si todo lo que ella sabía de él y todo lo que ignoraba se hubieran fundido en una sola cosa bien conocida y ya curada. Si algo escondía, pensaba, era un dolor de otros tiempos, su orfanato y todo el sufrimiento que le acarreó. Sus ojos eran más tranquilos, más inteligentes. Su nariz torcida se ajustaba perfectamente a la cara y la cara armonizaba bien con el conjunto de su físico. Ya no estaba distorsionada. Era cariñoso, y esperaba lo que se le diera con una dignidad que ella respetaba. Tenía la impresión de que ella le había cambiado y esto le afectó. Ahora importaba poco que en otro tiempo le hubiera rehuido. Sentía ternura hacia él, ansiaba tenerlo cerca. Y también pensó que, al transformarle a él, a su vez se había transformado ella misma.

Después de haber aceptado el regalo del libro sus relaciones se alteraron sutilmente. De esto no cabía duda, pues cada vez que leía a Shakespeare, pensaba en Frank Alpine, incluso los personajes de su teatro tenían la voz de él. En todo lo que leía, él se adueñaba de sus pensamientos; en cada libro él se convertía en un personaje que otro había inventado, y su voz estaba detrás de cada palabra. En resumen, él estaba en todas partes. Y así, pese a que no hubo un acuerdo previo, se volvieron a encontrar en la biblioteca. El hecho de que se citaran en un sitio rodeados de libros aliviaba sus dudas, como si se hubiera convencido de que entre los libros nada podía sucederle, ni sufrir daño ninguno.

Él también se sentía más seguro de sí mismo en la biblioteca, aunque, durante el regreso a casa, él se abstraía casi totalmente, extrañamente vigilante, y volvía la mirada hacia atrás de vez en cuando como si alguien les siguiera. Pero ¿quién podía seguirles? Nunca le acompañaba hasta la tienda; como antes, por acuerdo mutuo, ella se adelantaba, mientras que él daba la vuelta a la manzana y entraba en el vestíbulo por la otra puerta para que no se le pudiera ver desde el escaparate y averiguar que venía en la misma dirección que ella. Helen interpretó su cautela como un deseo por parte de él de conservar el terreno ganado. Esto significaba que él la valoraba, aunque por su parte no estaba del todo segura de desear esta valoración.

Cierta noche, atravesando un claro en el parque, se volvieron el uno hacia el otro. Ella intentó despertar en sí misma la sensación de peligro, pero esta sensación no tenía fuerza, estaba muy lejos, cuando se encontró en sus brazos. Apretada contra él y respondiendo a su contacto, sintió desvanecerse el frío de la noche y que un cálido vaho se apoderaba de ella. Se abrieron sus labios y aspiró de su casto beso lo que durante tanto tiempo deseó. Sin embargo en el momento de mayor ternura volvió a sentir la duda. Parecía casi una enfermedad, y esto la entristeció. La culpa era suya. Significaba que todavía no podía aceptarlo del todo. Aún había algunos semáforos rojos. Y sólo de pensar en ellos le deslumbraban atacando sus nervios. El resto del camino hasta su casa lo pasó recordando aquella primera sensación de alegría del beso: ¿por qué había de convertirse después en angustia? Se dio cuenta entonces de que los ojos de él estaban tristes, y lloró sin que él la viera. ¿Cuánto tardaría la primavera?

Le ponía pegas al amor, pero le sorprendía la rapidez con que desaparecían; ahora encontraba más difícil mantener sus razones. Cambiaban continuamente, eran volubles, caprichosas, como si algo hubiera alterado las consideraciones familiares, los viejos valores e incluso las experiencias pasadas. Por ejemplo, Frank no era judío. No hacía mucho tiempo que esto constituía un obstáculo casi insalvable, y apoyándose en él se protegía contra Frank; ahora dejaba de parecerle un hecho tan apremiante e importante; ¿cómo iba a serlo en estos momentos de su vida en los que lo verdaderamente trascendente era el amor y su realización? Si últimamente le había preocupado que fuera gentil era más por sus padres que por ella misma. A pesar de una educación que no fue esencialmente ortodoxa, sentía lealtad hacia los judíos, más por un lógico sentimiento de solidaridad con sus sufrimientos pasados que por su historia o teología; los amaba como pueblo, se enorgullecía de ser uno de ellos; y hasta entonces jamás se le había ocurrido casarse con alguien que no fuera judío. Pero últimamente, en momentos tan tristes, cuando todo estaba en contra de su felicidad personal, consideró que el encuentro con el amor era casi un milagro, y que lo verdaderamente importante era que dos personas lo sintieran. ¿Era más importante insistir en que las creencias religiosas de él fueran las suyas (si es que se trataba de una cuestión de religión) o, por el contrario, que los dos tuvieran los mismos ideales, el mismo deseo de poseer amor en sus vidas y el mismo anhelo de conservar lo mejor que cada uno llevaba dentro? Cuanto menor era la diferencia entre dos personas tanto mejor. Se convencía a sí misma de todo esto, pero sentía la insatisfacción de no convencer a los demás de las mismas razones.

Pero su lógica, si es que se podía llamar así, no ayudaría en absoluto a calmar a sus padres cuando se enteraran de lo que ocurría. Acaso una vez que Frank se matriculara en la universidad algunas dudas de Ida desaparecerían por lo menos en lo que se refiere a su valor como persona, pero la universidad no era la sinagoga, una licenciatura en artes no era un bar mitzvah; y su madre, incluso su padre pese a su mayor liberalidad, insistirían en que Frank tenía que ser lo que no era. Helen no tenía la seguridad de poder manejarles a su antojo si algún día las cosas se plantearan cara a cara. Le horrorizaban las discusiones, sus ruegos salpicados de lágrimas, y su propia fatalidad al verse impelida a robarles la poca paz que poseían en este mundo. ¡Ya habían pasado lo suyo! Sin embargo quedaban tantos años por vivir y tan pocos de juventud que no había más remedio que decidirse aunque fuera entristeciendo a los demás. Presentía que tendría que mantenerse firme, sintiendo el dolor de los otros, pero sin hacer concesiones. En principio Morris e Ida se sentirían gravemente heridos, pero no pasaría mucho tiempo sin que el dolor disminuyera y acaso desapareciera del todo; pero, sin embargo, ella misma a su vez no podía dejar de desear que sus propios hijos se casaran con judíos.

Si se casara con Frank, su primera tarea sería ayudarle en su deseo de convertirse en alguien. Nat Pearl también quería convertirse en «alguien», pero para él esto no significaba más que hacer mucho dinero y llevar la misma vida que alguno de sus amigos ricos de la Facultad de Derecho. Frank, por el contrario, luchaba por la ambición mucho más noble de realizarse como persona. A pesar de que Nat poseía una excelente educación académica, Frank conocía la vida mejor y daba la impresión de una profundidad, aunque en potencia, mucho mayor. Quería que explotara todas sus posibilidades e incluso llegó a idear un modo de pagarle los estudios. Quizá hasta podría verle conquistar un título superior, una vez que él supiera exactamente lo que quería. Se daba cuenta también de que esto significaba el fin de sus propios y vagos planes sobre su posible educación universitaria, pero en realidad esta posibilidad estaba perdida desde hacía mucho tiempo y se consolaba pensando que aceptaría este hecho con cierto estoicismo si al menos Frank conseguía lo que ella renunciaba. Además, quizá después de que él trabajara ya, como ingeniero o químico, ella podría matricularse en un curso para saciar su anhelo. Pero para entonces tendría casi treinta años; en este caso valdría la pena retrasar la llegada de los hijos para darle a él un buen y fácil principio y probar ella misma lo que tanto deseó siempre. Además tenía esperanzas de irse de Nueva York. Deseaba conocer otras partes del país. Y si con el tiempo las cosas se solucionaban, acaso algún día Ida y Morris podrían vender la tienda a irse a vivir cerca de ellos. Quizá se asentarían todos en California; sus padres vivirían en una casita propia donde podrían descansar y estar cerca de sus nietos. Helen pensó que el futuro ofrecía posibilidades casi ciertas a los espíritus arriesgados y atrevidos. La cuestión era si ella se atrevería.

Aplazó cualquier decisión importante. Lo que más temía era llegar a un compromiso lleno de concesiones. Había visto muchas personas conformarse con mucho menos de lo que hubieran deseado en un principio. Tenía miedo de verse obligada a escoger con determinadas condiciones, de conformarse con menos de lo que había deseado, y de ligarse a un destino muy por debajo de sus ideales. No podía rebajarse a esto tanto si decidía aceptar a Frank o dejarlo. Su constante obsesión siempre presente, entre tantas otras, era que su vida no se realizara tal como había proyectado o que el proyecto sufriera demasiadas modificaciones. Estaba dispuesta a hacer los cambios y sustituciones que fueran, siempre que no implicasen una renuncia a lo más importante de sus sueños. A la llegada del verano tomaría decisiones más concretas. Entretanto Frank iba cada tres noches a la biblioteca y ella lo esperaba. Pero, cuando la solterona de la biblioteca les dirigía una sonrisa de complicidad, Helen se ruborizaba, de modo que decidieron encontrarse en otra parte. Se citaban en cafeterías, en cines, en las pizzerías y lugares donde no se podía decir demasiado ni abrazarle ni ser abrazada. Paseaban para poder charlar y se escondían para besarse.

Frank dijo que iba recibiendo los folletos de las universidades a las que había escrito, y que, alrededor de mayo, llegarían los expedientes de sus escuelas superiores y se enviarían al lugar que escogiera para sus estudios. Él estaba conforme con que ella hiciera los planes. No hablaba demasiado de estas cosas, pues siempre sentía miedo de que se apoderara de él su habitual mala suerte si abría demasiado la boca.

