Un sábado de diciembre por la mañana, Morris, que llevaba más de dos semanas arriba, en la casa, ausente de la tienda, bajó con la cabeza ya curada. La noche anterior, Ida le había comunicado a Frank que tendría que irse por la mañana, pero al saberlo Morris lo discutió con ella. Aunque nada le había dicho a Ida, el tendero, después de su retiro, se sentía deprimido ante la perspectiva de tener que reanudar su triste vida en la tienda. Le aterraban las horas muertas, llenas de recuerdos de los años perdidos en la juventud. Lo consolaba un poco la mejora en los negocios pero no lo suficiente, pues estaba convencido de que, tal como Ida se lo explicaba, los negocios iban mejor gracias exclusivamente a su asistente, al que recordaba como un desconocido de ojos hambrientos y digno de la mayor lástima. Y la explicación, por lo demás, era muy sencilla: la tienda no había mejorado porque aquel huésped del sótano fuera un mago, sino simplemente porque no era judío. Los gentiles del barrio se sentían más cómodos con uno de los suyos. Tenían atragantados a los judíos. Cierto que algunas temporadas habían frecuentado su tienda, le habían llamado por su nombre de pila y le habían pedido que les fiara como si tuviera la obligación de hacerlo, petición a la que con frecuencia, ingenuamente, había accedido. Pero en el fondo de sus corazones le odiaban. De no ser así, la presencia de Frank no hubiera determinado una diferencia tan súbita en los ingresos. Tenía miedo de que los cuarenta y cinco dólares más a la semana desaparecieran de la noche a la mañana si se despedía al italiano, y así se lo dijo a Ida. Ella, aunque temía que él tuviera razón, insistía en que Frank tenía que marcharse. Cómo retenerle, argumentaba, trabajando siete días a la semana, doce horas al día, por unos miserables cinco dólares a la semana. Era injusto. El tendero estaba de acuerdo en esto, pero insistía en por qué habían de poner al muchacho en la calle si quería quedarse. Cinco dólares eran poco, pero también había que tener en cuenta la cama y la comida, las cajetillas de cigarrillos gratis, y las botellas de cerveza que, según ella decía, se tragaba cada día. Si las cosas marchaban bien podría ofrecerle más, incluso una comisión pequeña, muy pequeña, por ejemplo todo lo que sobrepasara los ciento cincuenta dólares a la semana, cantidad que no había ingresado desde que Schmitz había abierto su tienda a la vuelta de la esquina; entretanto tendría los domingos libres y se le reducirían las horas de trabajo. Ahora que Morris podía abrir la tienda, Frank podría dormir hasta las nueve. La oferta no era una bicoca, pero el tendero concluyó que al menos se le daría la oportunidad de poderse quedar.
Ida, enardecida, con el cuello enrojecido, le dijo:
—¿Estás loco, Morris? Aun con los cuarenta dólares de más que entran, de los que ya le damos cinco, nuestros beneficios no nos permiten tenerlo a pensión. No tienes en cuenta lo que come. Es imposible.
—No podemos permitirnos el lujo de mantenerlo, pero tampoco el de despedirlo, pues lo más probable es que el negocio continúe mejorando si se queda —respondió Morris.
—Pero ¿cómo van a poder trabajar tres personas en una tienda tan pequeña?
—Podrás descansar de tus pies enfermos —dijo él—. Duerme más por la mañana, y estate más en casa, ¿por qué has de terminar todos los días tan cansada?
—Pero ¿cómo va a quedarse —siguió discutiendo Ida— en la trastienda toda la noche, de modo que no podamos entrar si hubiéramos olvidado algo?
—También he pensado en esto. Creo que rebajaré un par de dólares el alquiler de Nick y le diré que le ceda su cuartito pequeño a Frank para que duerma allí. De todas maneras no lo utilizan más que para guardar cosas. Allí, con mantas suficientes, estará cómodo, y por la puerta que da al rellano podrá entrar y salir con su propia llave sin que le moleste nadie. Puede lavarse en la tienda.
—También salen de nuestro pobre bolsillo esos dos dólares —replicó Ida, apretando entrelazadas las manos contra el pecho—. Pero lo más importante por lo que no quiero que se quede aquí es por Helen. No me gusta cómo la mira.
Morris la contempló con fijeza.
—A lo mejor prefieres el modo de mirarla de Nat Pearl o de Louis Karp. Todos los hombres miran igual. Más me interesa cómo lo mira ella a él.
Ella se encogió de hombros rígidamente.
—Estaba viendo lo que dirías. Sabes muy bien que Helen no se interesaría por un chico así. No le viene un dependiente. ¿Sale acaso con los viajantes de oficina? Y sabes que se lo han pedido. No, no, quiere algo mejor… y hace bien. Me parece que habrá jaleo —terminó murmurando.
Él se reía de sus preocupaciones y, cuando bajó a la tienda el sábado por la mañana, habló con Frank para proponerle que se quedara una temporada más. Frank se había levantado antes de las seis y estaba sentado, con aire abatido, en el sofá, cuando entró Morris. Aceptó inmediatamente continuar en la tienda en las condiciones que Morris ofrecía.
El dependiente, más animado ahora, dijo que le gustaba la idea de vivir cerca de Nick y de Tessie, y Morris, a pesar de los malos presagios de Ida, lo arregló todo aquel mismo día, prometiéndoles a los inquilinos una rebaja de tres dólares en el alquiler. Tessie sacó del cuarto a rastras un baúl, varias bolsas de ropa y algunos trastos; después pasó la aspiradora. Entre lo que ofreció ella y lo que Morris sacó del sótano, arreglaron una cama con un aceptable colchón, una cómoda todavía aprovechable, una silla, una mesita, una estufa eléctrica e incluso una radio vieja que Nick tenía por allí. Aunque la habitación era fría, porque no tenía radiador y la puerta que daba a la habitación calentada por el radiador de gas de los Fuso estaba cerrada, Frank estaba satisfecho. A Tessie la preocupaba la posibilidad de que éste tuviera que ir al baño durante la noche, y Nick, hablando del asunto con Frank, le dijo, en tono de disculpa, que a ella le daba vergüenza que pasara por su habitación de noche, pero él dijo que nunca se despertaba. De todas maneras, Nick hizo una copia de la llave del piso y dijo a Frank que si alguna vez se despertaba podía cruzar el rellano y entrar por delante sin despertarlos. Además, podría usar su bañera con tal de avisarlos cuando la necesitara.
El arreglo le pareció bien a Tessie. Todos estaban satisfechos, excepto Ida, visiblemente disgustada por haberse permitido a Frank que continuara en la casa: le hizo prometer al tendero que lo despediría antes de llegar el verano. El negocio siempre iba mejor en verano y Morris accedió. También le pidió que se lo dijera a Frank inmediatamente, y cuando el tendero la complació, el asistente sonrió amablemente, respondiendo que el verano todavía estaba lejos pero que de todas maneras estaba de acuerdo.
