A Morris se le había abierto la herida de la cabeza. El médico de la casa de socorro, el mismo que lo atendió cuando el atraco, le dijo que se había levantado demasiado pronto, y se había fatigado. Volvió a vendarle la cabeza y advirtió a Ida.
—Esta vez hágale quedarse en cama un par de semanas largas, hasta que recobre fuerzas.
—Dígaselo usted, doctor —le rogó ella—. A mí no me hace caso.
Así pues, el médico se lo dijo a Morris, y Morris asintió débilmente con la cabeza. Ida, a punto de desmoronarse, se quedó junto al enfermo todo el día. Y también Helen, después de llamar a la empresa de ropa interior de señora en que trabajaba. Frank Alpine atendió competentemente la tienda. Al mediodía, Ida se acordó de él y bajó a decirle que se fuera. Recordaba sus pesadillas y le relacionaba con su nueva desgracia. Le parecía que si él no se hubiera quedado aquella noche no hubiera pasado lo que pasó.
Frank estaba en la trastienda, recién afeitado. Había cogido la maquinilla de afeitar de Morris. Tenía el pelo cuidadosamente peinado, y cuando apareció ella se acercó de un salto a la máquina registradora, la abrió y le enseñó un montón de billetes.
—Quince —dijo—, cuéntelos.
—¿Y cómo tantos? —preguntó boquiabierta.
—Hemos tenido una mañana agitada. Ha entrado mucha gente a preguntar por el accidente de Morris.
Ida tenía pensado que Helen le reemplazara de momento, hasta que ella pudiese hacerse cargo, pero ahora no sabía qué hacer.
—A lo mejor puede quedarse —dijo vacilante—, si quiere hasta mañana.
—Dormiré en el sótano, señora. No tiene que preocuparse por mí. Soy honrado como el que más.
—No duerma en el sótano —dijo con voz temblorosa—. Mi marido dijo que en el sofá. ¿Y qué iba a robar aquí? No tenemos nada.
—¿Cómo se encuentra ahora? —preguntó Frank con voz queda.
Por toda respuesta, ella se sonó la nariz.
A la mañana siguiente Helen se fue de mala gana a trabajar. Ida bajó alrededor de las diez a ver cómo iban las cosas. Solamente había ocho dólares en el cajón, pero aun así era más de lo que se recaudaba últimamente.
—Hoy no ha sido tan buen día, pero he apuntado cada artículo que he vendido para que sepa que no le he birlado nada —dijo como pidiendo disculpas.
Le alargó la lista de los artículos vendidos, escrita en un papel de envolver. Ella observó que la lista empezaba con un panecillo de tres centavos. Dio un vistazo a su alrededor y vio que había colocado en su sitio las pocas cajas de mercancías entregadas el día anterior, había barrido, fregado el escaparate por dentro, y enderezado las latas de los estantes. El local tenía un aspecto algo menos miserable.
Durante el día, se entretenía con pequeños trabajos. Limpió el desagüe del fregadero de la cocina, que tragaba el agua lentamente, y en la tienda arregló el cable de una bombilla que no hacía contacto, con lo que quedaba inutilizada una lámpara. Ninguno de los dos mencionó su marcha; Ida, todavía intranquila, deseaba decirle que se fuera, pero no se atrevía a pedirle a Helen que se quedara en casa más días y la perspectiva de dos semanas sola en la tienda, con sus pies cansados y encima con un hombre enfermo arriba al que había que atender, era demasiado para ella. A lo mejor le permitiría al italiano que se quedara unos diez días más o menos. Una vez Morris se recuperara de todo ya no habría razón para retenerle allí. Entretanto, se le darían tres buenas comidas al día y una cama a cambio de ser poco más que un vigilante. Después de todo, ¿qué actividad había en la tienda? Y mientras no estuviera Morris por allí, aprovecharía para cambiar una o dos cosas que ya debió hacer antes. De modo que cuando el lechero paró para recoger las botellas del día anterior, le pidió que en adelante la llevara en envases parafinados. Frank Alpine aprobó de buena gana su decisión.
—¿Por qué hemos de molestarnos con botellas? —dijo.
A pesar de lo mucho que tenía que hacer arriba, y de la buena impresión que le había hecho últimamente, Ida rondaba por la tienda con frecuencia vigilando cada uno de sus movimientos. La preocupaba ser ahora ella la responsable de la presencia de aquel hombre en la tienda y no Morris. Si ocurría algo malo sería por culpa suya; así que, aunque subía con frecuencia las escaleras para atender a su marido, volvía corriendo, pálida y jadeante, para ver qué hacía Frank. Pero siempre lo encontraba haciendo algo útil. Sus sospechas murieron lentamente, aunque nunca del todo.
Intentó no mostrarse demasiado asequible con él, así le dejaba entrever que unas relaciones distantes significaban unas relaciones breves. Cuando estaban juntos en la trastienda o detrás del mostrador no le daba conversación, se ponía a hacer algo, a limpiar o a leer el periódico. Y en cuanto a enseñarle el negocio, había poco que hablar. Morris tenía los precios puestos debajo de todos los artículos de los estantes, e Ida entregó a Frank una lista de precios para los fiambres y ensaladas y algunas cosas sueltas como café, arroz y alubias. Le enseñó a envolver cuidadosa y eficientemente, como Morris le había enseñado a ella, y a leer la báscula y manejar la máquina eléctrica de cortar fiambres. Él aprendía rápidamente; sospechó que sabía más de lo que confesaba. Sumaba de prisa y sin equivocarse, no cortaba los fiambres de más ni se pasaba del peso en los artículos de granel, tal como ella le había encarecido, calculaba con exactitud el papel que se necesitaba para envolver y escogía bien el tamaño de bolsa para meter las compras, economizando las más grandes, que costaban más dinero. Como aprendía pronto y no pudo apreciar en él ni el menor indicio de falta de honradez (un hombre hambriento que cogía leche y panecillos, aunque fuera sospechoso, no era exactamente un ladrón), Ida se propuso quedarse arriba con más tranquilidad de ánimo, y así poder darle a Morris la medicina, bañarse ella sus doloridos pies y arreglar la casa, siempre llena de polvo de la carbonería. Sin embargo, cuando pensaba en ello, se sentía algo intranquila por tener un extraño abajo, un gentil después de todo, y tenía ganas de que llegara la hora de verle marchar.
