Los ingresos de la tienda, especialmente durante la Navidad y Año Nuevo, continuaron subiendo. Las últimas dos semanas de diciembre, Morris sacó el promedio poco común de ciento noventa dólares. Ida tenía ahora una nueva teoría respecto a la insólita afluencia de dinero: se había estrenado una casa de pisos de alquiler a unas manzanas de allí; además tenía noticias de que Schmitz ya no estaba tan pendiente de su tienda como antes. Un tendero soltero se volvía a veces un bicho raro. Morris no negaba estos hechos pero todavía seguía atribuyendo al dependiente la mayor parte de su suerte. Veía muy claras las razones por las que los clientes preferían a Frank, y un cliente trae siempre a otro. El resultado fue que el tendero llegaba a cubrir todos los gastos y con pequeños ahorros y sacrificios incluso logró saldar algunas cuentas pendientes bastante elevadas. Agradecido hacia Frank, a quien no parecía sorprender en absoluto la marcha cada vez más próspera del negocio, pensaba pagarle algo más que los miserables cinco dólares que, avergonzado, le daba; pero cauteloso, esperó a ver si los excelentes beneficios seguían en enero, época en que el negocio solía declinar. Aunque llegara a ingresar doscientos dólares regularmente cada semana, todavía no podía permitirse un dependiente. Para que las cosas se arreglaran realmente como es debido tendrían que recoger un mínimo de doscientos cincuenta o trescientos por semana, cosa del todo imposible.

Pero, ya que la situación había mejorado, Morris le dijo a Helen que quería que se guardara más dinero de sus bien ganados veinticinco dólares a la semana. Ahora podría quedarse con quince, y si el negocio continuaba así, quizá llegaría a prescindir de su ayuda. Por lo menos tenía esperanzas. Helen estaba encantada con sus quince dólares completamente libres. Necesitaba zapatos nuevos y le iría bien un abrigo, el que tenía parecía un trapito, y un vestido o dos. Además quería ahorrar unos cuantos dólares para pagar la matrícula en la Universidad. Ella juzgaba a Frank como su padre, él les había cambiado la suerte. Al recordar todo lo que le dijo en el parque acerca de sus ambiciones y el deseo de educarse, le pareció que algún día conseguiría lo que quería, pues evidentemente no era una persona corriente.

Iba con frecuencia a la biblioteca. Casi siempre que iba Helen, lo veía sentado con el libro abierto en una de las mesas; se preguntaba si pasaba allí todo su tiempo libre leyendo. Le admiraba por ello. Ella solía ir por lo menos dos veces a la semana, aunque solamente se llevaba uno o dos libros cada vez, porque constituía uno de sus pocos placeres volver a por otro. Cuando se sentía más sola le gustaba estar entre libros, aunque a veces la deprimía ver cuánto le quedaba todavía por leer. Al principio la inquietaba encontrarse tantas veces con Frank. ¿Qué buscaba en la biblioteca? Pero, al fin y al cabo, una biblioteca era una biblioteca y él, igual que ella, acudía allí a satisfacer ciertas necesidades. Como ella, leía mucho porque se encontraba solo, pensó. Llegó a esta conclusión después de oír la historia de la chica del circo. Poco a poco fue desapareciendo su intranquilidad.

A pesar de que generalmente se iba al mismo tiempo que ella, si ella no deseaba su compañía en el camino de regreso a casa, él no la molestaba. A veces ella cogía el tranvía desde el que lo veía a pie. Pero por regla general, con tal de que el tiempo no fuera demasiado malo, regresaban a casa juntos. Un par de veces habían entrado en el parque. Él continuó contándole cosas de su vida. Había llevado una existencia diferente a la mayoría de personas que conocía, y Helen envidiaba sus viajes por todas partes. La vida de ella era parecida a la de su padre, limitada a su tienda y a sus costumbres, que eran también las suyas. Morris rara vez se aventuraba más allá de la esquina, a no ser en ocasiones especiales, generalmente para devolverle a un cliente algo que había olvidado sobre el mostrador. Cuando vivía Ephraim y los dos eran niños, le gustaba a su padre bañarse los domingos por la tarde en Coney Island; en las fiestas judías, a veces iban a ver alguna obra de teatro judía, y hacían un viaje al Bronx a ver a algún amigo. Pero después de la muerte de Ephraim, pasaron los años sin que Morris fuera a ninguna parte. Tampoco ella iba a parte alguna, pero por otras razones. ¿Adónde podía ir sin un centavo? Había leído con entusiasmo sobre lugares lejanos, pero su vida transcurría apegada al hogar. ¡Quién hubiera podido visitar Charleston, Nueva Orleans, San Francisco! Había oído hablar tanto de ellas; pero apenas lograba salir del distrito de Manhattan. Cuando oía a Frank hablar de México, Texas, California, y otros lugares, volvía a darse cuenta de la pobreza de sus desplazamientos: todos los días, a excepción del domingo, cogía el metro BMT hasta la calle Treinta y cuatro; después hacía el camino inverso. A esto se añadían las visitas un par de veces a la semana a la biblioteca, por la noche. En verano seguía la misma rutina, interrumpida apenas, generalmente durante las vacaciones, por las pocas veces que iba a la playa de Manhattan; en alguna ocasión, si tenía suerte, asistía a un concierto o dos en el estadio de Lewisohn. Una vez, cuando tenía veinte años, sintiéndose excepcionalmente fatigada, su madre insistió en que fuera a un campamento de verano que no era demasiado caro, en Nueva Jersey. Antes de esto, todavía estudiante, pasó en Washington, D. C., un fin de semana con su clase de Historia de América, visitando edificios del gobierno. Aquí terminaban sus andanzas por el mundo. Era un crimen vivir tan pegada al lugar donde había vivido toda su vida. Las cosas que él contaba fomentaban su impaciencia. Sentía deseos de viajar, de vivir, de nuevas experiencias.

Cierta noche, sentados en un banco en una parte vallada del parque, más allá de la plaza rodeada de árboles, Frank le dijo que estaba resuelto a empezar a estudiar en otoño. Esto la excitaba y no la dejaba pensar en otra cosa. Se imaginaba todas las interesantes asignaturas que escogería, envidiaba toda la serie de personas interesantes que conocería en clase y lo que se divertiría estudiando. Se lo imaginaba vestido con trajes y el pelo más corto; quizá hasta se arreglaría la nariz; hablaría en inglés con más cuidado; se interesaría por la música, la literatura; aprendería cosas sobre política, psicología, filosofía. Cada vez querría aprender más; a medida que se valorizara ante sí mismo, los demás también le valorarían. Se imaginaba invitada por él a un concierto u obra de teatro de la Universidad, allí le presentaría a los compañeros de clase, personas con un futuro. Después, mientras cruzaran los jardines a oscuras, Frank le señalaría los edificios donde daba las clases, dirigido por distinguidos profesores. Y acaso si lograra cerrar muy apretadamente los ojos conseguiría ver el tiempo —sería el milagro de los milagros— en que Helen Bober estuviera matriculada allí, no como alguien de paso, asistiendo a una o dos clases nocturnas para volver a la mañana siguiente de nuevo al trabajo en la compañía de braguitas y sostenes Louisville Levenspiel. Por lo menos Frank la ayudaba a soñar.