El tendero notó cómo iba mejorando. Se sentía de mejor humor que de costumbre. Habían vuelto algunos de sus antiguos clientes. Una mujer comentó que Schmitz ya no atendía tan bien como al principio; tampoco estaba bien de salud, e incluso estaba pensando en vender la tienda. Que la venda, pensó Morris. Que se muera, siguió pensando, y después se golpeó severamente el pecho.
Ida se quedaba arriba la mayor parte del día, al principio de mala gana, pero después cada vez más a gusto. Bajaba para preparar la comida y la cena —Frank siempre comía antes que Helen— y para preparar alguna ensalada si era necesario. Poco más hacía en la tienda; de la limpieza Frank se encargaba. En casa, Ida se dedicaba a sus labores, leía un poco, escuchaba los programas judíos por la radio y hacía punto. Había hecho un jersey a Helen con la lana que ésta había comprado. Por la noche, pasaba un rato en la tienda, apuntaba las cuentas en un cuaderno y, a la hora del cierre, se iba con Morris.
El tendero se llevaba bien con su asistente. Se repartieron las faenas y atendían a la clientela alternativamente, aunque todavía transcurría bastante tiempo entre cliente y cliente. Morris subía a casa a la hora de la siesta para así descansar de las faenas de la tienda. Animaba a Frank para que se tomara unas horas libres por la tarde con que romper un poco la monotonía del día. Frank, que se sentía algo desvelado, al fin empezó a hacerle caso. A veces subía a su habitación y escuchaba la radio tumbado en la cama. Generalmente, se tapaba el mandil con el abrigo y visitaba algunas de las otras tiendas de la calle. Le gustaba ir a ver a Giannola, el barbero italiano del otro lado de la calle, un viejo que había perdido hacía poco a su mujer y que se pasaba todo el día sentado en su tienda, que incluso cerraba mucho después de la hora normal; el viejo barbero cortaba muy bien el pelo. En alguna ocasión visitaba a Louis Karp y charlaba con él, pero, por regla general, Louis le aburría. A veces entraba en la carnicería de al lado, y se entretenía con Artie, el hijo del carnicero, un tipo rubio de aspecto desagradable, aficionado a montar a caballo. Frank le dijo que lo acompañaría alguna vez, pero pese a las invitaciones de Artie nunca lo hizo. De vez en cuando se tomaba una cerveza en el bar de la esquina; simpatizaba con Earl, el barman. Pero le gustaba regresar a la tienda.
Cuando él y Morris estaban juntos en la trastienda, pasaban la mayor parte del tiempo conversando. A Morris le agradaba la compañía de Frank, le gustaba oír hablar de lugares extraños y Frank le hablaba de los trabajos que tuvo y de las ciudades que conoció en sus correrías. Había pasado algún tiempo de su juventud en Oakland, California, pero, sobre todo al otro lado de la Bahía, en una casa en San Francisco. Le contó historias de sus difíciles tiempos de chiquillo. En la segunda casa a la que fue a parar el dueño lo obligaba a trabajar de firme en su taller mecánico. «No tenía todavía los doce años —contaba Frank—, y, siempre que podía, no me mandaba a la escuela».
Al cabo de tres años de estar con aquella familia, levantó vuelo. «Y aquí empezaron mis andanzas». El dependiente callaba y el tic-tac del reloj en el estante de encima del lavabo resultaba insulso y monótono. «Soy casi autodidacta», concluía.
Morris le contaba a Frank cosas de su vida en la vieja Europa. Su familia era pobre y objeto de persecución. Así que a punto de ser llamado a las filas del ejército del Zar, le había dicho su padre: «Huye a América». Un terrateniente, amigo de su padre, había facilitado el dinero para el pasaje. Sin embargo, esperó a incorporarse a filas, porque si se abandonaba el distrito antes de la incorporación, arrestaban al padre, lo multaban y encarcelaban. Pero si el hijo se escapaba después, no se podía culpar al padre. Morris y su padre, un traficante en mantequilla y huevos, planearon su huida después de su primer día de cuartel.
Así que aquel día, proseguía Morris, le dijo al sargento, un campesino de ojos enrojecidos y bigote generoso que olía a tabaco, que desearía comprarse unos cigarrillos en el pueblo. El sargento, medio borracho, le dio permiso, pero como Morris todavía no vestía uniforme tendría que acompañarle. Era un día de septiembre y acababa de llover. Anduvieron por un camino embarrado hasta llegar al pueblo. Allí, en una taberna, Morris compró cigarrillos para él y para el sargento; después, tal y como lo había planeado con su padre, invitó al sargento a beber vodka con él. Se le encogió el estómago cuando pensó en el riesgo que corría. Nunca había bebido en una taberna y nunca había intentado engañar a alguien hasta aquel extremo. El sargento se llenaba el vaso muchas veces, le contó a Morris la historia de su vida, y se echó a llorar cuando llegó a la anécdota de que había olvidado asistir al funeral de su madre. Después se sonó la nariz, y meneando un enorme dedo delante de las mismas narices de Morris le advirtió que, caso de tener planes de largarse, sería mejor olvidarlos si quería seguir con vida. Un judío muerto estorbaba menos que uno vivo. Morris sintió que una lúgubre tristeza se apoderaba de él. En el fondo del corazón acababa de renunciar a la libertad en muchos años venideros. Sin embargo, cuando abandonaron la taberna y regresaban, con paso torpe, hacia el cuartel, volvió a recobrar algunas esperanzas porque el sargento, medio borracho, se quedaba atrás. Morris se adelantaba lentamente y el sargento, formando una bocina con las manos, le vociferaba para que lo esperara. Morris se paraba y los dos proseguían juntos, al tiempo que el sargento murmuraba entre dientes. Pero después ocurrió que el sargento se paró a orinar en la cuneta. Morris fingió aminorar la marcha para esperarle pero siguió adelantando unos pasos; esperaba en cualquier instante la bala que le atravesaría los hombros y lo dejaría tumbado en tierra, relegado su futuro a los gusanos. Pero entonces, como si el destino de improviso tomara las riendas, echó a correr. Las voces y las maldiciones del sargento se hacían cada vez más fuertes, al tiempo que, dando tumbos, intentaba perseguirle blandiendo el revólver en alto. Pero cuando el sargento llegó a la curva de la carretera donde había divisado a Morris por última vez, sólo encontró a un campesino de barba rubia con un caballo que arrastraba un montón de paja.
Contando esta historia el tendero se excitaba. Había encendido un cigarrillo que fumó sin toser, y cuando terminó su historia la tristeza se apoderó de él. Sentado en la silla, el pequeño hombre era una insignificante estampa de soledad y abandono. Durante su convalecencia el pelo le había crecido como una mata y descendía espeso por el cuello. Estaba más flaco que antes.