Al principio esperaba pacientemente. No le quedaba otro remedio. Había esperado hasta entonces y seguía haciéndolo. Había nacido para la espera. Pero no pasó mucho tiempo, aunque intentaba disimularlo, sin que se hartara de su soledad física. Se cansó de los besos frustrados en los portales, de las monótonas caricias en algún banco del parque. Pensó en ella tal como la había visto en el cuarto de baño, y el recuerdo le abrumó el pensamiento. Era la víctima del agudo filo de su hambre. Así que la llegó a desear hasta el extremo de idear planes para atraparla en su habitación y meterla en la cama. Quería desahogarse, aliviarse, anticipar ya una parte de su futuro. No será tuya hasta que se entregue, pensó. Todas son iguales. No siempre era verdad esto, pero no dejaba de tener bastante fundamento. Quería poner fin a su insoportable tormento. Después, tras agradecérselo, ya no desearía más. Quería poseerla completamente.

Ahora se encontraban con más frecuencia. En un banco del camino del parque, en una esquina, en cualquier parte que estuviera bajo la amplitud del cielo. Cuando llovía o nevaba, se metían en un portal o se iban a casa.

Una noche él se quejó:

—¡Vaya bromita! —dijo—, los dos salimos de la misma casa calentita para encontrarnos aquí muertos de frío.

Ella no respondió.

—Bueno, no me hagas caso —dijo mirando los ojos preocupados de ella—, aceptaremos las cosas tal y como vengan.

—Así se pasa nuestra juventud —respondió ella amargamente.

En aquel momento sintió deseos de pedirle que subiera a su habitación, pero presintió que ella se negaría, así que lo dejó correr.

Cierta noche fría y estrellada, ella le llevó entre los árboles del parque, cerca del lugar donde se solían sentar, hasta un campo de hierba donde los enamorados se tendían en las noches de verano.

—Sentémonos en el suelo un momento —insistía Frank—, ahora ya no hay nadie.

Pero Helen no accedió.

—¿Por qué no? —preguntó.

—Ahora no —contestó.

Ella se dio cuenta, sin embargo, aunque él lo negara más tarde, que la situación le impacientaba. A veces permanecía taciturno horas enteras. Ella se preocupaba, preguntándose si sus vagabundeos sin hogar no habrían abierto una herida en él.

En una de esas noches, se sentaron en un banco del Parkway. No había nadie a su alrededor y Frank la rodeaba con el brazo, pero estaban tan cerca de casa, que Helen se sentía nerviosa y se apartaba de él cada vez que pasaba alguien.

Después de repetirse esto tres veces Frank le dijo:

—Escucha, Helen, esto no acaba de ir bien. Alguna noche tendremos que quedarnos en algún lugar abrigado.

—¿Dónde?

—¿Dónde te parece?

—No puedo decírtelo, no sé dónde.

—¿Cuánto tiempo vamos a continuar así?

—El tiempo que nos apetezca —respondió, con una sonrisa tenue—, o el tiempo que nos gustemos mutuamente.

—No quiero decir esto. Me refiero al hecho de que no tengamos un sitio íntimo para ir.

»Quizá sea mejor subir a escondidas a mi cuarto —sugirió—, sería bastante fácil; no me refiero a hoy mismo, a lo mejor el viernes, después de que Nick y Tessie se vayan al cine y tu madre esté en la tienda. He comprado una estufa nueva, y se está calentito. Nadie sabrá que estás allí, por una vez estaríamos solos. Nunca hemos estado solos así.

—No podría.

—¿Por qué?

—Frank, no puedo.

—¿Cuándo tendré la oportunidad de abrazarte sin que haga de acróbata?

—Frank —terció Helen—, quisiera aclararte una cosa: no quiero acostarme contigo ahora, si es a esto a lo que vas. Tendrá que aplazarse hasta que esté realmente segura de quererte, a lo mejor hasta que estemos casados, si es que esto llega a pasar.

—No te lo he pedido —respondió Frank—; tan sólo dije que subieras a mi cuarto ahora para que pudiéramos pasar el rato más cómodamente, y sin que tú, como un potro salvaje, te apartes de mi cada vez que pasa una sombra.

Encendió un cigarrillo, y se puso a fumar en silencio.

—Lo siento —añadió Helen después de un rato—, pero me pareció mejor contarte mi modo de pensar sobre este tema. Pensaba decírtelo de todas maneras.

Se levantaron y echaron a andar. Frank se desesperaba en su fracaso.

Una lluvia fría lavó la blanda nieve amarillenta de las cunetas. Llovió sin cesar durante dos días. Helen le había prometido a Frank que se verían el viernes por la noche, pero no le gustaba la idea de salir con lluvia. Al llegar del trabajo, y tan pronto tuvo una oportunidad, le metió una nota por debajo de la puerta. La nota decía que si Nick y Tessie se iban al cine, ella intentaría subir a su cuarto un ratito.

A las siete y media Nick llamó a la puerta de Frank y le preguntó si le apetecía ir al cine. Frank le respondió que no, que le parecía ya haber visto la película. Nick se despidió, y él y Tessie, arropados en sus impermeables, y con los paraguas a punto, abandonaron la casa. Helen esperó a que su madre bajara junto a Morris, pero Ida se quejó de dolor de pies y dijo que se iba a descansar. Entonces Helen bajó ella misma, imaginándose que Frank la oiría en las escaleras y que se daría cuenta de que algo iba mal. Comprendería que no podía subir junto a él ante el peligro de que la oyeran.

Pero unos minutos más tarde, Ida bajó, diciendo que se sentía intranquila arriba. Entonces Helen comentó que tenía intención de visitar a Betty Pearl aquella noche y acaso la acompañaría a la modista que le estaba haciendo el vestido de novia.

—Está lloviendo —dijo Ida.

—Ya lo sé, mamá —le contestó Helen, hastiada de su propia mentira.

Subió a su cuarto, se puso los zapatos para la lluvia y el abrigo, cogió el sombrero y el paraguas, bajó la escalera y cerró la puerta de golpe, como si se hubiera ido y dejó pasar un ratito. Entonces volvió a abrir la puerta y subió de puntillas las escaleras.

Frank ya había adivinado lo que ocurría y abrió la puerta al oír la llamada rápida de ella. Estaba pálida, a todas luces preocupada, pero estaba muy hermosa. Él la abrazó fuertemente y sintió los latidos de su corazón contra su pecho.

Me lo permitirá esta noche, pensó.

Helen se sentía todavía inquieta. Le llevó un buen rato tranquilizar su conciencia por haberle mentido a su madre.

Frank había apagado la luz y buscó música suave de baile en la radio. Ahora estaba tumbado en la cama, fumando. Durante un rato ella permaneció torpemente sentada en su silla, contemplando el brillo de su cigarrillo encendido o fijando su mirada en las gotas brillantes de lluvia en la ventana iluminadas por el reflejo de la luz de la calle. Pero cuando él aplastó la colilla contra el cenicero en el suelo, Helen se quitó los zapatos y se acostó a su lado en la estrecha cama. Frank se acercó a la pared.

—Esto ya está mejor —suspiró él.

Ella permanecía en sus brazos con los ojos cerrados, sintiendo el calor de la estufa, como una mano puesta en la espalda. Durante un minuto se quedó medio dormida para despertarse con sus besos. No se movía, estaba un poco rígida, pero cuando él dejó de besarla, se relajó. Escuchaba el ruido quedo de la lluvia en la calle, y en su imaginación lo convirtió en una lluvia de primavera, aunque todavía faltaban algunas semanas para que llegara la estación; con esta lluvia brotaban toda clase de flores; y, entre estas flores de primavera, en esta oscuridad perfumada, en esta íntima noche de primavera, estaba ella echada junto a él, al aire libre y bajo el nuevo cielo estrellado sintiendo que un grito se formaba en su garganta. Cuando él volvió a besarla le respondió con pasión.

—Te quiero, Helen, eres mi niña.

Se besaron con arrebato, luego él le desabrochó los botones de la blusa. Ella se incorporó para quitarse los sostenes, pero cuando lo estaba haciendo notó los dedos de él bajo su falda.

Helen le agarró la mano.

—Por favor, Frank. No nos excitemos demasiado.

—Pero ¿qué esperamos, querida?

Trató de mover la mano pero sus piernas se apretaron e hizo girar sus pies fuera de la cama.

Él volvió a aprisionarla y le sujetó los hombros. Sintió el cuerpo tembloroso de él encima de ella y por un minuto creyó que le haría daño, pero se equivocó.

Ella se mantuvo rígida, fría, sobre la cama. Cuando volvió a besarla ni tan siquiera se movió. Todavía transcurrió un rato hasta que él se quitara de encima. Por el reflejo de la estufa vio su expresión entristecida.

Helen se sentó en el borde de la cama, y se abrochó la blusa que él había abierto.

Él se cubría la cara con las manos. No decía nada, pero sintió su cuerpo temblar.

—¡Dios mío! —dijo quedamente—. Ya te dije que no quería.

Pasaron cinco minutos. Y Frank se incorporó lentamente.

—¿Es que acaso eres virgen? ¿Es esto lo que te preocupa?

—No lo soy.

—Creí que lo serías —dijo sorprendido—. Te comportas como si lo fueras.

—Te dije que no lo era.

—Entonces ¿por qué actúas como si lo fueras? ¿Acaso no sabes el daño que se hace a las personas?

—Yo también soy persona.

—Pues entonces, ¿por qué haces esto?

—Porque creo en lo que hago.

—Creí que habías dicho que no eras virgen.

—No hay que ser virgen para poseer ideales en lo que se refiere al sexo.

—Lo que no acierto a comprender es que si lo has hecho antes, por qué no lo podemos hacer ahora.

—No es razón suficiente que ya lo haya hecho —dijo sujetándose el pelo hacia atrás—. Precisamente se trata de esto. Ya lo hice y por esto no puedo volver a acostarme contigo ahora. Aquella noche sentados en el Parkway dije que no accedería.

—No lo comprendo.

—El amor debe convertirnos en amantes.

—Te dije que te amaba, Helen, me has oído decirlo.