A pesar de su larga jornada —de seis a seis de la tarde, hora en que le servía la cena—, Frank se sentía contento. En la tienda estaba aislado del mundo exterior, a resguardo del frío, del hambre y de una cama húmeda. Tenía cigarrillos cuando quería y se sentía cómodo con la ropa limpia que Morris le había hecho llegar. Incluso tenía un par de pantalones que le sentaban estupendamente, después de que Ida los alargó y le planchó los bajos. La tienda era algo estable, una cueva, sin el menor movimiento. Durante toda su vida había rodado de un sitio a otro, estuviera donde estuviera; por alguna razón allí eso no podía ocurrir. Se ponía detrás del escaparate, contemplaba al mundo pasar por delante y se sentía satisfecho de encontrarse allí.
No era una mala vida. Se levantaba antes del amanecer. Y aquella buena señora polaca ya estaba plantada a la puerta como una estatua, acechándole desconfiadamente con sus diminutos ojos, no fuera a no abrir la tienda a tiempo de que ella llegara puntual a su trabajo. Desde luego, no le tenía ninguna simpatía a aquella mujer; de buena gana hubiera dormido hasta más tarde. Menuda broma, levantarse a media noche por tres miserables centavos, pero lo hacía por el judío. Después de guardar los envases parafinados de la leche, poniendo boca abajo alguno que otro que goteaba, barría la tienda y después la acera. En la trastienda se lavaba, se afeitaba, y tomaba café y un bocadillo; al principio se lo hacía de recortes de un jamón o cerdo asado, pero después se lo hacía del mejor trozo. Mientras fumaba, después del café, pensaba todo lo que él haría para mejorar aquel tenducho si fuera suyo. Cuando entraba alguien se levantaba de un salto y le ofrecía sus servicios con una sonrisa. El primer día, Nick Fuso se sorprendió de verle allí, pues sabía que Morris no podía permitirse un dependiente, pero Frank le dijo que aunque la paga era pequeña tenía otras ventajas. Hablaron de esto y aquello, y cuando el inquilino de arriba se enteró de que Frank Alpine era paisano suyo le invitó a subir para que conociera a Tessie. Ella le invitó cordialmente a cenar aquella noche —macarrones—, y él prometió ir si le permitían llevar los quintos.
Pasados los primeros días, Ida empezó a bajar a su hora de siempre, a eso de las diez, después de arreglar la casa; se ocupaba de anotar en un cuaderno las facturas que recibían y las que pagaban. También extendía con mano vacilante unos cuantos pequeños cheques para pagar facturas que no podía saldar en efectivo a los repartidores; fregaba el suelo de la cocina, vaciaba el cubo de la basura en el bidón de metal colocado al borde de la acera y preparaba ensalada si hacía falta. Frank la miraba cortar la col muy finita en la máquina para hacer ensalada, en la cantidad precisa porque si se agriaba había que tirarla a la basura. La ensalada de patatas era una tarea más complicada. Hervía una olla grande de patatas nuevas y Frank la ayudaba a pelarlas humeantes aún. Todos los viernes preparaba croquetas de pescado y una olla de alubias guisadas estilo casero. Primero las ponía a remojo por la noche, después escurría el agua y esparcía azúcar tostado por encima antes de guisarlas. La expresión de ella cuando echaba a las alubias pedazos de jamón de un resto picado le llamó la atención; le dio repugnancia al tocar el jamón, y también tenía pena de sí mismo porque nunca había vivido tan cerca de unos judíos. Al mediodía se producía una pequeña «avalancha»: unos cuantos obreros de cara sucia del almacén de carbón y un par de dependientes de tiendas de la manzana querían bocadillos y café caliente. Pero aquella «avalancha», a la que ambos hacían frente desde detrás del mostrador, se terminaba en cuestión de minutos y llegaban las horas muertas de la tarde. Ida le aconsejó que se tomara algunas horas libres, pero él respondió que no tenía un sitio especial a donde ir y se quedaba en la trastienda leyendo el Daily News tumbado en el sofá u hojeando alguna de las revistas de la biblioteca pública, que había descubierto en uno de sus solitarios paseos por el barrio.
A las tres, cuando Ida se ausentaba, una hora más o menos, para comprobar si Morris necesitaba algo y para descansar, Frank se sentía aliviado. Una vez solo, hacía pequeños comistrajos, a veces, con un placer inesperado. Probaba nueces, pasas, cajas de dátiles pasados o higos secos que, aunque viejos, le gustaban; abría también paquetes de galletas, bizcochos, almendrados y buñuelos de viento, rompiendo el papel que los envolvía en pedacitos pequeños y tirando de la cadena después de echarlos al water. A veces, cuando estaba comiendo aquellos dulces, se le antojaba algo más sustancial y se preparaba un bocadillo de gruesas rodajas de embutidos y de queso gruyère en un panecillo duro untado con mostaza, y lo remojaba con una botella de cerveza fresca. Satisfecho, dejaba de rondar por la tienda.