Frank reflexionó sobre la historia que Morris acababa de contarle. Éste era el gran acontecimiento de su vida, pero ¿adónde lo había llevado? En realidad se había fugado del ejército ruso a los Estados Unidos, tan sólo para enterrarse en la tienda. Era como saltar de la sartén al fuego.
—Cuando llegué aquí quería ser farmacéutico —contó Morris—. Asistí a la escuela nocturna durante un curso. Estudié álgebra, además del alemán y el inglés. Aún recuerdo una de las poesías que aprendí: «Ven», le dijo un día el viento a las hojas, «ven a jugar conmigo». Pero no tuve paciencia para continuar y cuando conocí a mi mujer renuncié. Sin educación no hay nada que hacer —concluyó como exhalando un suspiro.
Frank le dio la razón.
—Usted todavía es joven —dijo el tendero—, un joven soltero es libre. No cometa mi error.
—No lo cometeré.
Pero el tendero no pareció creerle. Para el dependiente resultaba incómodo que aquel pájaro viejo se preocupara por él, con ojos húmedos, como si fuera su polluelo. La compasión le sale por las orejas, pensó, pero ya se acostumbrará.
Cuando estaba detrás del mostrador despachando juntos, Morris lo vigilaba e intentaba mejorar algunas de las enseñanzas de Ida. El dependiente lo hacía todo muy bien, y Morris, como si sintiera vergüenza de que alguien pudiera aprender con tanta rapidez el oficio, le explicó que hacía algunos años era muy diferente ser tendero. En aquellos tiempos había que ser casi un artesano. Ahora nunca surgía la ocasión de cortar en rodajas una barra de pan o de servir a cucharones un cuarterón de leche.
—Ahora todo viene en envases, en tarros de cristal o empaquetado. Incluso los quesos duros que durante cientos de años se cortaron a mano vienen ahora en paquetitos de celofán. Ya no hay que saber nada.
—Recuerdo las lecheras —dijo Frank—, pero mis padres solamente me mandaban comprar cerveza con ellas.
Pero Morris comentó que era bueno que ahora ya no se vendiera la leche así.
—Conocían a algunos tenderos que sacaban una o dos tazas de nata de las lecheras y la sustituían por agua, vendiendo luego esta leche a un precio normal.
Luego siguió contando a Frank alguno de los trucos que había tenido ocasión de ver.
—En algunas tiendas compraban dos clases de café suelto y dos clases de mantequilla, una de calidad inferior y la otra regular, mezclando ambas, mitad con mitad. Así que aunque se comprara el mejor café o la mejor mantequilla siempre se iba uno con la mediana.
Frank se rió.
Y apuesto a que los clientes decían convencidos que la mantequilla de calidad superior sabía mejor que la mediana.
—Es fácil engañar a la gente —respondió Morris.
—¿Por qué no prueba algunos de estos trucos, Morris? Su margen de beneficios es pequeñísimo.
Morris lo miró sorprendido.
—¿Por qué he de robar a mis clientes? ¿Acaso me roban ellos a mí?
—Lo harían si pudieran.
—Cuando un hombre es honrado duerme tranquilo. Esto es más importante que robar cinco céntimos.
Frank le dio la razón.
Pero él continuó robando. Dejaba de hacerlo unos días, para, con una sensación casi de alivio, recomenzar nuevamente. A veces el robar le relajaba. Le agradaba tener dinero suelto en el bolsillo y le producía satisfacción limpiar una pela al judío delante de sus propias narices. Las solía meter solapadamente en el bolsillo del pantalón, con tanto arte que le costaba trabajo contener la carcajada. Con este dinero, juntamente con lo que ganaba, se compró un traje, un sombrero y unas lámparas nuevas para la radio de Nick. De vez en cuando, a través de Sam Pearl que le telefoneaba las noticias, apostaba dos dólares por algún caballo, pero por regla general administraba bien el dinero. Abrió una pequeña cuenta en un banco y guardó la libreta debajo del colchón. Este dinero lo usaría en el futuro.
El hecho de que robara se debía también en parte a que sentía que él les había traído suerte. Si dejaba de robar, estaba seguro de que el negocio decaería. Así, les hacía un favor y al mismo tiempo compensaba su escaso sueldo. El embolsarse esta pequeña cantidad era su modo de demostrarse a sí mismo que él tenía algo que ofrecer. Además contaba con devolverlo todo alguna vez, y si no, ¿por qué apuntaba todo lo que cogía? Lo anotaba en una pequeña tarjeta que escondía en el zapato. Algún día tendría tal suerte en las apuestas que podría de sobras devolver cada miserable centavo robado.
Por todas estas razones, resulta incomprensible cómo un día, sin más, empezó a remorderle la conciencia por robarle el dinero a Morris; pero así fue. Con frecuencia iba de un lado a otro con una silenciosa pena, como si acabase de enterrar a un amigo y aún llevase dentro la reciente impresión. Era una vieja sensación. Recordó haberla experimentado años atrás. Sufría dolores de cabeza los días que se sentía así, y pasaba el tiempo hablando a media voz consigo mismo. Temía mirarse en el espejo por miedo a que la cabeza se le desmoronara en pedazos y se fuera por el lavabo. Su tensión era tal que parecía se quedaría girando toda una semana si de pronto se rompiesen sus resortes. Con frecuencia súbitamente se sentía enfurecido consigo mismo. Éstos eran sus peores días y por el esfuerzo por disimular sus sentimientos, le hacía sufrir todavía más. Sin embargo, esta sensación siempre acababa de un modo curioso. El furor desaparecía como una tormenta que se amansaba poco a poco, invadiéndole entonces una apacible tranquilidad. Trataba suavemente a los clientes, especialmente a los chiquillos, a quienes daba galletitas de centavo gratis, era delicado con Morris, al igual que el judío lo era con él, y estaba lleno de una callada ternura hacia Helen. No había subido más por el hueco del montacargas para espiarla desnuda en el baño.
También había días en que todo le asqueaba. Sentía náuseas. Al bajar por la mañana a la tienda hubiera contribuido satisfecho a quemarla si por casualidad se hubiera incendiado. Cuando pensaba en Morris esperando siempre a los mismos asquerosos clientes día tras día, año tras año, en éstos escogiendo con sus sucios dedos los mismos y miserables artículos que constituían el sustento de su miserable existencia, y en Morris esperando a que de nuevo volviesen, sentía ganas de inclinarse sobre la baranda y vomitar. ¿Qué clase de hombre sería capaz de enterrarse en un ataúd, por grande que éste fuera, durante todo el día, a excepción del viejecito en busca del periódico judío, sin asomar las narices más allá de la puerta y respirar una bocanada de aire fresco? No era difícil encontrar la respuesta. Se trataba de un judío. Nacían prisioneros. Esto es lo que era Morris, con su mortal paciencia, su infinito aguante, o lo que diablos fuera; y también explicaba esto la actitud de Al Marcus, el viajante de artículos de papel, y la de aquel gallo desplumado de Breitbart, arrastrándose de tienda en tienda cargado con sus pesadas cajas de bombillas.