—Me refiero a que yo tengo que amarte también. Creo que te quiero, pero a veces no me siento segura.

Él cayó en un silencio. Ella escuchaba distraídamente la radio, pero ahora ya no se oía la música bailable.

—No te sientas herido, Frank.

—Ya estoy harto de todo esto —replicó con aspereza.

—Frank, he dicho que ya me acosté con otro, y si te interesa, la verdad es que me pesa. Confieso que disfruté algo, pero después llegué a la conclusión de que no valía la pena, aunque en aquellos momentos no me di cuenta de que pudiera sentir remordimientos porque no sabía exactamente lo que quería. Supongo que lo que deseaba era ser libre y entonces busqué la libertad en lo sexual. Pero si una no está enamorada no se encuentra la libertad en ello, así que me prometí a mí misma que nunca volvería a caer en lo mismo a no ser que realmente me enamorara de alguien. Quiero ser disciplinada y tú también tienes que serlo si te lo pido. Te lo pido para que algún día pueda llegar a quererte sin temores.

—Tonterías —dijo Frank, pero después, sorprendido él mismo, se dio cuenta de lo que ella había dicho. Pensó en cómo sería si fuera disciplinado y deseó llegar a serlo. Le pareció que esto constituía ya una idea lejana y vieja, y recordó con pesar y con extraña tristeza que con frecuencia había deseado poseer control sobre sí mismo, y que lo había logrado muy poco—. No tomes en serio lo que acabo de decir, Helen —dijo.

—Ya lo sé.

—Helen —dijo con voz gangosa—, quiero que sepas que, en el fondo, soy un hombre generoso.

—Nunca he pensado lo contrario.

—Incluso cuando soy malo soy bueno.

Ella respondió que le parecía comprender lo que quería decir.

Volvieron a besarse una y otra vez. Y él llegó a la conclusión de que había cosas mucho peores que tener que esperar por algo que sabía valdría la pena.

Helen se recostó en la cama y se quedó dormida para despertarse cuando Nick y Tessie regresaron a su habitación. Hablaban de la película que habían visto, se trataba de una historia de amor y a Tessie le había gustado mucho. Después de desnudarse y meterse en la cama se oyó el rítmico ruido del somier. Helen sintió pena por Frank, pero no parecía molesto. Nick y Tessie pronto se durmieron. Helen, respirando con cuidado, escuchaba la acompasada respiración de ellos y se preocupaba por el regreso hasta su piso, porque si Ida estaba despierta la oiría en las escaleras. Pero Frank le susurró que él la llevaría en brazos hasta la portería y ella podría subir al cabo de unos minutos como si acabara de llegar de la calle.

Ella se puso los zapatos de lluvia, el abrigo y el sombrero, y tuvo el cuidado de acordarse de su paraguas. Frank bajó con ella en brazos las escaleras y sólo se oían sus lentas y pesadas pisadas bajando. Y no pasó mucho tiempo después de que él la despidiera con un beso y se fuera a dar un paseo en la lluvia, para que Helen abriera la puerta del vestíbulo y subiera.

Fue entonces cuando Ida se quedó dormida.

De allí en adelante, Helen y Frank se encontraban fuera de casa.

Nevaba una tarde, cuando la puerta de la tienda se abrió y apareció el detective Minogue. Delante de él llevaba a empujones a un individuo robusto y esposado, que iba sin afeitar y llevaba una chaqueta verde descolorido y unos pantalones de tela de algodón. Tendría unos veintisiete años; sus ojos mostraban una expresión de cansancio y no llevaba sombrero. Una vez en la tienda levantó las manos esposadas para quitarse la nieve de su pelo mojado.

—¿Dónde está Morris? —preguntó el detective al dependiente.

—En la parte de atrás.

—Entra —ordenó el detective Minogue al hombre esposado.

Entraron en la trastienda. Morris estaba sentado sobre el sofá y fumaba a hurtadillas. Apagó apresuradamente la colilla y la dejó caer en el cubo de la basura.

—Morris —dijo el detective—, creo que ya tengo el que le golpeó en la cabeza.

El rostro del tendero palideció como un muerto. Miró fijamente al hombre, pero no se acercó a él.

Al cabo de un rato murmuró:

—No estoy seguro de que sea él. Llevaba la cara tapada con un pañuelo.

—Aquel hijo de puta era grande, ¿verdad? —dijo el detective—; quiero decir, el que te dio el golpe era grande, ¿no?

Frank estaba de pie en el quicio de la puerta contemplando.

El detective Minogue se volvió hacia él:

—¿Quién es usted?

—Es mi dependiente —explicó Morris.

El detective se desabrochó el abrigo y sacó un pañuelo limpio del bolsillo de la chaqueta.

—Hágame un favor —le dijo a Frank—, átele esto por las narices.

—Preferiría no hacerlo —respondió Frank.

—Es un favor. Ahórreme el trabajo de recibir un golpe en la cabeza con las esposas.

Frank cogió el pañuelo y, aunque muy a disgusto, se lo ató por la cara al hombre. El sospechoso se mantuvo rígido y derecho.

—¿Qué le parece Morris?

—No puedo decirle nada —dijo Morris avergonzado. Tuvo que sentarse.

—¿Quiere un poco de agua, Morris? —le preguntó Frank.

—No.

—Tome todo el tiempo que quiera —dijo el detective—, repáselo bien.

—No lo reconozco. Aquél tenía un aspecto más enérgico. Y una voz áspera… nada agradable.

—Di algo, muchacho —dijo el detective al detenido.

—Yo no atraqué a este tipo —dijo el sospechoso con voz monótona.

—¿Es ésta la voz, Morris?

—No.

—¿Se parece al otro… al compañero del tipo pesado?

—No, es otro hombre.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—El ayudante era un hombre nervioso. Más grande que éste. Además, éste tiene las manos pequeñas. El ayudante las tenía grandes y fuertes.

—¿Está seguro? A éste le pillamos en un trabajito ayer noche. Atracó una tienda con otro tipo que se escapó.

El detective arrancó el pañuelo de la cara del hombre.

—No lo conozco —dijo Morris en tono convincente.

El detective Minogue dobló el pañuelo y volvió a meterlo en el bolsillo. Colocó sus gafas en un estuche de piel.

—Morris, creo que ya le pregunté en otra ocasión si había visto a mi hijo Ward por aquí. ¿Todavía no lo ha visto?

—No —dijo el tendero.

Frank se acercó al fregadero y se enjuagó la boca con un poco de agua.

—¿A lo mejor lo conoce usted? —le preguntó el detective.

—No —respondió el dependiente.

—Está bien. —El detective se desabrochó otra vez el abrigo—. Por cierto, Morris, ¿se enteró de quién le robaba la leche en aquella ocasión?

—Ya no la roba nadie.

—Vamos, muchacho —le dijo el detective al detenido.

El hombre esposado salió de la tienda a la nieve, y el detective le siguió.

Frank vio cómo se metían en el coche de la policía y sintió lástima por aquel tipo.

¿Y si me arrestaran ahora, pensó, aunque ya no soy el de antes?

Morris, pensando en las botellas de leche robadas, miró con expresión culpable a su asistente.

A Frank le llamó la atención el tamaño de sus propias manos, y sintió ganas de irse al retrete.

Aquella noche después de cenar, tumbado en la cama pensando en su vida, Frank oyó unas pisadas que subían las escaleras y después alguien que golpeaba en la puerta. Por un minuto su corazón latió asustado, pero se levantó y decidió abrir la puerta. Bajo su sombrero peludo Ward Minogue sonreía de oreja a oreja. Con sus ojos pequeños y repulsivos, había además perdido peso y tenía un aspecto desmejorado.

Frank le dejó pasar y puso la radio. Ward se sentó en la cama. Sus zapatos cuajados de nieve goteaban.

—¿Quién te dijo que vivía aquí? —le preguntó Frank.

—Te vi entrar en el vestíbulo, abrí la puerta y te oí subir las escaleras —dijo Ward.

¿Cómo voy a librarme de este asqueroso?, pensó Frank.

—Será mejor que no vengas por aquí —dijo con el corazón abatido—. Si Morris reconoce ese estúpido sombrero iremos los dos a la cárcel.

—He venido a visitar al amigo de ojos de besugo, Louis Karp —explicó Ward—. Quería una botella, pero se negó a dármela porque no me llega el dinero, así que pensé que mi guapo amigo Frank Alpine me prestaría un poco. Es un honrado puñetero y trabajador.

—Te has equivocado de dirección. Soy pobre.

Ward le miró con ojos astutos.

—Estaba seguro de que ya tendrías un montoncito ahorrado… como le robas al judío…

Frank le miró fijamente pero no respondió.

La mirada de Ward se apartó.

—El que le robes sus miserables ganancias a mí me importa un bledo. He venido por una razón. Tengo planeado un trabajito muy fácil.

—Te dije que no me interesaban tus ofertas de trabajo, Ward.

—Creí que te gustaría recobrar tu pistola. De lo contrario a lo mejor la pierdo sin querer y lleva tu nombre.

Frank se frotó las frías manos.

—Lo único que tienes que hacer es conducir —dijo Ward amigablemente—. El trabajo no tiene pegas, es una bodega enorme en Bay Ridge. Después de las nueve solamente se queda un hombre. Recogeremos más de trescientos dólares.

—Ward, a mí no me parece que estés en condiciones de llevar a cabo un atraco. Más bien tienes el aspecto de necesitar un hospital.

—Solamente tengo escozor cerca del corazón.

—Será mejor que te cuides.

—No me emociones.

—¿Por qué no intentas llevar una vida normal?

—¿Por qué no lo intentas tú?

—Ya lo estoy intentando.

—Tu judía debe ser la inspiración para ti.

—No la menciones, Ward.

—La semana pasada te seguí cuando la llevaste al parque. Está muy buena. ¿Con cuánta frecuencia lo hacéis?