De vez en cuando se producían inesperados revuelos de clientes, en su mayor parte mujeres a las que despachaba atentamente charlando con ellas de todo tipo de cosas. A los repartidores también les gustaba su sociabilidad y su natural alegre, y se quedaban a chismorrear con él. Una vez, Otto Vogel le advirtió a media voz, mientras pesaba un jamón:
—No trabajes para un judío, muchacho, te robarán hasta el culo mientras estás sentado sobre él.
Frank, aunque le dijo que no esperaba quedarse mucho tiempo, se sintió avergonzado de estar allí. Después, ante su sorpresa recibió otra advertencia de un viajante judío muy servil que vendía artículos de papel, un tal Al Marcus, un tipo próspero pero de muy mal carácter y muy serio, que no quería dejar de trabajar.
—Una tienda como ésta es una tumba, no lo dude —dijo Al Marcus—. Salga por piernas mientras pueda; está a tiempo. Créame: si se queda seis meses se quedará para siempre.
—No se preocupe —respondió Frank.
Después a solas, de pie junto a la ventana, recordaba su pasado y deseaba una nueva vida. ¿Lograría alguna vez lo que quería? A veces se quedaba mirando sin ver, fijamente, por la ventana del patio interior, o levantaba la vista a las cuerdas del tendedor, absorto en sus perezosas oscilaciones por el viento. De él pendían los trajes de espantapájaro de Morris, las voluminosas bragas de Ida, dobladas por pudor en varias dobleces, y las batas que ocultaban las delicadas braguitas e inquietantes sostenes de su hija.
Por la noche, lo quisiera o no, quedaba libre. Ida insistía, había que reconocerlo. Le servía una cena rápida y le entregaba, entre disculpas por no poder darle más, cincuenta centavos para sus pequeños gastos. Algunas veces, pasaba el rato arriba, con los Fuso, o se iba con ellos a un cine del barrio. A veces paseaba, a pesar del frío, y se paraba en una sala de billar que conocía, a más de dos kilómetros de la tienda. Cuando regresaba, antes de la hora de cerrar pues Ida no le permitía llevarse una llave de la tienda, ella contaba la recaudación del día, metía la mayor parte del dinero en una bolsita de papel y se lo llevaba dejándole a Frank cinco dólares para abrir por la mañana. Después de su marcha, él echaba la llave a la puerta de la calle y el cerrojo a la del portal, por la que ella se había ido, apagaba las luces de la tienda y se sentaba en camiseta en la trastienda, leyendo las listas de las carreras de caballos del día siguiente, que había recogido en el kiosco de Sam Pearl, camino de casa. Después se desnudaba y se iba intranquilo a la cama, con unos voluminosos pijamas de franela de Morris, no muy usados.
La buena señora, pensó contrariado, siempre lo echaba antes de que bajara su hija a cenar.
Pensaba mucho en la muchacha. No podía evitarlo, se la imaginaba vestida con las cosas tendidas a secar… siempre había tenido una imaginación muy viva. Se la figuraba bajando la escalera por la mañana; y también se veía a sí mismo en el portal, cuando ella regresaba a casa, contemplando el revuelo de sus faldas al subir la escalera. Raramente la veía, sólo había hablado con ella un par de veces, el día que se desmayó su padre. Ella guardaba distancias. No era de extrañar tal como él iba vestido y con aquel aspecto. Tuvo la sensación, cuando le dijo aquellas palabras precipitadas, de que la conocía más de lo que cualquiera hubiera imaginado. Ya había tenido esta sensación la primera vez que la vio, aquella noche a través del escaparate. Cuando ella le miró, él advirtió inmediatamente en ella una búsqueda, un ansia en sus ojos que no pudo olvidar porque le recordaba la suya; así que adivinó que ella sería una mujer fácil. No intentaría forzar las cosas, pues le habían dicho que estas niñas judías podían traer líos y él no los quería ahora… por lo menos no más de lo normal; además no quería estropear las cosas antes de tiempo. Con algunas mujeres había que esperar a que vinieran ellas.
Su deseo de llegar a conocerla iba en aumento, probablemente porque no había entrado en la tienda ni una vez desde que estaba él excepto cuando él se marchaba por la noche. No había modo de verla y de hablarle cara a cara, y esto aumentaba su curiosidad, adivinaba que ambos se sentían solos, pero la vieja la protegía de él como si padeciera una enfermedad asquerosa; el resultado fue que cada vez estaba más impaciente por conocerla y llegar a ser amigo suyo, para algo que valiera la pena. Por lo tanto, como ella nunca estaba por allí, trataba de oírla y verla. Cuando la oía bajar las escaleras, salía al escaparate y se quedaba allí plantado esperando que saliera; intentaba adoptar un aire casual, como si no estuviera vigilando, por si ella volvía la cabeza y le veía; pero nunca lo hizo, como si no hubiera nada en aquel lugar por que valiera la pena volverse. Tenía una cara bonita y un buen tipo, el busto pequeño y firme, como si ella misma fuera autora de su figura. Le gustaba contemplar su andar presuroso y algo torpe, hasta que doblaba la esquina. Era un caminar sensual, un poco ondulante, un movimiento extraño, como si estuviera a punto de caerse hacia un lado en lugar de avanzar. Tenía las piernas un poquito arqueadas, y acaso era esto lo que hacía sensuales sus pasos. Permanecía en su imaginación, después de haber doblado la esquina; sus piernas y sus pequeños pechos, así como el sostén color de rosa que los cubría. A veces, leyendo o fumando tumbado en el sofá ella se le aparecía andando hacia la esquina. No tenía que cerrar los ojos para verla; vuélvete, le decía bajito, pero la muchacha de sus pensamientos no le hacía caso.