Al Marcus, en cierta ocasión, con su servil sonrisa, le había advertido al dependiente que no se dejara atrapar por la tienda; era un hombre bien vestido, de cuarenta y seis años pero con un aspecto de al menos haber lamido un plato de cianuro. Tenía el rostro más blanco que jamás había visto Frank; a quien le mirara fijamente a los ojos ciertamente no se le abriría el apetito. Morris le había confiado a Frank la verdad del asunto: Al tenía cáncer, y ya hacía un año que debería estar enterrado, pero engañó a los médicos y seguía vivo, si es que se le podía llamar así. Aunque tenía sus ahorros, se negaba a abandonar el trabajo y aparecía regularmente una vez al mes para anotar los pedidos de cartuchos, papel para envolver y demás envases. Morris procuraba hacerle siempre un pequeño pedido, aunque el negocio no le fuera bien en aquel momento. Al chupaba su puro apagado, hacía un garabato para anotar uno o dos artículos en la hoja de pedidos color de rosa de su cuaderno de ventas, y después se quedaba un rato charlando con unos ojos distraídos y casi sin fijarse en lo que decía; por fin, saludaba con el sombrero, y levantaba el vuelo hacia otra tienda. Todo el mundo estaba enterado de su grave enfermedad, y algún que otro tendero le había aconsejado insistentemente que dejara de trabajar, pero Al, con su sonrisa servil, se sacaba el puro de la boca y decía:
—Si me quedara en casa, el individuo de la guadaña subiría las escaleras y llamaría a mi puerta. Por lo menos ahora lo obligaré a menear el trasero y a molestarse de un lado a otro buscándome.
Por lo que se refiere a Breitbart, según palabras de Morris, nueve años atrás tenía un buen negocio, pero su hermano había acabado con él jugando; después, el gandul, remató su actuación cogiendo lo que quedaba en la cuenta corriente y marchándose, tras convencer a la esposa de Breitbart para que lo ayudara a gastar. Esto le dejó una montaña de cuentas pendientes y ningún crédito, además de un niño de cinco años de escasa inteligencia. Breitbart fue a la bancarrota; sus acreedores lo desplumaron. Durante meses él y el niño vivieron en un cuartucho alquilado sin que él lograra animarse para lanzarse de nuevo al trabajo. Los tiempos eran malos. Vivió de la caridad pública y más tarde se hizo buhonero. Ahora tenía unos cincuenta años, pero no le quedaba un cabello negro en la cabeza y se comportaba en todo como un verdadero viejo. Compraba bombillas eléctricas al por mayor y, cargado con dos cajas atadas con cuerdas de tender la ropa encima del hombro, las iba vendiendo. Todos los días andaba lo indecible con sus zapatos torcidos, asomaba la cabeza en las tiendas y gritaba con voz plañidera: «Se venden bombillas». Por la noche se iba a casa a hacer la comida a su hijo Hymie, que siempre que podía hacía novillos en la escuela de artes y oficios, donde le enseñaban a ser zapatero.
Cuando Breitbart vino por primera vez al barrio de Morris y se dejó caer por la tienda, el tendero, viendo su fatiga, le ofreció una taza de té con limón. El buhonero se quitó con suavidad la cuerda del hombro y dejó las cajas en el suelo. Una vez en la trastienda, se tomó el té en silencio, calentándose las manos al calor del vaso. A pesar de que, además de sus desgracias citadas, padecía de una sarna, que no le dejaba dormir durante la noche, nunca se quejaba. Al cabo de unos diez minutos, se levantó, le dio las gracias al tendero, ajustó la cuerda a su hombro sarnoso y huesudo y se fue. Un día le contó a Morris la historia de su vida y los dos lloraron.
Para esto viven, pensó Frank, para sufrir. Y el mejor judío es aquel que aguanta más el dolor de tripa sin correr al váter.
El invierno atormentaba a Helen. Huía de él; se escondía en casa. Se vengaba de diciembre tachando todos sus días en el calendario. Si al menos la llamara Nat, pensaba insistentemente, pero el teléfono permanecía sordo y mudo. Soñaba con él todas las noches; se sentía profundamente enamorada: de buena gana se abalanzaría a la calurosa blanca cama de él a la menor insinuación que le hiciera o incluso si ella misma se atreviera a insinuarlo, que se lo rogara. Pero Nat no la llamó. No le había visto desde su encuentro en el metro a principios de noviembre. Vivía a la vuelta de la esquina, pero podía ser igualmente en el mismo Paraíso. Así que, con un lápiz bien afilado, diariamente tachaba cada uno de estos desolados días, aun antes de que hubiesen expirado.
Aunque Frank se pirraba por su compañía, raramente le dirigía la palabra. De vez en cuando se cruzaba con ella por la calle. Ella le saludaba bajito y seguía con sus libros, consciente de que los ojos de él la seguían. A veces en la tienda, como si desafiara a su madre, se paraba a hablar con él un minuto. En cierta ocasión la sorprendió que él mencionara el libro que estaba leyendo. Ansiaba pedirle que saliera con él, pero nunca se atrevió. Los ojos de la vieja se mostraban desconfiados frente a todos estos manejos, de modo que él tenía que estar siempre precavido. Casi siempre la esperaba en el escaparate. Estudiaba la cara oculta de Helen, presentía lo que a ella le faltaba y esto sólo sirvió para delatar lo que también él necesitaba; pero en definitiva no sabía qué hacer.
Diciembre no hizo ninguna concesión a la primavera. Helen cada día continuaba despertándose helada y solitaria, con una enorme sensación de vacío. Pero al fin, un domingo por la tarde, el invierno se alejó durante una hora y Helen salió a dar un paseo. Súbitamente se olvidó de todo. Un tibio airecillo bastó para inspirarla, y para que una vez más sintiera la alegría de la vida. Pero el sol se fue pronto y la nieve empezó a caer. Volvía a casa, nuevamente desmoralizada. Frank estaba en la esquina desierta de la tienda de Sam Pearl, pero ella pareció no verle aunque pasó por su lado. Él se desazonó. La deseaba pero en realidad la situación no era muy esperanzadora. Ellos eran judíos y él no. Si empezaba a salir con Helen, su madre sufriría un colapso y Morris también. Y Helen le daba la impresión, por el modo de comportarse, de tener grandes planes para su vida en la que, pese a la soledad que ella sentía, no había sitio para Frank Alpine. Él no ofrecía sino un pasado triste; y para colmo había cometido un crimen contra su viejo al que, a pesar de su delicada conciencia, le seguía robando. Resultaría imposible idear una situación más complicada.