Para prepararse mejor para la Universidad, Helen le dijo que sería conveniente que leyera algunas buenas novelas, algunas de las grandes. Quería que a Frank le gustaran las novelas, disfrutara con ellas al igual que ella misma. Así pues, ella pidió prestadas en la biblioteca Madame Bovary, Ana Karenina y Crimen y Castigo, todas ellas escritas por autores que él apenas conocía, pero ella le dijo que eran libros muy bonitos. Él se dio cuenta de que ella trataba cada volumen de hojas amarillentas como si tuviera en sus cuidadosas manos un trabajo del mismo Dios Todopoderoso. Como si —era frase de ella— se encontrara en ellos todo aquello que era necesario aprender: la Verdad sobre la Vida. Frank cargó con los tres libros hasta su habitación, pero, acurrucado en una manta para escapar al frío que se colaba por las ventanas mal ajustadas, era muy duro ponerse a leer. Resultaba difícil absorberse en la historia porque los personajes y los lugares eran desconocidos, sus raros nombres eran difíciles de retener y alguna de las frases resultaba tan endemoniadamente complicada que tenía que volver a su comienzo antes de haberla acabado. Las primeras páginas le irritaban, a medida que se abría camino en un verdadero bosque de hechos y acciones extrañas. A pesar de que permanecía horas enteras con la mirada fija en las páginas, empezando un libro y después otro y al final el tercero, exasperado, terminó por tirarlos a un lado.

Pero como Helen había leído y respetado aquellos libros, le avergonzaba no hacer lo mismo; así pues, recogió uno del suelo y se puso otra vez manos a la obra. A medida que dejaba atrás los primeros capítulos, la lectura iba haciéndose más fácil y empezó a interesarse por los personajes, y por sus vidas, algunas heridas de muerte. Al principio Frank leía a ratos, después con arrebatado entusiasmo y antes de que pasara mucho tiempo se las había arreglado para terminar los libros. Al principio le había despertado la curiosidad Madame Bovary, pero al final terminó asqueado, cansado e indiferente. No imaginaba por qué alguien quiso escribir sobre una tía así. Sin embargo, sentía cierta lástima por la manera en que ocurrieron las cosas sin dejar otra salida que la muerte. Ana Karenina era mejor; era una mujer más interesante, y más aún en la cama. No le gustaba que ella se matara debajo del tren al final. A pesar de que Frank llegó a la conclusión que podía pasarse sin leer el libro, le emocionaba la profunda transformación de Levin en el bosque, justamente después de haber pensado en colgarse. Por lo menos quería vivir. Crimen y Castigo le repelía y fascinaba al mismo tiempo. En ese libro no había tío que dejase de confesar algo que cada vez hacía abrir la boca. Se confesaban debilidades, enfermedades, crímenes. Raskolnikov, el estudiante, le cargaba; era ya demasiada miseria. Al principio Frank supuso que tenía que ser judío y le sorprendió que no lo fuera. Le pareció, en algunos capítulos del libro, aun cuando le excitaba, que le habían metido la cabeza en el agua sucia de las cunetas; en otros capítulos le pareció que llevaba borracho un mes. Le alegró llegar a la última página, a pesar de que le gustaba Sonia, la prostituta, y pensó en ella muchos días después de leer el libro.

Al cabo de algún tiempo, Helen le sugirió otras novelas de los mismos autores para que los conociera mejor, pero Frank se resistía diciendo que no estaba seguro de haber comprendido los que ya había leído.

—Estoy seguro de que sí —le respondió ella—, si has llegado a conocer los personajes realmente.

—Sí, sí, los conozco.

Pero para complacerla se tragó con dificultad otros dos gruesos libros. A veces llegaba a sentir la náusea en la misma punta de la lengua, la cara se le tensaba mientras leía, los ojos negros le brillaban, y fruncía el ceño, aunque lograba sentir un poco de alivio cuando llegaba al final. Se preguntaba qué gusto encontraba Helen en toda aquella maldita miseria humana, y llegó a sospechar que ella estaba enterada de que la espiaba en el baño y estaba utilizando los libros para castigarle. Pero le pareció una idea descabellada. De todos modos no podía dejar de pensar cómo las vidas de algunas personas naufragaban cuando eran incapaces de decidirse en el momento en que tenían que hacer algo, preocupándole también la facilidad con que un hombre deshacía su vida entera con una sola acción equivocada. Después de esto, sufría siempre, aunque hiciera lo imposible para enmendar el mal. A veces, el dependiente se quedaba sentado en su habitación hasta muy avanzada la noche, con el libro entre las manos tiesas y enrojecidas, la cabeza atontada a pesar del sombrero que llevaba, y sentía que ya no era una página impresa lo que tenía delante sino que leía sobre su propia vida. Al principio esto lo animaba, pero después lo deprimía profundamente.

Cierta noche lluviosa, cuando Helen estaba a punto de subir a la habitación de Frank a pedir que le permitiera devolverle algo que le había regalado y que ella no quería, sonó el teléfono; Ida salió apresuradamente a llamarla. Frank, que tumbado en la cama de su habitación contemplaba la lluvia a través de la ventana, la oyó bajar las escaleras. Morris estaba en la tienda despachando a alguien cuando entró Helen, pero su madre se había sentado en la trastienda, para tomar una taza de té.

—Es Nat —susurró Ida, sin moverse.

Ahora se convencerá a sí misma de que no me está escuchando, pensó Helen.

Su primer impulso fue no hablar al estudiante de Derecho, pero la voz de él era cálida y, para él, esto suponía un esfuerzo especial. Además, una voz cálida en una noche de lluvia sentaba muy bien. Podía imaginar fácilmente el aspecto que tenía mientras hablaba por el teléfono. Sin embargo ella hubiera querido que la llamara en diciembre, cuando lo deseaba tan desesperadamente, pues ahora volvía a sentir una cierta indiferencia hacia todo que no acababa de explicarse.

—Ya no se te ve por ninguna parte, Helen —empezó Nat—. ¿Dónde te escondes?

—Oh, he estado por ahí —respondió, luchando por dominar el ligero temblor de la voz—, ¿y tú?

—¿Tienes a alguien cerca escuchando? Tu voz suena forzada.

—Así es.

—Ya me lo pensaba. Bueno, pues, seré breve. Helen, hace ya mucho tiempo… quiero verte. ¿Qué te parece si nos vamos al teatro este sábado? Puedo sacar las entradas mañana mismo cuando pase por allí.

—Gracias, Nat, pero me parece que no —oyó un suspiro de su madre.

Nat carraspeó nervioso.

—Helen, me gustaría saber cómo puede uno defenderse contra una acusación de la que no se sabe ni de qué se trata. ¿Qué crimen he cometido? Cuéntame los detalles.

—No soy juez, no formulo acusaciones.

—Bueno, llamémoslo una causa… ¿De qué se trata esta causa? Un día estamos muy cerca el uno del otro, y al siguiente me encuentro solo en una isla desierta sombrero en mano. ¿Qué he hecho? Por favor, dímelo.

—Dejemos este tema.

En aquel momento Ida se levantó y entró en la tienda, cerrando suavemente la puerta tras ella. Helen le dio las gracias interiormente. Y mantuvo el tono de voz bajo para que no la pudiera oír por la ventana abierta en la pared que comunicaba con la tienda.