Por la noche, para verla cuando regresaba a casa, se plantaba ante el escaparate iluminado, pero generalmente, antes de que consiguiera echarle la vista encima, ya estaba ella escaleras arriba o en su habitación cambiándose de vestido; había perdido su oportunidad aquel día. Llegaba alrededor de las seis menos cuarto, a veces algo más temprano, así que él intentaba colocarse al lado del escaparate a esa hora, lo que no era fácil porque precisamente entonces era cuando entraban los pocos clientes de Morris de la hora de cenar. Así que raramente la veía cuando regresaba del trabajo, aunque siempre la oía subir la escalera. Cierto día que la actividad era menor que de costumbre en la tienda y todo estaba muerto a eso de las cinco y media, Frank se dijo: hoy la veré. Se peinó en el lavabo para que Ida se diera cuenta, se puso un mandil limpio, encendió un cigarrillo y se colocó visiblemente junto al escaparate iluminado. A las seis menos veinte, justamente cuando acababa casi de echar a una mujer, una buena señora que por casualidad entró desde la parada del tranvía, vio a Helen doblar la esquina de la tienda de Sam Pearl. Su cara era todavía más bonita de como él la recordaba, y se le hizo un nudo en la garganta a medida que ella se iba acercando hasta estar a menos de un metro. Tenía los ojos azules y un hermoso pelo largo y castaño, sencillamente alisado hacia atrás. Pensó que no parecía judía; mejor que mejor. Pero tenía una expresión de descontento en el rostro y la boca algo tirante. Parecía pensar en algo que ya había perdido la esperanza de lograr. Esto le emocionó, de modo que cuando ella levantó la mirada y vio sus ojos fijos en ella, pudo advertir su emoción. Debió de molestarse, porque apresuró el paso sin prestarle más atención, se metió en el portal y desapareció.
A la mañana siguiente no la vio —parecía que hubiera salido cautelosamente para no verlo—, y por la noche estaba despachando a la hora de su regreso; con gran pesar oyó la puerta cerrarse tras ella. Y se sintió descorazonado; cada mirada perdida, para un hombre que vivía pendiente de sus ojos, era una pérdida irreparable. Discurrió diferentes maneras de hacerse el encontradizo y cambiar unas palabras con ella. Empezaba a ser ya un peso insoportable lo que había pensado decirle a Helen de sí mismo. Aunque todavía estaban por pensar las palabras exactas. Llegó a pensar en sorprenderla mientras cenaba, pero entonces tendría que habérselas con Ida. También se le ocurrió abrir la puerta la próxima vez que la viera y hacerla pasar a la tienda; podría decirle que la había llamado alguien, y después iniciar una conversación sobre otro tema, pero nadie la llamaba. A su manera era un pájaro solitario, lo cual a él no le disgustaba, aunque no lograba entenderlo siendo tan guapa. Le daba la sensación de que esperaba algo grande de la vida, y esto lo asustó. Sin embargo, intentó planear modos de hacerla entrar en la tienda, aunque fuese con el pretexto de preguntarle dónde guardaba el viejo la sierra; pero esto podía disgustarla, ya que su madre se pasaba todo el día en la tienda y podía decírselo. Tenía que tener cuidado de no asustarla, para no distanciarla más todavía de lo que la mantenía la vieja.
Durante un par de noches, después del trabajo, esperó en un portal junto a la lavandería de enfrente, con la esperanza de que ella saliera a algún recado. Pensaba entonces cruzar la calle, saludarla con el sombrero y preguntarle si podía acompañarla. Pero esto tampoco dio resultado, porque ella nunca salía de casa. La segunda noche esperó inútilmente hasta que Ida apagó las luces de la tienda.
Un atardecer, hacia el final de la segunda semana después del accidente de Morris, su soledad empezó a oprimirle hasta hacérsele insoportable. Estaba cenando, minutos después de que Helen llegara del trabajo, y por casualidad Ida estaba arriba con Morris. Vio a Helen doblar la esquina y la saludó con la cabeza mientras se acercaba a la casa. Como la cogió por sorpresa, ella le devolvió una media sonrisa y entró en el vestíbulo. Y en aquel momento fue cuando la soledad se apoderó de él. Mientras comía, decidió que tenía que atraerla a la tienda antes de que la vieja bajara y llegara la hora de retirarse él. El único pretexto que se le ocurría era llamar a Helen al teléfono, y después decirle que el individuo que la había llamado había colgado. Aunque fuera una trampa, tenía que hacerlo. Le costó convencerse, pues podría ser un paso en falso y algún día pesarle. Intentó pensar algo mejor pero no le quedaba más tiempo y se decidió por esto.
Se levantó, se acercó a la cómoda y descolgó el teléfono. Después salió al portal y conteniendo la respiración oprimió el timbre de los Bober.
Ida se asomó al pasamanos.
—¿Qué pasa?
—El teléfono para Helen.
La vio dudar, así que se metió rápidamente en la tienda. Se sentó y fingió comer. El corazón le latía con tanta fuerza que llegaba a hacerle daño. Lo único que quería, se decía, era hablarle un minuto, para así facilitar las cosas la próxima vez.
Helen entró ansiosa en la cocina. Ya por la escalera notó que la excitación la embargaba. Dios mío, una llamada telefónica ha llegado a ser todo un acontecimiento para mí.
Si fuera Nat, pensó, podría darle otra oportunidad.
Frank hizo ademán de levantarse cuando ella apareció, pero se volvió a sentar.
—Gracias —le dijo ella mientras cogía el teléfono—. Diga. Y esperó la respuesta, pero sólo oyó la señal de marcar.
—No hay nadie —dijo desconcertada.
Él dejó el tenedor y dijo amablemente:
—La llamaba una chica.
Pero al ver la desilusión en sus ojos, al darse cuenta de su tristeza, él también se sintió triste.
—Han debido de cortar.