Constantemente ideaba el modo de salir del atolladero; había que empezar por confesarle a Morris que él era uno de los atracadores; ello aligeraría notablemente la carga de su conciencia. En el fondo no le importaba que hubiera atracado a un judío, pero ahora, inesperadamente, sentía compasión por haber escogido a aquél en particular. Realmente sentía esta compasión. No le había preocupado pero ya no tenía importancia que hubiera sido así. Lo decisivo era que ahora le remordía la conciencia. Y cuando Helen estaba por allí, aún más.
Así que lo primero que había que hacer era la confesión. La tenía atravesada como un hueso en la garganta. Desde aquella ocasión en que había seguido a Ward Minogue dentro de la tienda, había sentido aquella sensación de que algún día tendría que desembucharlo todo, por más que resultara difícil y repugnante. Ahora se daba cuenta de que ya antes de entrar en la tienda, incluso antes de conocer a Minogue y aun de venir al Este, presentía por alguna pavorosa razón todo lo que había de ocurrir. Como si desde siempre hubiera sabido que en alguna ocasión, avergonzado, con los ojos clavados en el suelo, tendría que confesar a un desgraciado que él era el único que le había herido y traicionado. Este pensamiento lo llevaba clavado en su interior como una garra, como una sed insaciable; sentía la difícil necesidad de librar a su organismo del peso de todo lo ocurrido; puesto que los acontecimientos pasados constituían un lamentable error, había que purificarse, renovarse, lograr un poco de paz, de orden, había que cambiar el curso de la vida, comenzando por la podredumbre del pasado; tenía que renovarse antes de que su putrefacto olor asfixiara.
Sin embargo, cuando se presentó una oportunidad, cierta mañana de noviembre mientras bebían en la trastienda el café que el judío había servido, no supo aprovecharla, pese a su intención de ponerlo todo en claro en aquel preciso momento. Parecía como si estuviera arrancándose la vida de raíz, y que la raíz estuviese rota y ensangrentada; le ardía en el vientre el temor de empezar a confesar todas sus miserias, de obligarse a sí mismo a desenterrarlo todo y a salir del intento carbonizado de culpas. Así pues, sólo se refirió a alguna intranscendente aventura de su vida anterior, torpe y equivocada, pero que nada tenía que ver con lo que realmente hubiera deseado decir. Se aprovechó de la compasión de Morris y hasta se sintió en cierto modo tranquilo, aunque por poco tiempo; pronto la necesidad de confesarse volvió a apoderarse de él; gemía interiormente, pero estos gemidos no se traducían en palabras de confesión.
Trataba de convencerse a sí mismo de que el no haber revelado a Morris más que aquellos detalles alusivos era un acierto. Ya era suficiente; además, ¿por qué había de exigirle Morris una explicación detallada por los siete dólares y medio que se había tomado y que había reintegrado a la caja y por el golpe en la cabeza que había recibido de Ward, cuando al fin y al cabo él lo había acompañado de mala gana?
Y aunque lo hubiera hecho premeditadamente, no tenía la intención de que ocurriera nada de lo que pasó. Y esto, naturalmente, le disculpaba hasta cierto punto. Además le había suplicado a aquel tipo escurridizo que no usara la violencia y había rechazado la oferta de Ward para atracar a Karp, que al fin y al cabo era a quien buscaban. ¿No demostraba esto sus buenas intenciones para el futuro? Y después de todo, ¿quién fue el que esperó, tiritando hasta la médula, en la noche fría para meter las cajas de leche de Morris, y el que había trabajado como un negro doce horas al día mientras el judío se quedaba en la cama descansando? E incluso ahora, lo estaba salvando de morir de hambre en su pequeña ratonera. Todo esto contaba.
Éstos eran los argumentos que a sí mismo se daba, pero no le convencieron por mucho tiempo, y pronto se encontró luchando de nuevo para librarse definitivamente de lo que había hecho. Algún día lo confesaría todo, se prometió a sí mismo. Si Morris aceptaba la explicación y sus solemnes disculpas se allanaría notablemente el camino para la realización de los planes siguientes. En cuanto a sus robos en la máquina registradora, decidió que una vez le hubiera dicho al tendero todo sobre el atraco, empezaría a restituir el dinero a la caja; lo sacaría de su pequeño sueldo y de la reducida cuenta que poseía en el banco, poniendo así fin a la cuenta pendiente. Tampoco suponía que forzosamente en aquel momento Helen Bober se enamoraría locamente de él —a lo mejor ocurría precisamente lo contrario—, pero si así fuera, no le parecería del todo mal.
Sabía de memoria lo que le diría al tendero cuando se decidiera a hablar. Algún día, charlando en la trastienda, empezaría, tal como había hecho en otra ocasión, por contar cómo su vida había sido una serie de oportunidades perdidas, algunas de ellas tan prometedoras que todavía no soportaba su recuerdo. Bueno, después de tanta mala suerte que le perseguía por varias razones, pero sobre todo por sus propias equivocaciones —generalmente se encontraba sin ánimo ninguno—, después de semejantes fracasos, que inútilmente había intentado por todos los medios sacudirse de encima, con el tiempo, se dio por vencido y comenzó a vagabundear. Vivía en los sótanos, en las cunetas y, si había suerte, dormía en algún solar abandonado, comía lo que dejaban los perros, y los desperdicios que buscaba en los cubos de la basura. Vestía lo que encontraba, dormía donde caía, y se tragaba lo que fuera.
Lo lógico era que todo esto acabara con él, pero continuó viviendo con la barba sin afeitar, arrastrándose de una a otra estación del año, sin ninguna esperanza que le animara; nunca podría calcular cuántos meses había vivido de esta manera. Nadie guardaba la cuenta. Pero un día, tumbado en el agujero donde se acurrucaba, tuvo la formidable idea de que él era un ser especial pero importante, y este pensamiento lo sacó de su letargo: llevaba esa vida solamente por una absurda inconsciencia de su destino; estaba destinado a ser algo más, algo muy distinto y verdaderamente grande. Hasta aquel momento no supo verlo. En el pasado se había creído un ser normal y corriente, pero allí, en aquel sótano, se dio cuenta de que estaba equivocado. Precisamente por eso le había abandonado la suerte, porque no había sido capaz de verse tal y como realmente era y, en consecuencia, gastado toda su energía en intentos equivocados. Entonces, mientras se preguntaba a sí mismo qué era lo que debería estar haciendo, se le ocurrió otra idea abrumadoramente poderosa: que estaba destinado al crimen. A veces se había entretenido con esta idea, pero ahora ya le obsesionaba. El crimen cambiaría su suerte, le proporcionaría aventuras y viviría como un príncipe. Le corrían escalofríos de placer cuando planeaba atracos, asaltos, incluso asesinatos si fuera necesario, cada acto de violencia le ayudaba a satisfacer aquel deseo de que alguien sufriera a medida que él mejoraba su propia fortuna. Sintió un alivio infinito y se convenció de que si una persona imaginaba para sí misma un destino glorioso, algún cambio radical en su vida, tenía más oportunidades de lograrlo que cualquier infeliz incapaz de reflexionar sobre ello.