—Eres una chiquilla extraña —dijo Nat—, todavía te quedan algunas manías pasadas de moda. Siempre te he dicho que te castigas demasiado a ti misma. ¿Cómo es posible cargar con una conciencia tan abrumadora y calenturienta en estos tiempos? La gente es más libre en el siglo veinte. Perdona que te diga estas cosas, pero son verdad.

Ella se ruborizó ante el acierto de él.

—Tengo mis propios criterios —replicó.

—¿A qué se reduciría la vida de las personas si todos se recriminaran por cada momento hermoso que han pasado? —le discutía Nat—. ¿Dónde se quedaría la poesía que hay en la vida?

—Espero que estés solo —dijo enfurecida— en el sitio desde donde discutes con tanta naturalidad este tema.

El tono de él era cansado y dolido.

—Naturalmente que estoy solo. Dios Santo, Helen, ¿tan bajo he caído en tu estimación?

—Ya te he dicho lo que pasaba aquí. Hasta hace un minuto tan sólo estaba mi madre en la habitación.

—Lo siento, me había olvidado.

—Ahora ya no importa.

—Mira, muchacha —dijo con voz afectuosa—, el teléfono no es exactamente el modo de airear nuestras cosas personales. ¿Qué te parece si me acerco un momento a tu casa? Ahora mismo. Tenemos que llegar a algún acuerdo razonable. No soy precisamente lo que se llama un cerdo, Helen. Estás en tu perfecto derecho de dejar de hacer cualquier cosa que no sea de tu agrado, si me permites que hable claramente. Pero por lo menos seamos amigos y salgamos de vez en cuando. Déjame charlar un rato contigo ahora.

—En otra ocasión, Nat. Ahora tengo quehacer.

—Di cuándo.

—En otra ocasión.

—Y por qué no —dijo Nat cariñosamente.

Una vez hubo colgado él, Helen se quedó plantada ante el teléfono, preguntándose si había obrado bien. Tenía la sensación de no haber acertado.

Ida entró en la cocina.

—¿Qué quería Nat?

—Sólo era para charlar.

—¿Te pidió que salieras con él?

Ella confesó que sí.

—¿Y qué le respondiste?

—Le dije que saldríamos en otra ocasión.

—¿Qué quiere decir «en otra ocasión»? —dijo Ida molesta—. ¿No te das cuenta, Helen, de que ya eres una solterona? ¿Crees que es bueno quedarse sola tantas noches arriba en el piso? ¿Es que alguien se ha hecho rico leyendo? ¿Qué te pasa?

—No me pasa nada, mamá. —Se fue de la tienda y entró en el vestíbulo.

—No te olvides de que tienes veintitrés años —le gritó Ida.

—No me olvidaré.

Una vez arriba sus nervios aumentaron. Pensaba en lo que tenía que hacer sin querer hacerlo, y hacía lo que, sin embargo, sentía necesidad.

Ella y Frank se habían encontrado la noche pasada en la biblioteca, era la tercera vez en los últimos ocho días. Helen se dio cuenta cuando abandonaba la sala de que él llevaba torpemente un paquete bajo el brazo y pensó que contendría algunas camisas o ropa interior, pero en el camino Frank lanzó lejos su cigarrillo con gesto nervioso y parados bajo una farola le alargó el paquete.

—Tenga, esto es para usted.

—¿Para mí? ¿Qué es?

—Ya lo verá.

Lo aceptó sin muchas ganas y le dio las gracias. Helen también lo llevó torpemente durante el resto del camino hasta llegar a su casa; ni uno ni otro hablaron demasiado. La habían cogido por sorpresa. Si hubiera tenido un momento para pensarlo, lo hubiera rechazado con la disculpa de que era más prudente continuar tan sólo como amigos; porque, pensaba, la verdad era que no se conocían demasiado. Sin embargo, una vez tuvo el paquete en las manos no se había atrevido a devolvérselo. Era una caja de tamaño mediano y lo que había dentro pesaba; presentía que era un libro; sin embargo parecía demasiado grande. Mientras lo apretaba contra el pecho sintió una punzada de deseo hacia Frank y esto la turbó. Cuando faltaba una manzana para llegar a la tienda, le dio las buenas noches nerviosa, y se adelantó. Así era como se despedía cuando el escaparate de la tienda estaba todavía iluminado.

Ida estaba abajo con Morris cuando Helen entró en la casa, así que no hubo preguntas. Le recorrió un pequeño escalofrío cuando deshizo el paquete encima de la cama, dispuesta a esconderlo en cuanto oyera pisadas por las escaleras. Levantó la tapa, y se encontró con dos paquetes dentro, los dos envueltos en papel de seda blanco y atados con cintas rojas y unos lazos mal hechos; evidentemente los había hecho Frank. Cuando Helen hubo desatado el primer regalo quedó boquiabierta al ver un pañuelo alargado, tejido a mano, de una rica lana negra intercalada con hilos dorados. Y nuevamente se sorprendió ante el segundo regalo: una edición en cuero roja de las obras teatrales de Shakespeare. No había tarjeta.

Se sentó débilmente en la cama. Pensó que no podía aceptar. Eran artículos caros, probablemente le habían costado hasta el último céntimo del dinero que tan duramente ganaba y que guardaba para costearse los estudios. Y aunque no supusiera un sacrificio, le resultaba imposible aceptar sus regalos. No era oportuno, y viniendo de él, de alguna manera, menos.

Sintió deseos de subir en aquel preciso momento a su habitación y dejárselos en la puerta con una nota, pero le faltaba valor para hacerlo la misma noche en que se los había regalado.

La noche siguiente, después de un día preocupado, llegó a la conclusión de que tenía que devolverlos; y le pesó no haberlo hecho antes de que Nat llamara, pues así hubiera estado más tranquila por teléfono.

Helen se agachó y alargó el brazo debajo de la cama para coger la caja de cartón que contenía la bufanda y el libro de Frank. Le emocionaba pensar que él le había dado cosas tan hermosas… mucho más bonitas que los demás. Nat, en su mejor momento, le había regalado seis rosas pequeñas.

Los regalos son siempre un compromiso, pensaba Helen. Suspiró profundamente y subió con sigilo las escaleras con la caja en las manos. Llamó tímidamente a la puerta de Frank. Él había reconocido sus pasos y la esperaba tras la puerta. Tenía los puños apretados con las uñas clavándosele en las palmas de las manos.

Cuando abrió la puerta y su mirada cayó sobre lo que ella llevaba, su gesto era el de un recién abofeteado.

Helen entró torpemente en el cuartucho, cerrando la puerta de prisa. Contuvo su estremecimiento al ver la desnudez de la reducida habitación. Sobre la cama todavía sin hacer había un calcetín que él intentaba zurcir.

—¿Están los Fuso en casa? —preguntó con voz queda.

—Han salido —respondió él con tono apagado, mirando desilusionado a los regalos.

Helen le tendió la caja donde estaban.

—Muchas gracias, Frank —dijo intentando sonreír—, pero la verdad es que no creo que deba aceptarlos. Necesitarás hasta el último céntimo para pagarte la matrícula de la Universidad el próximo otoño.

—No es esto lo que te preocupa —dijo él.