Ella lo miró largamente. Llevaba una blusa blanca que mostraba la firmeza de su busto delicado. Se humedeció los resecos labios e intentó discurrir algún modo rápido de congraciarse con ella, pero su mente, por lo general tan fértil en todo tipo de ideas, estaba vacía. Se sintió muy triste, tal como lo había previsto, por haber hecho una cosa así. Si hubiera podido volverse atrás, lo hubiera hecho de otro modo.
—¿Ha dado su nombre? —preguntó Helen.
—No.
—¿No sería Betty Pearl?
—No.
Se estiró el cabello distraídamente hacia atrás.
—¿No le dijo nada?
—Solamente que la avisara. —Se calló un momento y continuó—: Tenía una voz agradable, como la suya. A lo mejor no me entendió bien cuando le dije que estaba usted arriba y que iba a llamarla, y por eso colgó.
—No veo por qué.
Tampoco él lo veía. Quería acabar con todo aquel lío, pero no veía otra salida que seguir mintiendo. Pero con tanta mentira la conversación no servía de nada. Cuando mentía, era otro mintiéndole a otro. No se trataba de ellos dos tal como eran de verdad. Debió de haberlo tenido en cuenta antes.
Ella se quedó de pie junto a la cómoda, con el teléfono en la mano, como si esperara que el zumbido de la señal para marcar se convirtiera en voz; también él esperaba lo mismo, una voz que dijera que él no mentía, que era un hombre bueno. Pero tampoco fue así.
La contempló con dignidad, mientras consideraba la posibilidad de confesárselo todo y de que aquella verdad fuera el punto de partida. No importaban las consecuencias, pero la idea de la confesión le daba pánico.
—Lo siento —dijo con voz quebrada; pero ella ya se había ido, y él intentó fijar en su memoria su figura contemplada tan de cerca.
Helen también estaba inquieta. No sólo no conseguía explicarse por qué le creía pero no del todo, ni por qué últimamente estaba tan pendiente de su presencia aunque él nunca se alejaba de la tienda, sino que también la inquietaban los esfuerzos de su madre por protegerla de él.
—Come cuando él no esté —le había dicho Ida—. No estoy acostumbrada a tener goyim[6] en mi casa.
A Helen le molestó que supusiera que ella iba a enamorarse locamente del que fuera sólo por ser gentil. Significaba, sin duda, que su madre no confiaba en ella. Si su actitud hubiera sido diferente, Helen dudaba que le hubiera hecho caso. Tenía un aspecto interesante, era verdad, pero ¿qué era al fin y al cabo un pobre dependiente? Ida estaba haciendo una montaña de nada.
Aunque a Ida seguía preocupándole la presencia del joven italiano en la tienda, observaba sorprendida y complacida cómo, prácticamente desde el día de su aparición, el negocio había mejorado. La primera semana hubo días que se recaudaron de cinco a siete dólares más del promedio diario en los meses siguientes al verano pasado. Y lo mismo sucedió durante la segunda semana. Naturalmente, la tienda seguía siendo pobre, pero con aquellos cuarenta o cincuenta billetes más a la semana, a lo mejor se podría ir tirando hasta que saliera un comprador. Al principio no lograba entender por qué entraba más gente, ni por qué se vendía más. Aunque la verdad era que ya otras veces se habían dado rachas así. Inesperadamente, después de una larga temporada de horas muertas, tres o cuatro clientes, caras ya desconocidas, entraban un buen día como si los hubieran soltado de la casa de beneficencia con unos centavos en el bolsillo. Y otros, tacaños para la comida, empezaban a comprar más. Un tendero advierte casi inmediatamente cuándo los tiempos mejoran. La gente parece menos preocupada e irascible, como si ya no se disputase el pequeño rayito de sol que le toca en este mundo. Sin embargo, lo que resultaba curioso era que los negocios, según la mayoría de los repartidores, no habían mejorado demasiado en ninguna parte. Uno de ellos dijo que Schmitz, el de la esquina, también pasaba apuros, y además no estaba muy bien de salud. Así que aquella repentina mejora de la tienda, pensó Ida, no hubiera ocurrido sin Frank Alpine. Tardó bastante en confesarse esto a sí misma.
Los clientes parecían tenerle simpatía. Les daba conversación mientras los despachaba, a veces les decía cosas que avergonzaban a Ida pero que a las clientas, a las amas de casa gentiles, les hacían reír. Atraía a personas que ni tan siquiera había visto en el barrio antes, no solamente mujeres sino también hombres. Frank introducía innovaciones, a las que ella y Morris nunca se hubieran atrevido, por ejemplo, intentaba venderles más de lo que pedían y con frecuencia con éxito. «¿Qué se hace con sólo un cuarto de libra?», decía. «Eso no llega ni para los pájaros… ni para un bocado, será mejor que se lleve media libra». Y ellos le hacían caso. O por ejemplo decía: «Tenemos una nueva marca de mostaza, acabamos de recibirla hoy. Tiene dos onzas más que la que venden en los supermercados al mismo precio, ¿por qué no la prueba? Si no le gusta, me la devuelve y haré gárgaras con ella». Ellas se reían y la compraban. Estas cosas hicieron reflexionar a Ida, que se preguntaba si Morris y ella estaban realmente capacitados para aquel negocio. Nunca habían sido vendedores.