—Sal de aquí ahora mismo.

Ward se levantó tambaleándose.

—Dame cincuenta dólares o te arreglaré bien con tu jefe judío y tu judía. Les escribiré una carta diciéndoles quién les atracó el noviembre pasado.

Frank se levantó, en su cara había una expresión dura. Sacó la cartera del bolsillo y la vació sobre la cama. Había ocho dólares.

—Es todo lo que tengo.

Ward le arrebató el dinero.

—Ya volveré por más.

—Ward —dijo Frank entre dientes—, si te atreves a presentarte aquí para armar algún lío, o si alguna vez nos sigues a mi novia y a mí o le cuentas algo a Morris, lo primero que haré es llamar a tu viejo a la estación de policía y le descubriré la ratonera donde te escondes. Ha estado hoy en la tienda preguntando por ti, y me pareció que si algún día diera contigo te volaría la tapa de los sesos.

Ward lanzó un gemido y le escupió al dependiente, pero falló el tiro y el escupitajo se escurrió pared abajo.

—¡Eres un cabrón italianito! —gruñó y salió corriendo al rellano, faltándole poco para que se cayera por las escaleras.

El tendero e Ida salieron atropellándose para ver quién armaba tanto jaleo, pero Ward ya había desaparecido.

Frank se tumbó en la cama con los ojos cerrados.

Una noche oscura ya muy tarde, y con viento, Ida siguió a Helen por las frías calles hasta el interior del desierto parque y vio cómo se encontraba con Frank Alpine. Allí, en un claro entre un semicírculo de altas lilas y una arboleda de oscuros arces, había unos cuantos bancos, poco iluminados e íntimos. Les gustaba encontrarse allí, para estar solos. Ida vio cómo se sentaban juntos en uno de los bancos y se besaban. Se arrastró como pudo hasta su casa y subió las escaleras medio muerta. Morris dormía. No quiso despertarle y se sentó en la cocina, sollozando.

Cuando Helen regresó y encontró a su madre llorando sobre la mesa de la cocina se dio cuenta de lo que estaba enterada. Se sintió a la vez emocionada y aterrada.

Pero sintió lástima de su madre y por esto le preguntó:

—¿Por qué lloras, mamá?

Por fin Ida levantó el rostro bañado en lágrimas y dijo desesperada:

—¿Por qué lloro? Lloro por el mundo, por mi vida malgastada, por ti.

—¿Qué he hecho?

—Lo que has hecho está ya clavado en el corazón.

—No he hecho nada malo, nada de que avergonzarme.

—¿No sientes vergüenza de haber besado a un goy?

Helen quedó sin aliento.

—¿Me has seguido?

—Sí —lloró Ida.

—¿Cómo has podido hacer algo así?

—¿Cómo has podido besar a un goy?

—No me avergüenzo de haberle besado.

Todavía le quedaban esperanzas de evitar la discusión. Todo estaba demasiado en el aire, era prematuro.

—Si te casas con un hombre así habrás envenenado tu vida.

—Mamá, tendrás que aceptar lo que te diré ahora: no tengo planes de casarme con nadie.

—Entonces, ¿qué clase de planes tienes con un hombre que te besa a solas en una parte de parque donde nadie te puede ver?

—Ya me han besado otras veces.

—Pero se trata de un goy, de un italiano.

—Se trata de un hombre, de un ser humano como nosotros.

—No basta con que sea un hombre. Para una muchacha judía ha de ser un judío.

—Mamá, ya es muy tarde. No quiero discutir. No despertemos a papá.

—Frank no es hombre para ti. No me gusta. No mira a las personas cuando habla.

—Tiene los ojos tristes. Ha tenido una vida muy dura.

—Deja que se vaya a otra parte y encuentre una de las suyas que le guste, no una muchacha judía.

—Tengo que trabajar por la mañana. Me voy a la cama.

Ida se fue tranquilizando. Mientras Helen se desvestía entró en su cuarto.

—Helen —dijo conteniendo sus lágrimas—, sólo quiero lo mejor para ti. No cometas mi mismo error. No lo hagas todavía y estropees toda tu vida con un hombre pobre. Sólo es un dependiente de una tienda, y no sabemos nada de él. Cásate con alguien que pueda ofrecerte mejor vida, un buen muchacho con carrera. No te ates ahora a un extraño. Helen, sé lo que te digo, créeme, lo sé. —Lloraba de nuevo.

—Haré todo lo que pueda.

Ida se limpiaba los ojos con un pañuelo.

—Helen, querida, hazme un favor.

—¿De qué se trata? Estoy muy cansada.

—Llama mañana a Nat. Sólo para charlar con él. Salúdale, y si te pide que salgas con él, acepta. Dale una oportunidad.

—Ya se la di.

—El verano pasado lo pasaste muy bien con él. Fuiste a la playa, a conciertos. ¿Qué pasó?

—Tenemos gustos diferentes.

—Durante el verano decías que teníais los mismos gustos.

—Ahora me he convencido de que no.

—Es un muchacho judío, Helen, un licenciado universitario. Dale otra oportunidad.

—Está bien —dijo Helen—. ¿Ahora te irás a dormir?

—Además, no salgas más con Frank. No permitas que te bese, no está bien.

—No puedo prometértelo.

—Por favor, Helen.

—Ya te he dicho que llamaría a Nat. Pongamos punto final al asunto. Buenas noches, mamá.

—Buenas noches —dijo Ida tristemente.

A pesar de que la sugerencia de su madre le deprimía, Helen llamó a Nat desde la oficina al día siguiente. Estuvo amable, y le contó que le había comprado un coche de segunda mano a su cuñado y le invitó a dar un paseo en él.

Ella le dijo que iría algún día.

—¿Qué te parece el viernes por la noche? —le preguntó Nat.

Había quedado en encontrarse con Frank el viernes por la noche.

—¿Por qué no el sábado?

—Porque tengo un compromiso el sábado, y también el jueves, unos actos en la Facultad de Derecho.

—Bueno, está bien, el viernes —aceptó de mala gana, pensando que sería mejor cambiar la fecha con Frank y darle el gusto a su madre.

Cuando Morris subió aquella tarde para hacer la siesta, Ida le suplicó desesperadamente que despidiera a Frank inmediatamente.

—¿Quieres dejar este tema por lo menos durante unos minutos?

—Morris, ayer por la noche seguí a Helen cuando salió y vi cómo se encontraba con Frank en el parque. Se besaron.

Morris frunció el ceño.

—¿La besó? —preguntó.

—Sí.

—¿Y ella le respondió?

—Lo vi con mis propios ojos.

Pero el tendero, después de pensarlo un momento, dijo con tono cansado:

—¿Y qué? ¿Qué es un beso? No es nada.

—¿Estás loco? —dijo Ida furiosa.

—Pronto se irá —recordó él—. En verano.

—Antes de que llegue el verano pueden ocurrir diez tragedias por lo menos en esta casa.

—¿Qué clase de tragedia esperas? ¿Un asesinato?

—Peor —gritó.

Su corazón se endureció, y perdió el genio:

—Déjame en paz con este asunto, por amor de Dios.

—Espera y verás… —le advirtió amargamente Ida.

El jueves de aquella semana, Julius Karp dejó a Louis solo en la bodega y se asomó al escaparate de la tienda para ver si Morris estaba solo. Karp no había puesto el pie en la tienda de Morris desde la noche del atraco y pensaba, incómodo, en el recibimiento que podría esperarse si entrara ahora. Generalmente después de una temporada de no hablarse, era Morris Bober el que cedía, pues por carácter era incapaz de guardar rencor. Pero en esta ocasión había quitado de su cabeza la posibilidad de buscar al bodeguero y volver a sus inútiles relaciones. En cama, durante su última convalecencia, contra su voluntad y con gran disgusto por su parte, había pensado mucho en Karp y había descubierto que le desagradaba más de lo que se había imaginado. Lo consideraba una persona mezquina y estúpida que por azar había tropezado con una floreciente prosperidad. Cada éxito de Karp traía la mala suerte a los demás, como si en el mundo existiera una cantidad determinada de suerte y lo que le sobraba a Karp dejaba a los demás a media ración. Le irritaba pensar en los largos años que se había esforzado sin recibir recompensa. Aunque esto no era culpa de Karp, lo era de la charcutería que se había puesto al otro lado de la calle y que convirtió a un hombre pobre en otro todavía más pobre. Tampoco podía perdonarle el golpe que había recibido en la cabeza en su lugar, y que él podía haber resistido mejor tanto por salud como por dinero. Por esto le proporcionaba cierta satisfacción no tener nada que ver con el bodeguero, aunque fueran vecinos.

Por otra parte, al principio, Karp había esperado satisfecho que Morris se ablandara. Se imaginaba al tendero cediendo poco a poco en su altivez, mientras que él disfrutaba con las señales de su arrepentimiento, sentía lástima de la vida miserable del judío, que, por cierto, lo era con letras mayúsculas. Algunos nacían ya señalados; Karp convertía todo lo que tocaba en oro puro, mientras que bastaba que Morris Bober se encontrara un huevo por casualidad en la calle para que éste ya estuviera podrido y goteara. Una persona así necesitaba alguien con experiencia que le aconsejara cuándo se acercaba un chaparrón. Pero Morris, aunque conocía la compasión de Karp, permanecía rígidamente apartado de él. Ni tan siquiera le ofrecía un despreocupado saludo cuando pasaba delante de la puerta de su tienda camino de su Forward, o cuando aquél fisgoneaba por su propio escaparate. Al cabo de un mes Karp llegó a la incómoda conclusión de que, aunque Ida continuaba siendo amable, en esta ocasión Morris no estaba dispuesto a rebajarse si Karp no hacía méritos de antemano.