Ella se ruborizó. Estuvo a punto de explicarle el drama que formaría su madre si por casualidad llegara a ver los regalos de él, pero tan sólo comentó:

—No puedo quedármelos.

—¿Por qué no?

No era fácil responderle; tampoco él facilitaba la situación; tan sólo se quedó plantado con los rechazados regalos en sus grandes manos, como si fueran algo vivo que de repente se hubiera muerto.

—No puedo —dijo Helen con dificultad—, tienes muy buen gusto, lo siento.

—Está bien —dijo él con voz cansada. Tiró la caja encima de la cama y el libro de Shakespeare cayó al suelo. Ella se agachó en seguida a recogerlo y quedó desconcertada al ver que se había abierto en Romeo y Julieta.

—Buenas noches —dijo ella.

Abandonó la habitación y bajó precipitadamente las escaleras. Una vez en su dormitorio le pareció oír, desde lejos, el llanto de un hombre. Se puso a escuchar atentamente con la mano puesta en su agitada garganta, pero ya no oyó nada.

Helen se dio una ducha para relajarse; después se puso el camisón y la bata. Cogió un libro, pero le resultaba imposible leer. Ya había notado en otras ocasiones ciertas señales de enamoramiento por parte de él, pero ahora estaba casi segura. La noche anterior, mientras caminaba a su lado con el paquete bajo el brazo le había parecido otra persona a pesar de que llevaba el mismo sombrero y abrigo. Parecía poseer una fuerza y una grandeza que ella no había acertado a ver hasta entonces. Él no confesó su amor pero lo llevaba dentro. Cuando caló lo que pasaba dentro de él, y fue casi en el preciso momento que le entregó el paquete, reaccionó con un frío estremecimiento. Era culpa suya el que las cosas hubieran llegado tan lejos. Sabía que la situación podía complicarse y hubiera querido impedirlo. Pero no sucedió así. En vez de aislarle ella le había dado ánimos. ¿Por qué si no iba tantas veces a la biblioteca sabiendo que él estaba allí? Y ella había hecho altos en sus paseos con él para tomar café y pizzas, escuchado sus historias, discutido sobre sus planes para estudiar y sobre los libros que él leía; y al mismo tiempo ocultaba a sus padres estos encuentros. Y él lo sabía. No era pues de extrañar que hubiera concebido esperanzas.

Lo desconcertante era que a veces le parecía que él le gustaba mucho. Era, por muchas razones, alguien que valía la pena, y, si un hombre le daba la sensación de ser sincero, ¿podía ella acaso reaccionar como una máquina y rechazarle? Sin embargo reconocía que no debía interesarse seriamente por él porque los líos estarían a la orden del día. Y complicaciones ya había tenido bastantes. Ahora deseaba una vida tranquila sin preocupaciones de cualquier clase que fueran. Podrían ser amigos, en tono menor; llegarían incluso a entrelazar sus manos en una noche de luna, pero no irían más lejos. Debió de haberle dado a entender esto; él hubiera guardado sus regalos para alguien que ofreciera más posibilidades, y ahora ella no sentiría remordimientos por haberle herido. Sin embargo, no cabía duda de que le sorprendió la aparente profundidad de su afecto hacia ella. Jamás hubiera imaginado que las cosas se desenvolvieran tan rápidamente, ya que en su vida habían sucedido precisamente al revés. Generalmente, se enamoraba ella primero, después el hombre respondía, a excepción, naturalmente, de Nat Pearl. Por ello le agradó que por una vez los términos se alteraran, e incluso deseó que esto se diera con frecuencia, pero con el hombre conveniente. Llegó a la conclusión de que tenía que frecuentar menos la biblioteca y así él comprendería, si es que aún no se había dado cuenta, que tenía que renunciar a su amor. Cuando él se hiciese a esta idea se le curaría la herida, si es que la tenía. Pero ella no cesaba de dar vuelta a estos razonamientos y, pese a su empeño, no lograba concentrarse en los libros. Cuando Morris e Ida, con paso fatigado, cruzaron su cuarto para ir al suyo, ya tenía la luz apagada y fingía dormir.

A la mañana siguiente, cuando marchaba al trabajo, vio toda consternada, que la caja que contenía los regalos de él estaba encima de unos grasientos papeles llenos de porquería dentro de los abarrotados cubos de basura sacados a la calle. Parecía como si hubieran apretado la tapa del cubo contra la caja pero que aquélla había caído a la acera. Levantó la tapa de la caja de cartón y vio los dos regalos, cubiertos de cualquier manera con el papel de seda. Enfurecida ante este inútil desperdicio, los sacó cuidadosamente de la caja aplastada de cartón y entró rápidamente en el vestíbulo. Si los llevaba arriba Ida le preguntaría sobre ellos, así que decidió ocultarlos en el sótano. Encendió la luz y bajó las escaleras silenciosamente, intentando no hacer ruido con sus altos tacones. Quitó el papel de seda y escondió los regalos, que no habían sufrido daño alguno, en el cajón inferior de una desvencijada cómoda que había allí. Envolvió el sucio papel de seda y los lazos rojos en una hoja de papel de periódico viejo, subió las escaleras y los metió a presión en el cubo de la basura. Helen observó cómo su padre desde el escaparate la miraba distraídamente. Entró en la tienda, dio los buenos días, se lavó las manos y se fue al trabajo. En el metro se sintió profundamente abatida.

Después de cenar aquella noche, mientras Ida lavaba los platos, Helen bajó a hurtadillas al sótano, rescató el pañuelo y el libro y subió con ellos al cuarto de Frank. Llamó, pero nadie respondió. Pensó en dejarlos en la puerta pero temía que él volviera a deshacerse de ellos a no ser que le hablara personalmente.

Tessie abrió la puerta.

—Le oí salir hace un rato, Helen. —Sus ojos no se apartaron de las cosas que llevaba Helen en la mano.

—Gracias, Tessie —dijo Helen ruborizada.

—¿Quieres dejar algún recado?

—No.

Volvió a su piso y una vez más ocultó los regalos debajo de la cama. Pero, entonces, cambió de idea y colocó el libro y la bufanda en distintos cajones de su cómoda, escondidos entre su ropa interior. Cuando subió su madre la encontró al lado de la radio.

—¿Sales esta noche, Helen?

—A lo mejor, no sé todavía. Acaso a la biblioteca.

—¿Por qué vas tanto a la biblioteca? Hace tan sólo un par de días que fuiste.

—Me encuentro allí con Clark Gable, mamá.

—Helen, no seas respondona.

Suspirando, le pidió disculpas.

Ida suspiró también.

—Generalmente los padres quieren que sus hijos lean más. Yo quiero que leas menos.

—Eso no hará que me case más pronto.

Ida se puso a hacer punto, pero pronto perdió la paciencia, y volvió a bajar a la tienda. Helen sacó las cosas de Frank, las envolvió en un papel grueso que había comprado viniendo a casa, las ató y tomó el tranvía hasta la biblioteca. Pero él no estaba allí.

A la noche siguiente le buscó primero en su cuarto, después, en cuanto pudo escaparse de casa, se fue a la biblioteca. Pero no le encontró ni en un sitio ni en otro.

—¿Todavía trabaja Frank aquí? —le preguntó a Morris a la mañana siguiente.