Una de las clientas calificó a Frank de vendedor extraordinario, y aquellas palabras hicieron brotar una sonrisa complacida en los labios de él. Era listo y trabajador. El respeto de Ida hacia él iba en aumento, aunque contra su voluntad. Poco a poco se fue acostumbrando a su presencia. Morris tenía razón cuando decía que no era un vagabundo sino un muchacho víctima de la pobreza. Le daba pena cuando pensaba en su vida en el orfelinato. Trabajaba con rapidez, nunca se quejaba, tenía siempre un aspecto aseado, desde que tenía agua y jabón a su disposición, y además la trataba con deferencia. Las dos veces que le había hablado a Helen en su presencia lo había hecho como un caballero y no intentó alargar la conversación. Ida discutió el asunto con Morris y le subieron el dinero «para sus gastos» de cincuenta centavos al día a cinco dólares semanales. A pesar de que ahora lo veía con buenos ojos, seguía preocupándola la situación, pero, después de todo, traía más dinero a la tienda y el local brillaba como un espejo —estaba bien que él se quedara con cinco dólares de sus miserables beneficios. Aunque las cosas estaban lejos de ir viento en popa, él hacía de muy buena gana muchos trabajitos en la tienda—. ¿No era justo, pues, que le pagaran alguna cosa? Además, pensaba, pronto se iría.
Frank aceptó la pequeña subida con una sonrisa avergonzada.
—No tiene que pagarme más, señora, yo dije que trabajaría gratis para pagarle a su marido los favores que me hizo, y además quiero aprender el oficio. Y después de todo, me da usted alojamiento y manutención, así que no me debe nada.
—Cójalo —dijo ella, tendiéndole un arrugado billete de cinco dólares.
Él dejó el dinero sobre el mostrador, hasta que ella insistió en que se lo metiera en el bolsillo. Frank se sentía incómodo por la subida de sueldo, porque sacaba mucho más de lo que ella sospechaba, ya que el negocio era más próspero de lo que ella creía. De día, cuando ella no estaba, vendía al menos por valor de un dólar o dólar y medio y ni siquiera hacía el gesto de marcarlo en la máquina registradora. Ida no sospechaba lo más mínimo; había dejado de hacer la lista de artículos vendidos que él le daba al principio, pues llegaron a la conclusión de que era poco práctico. No le resultaba difícil quedarse con algún cambio de aquí y de allá. Al final de la segunda semana, ya tenía diez dólares en el bolsillo. Con esto y los cinco que ella le dio se compró un neceser con utensilios para afeitarse, un par de zapatos de ante baratos, dos camisas y un par de corbatas; pensó que si se quedaba un par de semanas más sacaría lo suficiente para un traje económico. No tenía de qué avergonzarse, reflexionó… podía decirse que casi era su propio dinero lo que cogía. El tendero y su esposa no lo echarían de menos porque ignoraban su existencia, y nunca lo hubieran conseguido sin su duro trabajo. Si no estuviera trabajando allí, tendrían todavía menos, a pesar de lo que él se quedaba.
Pero, a pesar de sus justificaciones, le remordía la conciencia. Gemía, arañándose las palmas de las manos con las uñas, a veces se le cortaba la respiración y sudaba profusamente. Hablaba solo, casi siempre mientras se afeitaba o iba al váter, exhortándose a sí mismo a ser honrado. Y sin embargo, experimentaba un extraño placer en su mezquindad, como ya le había ocurrido en otras ocasiones cuando hacía algo que no debía, de modo que continuó embolsándose las monedas.
Cierta noche se sentía atormentado por todo el mal que estaba haciendo y juró enmendarse. Si lograba hacer tan sólo una cosa bien, pensó, acaso sería el modo de empezar de nuevo; y decidió deshacerse por lo menos del revólver, eso le aliviaría. Abandonó la tienda después de cenar y estuvo callejeando en medio de la niebla. Sentía una opresión en el pecho, después de tantos días encerrado en la tienda y por la monotonía de su vida desde que estaba en ella. Al pasar por el cementerio intentó borrar de su memoria el recuerdo del atraco, pero le fue imposible. Recordó la escena con Ward Minogue, sentados dentro del coche aparcado, esperando a que saliera Karp de la tienda de Morris, pero cuando llegó a la suya apagó las luces del escaparate y se escondió en la trastienda entre las botellas. Entonces Ward dijo que darían rápidamente la vuelta a la manzana, al verlo el judío saldría, le darían un golpe por atrás y le birlarían la repleta cartera. Pero cuando volvieron, el coche de Karp, con él dentro, había desaparecido, y Ward le deseó una muerte prematura. Frank dijo que como Karp se había largado, lo mejor era que ellos hicieran lo propio, pero Ward siguió allí, con su ardor de estómago, sin apartar sus pequeños ojos de la tienda de Morris, el único local iluminado de la calle, aparte de la tienda de Pearl en la esquina.
—No —le pidió Frank—, no es más que un cuchitril, dudo de que recauden ni treinta pavos en un día.
—Treinta pavos son treinta pavos —respondió Ward—. Tanto me da que sea Karp o Bober, al fin y al cabo es otro judío.
—¿Por qué no intentamos el kiosco de la esquina?
—No soporto los caramelos de perra chica —dijo Ward con cara de asco.
—¿Cómo sabes su nombre?
—¿El nombre de quién?
—Del tendero judío.
—Fui a la escuela con su hija. Tiene un trasero apetitoso.
—Pues entonces te reconocerá.
—Me taparé las narices con un trapo, y hablaré en falsete. Hace ocho o nueve años que no me ve. En aquel entonces era un crío flacucho.
—Bueno, como quieras, yo me quedaré en el coche para tenerlo en marcha.
—Entra conmigo —le dijo Ward—. Ésta es una calle muerta. Nadie se espera un atraco en este agujero del barrio.
Pero Frank vacilaba.
—¿No dijiste que era a Karp al que querías pescar?
—Ya lo cogeremos en otra ocasión. Vamos.
Frank se caló la gorra y cruzó la vía del tranvía con Ward Minogue.
—Allá tú, te estás buscando tu propio entierro.
Pero en realidad era el suyo.
Recordó que había pensado al entrar en la tienda que un judío era igual a otro, y por lo tanto, ¿qué más daba? Ahora pensaba que le había atracado precisamente porque era judío. Pero ¿qué demonios eran para él los judíos, como para eso?