Así pues, renunció a su existencia de vagabundo. Volvió a trabajar, alquiló una habitación y ahorró para comprarse un revólver. Entonces se puso en camino hacia el este, imaginó que allí podría vivir como quería, allí había dinero, salas de fiestas, y mujeres. Después de una semana de recorrer Boston, sin saber por dónde empezar, se camufló en un tren de mercancías camino de Brooklyn; un par de días después de llegar allá, conoció a Ward Minogue; una noche, jugando al billar juntos, Ward le descubrió astutamente el revólver que llevaba encima y le propuso un atraco entre los dos. En principio, aceptó de buena gana la idea de este posible comienzo, pero le dijo que tenía que pensarlo mejor. Se fue a Coney Island y, sentado en el paseo de madera, preocupado por lo que tenía que hacer, tuvo la opresiva sensación de que alguien lo vigilaba. Cuando volvió la mirada, se encontró con Ward Minogue. Ward se sentó y le dijo que planeaba robar a un judío; Frank aceptó acompañarlo.
Pero la noche del atraco se sentía muy nervioso. Una vez en el coche, Ward se dio cuenta y lo insultó. Frank creyó tener la obligación de llegar hasta el final, pero cuando se encontraron en la tienda, atándose los pañuelos por la cara, más que nunca, todo aquello le pareció carecer de sentido. Sus planes criminales murieron para siempre. Se sentía tan desgraciado que apenas podía respirar, hubiera deseado salir corriendo a la calle y que le tragara la tierra, pero no podía permitir que Ward se quedara solo. En la trastienda, asqueado por la visión de la cabeza ensangrentada del judío, se dio cuenta de que había cometido el peor error de su vida, el más difícil de borrar. Y aquello puso punto final a su breve aventura de crímenes violentos; fue un cuento más de la buena pipa y de nuevo se encontró atrapado en la telaraña de sus fracasos. Pensó que algún día contaría todo esto a Morris. Conocía al judío lo suficiente como para no dudar de su compasión.
Sin embargo, a veces, se imaginaba a sí mismo contándoselo todo a Helen. Quería hacer algo que descubriera a la chica la verdadera personalidad de él. Pero ¿cómo convertirse en héroe en una tienda de comestibles? Necesitaría mucha audacia para confesárselo, y a él precisamente no le sobraba. Continuaba creyendo que merecía un destino mejor, y lo encontraría si sólo una vez, una vez, hacía algo acertado, algo acertado en el momento oportuno. A lo mejor, si alguna vez estuviera en su compañía el tiempo suficiente, le pediría que le escuchara. Acaso ella al principio se sentiría avergonzada, pero cuando empezara a contarle su vida, no dudaba de que lo escucharía hasta el final, y después… ¿quién sabe? Con una mujer lo único que se necesitaba era dar el primer paso.
Pero cuando el dependiente reflexionaba fríamente y se daba cuenta del sentimentalismo de su modo de pensar —en el fondo era un sentimental— sabía que todo esto no era más que otro de sus sueños color de rosa. ¿Qué clase de oportunidad podía esperarse después de haberle confesado que había atracado a su padre? Y así llegó a la conclusión de que lo mejor era callar. Pero al mismo tiempo le invadía el mal presagio de que, si no desembuchaba ahora, se encontraría en el futuro con un pasado todavía más negro que confesar.
Poco después de Navidad, una noche de luna llena, Frank, vestido con el traje nuevo, fue corriendo a la biblioteca pública que estaba a una docena de manzanas de la tienda. La biblioteca era una gran sala, bien iluminada, con los estantes rebosantes de libros que despedían el característico calor de las noches de invierno. En la parte de atrás había unas largas mesas de lectura. Era un sitio agradable donde protegerse contra el frío. Lo había adivinado: pronto llegó Helen. Llevaba una bufanda roja de lana en la cabeza con una de las puntas tirada sobre el hombro. Él estaba leyendo en una mesa, y ella se dio cuenta de su presencia en cuanto acabó de cerrar la puerta. También él advirtió que lo había visto. Ya se habían encontrado allí en otras ocasiones. Ella se preguntaba qué estaría leyendo y una vez, al pasar junto a él, miró rápidamente por encima de su hombro. Había supuesto que leería un Popular Mechanics, pero era la biografía de algún personaje. Esta noche, como siempre, se dio cuenta de que los ojos de él la seguían mientras pasaba de un estante a otro.
Después de una hora se fue, y Frank captó una mirada tensa que ella le dirigió a hurtadillas. Se levantó y se llevó un libro prestado. Ella ya había andado media calle, cuando la alcanzó.
—Hay una luna muy hermosa. —Alzó la mano para saludar con el sombrero, y se dio cuenta, con embarazo, de que no lo llevaba.
—Parece que va a nevar —respondió Helen.
Él la miró para ver si estaba bromeando, después se fijó en el cielo: no había ni una nube y la luna lo inundaba de luz.
—Quizás. —Y cuando se acercaron a la esquina propuso—: ¿Podríamos dar un paseo por el parque si le parece bien?
Ella sintió un escalofrío ante la idea, sin embargo se volvió con una risita nerviosa, y se puso a caminar a su lado. Apenas había cruzado unas palabras con él desde la noche que le había dicho que la llamaban al teléfono. Nunca había llegado a saber quién la llamó, y el incidente todavía la intrigaba.
Mientras paseaban, sintió hacia él una aversión que rayaba en algo más que una simple irritación. Ya sabía la causa… su madre. Su madre defendía que todos los gentiles eran peligrosos; por lo tanto ella y él, juntos, representaban algún mal en potencia. También le molestaban los ojos hambrientos de él, que no le daban un minuto de descanso; le pareció que él lograba ver más de lo que sus soslayadas miradas revelaban. Pero luchaba contra la antipatía que sentía hacia Frank diciéndose que no era culpa de él que su madre lo hubiera convertido en un enemigo, ni tampoco que la mirara; esto significaba por lo menos que adivinaba en ella algún atractivo, y si no, ¿por qué la había de mirar? Luego, pensando en su solitaria vida, se sintió agradecida hacia él.
La sensación terminó por desaparecer y lo miró cautelosamente. Él caminaba con la frente alta, iluminado por la luz de la luna, inocente y ajeno por completo respecto a la reacción de ella. Entonces Helen presintió, ya se le había ocurrido antes, que había en él algo más por descubrir que lo que exteriormente aparentaba. La avergonzaba también no haberle dado nunca las gracias por la ayuda que proporcionó a su padre.
Una vez en el parque, la luna parecía más pequeña: un vagabundo en el cielo blanco. Frank hablaba del invierno.