Karp reaccionó fríamente cuando llegó a este razonamiento. Devolvería por su parte lo mismo. Pero la indiferencia no era algo que le gustara intercambiar. Por alguna razón, a Karp le gustaba que Morris le apreciara, y le molestaba que su depauperado vecino permaneciera distante. De acuerdo, le habían golpeado en la cabeza, pero ¿acaso era culpa suya? Él se había prevenido… y ¿por qué no lo había hecho Morris, ese shlimozel?[8] ¿Por qué, cuando le advirtió que había dos atracadores al otro lado de la calle, no se había comportado como una persona sensata, cerrando su puerta y llamando a la policía? ¿Por qué? Pues porque era gafe, un inepto.

Y precisamente por esto sus preocupaciones le crecían como setas en otoño. Primero le vino el golpe en la cabeza, después la ocurrencia de emplear a Frank Alpine. Karp, que no tenía un pelo de tonto, sabía cuándo las cosas se iban a poner feas. Frank, a quien había conocido y al que consideraba un pájaro nocturno y vagabundo, pronto armaría algún lío. Estaba seguro de esto. La tienda llena de moscas y carcomida de polilla de Morris no daba ni la mitad de lo que hacía falta para pagar a un dependiente fijo, y constituía una idiota extravagancia por parte del tendero quedárselo después de recuperarse de la herida. Karp pronto supo por Louis que sus apreciaciones eran acertadas. Se enteró de que Frank, de vez en cuando, se compraba una botella de la mejor marca, y que pagaba en efectivo, pero ¿con el dinero de quién? Además, Sam Pearl, otro manirroto, había comentado que el dependiente apostaba de vez en cuando por uno de aquellos caballos inútiles y que el dinero de este modo le volaba pronto. Sólo se podía llegar a una conclusión: un hombre que ganaba cuatro cuartos tenía que robar para hacer lo que él. ¿A quién le robaba? ¿A quién iba a ser? Naturalmente que a Morris, que al fin y al cabo nada tenía. Rockefeller sabía cuidar de sus millones, pero si Morris ganaba diez centavos, los perdía antes de que tuviera tiempo de metérselos en su bolsillo, que también estaba roto. Era corriente entre los dependientes robar a sus amos. Karp, de joven, también le sisaba a su patrón, un mayorista de zapatos medio ciego; y sabía que el mismo Louis le sacaba dinero, pero como se trataba de su hijo no le importaba. Después de todo qué más daba; trabajaba en el negocio, y algún día, aunque no demasiado pronto, sería el dueño. Además, por medio de severas amenazas y de inventarios por sorpresa lograba reducirlo a lo mínimo… centavos. Pero que un desconocido le robara ya era otra cuestión, era tener las espaldas al descubierto. Karp sentía escalofríos cuando imaginaba que el italiano pudiera estar trabajando para él.

Y como la desgracia era el signo del tendero, aquel desconocido abusaría, naturalmente, todo lo que pudiera. Además siempre resultaba peligroso tener un gentil donde había una muchacha judía. Esto podía explicarse por una ley inalterable de la que hablaría a Morris si estuvieran en buenas relaciones y que sin duda le ahorraría un grave problema. Estaba seguro de que este problema también existía, lo había comprobado en dos ocasiones aquella semana. En una vio a Helen y Frank paseándose bajo los árboles en el Parkway, y en la otra, conduciendo el coche a casa, los vio de refilón salir de un cine del barrio con las manos cogidas. Desde aquel día había pensado en ellos con frecuencia, incluso con auténtica preocupación, y le hubiera gustado ayudar de alguna manera al desafortunado Bober.

Sin duda Morris no se desprendía de Frank simplemente para que su vida fuera menos complicada; y probablemente, tratándose de Bober, no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo a sus espaldas. Pues bien, él, Julius Karp, le advertiría del peligro que corría su hija. Con tacto, le explicaría la situación. Después empujaría un poco a Louis, pues se había dado cuenta de que desde hacía mucho tiempo a su hijo le gustaba Helen, pero que carecía de la seguridad suficiente en sí mismo para creer en el éxito. Cuando se le ofendía, se metía en un rincón a roerse las uñas. En algunas cosas necesitaba un empujón. Karp creyó que podría allanarle el camino a su hijo hasta Helen proponiéndole algo a Morris que desde hacía un año le rondaba por la cabeza. Daría un informe de las posibilidades de Louis si se casara en términos de efectivo en mano y otras ventajas, y le sugeriría a Morris que le hablara a Helen de la posibilidad de ir en serio con él. Si salieran un par de meses —Louis la sacaría por todas partes— y la treta diera resultado, no sólo saldría beneficiada su hija sino el padre también, pues en este caso él le compraría la tienda a Morris y la renovaría y convertiría en un moderno supermercado con los últimos adelantos y artículos. Eliminaría a su inquilino a la vuelta de la esquina cuando finalizara su contrato; sería un compromiso, pero valdría la pena. Después de esto, convirtiéndose él en el cerebro gris que le aconsejara, tendría que ocurrir una catástrofe apoteósica para que el tendero no pudiera ganarse dignamente la vida en su vejez.

Karp intuía que su principal obstáculo sería la misma Helen, de quien sabía que era una muchacha independiente, con sus propios criterios, a pesar de sus pretensiones de casarse con un hombre de carrera; en este sentido, con Nat Pearl era evidente su fracaso. Para tener éxito Nat necesitaba nadar en la abundancia como era el caso de Louis: dinero, y no una chica pobre. Así que tan sólo actuó por interés propio cuando suavemente se deshizo de Helen al ponerse ésta demasiado seria; esto lo había sabido por Sam Pearl. Por el contrario, Louis podía permitirse el lujo de una chica como Helen, independiente e inteligente, y ella por su parte sería una ayuda para Louis. El bodeguero decidió que cuando surgiera la oportunidad hablaría claro de ello, pero con el tacto de un lince. Explicaría pacientemente a Helen que su futuro con Frank le convertiría en una indeseable, más pobre todavía que su padre, y en partícipe de su triste destino. Sin embargo con Louis podría tener lo que deseara y más todavía; no tenía más que dejarlo en manos de su suegro. Karp creía que una vez se hubiera ido Frank, ella entraría en razones, y sabría apreciar la excelente perspectiva que se le ofrecía. Los veintitrés o veinticuatro años era una edad peligrosa para una muchacha soltera. A esta edad ya no iba para joven, a esa edad incluso un goy le parecía bien.

Después de observar que Frank se había ido a la tienda de Sam Pearl y que Morris estaba solo en la trastienda, Karp carraspeó para aclarar la voz, y traspasó la puerta. Cuando Morris salió a la tienda y vio de quién se trataba experimentó un momento de venganza triunfal, al que, sin embargo, siguió una sensación molesta de que el moscón ya estaba allí, y, al mismo tiempo, el incómodo recuerdo de que Karp nunca acudía sin malas noticias. Por lo tanto permaneció callado, esperando que el bodeguero, con su próspera chaqueta sport y pantalones de gabardina, que no acertaban a camuflar su prominente barriga ni a borrar la necia e insulsa expresión de su cara, hablara. Pero por una vez la lengua vivaracha de Karp permaneció inmóvil, como si tuviera vergüenza al recordar los resultados de su última visita al colmado, al mismo tiempo que no dejaba de mirar fijamente la cicatriz, todavía visible, en la cabeza de Morris.

El tendero se compadeció y habló en un tono que resultó más amistoso de lo que él mismo hubiera esperado.

—¿Cómo estás, Karp?

—Bien, gracias. No tengo por qué quejarme —y con una sonrisa amplia extendió la mano rechoncha por encima del mostrador. Y Morris, contra su voluntad, se encontró con la sortija de brillante presionándole los dedos.

No le pareció sensato, tras un minuto de reconciliación, hablar de la calamidad que amenazaba a la hija de Morris, y buscó temas para charlar:

—¿Cómo va el negocio?

Morris esperaba y deseaba la pregunta.

—Muy bien, mejor cada día.

Karp frunció el ceño; sin embargo, se le ocurrió que efectivamente podía haber mejorado más de lo que él suponía, pues al fisgonear por el escaparate, en sus ratos perdidos, había advertido generalmente la presencia de un cliente o dos en vez del vacío habitual. Ahora, después de varios meses de ausencia, contemplaba una tienda mejor cuidada y los estantes repletos de mercancía. El porqué de esta mejoría lo adivinó inmediatamente.

Sin embargo preguntó sin darle importancia:

—¿Y cómo es posible esto? ¿Acaso pones anuncios en el periódico?

Morris sonrió; resultaba un chiste sin demasiada gracia. De donde no hay no se puede sacar; esto ocurría con el humor de Karp.

—La palabra hablada es el mejor anuncio.

—Depende de la boca que la diga.

—Quiero decir —respondió Morris sin avergonzarse— que tengo un buen dependiente que me ha animado el negocio. En vez de flojear la venta, como ocurre en el invierno, cada día va mejor.

—¿Quieres decir que lo ha hecho tu dependiente? —preguntó Karp, rascándose pensativamente por debajo de una nalga.

—Los clientes le tienen simpatía. Un goy trae a otros.

—¿Clientes nuevos?

—Nuevos y viejos.

—¿Hay algo más que te ayuda?

—También ayuda una casita nueva de pisos que se inauguró en diciembre.

—Hum —dijo Karp—, ¿y nada más?

Morris se encogió de hombros.

—No creo. He oído decir que tu amigo Schmitz no se encuentra demasiado bien y que no atiende a los clientes como antes. He recuperado unos pocos de él, pero la ayuda más importante me la ha dado Frank.

Karp estaba atónito. ¿Era posible que este hombre no se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo bajo sus mismas narices? Vio claramente una oportunidad, casi providencial, para darle la patada al dependiente para siempre.

—No ha sido Frank Alpine el que ha mejorado tu negocio —dijo con decisión—. Ha sido algo muy distinto.

Morris sonrió tenuemente. Como siempre «el sabio» conocía todas las causas de todos los hechos.

Pero Karp insistía:

—¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?

—Ya sabes cuándo vino, en noviembre.