No encontró respuesta y apresuró el paso; de vez en cuando miraba a través del enrejado las enlutadas lápidas. Hubo un momento en que creyó que le seguían y empezó a latirle el corazón muy de prisa. Dejó atrás rápidamente el cementerio y torció hacia la derecha en el primer cruce; ciñéndose a las fachadas de las casas de piedra, bajó rápidamente la oscura calle. Cuando llegó al salón de billar se sintió aliviado.
El salón de billar de Pop era un cuchitril con cuatro mesas; a su dueño, viejo y malhumorado italiano, se le señalaban las venas azules en la calva. Siempre estaba sentado con los brazos cruzados junto a su máquina registradora.
—¿Ha visto a Ward? —le preguntó Frank.
Pop señaló la parte de atrás, donde Ward Minogue, con su sombrero negro peludo y su desgarbado abrigo, practicaba el billar solo en una de las mesas. Frank contempló cómo colocaba una de las bolas negras en una esquina y después apuntaba hacia ella con una de las blancas. Ward se inclinó con un gesto tenso hacia delante, ansiosamente, con la colilla apagada colgando de su boca enfermiza. Falló el tiro. Golpeó con el puntero en el suelo.
Frank había pasado junto a los jugadores de las otras mesas, cuando Ward le vio, encendió sus ojos un temor que se apagó después al reconocerle. Pero su cara llena de granos se cubrió de sudor.
Escupió la colilla al suelo.
—¿Qué llevas en los pies, demonios? ¿Zapatillas?
—No quería estropearte el tiro.
—Pues me lo has estropeado lo mismo.
—Hace una semana que te busco.
—He estado de vacaciones —dijo Ward con una sonrisa de través.
—¿Borracho todos los días?
Ward se llevó la mano al pecho y soltó un eructo.
—Ojalá. Pero no. Alguien le sopló al viejo que estaba por aquí, así que me escondí durante una temporada. Lo he pasado mal. Mi ardor de estómago está cada vez peor.
Colgó el puntero y se limpió la cara con un pañuelo sucio.
—¿Por qué no vas al médico? —le preguntó Frank.
—Que se vayan al diablo.
—A lo mejor te alivia tomar alguna medicina.
—Lo que me aliviaría es que mi padre estirara la pata.
—Quiero hablar contigo, Ward —dijo Frank a media voz.
—Bueno, pues habla.
Frank señaló a los jugadores de la mesa de al lado.
—Vamos al patio —dijo Ward—, yo también tengo algo que decirte.
Frank le siguió por la puerta trasera al pequeño patio interior donde había un banco de madera. Una débil bombilla eléctrica les iluminaba desde el dintel de la puerta.
Ward se sentó en el banco y encendió un cigarrillo. Frank encendió otro que cogió de su paquete. Tragó el humo, pero no sintió ningún placer y lo tiró.
—Siéntate —le dijo Ward.
Frank le obedeció pensando: este hombre apesta hasta con esta niebla.
—¿Para qué querías verme? —preguntó Ward, sin dejar de mover sus pequeños ojos.
—Quiero mi revólver, Ward. ¿Dónde está?
—¿Para qué?
—Quiero tirarlo al mar.
—¿Es que te has vuelto gallina?
—No quiero que venga un policía y me pregunte si me pertenece.
—Creí que me habías dicho que le habías comprado la pistola a un caco.
—Sí, es verdad.
—Entonces no está matriculada, ¿de qué tienes miedo?
—Si la has perdido —dijo Frank—, le encontrarán el rastro aunque no esté matriculada.
—No la he perdido —dijo Ward. Al cabo de un rato apagó el cigarrillo en el polvo del suelo y añadió—: Te la devolveré cuando hayamos hecho el trabajito que estoy planeando.
Frank lo miró fijamente.
—¿De qué se trata?
—De Karp, quiero atracarlo.
—¿Y por qué precisamente a Karp? Hay bodegas más importantes.
—No puedo aguantar a ese judío hijo de perra ni al «ojos saltones» de su Louis. Cuando era pequeño bastaba que me acercara a esos ojos de besugo para que estuvieran acusándome a mi viejo y me ganara una paliza.
—Pero te reconocerían apenas entraras.
—Bober no. Me pondré un pañuelo y usaré otra ropa. Mañana estudiaré la situación y escogeré el coche. Sólo tendrás que conducir. Yo haré el atraco.
—Será mejor que no te acerques por aquel barrio —advirtió Frank—. Podría reconocerte alguien.
Ward se rascó el pecho pensativo.
—Está bien; me has convencido. Pensaremos en otro sitio.
—Pero sin contar conmigo —dijo Frank.
—Piénsalo bien —replicó Ward.
—Ya lo he hecho de sobra.
Ward no ocultó su asco.
—Desde el primer momento, me di cuenta de que eras un cagón.
Frank no respondió.
—No te hagas el inocente —prosiguió Ward enfurecido—, tú estás tan metido en el ajo como yo.
—Ya lo sé —replicó Frank.
—Le golpeé porque nos ocultaba el escondite del resto de su dinero —dijo Ward.
—No lo escondió. Es una tienda miserable.
—Me parece que sabes demasiado sobre el asunto.
—¿Qué quieres decir?
—Dejémonos de tonterías. Ya sé que trabajas allí.
A Frank se le cortó el aliento.
—¿Me sigues los pasos otra vez, Ward?
Ward sonrió.
—Te seguí una noche después de que te fuiste de aquí. Me enteré de que trabajabas para un judío y de que te pagaba una miseria.
Frank se levantó lentamente.
—Me dio lástima cuando le golpeaste; por ello volví para tenderle una mano mientras se recuperaba. Pero no me quedaré por mucho tiempo.