—Naturalmente que trabaja.

—Hace una temporada que no le veo —dijo Helen—, pensé que a lo mejor se había ido.

—Se irá cuando llegue el verano.

—¿Lo ha dicho él?

—Lo dice mamá.

—¿Y él lo sabe?

—Lo sabe. ¿Por qué me lo preguntas a mí?

Ella dijo que era simple curiosidad.

Por la noche, cuando entró en el vestíbulo, oyó los pasos del dependiente al bajar las escaleras y lo esperó en el rellano. Él la saludó con el sombrero y no parecía que iba a detenerse cuando ella le habló.

—Frank, ¿por qué tiraste tus dos regalos a la basura?

—¿Para qué los quiero?

—Es un derroche inútil. Debiste devolverlos y recuperar el dinero.

Una casi imperceptible sonrisa se dibujó en sus labios.

—El dinero se gana y se gasta fácilmente.

—No hagas broma. Los recuperé de la basura y los guardo en mi habitación para dártelos. No se han estropeado.

—Gracias.

—Por favor, devuélvelos y recupera tu dinero. Lo necesitarás en el otoño.

—Desde niño odio tener que devolver algo que haya comprado.

—Entonces dame los recibos y yo misma los devolveré en mi hora libre para comer.

—Los he perdido —le respondió.

—Frank, a veces las cosas salen al revés de lo que quisiéramos. No te sientas ofendido —dijo ella cariñosamente.

—Cuando no sienta ofensas, espero que ya me hayan enterrado.

Y se fue. Ella subió las escaleras.

Aquel fin de semana Helen volvió a tachar los días en el calendario. Descubrió que faltaban por tachar todos los días desde el primer día del año nuevo. Puso todo al corriente. El domingo mejoró el tiempo y se sintió inquieta. Volvió a desear que Nat la llamara; pero en vez de él la llamó su hermana y juntas pasearon en las primeras horas de la tarde por la calle ancha al borde del parque.

Betty tenía veintisiete años y se parecía a Sam Pearl. Grandullona y un poco feúcha, explotaba sin embargo su pelo rojizo y su buen carácter. Tenía un modo de pensar un tanto gris, opinaba Helen. No había demasiado de común entre ellas y tampoco se veían con frecuencia, pero de vez en cuando se reunían para charlar o para ir al cine juntas. Últimamente Betty se había prometido con un contable de su oficina y pasaba con él la mayor parte del tiempo. Ahora lucía un lujoso brillante en su estilizado dedo. Por una vez, Helen la envidiaba, y Betty, que pareció adivinarlo, le deseó la misma buena suerte.

Y ojalá sea pronto —dijo.

—Muchas gracias, Betty.

Habían dejado atrás algunas manzanas más, cuando Betty le dijo:

—No me gusta meterme en los asuntos privados de otros, Helen, pero hace mucho que quería preguntarte sobre lo que ha pasado entre tú y mi hermano Nat. Hace mucho tiempo le pregunté a él pero me contestó con evasivas.

—Ya sabes lo que ocurre con estas cosas.

—Me pareció que te gustaba.

—Es verdad.

—Entonces ¿por qué no sales ya con él? ¿Os habéis peleado, acaso?

—No. Sencillamente tenemos distintos proyectos.

Betty ya no preguntó más, pero al cabo de un rato comentó:

—Dale alguna vez otra oportunidad, Helen. La verdad es que Nat en el fondo es una buena persona. Shep, mi novio, también lo cree así. Su peor falta es que cree que su inteligencia le da derecho a todo tipo de privilegios. Ya verás como, con el tiempo, se le pasa esto.

—Acaso lo haga —dijo Helen—. Ya nos veremos alguna vez.

Volvieron a la tienda de dulces, donde Shep Hirsch, el futuro marido de Betty, rechoncho y gafitas, esperaba para llevarla de paseo en su Pontiac.

—Vente con nosotros, Helen —dijo Betty.

—Con mucho gusto. —Shep la saludó con el sombrero.

—Ven, Helen —aconsejó Goldie Pearl.

—Os lo agradezco a todos muchísimo —respondió Helen—, pero tengo que planchar mi ropa interior.

Una vez en casa, desde la ventana, se puso a mirar los patios de detrás. Quedaban los restos sucios de la nieve caída la semana anterior. No había ni una sola hoja verde, ni una flor para alegrar la mirada o levantar el ánimo. Se sentía acongojada y, desesperada, se puso el abrigo, se ató un pañuelo amarillo a la cabeza y volvió a marcharse de casa, sin saber exactamente qué camino coger. Distraídamente se dirigió al parque, ya sin hojas.

Cerca de la entrada principal del parque había una especie de pequeña isla en medio de la calle, un triángulo de cemento formado por la intersección de las avenidas que allí se cruzaban. Había también unos bancos en los que la gente solía sentarse durante el día y echaba cacahuetes y migas de pan a las alborotadas palomas que siempre revoloteaban por allí. Al acercarse, Helen vio un hombre en cuclillas al lado de uno de los bancos que daba de comer a los pájaros. A no ser por él la isla estaría desierta. Cuando se incorporó, las palomas revolotearon a su alrededor, unas cuantas se posaron en sus brazos y hombros, y una en los dedos, tomando a picotazos los cacahuetes del hueco de su mano. Otra muy gorda se sentaba en su sombrero. Al terminarse los cacahuetes el hombre batió palmas y los pájaros, aleteando ruidosos, se dispersaron.

Al reconocer a Frank Alpine, Helen vaciló. No tenía humor para pararse, pero al recordar el paquete que tenía escondido en el cajón de su cómoda, se propuso acabar aquel asunto de una vez para siempre. Alcanzó la esquina y cruzó la isla.

Frank la vio venir y no estaba seguro de que le importara demasiado verla o no. Sus esperanzas se habían hundido cuando le devolvió los regalos. Había pensado que si alguna vez ella llegara a enamorarse de él, su vida sufriría el cambio que él precisamente anhelaba, aunque a veces, cuando pensaba en cualquier nuevo cambio de vida, aunque fuera para mejor, se sentía desgraciado. Además, ¿cuál era la recompensa, por ejemplo, si se casara con una mujer como ella y tuviera que relacionarse con judíos todo el resto de su vida? Bajo estos pensamientos concluyó que tanto le daba si las cosas salían mal o bien.

—Hola —dijo Helen.

Él tocó levemente el sombrero. Tenía aspecto cansado, pero sus ojos estaban despejados y su mirada era firme, como si acabara de pasar por algún duro trance y lo hubiera superado. Helen estaba arrepentida de haberle causado cualquier molestia.

—Estuve resfriado —dijo él.

—Deberías tomar más el sol.

Helen se sentó en el borde del banco, como si tuviera miedo, pensó él, de que le pidiera alquiler por utilizarlo; él se sentó un poco separado de ella. Una de las palomas empezó a perseguir a otra trazando círculos hasta que terminó por posarse encima de ella. Helen apartó la mirada pero Frank los contempló distraídamente hasta que los pájaros alzaron el vuelo.

—Frank —dijo ella—, no quisiera ser pesada, pero si hay algo que no aguanto es que las cosas se malgasten. Yo sé que no eres Rockefeller, así que, ¿te importaría darme el nombre de las tiendas donde compraste tus regalos para que yo pueda devolverlos? Creo que se puede hacer sin los recibos.