—Es curioso que haya mencionado la nieve hace unos minutos —dijo—. He estado leyendo la vida de san Francisco en la biblioteca y cuando mencionó la nieve me hizo pensar en aquel cuento en que el santo despierta una noche de invierno preguntándose si había acertado al convertirse en monje. Dios mío, pensó San Francisco. ¿Y si hubiera encontrado a una joven cariñosa y me hubiera casado con ella y ahora tuviera una mujer y una familia? Esto le proporcionó tal malestar que no pudo dormir. Abandonó su camastro de paja y salió de la iglesia o monasterio o de donde quiera que estuviera. El suelo estaba cubierto de nieve. Y de esta nieve hizo una estatua de mujer, y dijo: «He aquí a mi esposa», y luego dos o tres niños; les dio un beso a todos y volvió a entrar a acostarse. Después de esto se sentía mucho mejor y se quedó dormido.
Este cuento la sorprendió y la emocionó.
—¿Acaba de leer esto?
—No. Lo recuerdo de cuando era niño. Tengo la cabeza llena de historias, no sé por qué. Un cura nos las leía a los huérfanos del orfanato donde viví, y nunca las he olvidado. Las recuerdo sin ninguna razón aparente.
Acababa de cortarse el pelo y vestido con sus ropas nuevas apenas recordaba al asistente de pantalones arrugados de su padre que había dormido una semana en el sótano. Esta noche parecía un desconocido. Su traje demostraba buen gusto y, a su manera, tenía un aspecto interesante. Sin el mandil parecía más joven.
Pasaron junto a un banco vacío.
—¿Qué le parece si nos sentamos? —dijo Frank.
—Prefiero pasear.
—¿Quiere fumar?
—No.
Se paró a encender un cigarrillo y después se unió de nuevo a ella.
—Hace una noche estupenda.
—Quiero darle las gracias por ayudar a mi padre —dijo Helen—, ha sido usted muy generoso. He debido decírselo antes.
—No tiene que darme las gracias. Su padre me hizo un gran favor —y se sintió incómodo.
—Bueno, de todos modos no se quede en la tienda. Allí no encontrará ningún futuro.
Él se sintió halagado y una sonrisa le asomó a los labios.
—Todo el mundo me lo advierte. No se preocupe, tengo demasiada imaginación para atascarme en una tienda. Sólo es un trabajo temporal.
—¿No es éste su oficio?
—No —estaba determinado a ser honrado—. Esto sólo es un descanso, por llamarlo de alguna manera. Tuve malos principios y tengo que buscar otros caminos. Tal como han ido rodando las cosas, he aterrizado en la tienda de su padre, pero sólo me quedaré allí hasta que planee lo que verdaderamente voy a hacer.
Recordó la confesión que había pensado hacerle a Helen, pero todavía no era hora. Se podía confesar como un desconocido, pero también se podía hacer una confesión de amigo a amigo.
—He probado muchas cosas —dijo—, ahora tengo que elegir una y quedarme con ella. Estoy harto de rodar de un sitio a otro.
—¿No es un poco tarde para empezar?
—Tengo veinticinco años. Muchos empiezan a esta edad, y he leído que algunos todavía más tarde. La edad no significa nada. No eres inferior por eso.
—No me refería a esto —volvieron a pasar junto a un banco vacío y ella se paró—, podríamos sentarnos unos minutos si quiere.
—Estupendo —respondió Frank.
Limpió el banco con el pañuelo antes de que ella se sentara y le ofreció un cigarrillo.
—Le dije que no fumaba.
—Perdone, creí que no quería fumar mientras caminaba. A algunas chicas no les gusta. Y guardó la cajetilla.
Ella se fijó en el libro que él llevaba.
—¿Qué lee?
Él le enseñó el libro.
—¿La vida de Napoleón?
—Eso es.
—¿Y por qué precisamente de Napoleón?
—¿Y por qué no? Era un gran hombre. ¿No es verdad?
—Otros fueron mejores.
—También leeré sus biografías —dijo Frank.
—¿Lee usted mucho?
—Claro. Soy un tipo curioso. Me gusta conocer las personas por dentro. Me encanta saber por qué hacen las cosas, ¿comprende lo que quiero decir?
Ella dijo que sí.
Él le preguntó qué libro estaba leyendo.
—El idiota. ¿Lo conoce?
—No. ¿De qué se trata?
—Es una novela.
—Prefiero leer algo que sea verdad —dijo él.
—Cuenta la verdad. —Luego Helen le preguntó—: ¿Es usted bachiller?
Él se echó a reír.
—Claro que sí. La educación es gratis en este país.
Ella se ruborizó.
—Fue una pregunta tonta.
—No hubo ironía en mi respuesta —se apresuró a decirle.
—Tampoco yo lo tomé así.
—Fui a la escuela en tres estados diferentes y por fin terminé de noche, quiero decir en la escuela nocturna. Pensé en seguir estudiando, pero se presentó un trabajo que no podía rechazar, así que cambié de idea, pero fue un error.
—Yo tuve que ayudar a mis padres —dijo Helen—, así que tampoco he podido ir a la universidad. He hecho algunos cursos en la escuela nocturna de la Universidad de Nueva York, casi todos de literatura, pero es muy difícil estudiar por la noche. Mi trabajo no me llena. Todavía asistiría con gusto a las clases regulares de día.
Él tiró la colilla.
—Últimamente he estado pensando en ir a la universidad a pesar de mi edad, conozco a un individuo que lo hizo —contestó Frank.
—¿Iría por la noche? —preguntó Helen.
—A lo mejor, o quizás por el día si encontrara un trabajo adecuado, por ejemplo en una de estas cafeterías que abren toda la noche. Aquel tipo que acabo de mencionar lo hizo, fue ayudante del gerente o algo parecido. Y después de cinco o seis años ya era ingeniero. Ahora gana montones de dinero y viaja por todo el país.
—Es muy difícil hacerlo así…, muy difícil.
—Son muchas horas y malas, pero uno se acostumbra. Cuando se tiene algo importante que hacer, dormir es una pérdida de tiempo.
—Cuesta muchos años conseguir un título si se estudia de noche.
—El tiempo no me importa.
—A mí, sí.
—Yo pienso, sobre todo, que nada es imposible. Siempre considero las diferentes clases de oportunidades que tengo. Nunca he dejado de hacerlo; no conviene absorberse en una sola cosa porque tal vez puede hacerse otra mucho mejor. Probablemente por esto nunca he parado mucho tiempo en un mismo sitio. He ido siempre explorando. Todavía me quedan grandes proyectos que me gustaría realizar. El primer paso para conseguirlo, ahora lo sé seguro, es hacerse con una buena educación. Antes no lo creía así, pero a medida que pasan los años me voy convenciendo. Ahora lo pienso continuamente.
—Yo siempre lo he creído.
Él encendió otro cigarrillo. Luego tiró la cerilla encendida y preguntó:
—¿En qué trabaja?
—Soy secretaria.
—¿Le gusta? —Fumaba con los ojos entrecerrados.
Ella presintió que él sabía que no le gustaba demasiado su trabajo y sospechó que incluso había oído algún comentario a sus padres en este sentido.