—Qué buen muchacho eres. Supongo que le habrás devuelto la fabulosa cantidad de siete dólares y medio que te tocó en el reparto.
—Los puse en la caja. Y le dije a la señora que el negocio mejoraba.
—Nunca creí que iba a encontrarme con un puñetero militante del Ejército de Salvación.
—Lo hice para tranquilizar mi conciencia —dijo Frank.
Ward se levantó.
—No es precisamente tu conciencia lo que te preocupa.
—¿No?
—Es algo más. He oído decir que las judías son estupendas en la cama.
Frank se retiró sin su revólver.
Helen estaba con su madre, mientras ésta contaba el dinero.
Frank, detrás del mostrador, se limpiaba las uñas con la hoja de su navaja, esperando a que se fueran para cerrar.
—Me parece que voy a darme una ducha caliente antes de ir a la cama —dijo Helen a su madre—, por las noches siento frío.
—Buenas noches —le dijo Ida a Frank—, le he dejado cinco dólares de cambio para mañana.
—Buenas noches —respondió éste.
Se fueron por la puerta trasera y Frank las oyó subir las escaleras. Cerró y se retiró a la trastienda. Estaba repasando los encargos para el día siguiente cuando de repente se sintió intranquilo.
Después de un rato, entró en la tienda y puso el oído contra la puerta que daba al vestíbulo; abrió luego, encendió la luz del sótano y cerró la puerta tras sí para que desde el vestíbulo no se viera la luz. Después bajó sigilosamente las escaleras.
Encontró el hueco de un viejo montacargas que ya no se usaba, apartó la plataforma y miró hacia arriba por el hueco. Estaba oscuro. Ni la ventana del cuarto de baño de los Bober ni la de los Fuso estaban iluminadas.
Luego dudó y forcejeó consigo mismo pero no por mucho tiempo. Apartando el montacargas todo lo posible, se introdujo trabajosamente en el hueco y después subió encima de la caja del montacargas. Los latidos de su corazón estremecían al mismo tiempo a todo su cuerpo.
Cuando los ojos se acostumbraron a la oscuridad advirtió que la ventana del cuarto de baño de ella estaba sólo unos dos pies por encima de su cabeza. Fue tanteando la pared, tan arriba como podía, hasta que encontró un reborde estrecho alrededor del hueco del montacargas. Le pareció que podría afianzarse sobre él y que desde allí podría observar por la ventana el cuarto de baño.
Pero si lo hago, pensaba al mismo tiempo, me pesará luego.
Tenía el cuello y la ropa empapados en sudor, pero la excitación de lo que posiblemente iba a ver lo animó a seguir.
Santiguándose primero, Frank se agarró a las dos cuerdas del montacargas y se elevó lentamente; rezaba para que las poleas no chirriaran allá arriba en la claraboya.
Una luz se encendió encima de su cabeza.
Contuvo el aliento y se acurrucó inmóvil aferrado a los bamboleantes cables. La ventana del cuarto de baño se cerró de un golpe. Durante un rato no se movió; las fuerzas le estaban abandonando. Pensó que se le aflojarían las manos de los cables y que caería; y se imaginó a Helen abriendo la ventana para contemplarlo derrumbado al final del hueco, hecho un montón asqueroso.
Estaba cometiendo un error, reflexionó.
Pero previendo que Helen podía meterse en la ducha antes de que él pudiera echarle una ojeada, temblando, reanudó el ascenso. Pasados unos minutos, estaba ya a caballo del reborde aferrándose a los cables para equilibrarse y aguantarse, de modo que no se quebrara la madera del soporte.
Se inclinó hacia delante, aunque no demasiado, y al fin pudo ver a través de la ventana, que no tenía visillos, el anticuado cuarto de baño. Allí estaba Helen, contemplándose en el espejo con ojos tristes. A él se le antojó que se iba a quedar así para siempre, pero por fin la muchacha abrió la cremallera de su bata y se la quitó.
Sintió un mar de ansias ante la desnudez de ella, un abrumador deseo de amarla y al mismo tiempo una sensación de vacío, de impotencia frente a lo que había constituido su mayor anhelo, y frente a otros tristes pensamientos que más valía no recordar.
Su cuerpo era joven, suave, hermoso, los pechos como pajaritos al vuelo, el trasero como una flor. Sin embargo era un cuerpo que a pesar de sus formas bonitas daba una impresión de soledad; su belleza acentuaba aún más esta impresión. Los cuerpos se muestran retraídos, reflexionó, pero en la cama, ella ya se mostraría de otra forma. Ahora, Helen, desnuda, le parecía más real que nunca, algo personal, alcanzable. Y mientras la contemplaba, con todos sus sentidos puestos en el festín, le corroía el ansia, sintiéndose más hambriento cuanto más la miraba. Pero con ello lo único que conseguía era reavivar su insatisfacción, intensificando la desesperación de que sólo pudiera mirarla, y convirtiendo a ella en el espejo de sus propias miserias, de su ruinoso pasado, de sus fallidos intentos, de su pasión envenenada por su ruindad.
Los ojos de Frank se humedecieron y se los limpió con una sola mano. Cuando volvió a mirar, se sintió horrorizado, al parecerle que ella le estaba mirando fijamente, con una sonrisa burlona en los labios, y unos ojos sarcásticos, y sin asomo de compasión alguna. Enloquecido, pensó en saltar, en dar un brinco, en huir de la casa con todos los huesos rotos; pero ella abrió la ducha y se metió en la bañera ocultándose tras la cortina de plástico floreada.
La ventana se cubrió en poco tiempo de vapor. Él se sintió aliviado, y descendió silencioso. Ya en el sótano, en vez del atormentador remordimiento que se había pronosticado, sintió una extraña emoción, casi rayana en la alegría.