—¿E inmediatamente el negocio empezó a mejorar?

—Poco a poco.

—Esto ocurrió —le anunció Karp febrilmente— no por tu goy. ¿Qué sabía él de colmados? Nada. Tu tienda mejoró porque mi inquilino Schmitz enfermó y se veía obligado a cerrar su tienda parte del día. ¿No lo sabías?

—Ya había oído decir que estaba enfermo —respondió Morris a la vez que sentía que se le secaba la garganta—, pero los repartidores decían que su anciano padre le venía a echar una mano.

—Exactamente, pero a mediados de diciembre tenía que asistir cada mañana al hospital para ser atendido. Al principio, el padre se quedaba en la tienda, pero después se cansaba demasiado, de manera que Schmitz se veía obligado a abrir a las nueve, y en ocasiones a las diez en vez de a las siete. Y ya no cerraba a las diez de la noche sino a las ocho. Esto continuó hasta el mes pasado en que ya no pudo abrir hasta las once de la mañana, de modo que perdía el negocio de la mitad del día. Intentó vender la tienda, pero para aquel entonces ya nadie la quería. Ayer acabó por cerrar del todo. ¿No lo sabías?

—Lo contó uno de los clientes —respondió Morris apenado—, pero yo creí que se trataba de algo temporal.

—Está muy enfermo —dijo Karp solemnemente—. No volverá a abrir.

Dios mío, pensó Morris. Durante meses había vigilado la tienda mientras estaba vacía y en obras, y desde su inauguración jamás había ido más allá de la esquina de Sam Pearl para mirarla. No se había atrevido. Pero ¿por qué no le dijeron que desde hacía más de dos meses cerraba parte del día? Ida o Helen podrían habérselo contado. Probablemente habían pasado por allí sin darse cuenta de que la puerta estaba cerrada. En sus mentes, como en la suya, siempre estaba abierta y fastidiando su negocio.

—No quiero decir con esto —siguió diciendo Karp— que tu dependiente no contribuyera a tus ganancias, pero la verdadera razón por la que las cosas mejoraron es que, al no poder abrir Schmitz, algunos de sus clientes se pasaron aquí. Naturalmente que Frank no te habrá dicho esto.

Lleno de malos presentimientos, Morris se puso a reflexionar sobre lo que le estaba diciendo el bodeguero.

—¿Y qué le ha pasado a Schmitz?

—Tiene una grave enfermedad, de la sangre, y ahora está estirado en una cama del hospital.

—Pobre hombre —suspiró el tendero. Pero la esperanza superaba a su vergüenza y preguntó—: ¿Subastará la tienda?

En la respuesta de Karp no hubo piedad.

—¿Qué quieres decir con esto de subastarla? Es una excelente tienda. La vendió el miércoles pasado a dos socios noruegos que están muy al día y la semana que viene abrirán una lujosa charcutería; ya verás adónde se te irá el negocio.

Morris, con la mirada nublada, se sintió apagar lentamente y Karp, horrorizado, se dio cuenta de que, queriendo ir por el dependiente, había herido al tendero. Y comentó apresuradamente:

—¿Qué podía hacer? No podía aconsejarle la subasta si tenía la oportunidad de vender.

Pero el tendero no le escuchaba. Pensaba en Frank lleno de indignación; sin duda le había engañado.

—Óyeme, Morris —añadió Karp rápidamente—, tengo algo que proponerte con relación a tu tienducha. Dale primero la patada a ese tramposo italiano y después dile a Helen que mi Louis…

Pero cuando aquel fantasma de detrás del mostrador le maldijo en una extraña lengua por las noticias que le había traído, Karp salió de espaldas de la tienda y se enterró en la suya.

Después de una peligrosa noche en manos de viejos enemigos, Morris se escapó de la cama y apareció en la tienda a las cinco de la mañana. Y, allí, se enfrentó a solas con el día lleno de pesares. El tendero había luchado toda la noche con las terribles noticias de Karp; había dado vueltas y vueltas preguntándose por qué nadie le había dicho antes que el alemán estaba muy enfermo; podía haberlo comentado alguno de los viajantes, Breitbart, o cualquier cliente. Probablemente nadie dio al hecho demasiada importancia, ya que hasta el día anterior la tienda de Schmitz, aunque sólo un rato, había abierto diariamente. Era verdad que estaba enfermo, y esto ya se había comentado, ¿por qué repetírselo?, al fin y al cabo, las personas enferman pero después casi siempre mejoran. ¿Acaso él mismo no se había puesto enfermo?, pero ¿quién lo habría comentado en el barrio? Probablemente nadie. A la gente le basta con sus propios problemas. En cuanto a la noticia de que Schmitz había vendido su tienda, el tendero consideró que no tenía por qué quejarse, se le había informado inmediatamente, aunque la noticia cayó sobre su cabeza como una piedra.

Con Frank no sabía qué hacer. Después de mucho reflexionar sobre la situación, teniendo en cuenta la actitud del dependiente respecto a la mejoría en el negocio, como si a él sólo se debiera el creciente éxito, Morris decidió finalmente que Frank no había intentado convencerle con engaño de que él era el responsable del cambio, aunque cuando Karp le dio la noticia, él se la hubiera creído. El tendero suponía que el dependiente, como él mismo, era probablemente ignorante de la verdadera razón de su cambio de suerte. Acaso su ignorancia fue un fallo de Frank, porque por lo menos él salía durante el día y visitaba otros establecimientos de la calle, oía noticias, cotilleos; era lógico, por tanto, que lo supiera, pero a él no le pareció que estuviera enterado, posiblemente porque deseaba creer que él había sido su benefactor. Quizá por esto había estado demasiado ciego para ver lo que debía de haber visto, demasiado sordo para oír lo que acababa de oír. Todo era posible.

Después de un primer momento de confusión y temor, Morris decidió que tenía que vender la tienda; ya a las ocho se lo había dicho a un par de chóferes para que extendieran la noticia, pero bajo ninguna circunstancia podría desprenderse de Frank sino, por el contrario, retenerlo para que hiciera todo lo posible para evitar que los socios noruegos recobraran parte de los clientes que él le había ganado a Schmitz. No podía convencerse de que Frank no había contribuido. El Tribunal Supremo había rechazado como única causa de su reciente prosperidad la enfermedad del alemán. Karp lo afirmaba así, pero ¿desde cuándo su palabra era infalible? Naturalmente que Frank había ayudado al negocio, pero, sencillamente, no tanto como se habían creído. Ida había tenido algo de razón. Pero acaso Frank retendría unos cuantos clientes; el tendero dudaba de su propia habilidad para conseguirlo. No tenía energía ni ánimos suficientes para enfrentarse solo con otra mediocre temporada. Los años habían carcomido sus fuerzas.

Cuando Frank bajó, inmediatamente se dio cuenta de que el tendero no era el de siempre, pero el dependiente estaba sobradamente preocupado con sus propios problemas para preguntarle a Morris lo que le ocurría. Con frecuencia, desde que Helen había subido a su habitación, se acordaba de aquel comentario suyo sobre la autodisciplina y se preguntaba por qué aquella palabra le había impresionado tanto, y por qué ahora le abrumaba insistentemente la cabeza como los golpes de un tambor. Sentía la belleza de esta idea de «autodisciplina». La belleza de una persona capaz de hacer las cosas tal y como quería. A esta sensación correspondía en cambio otra de angustia, consecuencia de aquel proceso de lenta descomposición de su carácter ocurrido hacía mucho tiempo, sin que hubiese levantado un dedo para evitarlo. Hoy, mientras rasuraba su dura barba con la maquinilla, se proponía saldar por completo, aunque poco a poco todos, los ciento cuarenta dólares que le había limpiado a Morris en los meses que llevaba trabajando para él, las cuentas estaban anotadas en un cartón que escondía en el zapato.

También pensó otra vez en confesarle a Morris su participación en el atraco. Hacía una semana que había estado a punto de soltarlo todo, incluso llegó a llamar al tendero por su nombre, pero cuando Morris levantó la mirada, Frank sintió que sería inútil y lo dejó correr. Había nacido, pensó, con una conciencia angustiada que nunca le proporcionó ventaja alguna aunque a veces le había gustado sentir su demoledor peso, porque por lo menos en esto se diferenciaba de los demás. Sentía verdaderos, casi incontenibles deseos de soltarlo todo y de empezar una vida nueva, de construir un amor ejemplar para Helen. Sólo de este modo sentaría los fundamentos necesarios y no habría fracasos.

Pero cuando se imaginaba a sí mismo confesándolo, y al judío con las orejas empinadas, el proyecto se le hacía insoportable. ¿Para qué buscarse más preocupaciones de las que ahora tenía? Además, ¿hacerlo así no era faltar ya desde el principio a su propósito de simplificar y arreglar las cosas y empezar una vida mejor? El pasado era el pasado y ojalá pudiera enviarlo a hacer gárgaras. Había tomado parte en el atraco, pero lo hizo de mala gana; al igual que Morris, era una especie de víctima de Ward Minogue. Solo no lo habría hecho. Esto no le disculpaba, pero por lo menos demostraba sus verdaderos sentimientos. Así pues, ¿qué necesidad tenía de delatarse si todo había ocurrido como por accidente? Era mejor olvidarse de los trapos viejos. Él no tenía control alguno sobre su pasado; tan sólo aprovecharía los escasos puntos a los que pudiera sacar algún partido y sobre los demás arrojaría un tupido velo. De ahora en adelante su única preocupación sería el futuro. Y el ideal de ese futuro lo constituiría su afán por una vida mejor que la presente.

Impaciente por empezar, esperaba el momento de vaciar el contenido de su cartera en la máquina registradora. Decidió intentarlo mientras Morris dormía la siesta; pero por alguna estúpida razón, a pesar de que no había nada que hacer, Ida bajó y se sentó en la trastienda con él. Tenía un aire fatigado, una expresión desanimada, y suspiraba con frecuencia pero sin decir nada, a pesar de que su actitud daba a entender que no resistía su presencia allí. Él ya lo sabía, Helen se lo había contado todo a su madre; naturalmente él se sentía incómodo, como si llevara la ropa mojada y ella no le permitiera cambiársela. Pero lo mejor era mantener la boca cerrada y dejar que Helen se las arreglara con ella.