Los ojos de ella, advirtió Frank, eran de un azul frío, y aunque lo creyó ridículo, le tenía un poco de miedo, como si ella fuera una mujer demasiado resuelta, demasiado profunda para él. Al mismo tiempo le dio la sensación de que todavía le gustaba ella. Se había creído curado, pero al estar tan juntos se dio cuenta de que no era así. En realidad sentía hacia ella una verdadera atracción, aunque sin esperanza, y aun probablemente algo más que esto, porque en el fondo quizá guardaba todavía alguna esperanza. Tuvo la sensación, sentado allí a su lado, y al ver su cara triste y cansada, que todavía le quedaba una oportunidad.

Frank chascó uno a uno los nudillos. Se volvió hacia ella.

—Mira, Helen, a lo mejor intento ir demasiado aprisa; si es así lo siento. Soy de los que no son capaces de contener durante mucho tiempo su cariño. Me gusta dar cosas, ¿comprendes?, aunque también sé que no a todo el mundo le agrada aceptar. Pero esto no es asunto mío. Mi modo de ser me obliga a dar y aunque lo quisiera no podría cambiar. Así que ya ves. Siento también haberme enfadado y haber tirado los regalos al cubo de la basura y que después tú tuvieras que sacarlos. Pero lo que quería decirte es que por qué no guardas algo de lo que te he dado. Tómalo como un pequeño recuerdo de alguien que conociste en cierta ocasión y que quiso con ello agradecerte los buenos libros que le recomendaste. No tienes por qué temer que te pida algo a cambio.

—Frank… —empezó, ruborizándose.

—Déjame terminar. ¿Qué te parece este trato? Si tú te quedas con una de aquellas cosas yo devolveré la otra a la tienda y recuperaré el dinero. ¿Qué te parece?

No sabía qué decir, pero como a toda costa quería terminar con el asunto, aceptó su proposición.

—Estupendo —respondió Frank—; ahora dime, ¿cuál prefieres?

—Pues, el pañuelo es muy bonito, pero prefiero quedarme con el libro.

—Pues quédate el libro —dijo—. Puedes darme la bufanda cuando quieras y te prometo que la devolveré.

Encendió el cigarrillo y respiró profundamente.

Ella pensó en despedirse, ahora que el asunto estaba decidido, y continuar su paseo.

—¿Tienes algo que hacer? —preguntó él.

Ella esperaba la invitación de un momento a otro.

—No.

—¿Qué te parece si nos vamos a un cine?

Tardó algo en responder. ¿Empezaba de nuevo? Pensaba en establecer ciertos límites para evitar que él volviera a confiarse de nuevo. Sin embargo, respetando los sentimientos de él que ella misma había herido, creyó mejor preparar cuidadosamente sus palabras y hablarle después, más despacio y con tacto.

—Tengo que regresar temprano.

—Bueno, pues vámonos —dijo él levantándose.

Mientras caminaban ella se preguntaba si no había cometido un error al aceptar el libro. A pesar de lo dicho respecto a que nada esperaba a cambio le pareció que un regalo siempre era un compromiso y no deseaba tener ninguno con él. Sin embargo, cuando, casi sin darse cuenta, se volvió a plantear si él le gustaba, tuvo que admitir que en efecto un poco. Pero no tanto como para prendarse de él; le gustaba, pero sin que llegara a despertar sus sentimientos más profundos. No era la clase de hombre del que desearía enamorarse. Esto lo aclaró perfectamente en su cabeza pues, entre otras desventajas, había algo en él evasivo y oculto. A veces aparentaba ser más de lo que era, a veces menos. No acertaba a explicárselo del todo, pues si en algunas ocasiones él lograba superarse ante ella, mostrando una amplitud de miras y una inteligencia nada comunes, era evidente que estas cualidades, casi imposibles de fingir, las llevaba dentro. No podía sacarlas de la nada. En su interior había más de lo que aparentaba. Pero aun así, ocultaba lo que realmente era y lo que no era. Con una mano el prestidigitador mostraba sus cartas, con la otra las transformaba en humo. En el preciso momento que se mostraba tal como era, y que confesaba quién era, se empezaba a dudar de si era verdad lo que mostraba. Se miraba a un espejo y se veía otro espejo, de modo que no acababa de saber qué era lo sincero, lo real o lo importante. Poco a poco había llegado a la conclusión de que al confesar los azares de su existencia, la sinceridad era fingida; su truco consistía precisamente en ocultar su verdadera personalidad. Pero acaso no lo hacía a propósito… acaso no se daba cuenta que lo hacía. Se preguntaba si él había estado alguna vez casado. En cierta ocasión él le había dicho que no. ¿Y acaso queda algo por contar respecto a aquella desgraciada muchacha del circo a la que besó tan sólo una vez? Él aseguraba que no. Y si era así, ¿por qué la dominaba la impresión de que él había hecho algo… algo que se había inculpado de un modo que ella no acertaba a adivinar?

Al acercarse al cine, una de las advertencias de su madre cruzó por su imaginación y casi involuntariamente dijo:

—No te olvides de que soy judía.

—¿Y qué importa? —respondió.

Una vez en la oscuridad del cine, Frank, recordando esta respuesta, se sintió lleno de júbilo, como si hubiera traspasado de cabeza un muro de ladrillos sin un solo rasguño.

Ella se había mordido la lengua pero no le había contestado.

De todos modos, pensó Helen, llegado el verano se irá.

Ida se sentía muy triste de haber retenido a Frank cuando hubiera podido deshacerse de él con tanta facilidad. Se sentía culpable de ello y la preocupación le acosaba. Aunque no tenía pruebas, sospechaba que Helen se entendía con el dependiente. Al menos algo ocurría entre ellos. No había preguntado a su hija qué pasaba, porque una respuesta negativa la habría avergonzado. A pesar de haberlo intentado verdaderamente no podía fiarse de Frank. Cierto que él había salvado el negocio, pero ¿cuál sería el precio de ello? A veces, a solas con él en la tienda, su expresión le parecía poco franca. Frank suspiraba con frecuencia, hablaba a media voz consigo mismo y si se daba cuenta de que le observaban disimulaba. Hiciera lo que hiciera siempre parecía que lo hacía con segunda intención. Parecía un hombre con dos personalidades. Con una estaba aquí, con la otra en algún extraño lugar. Incluso cuando leía parecía hacer otra cosa. Y su silencio era un idioma especial que ella no acertaba a comprender. Algo le preocupaba y ella sospechaba que era su hija. Solamente cuando Helen entraba por casualidad en la tienda o en la trastienda coincidiendo con él allí, lograba relajarse y convertirse en una sola persona. Ida estaba preocupada, a pesar de que no lograba descubrir en Helen nada que confirmara sus sospechas. En presencia de él, Helen permanecía callada, absorta, casi fría. No devolvía la mirada a aquellos ojos inquietos, siempre le daba la espalda. Precisamente este hecho era motivo de preocupación para Ida.