Al cabo de un rato, contestó:
—Pues no. Es un trabajo un tanto monótono. Viviría muy feliz si no tuviera que tratar todo el día con alguno de esos tipos, me refiero a los viajantes.
—¿Se propasan?
—Hablan por los codos. Me gustaría hacer algo útil, un trabajo social, quizá enseñar. Ahora tengo la sensación de no estar haciendo nada provechoso. Estoy exclusivamente pendiente de que lleguen las cinco de la tarde para marcharme a mi casa. Lo demás no me atrae.
Hablaba de su rutina diaria, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que él la escuchaba sólo a medias. Miraba fijamente los árboles bañados a lo lejos por la luz de la luna. Tenía el rostro tenso y sus ojos estaban como ausentes.
Helen estornudó, se quitó la bufanda y se la ató apretadamente alrededor de la cabeza.
—¿Nos vamos?
—Espere a que termine el cigarrillo.
Qué descaro, pensó.
Sin embargo, el rostro de él, a pesar de la nariz rota, era un rostro sensible en la oscuridad. ¿Qué me hace tan irritable? Ella lo había juzgado mal, pero era por culpa suya; el resultado de apartarse tanto tiempo de la gente.
Él suspiró angustiado.
—¿Pasa algo? —preguntó ella.
Frank se aclaró la garganta, pero a pesar de ello tenía la voz ronca.
—No. Se me ocurrió algo de repente mientras miraba la luna. Ya sabe, ¡a veces se piensa cada cosa!
—¿La naturaleza le hace pensar?
—Me gustan las vistas bonitas.
—A mí también, por eso doy tantos paseos.
—Me gusta contemplar el cielo de noche, pero se ve mejor en el oeste. Aquí el cielo está demasiado arriba, los edificios son demasiado altos.
Aplastó el cigarrillo con el tacón, y se levantó lentamente. Ahora parecía una de esas personas que ya se han despedido de su juventud.
Ella se levantó también y se puso a pasear a su lado; la intrigaba su persona. La luna, encima de ellos, se movía en el cielo inhóspito.
Tras un largo silencio, mientras caminaban, él dijo:
—Me gustaría contarle lo que pensaba.
—Por favor, no tiene por qué hacerlo.
—Tengo ganas de hablar —dijo—. Recordaba aquel circo en el que trabajé durante algún tiempo cuando tenía unos veintiún años. Tan pronto obtuve el empleo, me enamoré de una de las muchachas del espectáculo acrobático. Tenía una figura parecida a la suya, un poco delgada, si mal no recuerdo. Al principio no creo que yo le hiciera gracia; me parece que no me tomaba por un tipo formal. Era una muchacha bastante complicada, ya sabe, una temperamental con muchos problemas que no contaba a los demás. Pues bien, cierto día empezamos a hablar y me confesó que quería ser monja. Yo le dije: «No creo que le vaya hacerse monja», y ella me respondió: «¿Qué sabe usted de mí?». No le dije lo que sabía, aunque conozco muy bien a las personas; no sé por qué, supongo que se nace con ciertas cosas. De todas maneras, durante todo aquel verano anduve de cabeza por ella, pero no me dirigía una sola mirada, aunque yo sabía que ella no andaba con nadie más. «¿Le preocupa mi edad, acaso?», le pregunté. «No, pero no ha vivido usted lo suficiente todavía», me respondió. «Si usted pudiese leer en mi corazón comprobaría que he pasado por muchas cosas», insistí, pero dudo que me creyera. No pasamos de estas charlas inofensivas. De vez en cuando, le pedía que saliera conmigo, convencido de que no aceptaría y, en efecto, así fue. «Deja este asunto», me decía yo, «sólo está interesada en sí misma».
»Pero una mañana, cuando se acercaba el otoño, y por el olor se adivinaba que se entraba en una nueva estación, le dije que me marchaba una vez cerrara el espectáculo. «¿Adónde va?», me preguntó. Le dije que iba en busca de mejor vida. No hubo respuesta. «¿Todavía quiere ser monja?», interrogué. Se puso colorada, apartó la mirada, y respondió que ya no estaba muy segura. Yo me daba cuenta de que ella había cambiado, pero no era tan ingenuo como para creer que yo había sido la causa. Pero pude ver que en efecto era por mí, pues nuestras manos, como por accidente, se acercaron, y al sentir su mirada en mí, se me cortó el aliento. Dios mío, pensé, estamos enamorados. Y le dije: «Cariño, espérame después de la función de esta noche; iremos a un sitio donde podamos estar solos». Accedió y al despedirse me besó casi de repente.
»Pues bueno, aquel mismo día por la tarde, ella cogió el cacharro de su padre para ir a comprarse una blusa que había visto en un escaparate en el último pueblo que dejamos, y al regreso empezó a llover. No sé exactamente lo que ocurrió. Supongo que no calculó bien una curva o algo así y que salió volando de la carretera. El cacharro se despeñó por el precipicio y se fracturó la base del cráneo… Así terminó todo».
Siguieron paseando en silencio. Helen estaba emocionada. Pero ¿por qué, se preguntaba, le habría contado este serial?
—Lo siento mucho.
—Ya hace bastantes años.
—Fue una verdadera tragedia.
—No era de esperar que me fuera bien.
—La vida siempre se renueva.
—Mi suerte siempre es igual.
—Anímese con sus planes de estudio.
—Es lo único que queda —dijo Frank—. Es lo que tengo que hacer.
Se encontraron sus ojos, y ella sintió como un picor en la cabeza.
Abandonaron el parque y se dirigieron a casa.
Al llegar a la tienda oscura, le dio brevemente las buenas noches.
—Yo todavía no entraré —dijo Frank—, me gusta mirar la luna.
Ella subió las escaleras.
Una vez acostada, Helen pensó en el paseo, y se preguntó hasta qué punto podía creer cuanto él le había contado de sus ambiciones y planes de estudio. No había podido escoger nada mejor para causarle buena impresión. ¿Qué finalidad tendría la triste historia de la chica del circo? Además había comentado que tenía una figura parecida a la suya. ¿Qué tenía ella que ver con las muchachas del circo? Sin embargo, lo había contado sin dramatismos, sin ninguna pretensión visible de provocar su compasión. Probablemente era verdad, y lo recordó porque se sentía solo. A ella también la luz de la luna la hacía recordar viejas historias. Al pensar en Frank, trataba de reproducir su imagen, pero resultaba confusa, se confundía el dependiente de la tienda de ojos avariciosos con el mozo de circo y el futuro estudiante serio y lleno de posibilidades.
Al borde ya del sueño, se dio cuenta de que, en el fondo, había un deseo por parte de él de mezclarla en su vida. La aversión que había sentido por él volvió. Pero logró ahogarla sin demasiado esfuerzo. Despejado de nuevo por completo, sintió no poder divisar el cielo desde su ventana; tampoco veía la calle. ¿Quién sería la esposa que él estaba moldeando con la nívea luz de la luna?