Ida no quería marcharse, de modo que le resultó imposible devolver el dinero aunque el impulso de hacerlo le instigaba constantemente. Cada vez que entraba un cliente, Ida insistía en atenderlo personalmente, hasta que una vez, de vuelta del mostrador, le dijo a Frank, que estaba echado en el sofá con una colilla en la boca, que no se encontraba demasiado bien y que subía.

—Que se mejore —dijo él incorporándose. Pero ella no le respondió y por fin desapareció. Frank llevaba en la cartera dos billetes, uno de cinco y otro de uno; había decidido meterlo todo en la caja, aunque sólo se quedara con unas monedas en el bolsillo; a la mañana siguiente cobraría de nuevo. Primero registró solamente seis dólares para evitar la impresión de una venta poco probable y después abrió la máquina. Se sintió lleno de una repentina alegría ante su gesto y se le nublaron los ojos de emoción. Una vez en la trastienda, sacó del zapato el cartón y descontó seis dólares de la deuda total. Calculó que podría devolverlo todo en dos o tres meses sacando dinero del banco donde tenía alrededor de los ochenta dólares; lo restituiría poco a poco, y cuando se terminara el dinero del banco, tiraría de su sueldo hasta que el total fuera saldado. El truco consistía en devolver el dinero sin que nadie sospechara que él anotaba en la caja más de lo que el negocio daba.

Todavía estaba en plena euforia, cuando le llamó Helen.

—Frank —dijo—, ¿estás solo? Si no lo estás di que me he equivocado de número y cuelga.

—Estoy solo.

—¿Has visto qué buen tiempo hace hoy? He dado un paseo a la hora de comer y parece como si ya hubiese llegado la primavera.

—Todavía es febrero. No te quites el abrigo. Es demasiado pronto.

—Después de la festividad de Washington el invierno ya pierde su fuerza. ¿No percibes ese vaho tan maravilloso?

—En este momento no.

—Sal al sol —le decía ella—, se está calentito y es estupendo.

—¿Para qué me has llamado?

—¿Tengo que llamar por alguna razón determinada? —dijo quedamente.

—Siempre lo has hecho así.

—Te he llamado porque me gustaría verte esta noche en vez de Nat.

—No tienes que salir con él si no quieres.

—Será mejor que lo haga, por mi madre.

—Déjalo para otro día.

Lo pensó un minuto y después dijo que sería mejor acabar con el asunto de una vez.

—Haz como quieras.

—Frank, ¿crees que podremos encontrarnos después de despedirme de Nat? A las once y media o las doce lo más tarde. ¿Te gustaría que nos encontráramos a esa hora?

—Claro que sí, pero ¿de qué se trata todo esto?

—Te lo diré cuando nos veamos —dijo con una risita—. ¿Nos encontraremos en el Parkway o en el sitio de siempre frente a las lilas?

—Donde tú digas. El parque está bien.

—La verdad es que no me gusta la idea de ir allí desde que mi madre nos siguió.

—No te preocupes por esto, encanto —respondió Frank—. ¿Tienes algo agradable que contarme?

—Muy agradable.

Le pareció saber de qué se trataba. Se imaginó llevándola en brazos como una novia hasta su cuarto, y después, terminado todo, bajarla del mismo modo. Ella subiría sola sin temor a que su madre sospechara dónde había estado.

En aquel preciso momento entró Morris en la tienda y colgó.

El tendero inspeccionó la máquina registradora y la elevada cantidad que encontró le hizo suspirar. Al llegar el sábado habría por lo menos doscientos cuarenta o cincuenta, pero nunca más se alcanzarían esas sumas una vez que abrieran los noruegos.

Cuando se dio cuenta de que Morris fisgoneaba en la caja, Frank recordó que lo único que le quedaba encima eran unos setenta centavos. Hubiera deseado que Helen le hubiera llamado antes de haber devuelto los seis dólares a la caja. Si llovía aquella noche podría necesitar un taxi para llegar a casa o si subían a su cuarto acaso le apeteciera una pizza o algo de comer. De todas maneras siempre podía pedirle prestado un dólar a ella. También pensó en pedirle a Louis Karp un pequeño préstamo, pero la idea no le gustó.

Morris salió a comprar el Forward y al regresar lo extendió ante él sobre la mesa, pero no leía. No acertaba a ver claro en el futuro. Arriba, tumbado en la cama, había intentado idear distintos modos de reducir los gastos, pensó en los quince dólares semanales que le pagaba a Frank; le preocupaba esa cantidad tan grande. También recordó que éste había besado a Helen, y las advertencias de Ida. Todo esto le excitaba los nervios. Consideró seriamente despedir a Frank, pero no acababa de decidirse. Deseaba haberle echado hacía mucho tiempo.

Frank rechazó también la idea de pedirle dinero a Helen. No era oportuno hacerlo con la chica que le gustaba. Llegó a la conclusión de que lo mejor era volver a embolsarse un dólar de la cantidad que acababa de reponer. Le pesaba haber devuelto seis en vez de cinco y no haberse quedado con un dólar.

Morris miró de reojo a su dependiente sentado en el sofá. Y recordó aquella ocasión, en que, desde el sillón del barbero, había contemplado los clientes saliendo de su tienda con bolsas repletas; se sintió intranquilo. ¿Me robará?, pensó. La pregunta le llenaba de horror porque, aunque no era la primera vez que se la hacía, nunca había podido darse una respuesta satisfactoria.

Vio por la ventana de la pared que una mujer había entrado en la tienda. Frank se levantó del sofá.

—Atenderé yo, Morris.

—De todos modos tengo que recoger unas cosas en el sótano —dijo Morris, sin levantar la mirada de su periódico…

—¿Qué tiene allá abajo?

—Algunas cosas.

Frank se colocó detrás del mostrador y Morris bajó al sótano, pero no se quedó allí. Subió sigilosamente las escaleras y se estacionó detrás de la puerta del vestíbulo que daba a la tienda. Ojeaba por una rendija en la madera; veía con toda claridad a una mujer y le oía hacer el pedido. Sumó los precios de los artículos a medida que los pedía.

La cantidad ascendía a 1,81 dólares. Cuando Frank marcó la venta en la máquina, el tendero retuvo el aliento un doloroso instante; después entró en la tienda.

La clienta, apretando sus compras, ya iba camino de la puerta. Frank escondía la mano debajo del mandil y la metía en el bolsillo del pantalón. Miró al tendero con expresión asustada.

La cantidad marcada en la máquina era de 81 centavos.

Frank, aunque inmóvil de vergüenza, fingió que no pasaba nada.

Esto enfureció a Morris:

—La cuenta era de un dólar más, ¿por qué has marcado uno menos?

El dependiente, tras un insoportable rato de angustia, se oyó decir a sí mismo:

—Sólo se trata de un error, Morris.

—No —gritó furioso el tendero—. Oí detrás de la puerta del vestíbulo las cantidades que usted vendió. No crea que no estoy enterado de que ha hecho lo mismo en otras ocasiones. Deme el billete —le ordenó Morris, extendiendo una temblorosa mano. El angustiado dependiente intentó defenderse:

—Está cometiendo un error. La caja me debe un dólar. Me encontré falto de monedas de cinco así que le pedí veinte a Sam Pearl de mi propio dinero. Después, por error, marqué un dólar de venta para abrir la caja. Por esto lo he cobrado de esta manera. No ha pasado nada, le digo.

—¡Eso es mentira! —gritó Morris—. Dejé un rollo de monedas en la caja por si se necesitaban. —Con pasos largos se plantó detrás del mostrador, abrió la caja y mostró el rollo de monedas—. Ahora diga la verdad.

Esto no puede ocurrirme a mí ahora; ya soy otra persona, pensó Frank.

—Iba justo de dinero, Morris —confesó—, ésta es la verdad. Calculé que se lo devolvería mañana cuando me pagara.

Sacó el billete arrugado del bolsillo del pantalón y Morris se lo arrebató de la mano.

—¿Por qué no me lo pidió prestado en vez de robarlo?

El dependiente se dio cuenta de que esto no se le había ocurrido. La razón era muy sencilla: nunca había pedido prestado, tenía la costumbre de robar.

—No se me ocurrió. Cometí un error.

—Siempre se trata de errores —dijo el tendero con sarcasmo.

—Toda mi vida los he cometido —suspiró Frank.

—Me ha robado desde el primer día.

—Lo confieso —dijo Frank—, pero por amor de Dios, Morris, le juro que se lo estaba devolviendo. Hoy mismo repuse seis dólares. Por esto tiene tanto en el cajón desde la última vez que examinó la caja, esto fue antes de echarse la siesta. Pregúntele a la señora si hemos recogido más de dos dólares desde que usted se fue arriba. El resto lo puse yo.

Pensó en quitarse el zapato y mostrarle a Morris que había apuntado cuidadosamente el dinero robado. Pero no quería hacerlo puesto que la cantidad era tan alta que temía enfurecer todavía más al tendero.

—Lo ha devuelto —gritó Morris—, pero me pertenece a mí. No quiero ladrones por aquí.

Contó quince dólares de la caja.

—Aquí tiene la paga de la semana; la última. Ahora por favor, márchese de la tienda.

La ira había desaparecido de su voz. Hablaba con tristeza y con temor al mañana.

—Deme una última oportunidad —suplicó Frank—, por favor, Morris.

Su cara estaba demacrada, los ojos hundidos y su barba oscura como la noche.

Morris, aunque emocionado por el hombre, pensó en Helen.

—No.

Frank miró fijamente al judío pálido y desencajado, y al comprender, pese a las lágrimas que le asomaban a los ojos, que no cedería, colgó el mandil en un gancho y se fue.