Cierta noche, después de que Helen se fuera de casa, su madre oyó las pisadas del dependiente que descendía las escaleras, cogió rápidamente el abrigo, envolvió la cabeza en un mantón y le siguió con paso pesado por la poca nieve que había caído. Él anduvo hasta el cine, situado unas cuantas manzanas más allá, pagó la entrada y entró. Ida tenía casi la certeza de que Helen le esperaba dentro. Volvió a casa con el corazón en un puño y se encontró con su hija en el piso planchando. Otra noche siguió a Helen hasta la biblioteca. Ida esperó al otro lado de la calle durante casi una hora temblando de frío hasta que Helen salió; después la siguió a casa. Se regañaba a sí misma porque era tan suspicaz, pero nunca lograba liberarse de la duda. En cierta ocasión, escuchando desde atrás oyó a su hija y el dependiente hablando sobre un libro. Esto le molestó, y cuando Helen mencionó más tarde que Frank pensaba empezar a estudiar en el otoño, a Ida le pareció que él se lo decía tan sólo para que ella se interesara por él.

Le habló a Morris y le preguntó cautelosamente si él había observado que el trato entre Helen y el dependiente fuera más íntimo.

—No seas tonta —le contestó el tendero. A veces él también había pensado en esa probabilidad y se había preocupado, pero después llegó a la conclusión de que eran muy diferentes el uno del otro y desechó la idea.

—Morris, tengo miedo.

—Tienes miedo de todo, hasta de lo que no existe.

—Dile que se vaya ahora… el negocio va mejor.

—Cierto, pero qué importa esto —dijo entre dientes—, ¡quién sabe cómo irá la semana que viene! Decidimos que se quedaría hasta el verano.

—Morris, nos armará algún lío.

—¿Qué clase de lío?

—Espera, ya verás —dijo, juntando las manos—, ocurrirá una tragedia.

Al principio el comentario le molestó, pero después le llenó de preocupación.

A la mañana siguiente el tendero y su dependiente estaban sentados a la mesa, pelando patatas calientes. Habían escurrido el agua de la olla y la habían colocado de costado; estaban sentados cerca del montón humeante de patatas, inclinados sobre ellas, mondando las pieles manchadas de sal, con pequeños cuchillos. Frank no parecía tranquilo. No se había afeitado y tenía ojeras. Morris pensó que acaso había bebido, pero no olía a alcohol. Trabajaban en silencio, absorto cada uno en sus pensamientos.

Al cabo de media hora de trabajo, Frank, inquieto en su silla, comentó:

—Dígame, Morris, suponga que alguien le preguntara en qué creen los judíos, ¿qué le diría usted?

El tendero dejó de pelar las patatas incapaz de responder inmediatamente.

—Lo que me gustaría saber, es qué es un judío en realidad.

No le complacían a Morris estas preguntas dada su escasa cultura, pero sin embargo se sentía obligado a responder.

—Mi padre solía decir que lo único necesario para ser un buen judío es un buen corazón.

—¿Y usted qué dice?

—Lo más importante es el Torah. Ésta es la Ley… un judío tiene la obligación de creer en la Ley.

—Bueno y ahora le pregunto —continuó Frank—, ¿se considera usted un verdadero judío?

—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Morris, sobresaltado.

—No se ofenda —respondió Frank—, pero yo puedo darle una razón por la que no lo es. La primera es que no va usted a la sinagoga, por lo menos yo no le he visto. No mantiene su cocina kosher.[7] Ni tan siquiera lleva uno de esos gorritos negros como cierto sastre que conocí en la parte sur de Chicago. Rezaba tres veces al día. Incluso le he oído comentar, a la señora, que abría usted la tienda en las festividades judías, sin importarle nada sus protestas.

—A veces —dijo Morris ruborizándose—, para poder comer, hay que abrir en día de fiesta. El día de Yom Kippur no abro. Pero no me preocupa lo kosher, para mí eso está pasado ya. Lo que me importa es seguir la Ley Judía.

—Pero todas estas cosas forman parte de la Ley, ¿verdad? ¿Y no dice la Ley que no se puede comer cerdo? Pues yo le he visto probar el jamón.

—Para mí carece de importancia el comer o no cerdo. Para algunos judíos esto es grave, pero yo no lo creo así. Nadie me podrá decir que no soy judío porque a veces, cuando tengo la boca seca, me coma un poquito de jamón. Pero les creeré cuando me digan que olvido la Ley. Y ésta manda ser justos, buenos. Quiere decir que hay que ser así con los demás. Nuestra vida ya es bastante dura. ¿Por qué hemos de herir a otros? No somos animales. Todos debiéramos tener lo mejor, no solamente usted y yo. Precisamente por esto necesitamos la Ley. Esto es lo que cree un judío.

—Me parece que otras religiones tienen estas ideas también —dijo Frank—, pero, ahora, dígame, ¿por qué puñetas sufren tanto los judíos? A mí me parece que les gusta sufrir, ¿verdad, Morris?

—¿A usted le gusta sufrir? Sufren porque son judíos.

—A eso me refiero, sufren más de lo que les toca.

—Mientras se vive se sufre. Unos más, otros menos, pero nadie lo desea. Sin embargo, si un judío no sufre por la Ley, su sufrimiento es inútil.

—¿Por qué sufre usted, Morris? —preguntó Frank.

—Sufro por usted —dijo tranquilamente Morris.

Frank dejó el cuchillo sobre la mesa, le dolía la boca.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que usted también sufre por mí.

El dependiente dio por terminada la discusión.

—Si un judío se olvida de la Ley —dijo por último Morris—, no es un hombre bueno.

Frank volvió a coger su cuchillo y prosiguió pelando las patatas. El tendero se cuidaba de su montón en silencio. El asistente no volvió a hacer preguntas.

Mientras se enfriaban las patatas, Morris, preocupado por la charla, trataba de adivinar por qué Frank la había provocado. Instintivamente el pensamiento de Helen cruzó su cabeza.

—Dígame la verdad —dijo—, ¿por qué me ha hecho estas preguntas?

Frank se removió en la silla y contestó muy despacio:

—A decir verdad, Morris, en cierta época no me hacían demasiada gracia los judíos.

Morris le miró sin pestañear.

—Pero de esto hace mucho tiempo —continuó Frank—. No creo que los entendiera ni conociera muy bien.

Tenía la frente empapada de sudor.

—Esto ocurre con mucha frecuencia —dijo Morris.

Pero su confesión no alivió gran cosa al dependiente.

Cierta tarde, poco después del almuerzo, Morris acertó a mirarse en el espejo y se sintió avergonzado de su pelambrera, que espesamente le bajaba por el cuello. Así que le dijo a Frank que se iba al barbero al otro lado de la calle. El dependiente, que estudiaba la hoja de las carreras del Mirror, le respondió con la cabeza. Morris colgó el mandil y entró en la tienda a coger cambio de la caja. Tomó unas cuantas monedas de veinticinco centavos, comprobó los recibos del día y se sintió satisfecho. Se fue de la tienda y cruzó los raíles del tranvía, camino de la barbería.