En el momento en que apresuradamente entraba en el parque iluminado por los faroles, a las doce y media de la noche, la belleza nueva de la noche se mezcló en Helen con la mortal angustia de las inesperadas ausencias del ser querido. Aquella mañana, al salir a la calle, con su nuevo vestido bajo su abrigo viejo, la fragancia del día le había arrancado lágrimas de emoción y el sentimiento de que verdaderamente estaba enamorada de Frank. Ya no importaba lo que el futuro le ofreciera, nada podía impedirle ya aquella sensación de liberación y satisfacción que sentía en aquel preciso momento. Horas más tarde, ya con Nat Pearl, en una taberna de la carretera en la que se habían detenido para beber algo, y después, durante el paseo que él insistió en dar hasta Long Island, sus pensamientos seguían puestos en Frank y se sentía impaciente por encontrarse con él.

Nat era el mismo de siempre. Aquella noche se había lucido y prodigaba su gracia por todas partes. Hablaba embelesado y a pesar de ello era rechazado. No había cambiado en absoluto durante todos aquellos meses que habían transcurrido sin verse. Aparcados cerca de la oscura orilla con la bahía iluminada por las estrellas a sus pies, después de unas cautivadoras frases, la había rodeado con sus brazos.

—Helen, ¿cómo olvidarnos del placer de que gozamos en el pasado?

Ella, enfadada, lo apartó.

—Eso ya ha pasado, ya lo he olvidado. Si eres tan caballero, Nat, también deberías olvidarlo. ¿Acaso unas cuantas experiencias en la cama constituyen una hipoteca sobre mi futuro?

—Helen, no hables como una extraña. Caramba, tienes que ser más humana.

—Soy una persona humana, y no lo olvides, por favor.

—En cierta ocasión éramos buenos amigos. Ahora tan sólo quisiera reanudar esta amistad.

—¿Por qué no confiesas que por amistad entiendes otra cosa?

—Helen…

—No.

Él se recostó sobre el volante.

—¡Dios santo!, te has hecho muy susceptible.

—Las cosas han cambiado. Tienes que darte cuenta.

—¿Para quién han cambiado? —preguntó malhumorado—, ¿para aquel italianito con el que dicen que andas?

Por toda respuesta hubo un silencio glacial.

Camino de casa él intentó remediar lo dicho, pero Helen sólo le concedió una rápida despedida. Lo dejó con sensación de alivio y con la impresión de haber malgastado la noche.

Le preocupaba que Frank tuviera que esperarla tanto tiempo, cruzó la plaza iluminada aprisa y avanzó por un camino de grava bordeado por los altos arbustos de lilas hasta llegar al lugar del encuentro. A medida que se acercaba a su banco, le preocupaba el presentimiento de que él no estuviera, pero no podía acabar de creérselo; al fin tuvo que soportar la dolorosa desilusión de que, aunque había otras personas, él no estaba.

¿Era posible que ya se hubiese ido? No podía creerlo, siempre le había esperado, por más tarde que fuera. Y como le había dicho que tenía algo importante que decirle —que ya sabía que le quería—, sin duda alguna, él estaría deseando escucharla. Temiendo que le hubiera sucedido algún accidente, se sentó.

Generalmente estaban solos en aquel lugar, pero aquella noche del mes de febrero, al hechizo de una temperatura casi primaveral, habían aparecido otras personas. En un banco diagonalmente opuesto a Helen, en la oscuridad bajo las ramas que ya brotaban, estaban sentados dos jóvenes enamorados entrelazados en un largo beso. El banco a su izquierda estaba vacío, pero en el siguiente había un hombre durmiendo bajo una farola de luz débil. Un gato jugueteó con la sombra del dormido y se fue. El hombre despertó con un gruñido, miró con ojos adormilados a Helen, bostezó y volvió a dormirse. Los enamorados se separaron por fin y se fueron en silencio; el muchacho seguía torpemente a la feliz muchacha. Helen la envidió profundamente y la envidia era un desolador sentimiento para finalizar aquel día.

Echó una mirada al reloj y vio que ya pasaba de la una. Escalofriada, se levantó, pero volvió a sentarse para esperar unos últimos cinco minutos. Le parecía que las estrellas se reunían para agobiar más en su cabeza. La sensación de absoluta soledad, con la belleza primaveral de la noche, la entristecía. Estaba hastiada, profundamente desilusionada, de esperar sin recibir recompensa alguna.

Había un hombre de pie. Ante ella, sucio, apestando a whisky, un hombre permanecía en pie tambaleándose. Helen se medio levantó, llena de terror.

El desconocido se quitó el sombrero y dijo con voz gangosa:

—No me tengas miedo, Helen. La verdad es que soy un buen chico…, hijo de un policía. ¿Me recuerdas, verdad? Soy Ward Minogue; fui a la escuela contigo. En cierta ocasión mi viejo me dio una paliza en el patio de las niñas.

Aunque hacía años que no lo había visto, Helen lo reconoció, y recordó lo ocurrido cuando siguió a una de las niñas al lavabo. Instintivamente levantó la mano en un gesto de protección. Ahogó un grito por temor a que él la agarrara, y pensó en la estupidez y la fatalidad que suponía haber esperado para esto.

—Te recuerdo, Ward.

—¿Puedo sentarme?

Ella vaciló.

—Está bien.

Se apartó de él todo cuanto pudo. Parecía narcotizado. Estaba dispuesta a salir corriendo y a gritar en cuanto él hiciera un movimiento alarmante.

—¿Cómo me has reconocido en la oscuridad? —le preguntó Helen, fingiendo naturalidad mientras miraba disimuladamente a su alrededor calculando el mejor modo de escaparse. Si lograba rebasar los árboles le faltarían sólo unos veinte pies por el camino bordeado de arbustos para llegar a lugar seguro. Una vez alcanzara la plaza ya se encontraría con gente a quien acudir.

¡Que Dios me ampare!, pensó.

—Te he visto un par de veces, últimamente —le respondió Ward, frotándose lentamente la mano por el pecho.

—¿Dónde?

—Por aquí; una vez te vi salir de la tienda de tu viejo y supuse que eras tú. Todavía conservas el tipo —dijo con sonrisa amplia.

—Gracias. ¿No te encuentras bien?

—Siento ardores en el pecho y tengo un dolor de cabeza endemoniado.

—Llevo un tubo de aspirinas en el bolso.

—No, me hacen vomitar.

Helen advirtió cómo él miraba hacia la arboleda. Su miedo iba en aumento y pensó en ofrecerle su bolso con tal de que no la tocara.

—¿Cómo está tu novio, Frank Alpine? —preguntó guiñando sus ojos lacrimosos.

—¿Conoces a Frank? —le preguntó sorprendida.

—Es un viejo amigo mío, estuvo aquí buscándote.

—¿Se encuentra bien…?

—No demasiado —dijo Ward—, tuvo que irse a casa.

Ella se levantó.

—Me tengo que ir.

Él también estaba ya en pie.

—Buenas noches —añadió Helen.

—Me dijo que te diera esta nota. —Ward se metió la mano en el bolsillo del pantalón.

Ella no le creyó pero se paró lo suficiente para que él pudiera alcanzarla. La agarró con una rapidez asombrosa, ahogando su grito con una mano apestosa mientras la arrastraba hacia los árboles.

—Lo único que quiero es lo que le das a ese italiano —dijo Ward con un gruñido.

A patadas, a mordiscos en la mano, Helen logró soltarse. Pero él la cogió por el cuello del abrigo y se lo arrancó. Volvió a gritar, echó a correr, pero él la atrapó y logró taparle la boca. Ward la aplastó contra un árbol y le hizo perder el aliento. La sujetaba apretadamente por el cuello mientras con la otra mano abría violentamente el abrigo y tiraba de su vestido hasta dejar al descubierto su sostén.

Luchando, pataleando, logró darle entre las piernas con la rodilla. Él dio un grito de dolor y replicó abofeteándola. Helen sintió que le abandonaban las fuerzas y luchaba por no desmayarse. Gritó pero no oyó su grito.

Sintió el cuerpo de él temblando contra ella. Me han deshonrado, pensó, sin embargo se sintió extrañamente liberada de su presencia apestosa, como si él se hubiera sumido en un cubo asqueroso de basura y ella le hubiera dado una patada alejándolo. Sus piernas tambalearon y cayó al suelo. La idea de que se había desmayado cruzó vagamente por su cabeza, aunque todavía le dominaba la impresión de que luchaba por liberarse de él.

Se dio cuenta a medias de que alguien se estaba peleando cerca de ella: oyó el golpe de un puñetazo y el grito de dolor de Ward Minogue, que se alejaba tambaleándose.

¡Frank!, pensó, transida de alegría. En seguida sintió que alguien la levantaba suavemente y supo que estaba en sus brazos. Sollozó de alivio. Él le besaba los ojos, los labios y su pecho medio desnudo. La muchacha le apretaba fuertemente con los brazos, llorando, riendo, y murmurando que había venido a decirle que le amaba.

La dejó en el suelo y se besaron bajo la oscuridad de los árboles. Ella percibió un sabor a whisky en su aliento y por un instante sintió miedo.

—Te quiero, Helen —dijo a media voz; intentaba torpemente cubrirle el pecho con el vestido roto mientras se la llevaba más hacia la oscuridad de los árboles y desde allí hasta el inmenso y oscuro estrellado.

Cayeron de rodillas sobre la tierra de invierno. Helen susurró ansiosamente.

—Por favor, ahora no, querido.

Pero él le habló de su amor apasionado y de su espera larga y angustiada. Incluso ahora, pensaba en ella como en algo fuera de su alcance, siempre allá en su cuarto de baño mientras él la contemplaba como un espía. Y sofocó sus súplicas con besos.

Cuando todo hubo acabado ella gritó:

—¡Perro… perro incircunciso!