Había un sitio vacío y no tuvo que esperar. Mientras el señor Giannola, que olía a aceite de oliva, trabajaba en él y charlaban, Morris, a pesar de sentirse avergonzado porque el barbero tuviera que cortar tanto pelo, se pasó pensando la mayor parte del tiempo en la tienda. Si continuara así… no llegaría a la altura del paraíso de Karp, pero por lo menos podría vivir, habría superado la terrible miseria de meses atrás… se sentiría satisfecho. Ida volvía a darle la lata para que vendiera, pero ¿de qué serviría vender antes de que las cosas mejoraran por todas partes y pudiera encontrar otro local que le inspirara confianza? Al Marcus, Breitbart, y todos los repartidores con quienes hablaba, todavía se quejaban del negocio. Lo mejor sería no complicar más las cosas y dejarse estar. Si acaso, en el verano, cuando se fuera Frank, intentaría la venta y buscaría un nuevo local.

Mientras descansaba en la silla del barbero, el tendero, contemplando por la ventana su propia tienda, vio, satisfecho, que por lo menos tres clientes habían entrado desde que tomó asiento. Un hombre se llevaba una bolsa grande que abultaba mucho; Morris se imaginó que por lo menos contenía seis botellas de cerveza. Además habían salido dos mujeres con pesados paquetes, una con la bolsa de compras repleta, calculando por lo menos dos dólares por cada una. En total, se imaginó que ya había recogido un hermoso billete de cinco y que se había ganado el corte de pelo. Cuando el barbero le quitó la toalla que le envolvía y Morris regresó a la tienda, encendió una cerilla e iluminó la máquina registradora, y examinó, ansioso, los números. Enormemente sorprendido, vio que sólo en algo más de tres dólares había aumentado la cifra que marcaba en el momento de ir al barbero. Estaba atónito. ¿Cómo podía ser solamente tres dólares si las bolsas iban cargadas hasta el tope de mercancía? ¿Acaso se trataba de un par de cajas de algún artículo voluminoso como los copos de maíz y que importaban poco dinero? No podía creer lo que veían sus ojos y se sintió enfermar.

Ya en la trastienda, colgó el abrigo y con dedos torpes se ató los cordones del mandil.

Frank levantó la mirada de la hoja de carreras y sonrió.

—Parece otro sin tanta lana encima, Morris. Parece una oveja recién esquilada.

El tendero, con la tez color de la ceniza, asintió con la cabeza.

—¿Qué le ocurre? Está palidísimo.

—No me siento demasiado bien.

—¿Por qué no sube y se echa su siestecita?

—Más tarde.

Se sirvió, con mano temblorosa, una taza de café.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó de espaldas al dependiente.

—Así, así —respondió Frank.

—¿Cuántos clientes ha tenido desde que me fui al barbero?

—Dos o tres.

Incapaz de afrontar la mirada de Frank, Morris se fue a la tienda y se plantó frente al escaparate, con la mirada fija en la barbería, con la cabeza confusa y atormentado por la angustia. ¿Robaba el italiano de la máquina registradora? Los clientes se habían ido con las bolsas repletas, ¿y qué quedaba para demostrar? ¿Acaso les había fiado? Le había advertido que no lo hiciera. Entonces, ¿de qué se trataba?

Entró un hombre y Morris le atendió. El cliente se gastó cuarenta y un centavos. Al marcar la venta comprobó que sumaba correctamente con la cifra anterior. Así que la máquina funcionaba bien. Ahora casi tenía la certeza de que Frank le robaba. Y cuando se preguntaba desde cuándo sería se quedaba congelado.

Frank entró en la tienda y se dio cuenta del aturdimiento del tendero aliado de la ventana.

—¿No se siente mejor, Morris?

—Ya se me pasará.

—Cuídese. No querrá ponerse enfermo otra vez.

Morris se mojó los labios, pero ni respondió. Todo aquel día se sintió descorazonado. Pero a Ida no le dijo nada. No se atrevía.

Durante los días siguientes observó cuidadosamente al asistente. Había decidido darle el favor de la duda, pero también vigilarle hasta saber la verdad. A veces se sentaba en la mesa, dentro, y fingía leer, pero escuchaba cuidadosamente cada artículo que el cliente pedía. Se anotaba los precios y, mientras Frank envolvía las cosas, sumaba rápidamente la cuenta aproximada. Cuando el cliente marchaba él se iba distraídamente por la máquina registradora y disimuladamente examinaba la cantidad que había marcado el dependiente. Y céntimos más o menos, siempre se acercaba a la cantidad que él había calculado. Entonces decía que se iba arriba un ratito, pero, en realidad, se estacionaba en el vestíbulo, detrás de la puerta interior. Fisgoneaba en la madera a través de la cual lograba ver la tienda. Desde allí iba sumando en la cabeza los precios de la mercancía que se iba vendiendo, y al cabo de un cuarto de hora aproximadamente regresaba a la tienda y comprobaba las cifras. Y también se encontraba con las cantidades que había calculado. Empezó a creer que se equivocaba. Quizá había estimado demasiado alto el contenido de aquellas bolsas de los clientes desde la barbería. A pesar de todo le costaba creer que se hubieran gastado solamente tres dólares; a lo mejor Frank se había dado cuenta y ahora iba con pies de plomo.

Entonces pensó Morris que efectivamente el dependiente podía estar robándole, pero, en este caso, era más culpa suya que de él. Era un hombre hecho y derecho y por tanto con las necesidades de un hombre a las que había de atender tan sólo con los seis o siete dólares semanales que ganaba. Era cierto que en el sueldo entraba su habitación y las comidas, además de cigarrillos, pero ¿qué eran seis o siete dólares en estos tiempos cuando un par de zapatos decentes costaba ocho o diez? La culpa, por lo tanto, era suya por darle a un trabajador un sueldo de esclavo a cambio de sus servicios. Además había que tener en cuenta las cosas de más que Frank hacía voluntariamente. Por ejemplo, la semana pasada había desatascado el tubo de desagüe en el sótano con un alambre largo, ahorrándole así cinco o diez dólares que, sin duda, hubiera cobrado un lampista. Finalmente no podía olvidarse que su mera presencia había mejorado notablemente la tienda.

Así que, pese a sus todavía escasas ganancias, una tarde ya avanzada, mientras él y Frank guardaban unas cajas de mercancía recién llegadas, Morris le dijo a su asistente, que estaba subido a la escalera:

—Frank, creo que de ahora en adelante hasta llegar al verano le subiré el sueldo a quince dólares limpios, sin comisiones. Me gustaría pagarle más, pero ya sabe cómo va la venta.

Frank tendió la mirada hasta el tendero:

—¿Y para qué, Morris? La tienda no puede pagarme más de lo que me paga ahora. Si gano quince sus beneficios serán una miseria. Déjelo estar como hasta ahora; con ello yo me doy por satisfecho.

—Un hombre joven necesita y gasta más.

—Tengo todo lo que necesito.

—Deje que se haga como digo.

—No lo quiero —dijo el dependiente molesto.

—Cójalo —insistió el tendero.

Frank terminó de colgar lo que tenía arriba y, cuando bajó, dijo que se iba a la tienda de Sam Pearl. Apartó la mirada cuando pasó al lado del tendero.

Morris continuó colocando las conservas en los estantes. Antes de confesar a Ida la subida del sueldo de Frank y dar lugar a una discusión, decidió sacar de la caja el dinero que necesitaba para pagarle, un poquito cada día para que no se notara. Se lo daría a escondidas al dependiente en algún momento el sábado, antes de que Ida le entregara su sueldo de siempre.